martes, 22 de mayo de 2018

XIX. La liberación de Surama


Sandokan se encontró en un espléndido dormitorio, de estilo griego oriental, adornado con riquísimos divanes de seda blanca, bordados de oro, de tapetes turcos y persas y de amplias cortinas de seda azul colocadas delante de las ventanas. Solo el lecho, macizo, con incrustaciones de madreperla y que se encontraba justo en el medio, y algunos muebles ligeros, eran de procedencia india.
Surama, viendo entrar a Sandokan, se le lanzó encima conteniendo, como habíamos dicho, a duras penas un grito. El mayordomo del favorito le había hecho poner un amplio sari de seda rosada, con un gran dobladillo azul, que hacía doblemente resaltar la morena belleza de la joven asamesa.
—Cierra bien la puerta —le dijo enseguida Sandokan en voz baja—. Nadie debe sorprenderme en tu estancia.
—¿Pero cómo, señor, está aquí?
—Calla ahora: la puerta.
Surama bajó los dos ganchos, asegurándola sólidamente.
—Nadie podrá entrar ahora sin mi permiso —dijo volviendo hacia Sandokan—. Y ahora habla señor: ¿Yanez?
—No te inquietes por él, Surama —respondió Sandokan invitándola a sentarse sobre el diván, que se encontraba más cerca del corredor que conducía a su cuchitril—. Por el momento no corre ningún peligro y creo que jamás ha gozado de tanta salud como ahora.
—¿Y Tremal-Naik?
—En este momento está cenando, por cierto, y sin demasiadas aprensiones.
—Pero tú...
—Espera un poco: sabe que estoy aquí en calidad de huésped y no ya como prisionero. Ahora respóndeme a cuanto te pregunte. Antes que nada, ¿vendrá alguien a molestarnos?
—Por ahora no. Tenemos un par de horas de libertad.
—No necesito tanto tiempo. ¿Te han maltratado?
—No, señor, todo lo contrario.
—¿Te han interrogado?
—No aún, sin embargo, hay en mi cerebro un recuerdo confuso.
—¿Cuál?
—Pude haber soñado.
—Explícame ese sueño, Surama —dijo Sandokan.
—Me parece haber visto hombres alrededor de mi lecho y haber oído extrañas conversaciones y luego me parece que me han dado de beber algo, como un licor fuertísimo y muy amargo. Algo de cierto puede haber porque cuando me he despertado, en este lecho, tenía el cerebro ofuscado y los miembros me temblaban como si hubiese bebido bhang.
—¿Qué es?
—Una mezcla de opio.
El ceño de Sandokan se frunció.
—¿Estás muy segura, Surama, que no ha sido un sueño?
—No te lo sabría decir con plena seguridad —respondió la bella asamesa—. No obstante, aquel temblor no me pareció natural.
—He aquí donde está el peligro. Ustedes los indios poseen drogas misteriosas que exaltan a las personas y que las obligan a hablar. Tremal-Naik me ha hablado un día de un cierto soma.
—No deben haber utilizado aquella planta, porque produce una fiebre intensísima, que dura varias horas. No, si es verdad que me han dado de beber algo, debe tratarse de otra cosa.
—Piensa bien, niña, porque si has hablado pudiste habernos comprometido no solo a mí y a ti, sino también a Yanez.
—¿Y si, como te he dicho, hubiese sido un sueño?
—Tu cerebro, si hubiese sido un sueño, no habría permanecido ofuscado.
—También eso es verdad.
—¡Si hubiese algún medio para poder saber lo que has dicho! —murmuró Sandokan—. Quién sabe, quizá Tremal-Naik pueda encontrarlo; él conoce muchos narcóticos.
—Estoy lista para beber todo lo que quieras, Sandokan.
—De este asunto nos ocuparemos más tarde.
—¿Y cómo has sabido que yo había sido raptada? —preguntó Surama.
—He capturado a aquel perro faquir y lo he obligado a confesar. El favorito del rajá es quien te ha hecho raptar, probablemente para vengarse de aquel golpe de cimitarra. Incluso este es un asunto que poco interesa por el momento. Es un juego que le devolveré esta misma noche. Ya está todo listo para tu escape. ¿A dónde dan tus ventanas?
—A la veranda del segundo piso.
—¿Tienes miedo de confiarte a una cuerda bien sólida?
—Estoy lista para hacer todo lo que quieras.
—¿Se duerme pronto en esta casa?
—A las once todas las luces están apagadas —respondió Surama.
—A la media noche estate lista. ¿Duerme alguna sirvienta aquí?
—Sé que hay dos en la cámara contigua.
—¿Vienen a ti antes de acostarse?
—Sí, para acompañarme al lecho.
—¿Hay alguna botella de licor para ofrecerles?
—También de vino europeo: el khidmatgar no deja que me falte nada.
Sandokan hurgó en la faja y extrajo una cajita de metal que contenía varios tubos de varios colores. Tomó uno, lo examinó atentamente, luego se lo ofreció a Surama diciéndole:
—El polvo que está aquí dentro, lo disolverás en una botella, o de licor o de vino, y luego ofrecerás a cada una de las dos mujeres una copita de aquella mezcla, no más. El narcótico es poderoso y absorbido en dosis superiores, podría hacer dormir para siempre a quienes lo tomen. Ahora otra pregunta y luego te dejaré sola.
—Habla señor —dijo Surama escondiéndose el tubo en su seno.
—¿Crees que los montañeses de tu padre se hayan olvidado de ti?
—Si me presentase a ellos y dijese que soy Surama, la pequeña hija del famoso guerrero, estoy más que segura de que tomarían las armas para ayudarlos a ti y a Yanez en esta difícil empresa. ¿Piensas quizá conducirme entre ellos?
—Esto podría ser necesario para ponerte a salvo —respondió el Tigre de la Malasia—. ¿Un elefante cuánto podría emplear para llegar a aquellas montañas?
—No más de quince días.
—Es suficiente. Adiós, Surama, y estate lista para la medianoche.
Estrechó la mano a la futura princesa de Assam y volvió en puntas de pie a su pequeña estancia.
—Todo va viento en popa —murmuró—. Si no sobrevienen incidentes, mañana estaremos en la jungla de Benar y perfectamente a salvo. Luego veremos qué nos conviene hacer.
Se tendió sobre su pequeño lecho poniendo sobre un taburete una botella de arrack, encendió la pipa y esperó tranquilamente a que llegase el momento de actuar y que el joven shudra se presentase.
La medianoche no estaba lejos, cuando un ligero golpe a la puerta lo hizo bajar del lecho.
—Debe ser él —murmuró—. He aquí un valiente muchacho que hará una discreta fortuna.
Abrió sin hacer ruido y se vio delante del sirviente del mayordomo.
—Entonces —le preguntó Sandokan.
—Duermen todos.
—¿Están todas las luces apagadas?
—Sí, sahib.
—¿Has visto pasear a alguien por la plaza?
—Un grupo de hombres.
—Son mis amigos. Dame la cuerda.
—Está aquí, sahib.
—Sígueme y no tengas miedo. Desde este momento estás a mis servicios.
—Gracias, amo.
Sandokan abrió la puerta que daba al corredor y golpeó repetidamente en la de la estancia de Surama que fue enseguida abierta.
La joven asamesa había bajado el pabilo de la lámpara para hacer creer que dormía y se había arrojado sobre la cabeza una ancha faja de seda, que la escondía casi toda.
—Aquí estoy, señor —dijo a Sandokan—. Estoy lista para descender.
—¿Tus sirvientas?
—Duermen profundamente.
—¿Han bebido el narcótico?
—Desde hace más de una hora.
—Antes de mañana a la noche no se despertarán —dijo Sandokan—. Por consiguiente estamos seguros de no ser molestados por parte de ellas.
Abrió una ventana y pasó a la veranda acercándose silenciosamente al parapeto.
Aún cuando la oscuridad fuese densa, divisó enseguida algunas sombras humanas desfilar silenciosamente delante del palacio del favorito.
—Deben ser Tremal-Naik, Kammamuri y mis malayos —murmuró—. Esperemos que todo vaya bien.
Desenrolló la cuerda, ató un extremo a una columna de madera de la veranda y arrojó el otro al vacío, mandando al mismo tiempo un ligero silbido que imitaba perfectamente el de la terrible cobra de anteojos.
Una señal idéntica respondió poco después.
—Es él —dijo Sandokan—. ¡A la obra!
Volvió hacia la ventana, tomó entre sus brazos a Surama y se dirigió hacia la cuerda diciendo al shudra:
—Desciende primero.
—Sí, amo.
—Y hazlo pronto.
El jovencito cruzó el parapeto y desapareció.
—Cruza tus manos alrededor de mi cuello —dijo luego Sandokan a la bella asamesa—, y dame tu faja de seda, a fin de que te ate a mí.
—No será necesario —respondió la princesa—. Mis brazos son robustos.
—No se sabe nunca lo que puede suceder.
Tomó el chal, estrechó a Surama contra su propio dorso, luego a su vez montó sobre el parapeto, no sin antes haberse puesto entre los dientes el kris malayo.
—Aprieta fuerte —dijo—. No me estrangularás con tus pequeñas manos.
Aferró la cuerda y se puso a bajar. Viejo marinero, no se encontraba incómodo ejecutando aquella maniobra, tanto más que poseía una musculatura que desafiaba al acero.
En pocos instantes alcanzó la veranda inferior. Desgraciadamente chocó los pies contra el borde del ligero tinglado que la cubría, haciendo caer un pedazo del canalón.
Una sola imprecación se le escapó a su pesar. Aquel pedazo de hojalata o cinc produjo, al caer sobre las piedras de la plaza, mucho ruido. Sandokan apuntó los pies contra el reparo y se dejó deslizar verticalmente, sin cuidarse si se desollaba o no las manos.
No distaba del suelo mas que pocos metros cuando de la veranda oyó una voz aullar:
—¡A las armas! ¡La prisionera huye!
Luego atronó un tiro de pistola.
La bala afortunadamente no había golpeado ni a Sandokan, ni a Surama.
Hombres, sirvientes y guardias, se habían precipitado sobre la veranda aullando a grito pelado:
—¡Alto! ¡Alto!
Dos, habiendo encontrado la cuerda tendida delante de la galería, se agarraron dejándose caer a tierra, pero Sandokan, que sostenía siempre a Surama, ya se encontraba a salvo entre sus fieles malayos.
Tremal-Naik, viendo luego a aquellos dos avanzar con los talwar en mano, armó rápidamente las dos pistolas que tenía en la faja y descargó uno detrás de otro, sin demasiada prisa, cuatro tiros que los hizo caer uno sobre otro.
—¡Fuera! —gritó Sandokan después de haber desatado el pequeño sari que ataba a Surama, y de haber tomado a esta entre brazos—. ¡Al palacio!
La puerta del bungalow del favorito, se había abierto y diez o doce hombres provistos de armas de fuego y de corte y todavía semidesnudos, se habían lanzado detrás de los fugitivos, aullando sin pausa:
—¡A las armas! ¡A las armas!
Sandokan corría como un ciervo, flanqueado por Tremal-Naik y por Kammamuri y protegido por las espaldas de los malayos.
La caza había comenzado furiosa, implacable; pero aún cuando los indios gozan generalmente de fama de ser corredores incansables, habían encontrado en sus adversarios campeones dignos de sus jarretes.
De vez en cuando algún disparo resonaba, haciendo acudir a las ventanas a los habitantes de las casas vecinas. Ahora eran disparos de los perseguidores y ahora de los fugitivos, sin graves pérdidas ni de una parte ni de la otra, no pudiendo en aquella carrera desordenada, apuntar.
Sin embargo, una viva inquietud comenzaba a atormentar a Sandokan. Aquellos gritos y aquellos disparos hacían acudir a cada instante a personas y el pelotón de los sirvientes del griego crecía rápidamente.
¿Conseguirán salvarse en el palacio sin ser divisados? El mismo pensamiento debía haber surgido también en el cerebro de Tremal-Naik, porque sin dejar de correr, le preguntó a Sandokan:
—¿No seremos asediados?
—Antes de girar en la esquina de la última calle, haremos una descarga. Es absolutamente necesario que no nos vean entrar en el palacio. ¡Fuerza a las piernas! Intentemos distanciarnos.
Habían recorrido siete u ocho calles, sin encontrar afortunadamente ninguna guardia nocturna. Con un esfuerzo supremo alcanzaron la esquina del palacio aventajándolos al momento más de doscientos pasos.
—¡Hagan frente! —gritó Sandokan a los malayos—. ¡Carguen! ¡Fuego en andanada ahora!
Los terribles tigres de Mompracem, nada espantados de encontrarse de frente a cincuenta o sesenta adversarios, apuntaron las carabinas haciendo una descarga, luego, habiendo extraído las cimitarras, cargaron furiosamente con alaridos salvajes.
Viendo caer a varios de ellos, los indios volvieron la espalda sin esperar el ataque impetuoso, irresistible, de los malayos.
—¡Kammamuri, haz abrir la puerta del palacio antes de que aquellos bribones regresen!
—¡Ya está abierta, señor! —gritó Bindar.
—¡A mí, malayos!
Los piratas que se habían lanzado detrás de los fugitivos ululando como bestias feroces, se replegaron a la carrera y se arrojaron dentro del amplio peristilo del palacio de Surama, cerrando y atrincherando precipitadamente la puerta.
—Espero que nadie nos haya visto —dijo Sandokan bajando a tierra a Surama y aspirando luego un largo trago de aire.
—Gracias, Sandokan —dijo la joven—. A ti y al sahib blanco ya debo demasiadas veces mi vida.
—Deja estas cosas y vayamos a ver qué sucede. Mientras tanto haz armar a toda tu gente. Temo que habrá batalla esta noche.
Subió la escalera junto con Tremal-Naik y Kammamuri y se asomó a una ventana del segundo piso.
—¡Saccaroa! —exclamó—. ¡Nos han descubierto! ¡Aquí corremos peligro de ser capturados! ¡Ah! ¡Por Mahoma, les prepararé un buen tiro, antes de que lleguen los soldados del rajá!
—¿Qué quieres hacer? —preguntó Tremal-Naik.
—¡Surama! —gritó en cambio Sandokan.
La joven asamesa subía en aquel momento la escalera.
—¿Qué desea señor? —preguntó acercándose rápidamente.
—Tu casa está aislada me parece.
—Sí.
—¿Qué hay detrás?
—Una pequeña pagoda.
—¿Aislada también aquella?
—No, está apoyada sobre un grupo de palacios y de bungalows.
—¿Es ancha la calle que divide tu casa de la pagoda?
—Una decena de metros.
—Haz traer enseguida cuerdas, todas las que puedas encontrar. Nos alcanzarás en el techo. ¡Bindar!
El indio que estaba en la veranda vecina acudió pronto.
—Aquí estoy, amo —dijo.
—Da órdenes a mis malayos y a los sirvientes de mantener en jaque a los asaltantes por algunos minutos. Que no hagan economía de pólvora ni de balas. Ve y ordena el fuego. Y ahora, Tremal-Naik, ven conmigo y con Kammamuri.
Subieron una segunda escalera alcanzando el último piso y habiendo encontrado una claraboya, pasaron al techo que era casi plano, no teniendo mas que dos ligeras inclinaciones.
—No me esperaba tanta suerte —murmuró Sandokan—. Vayamos a ver aquella calle y aquella pagoda.
Mientras avanzaban a gatas, delante del palacio resonaban clamores ensordecedores. Los asediantes debían haber crecido en número a juzgar por el estruendo que hacían.
No obstante, el fuego aún no había comenzado ni por una parte ni por la otra. Bindar quizá no había juzgado prudente comenzar primero las hostilidades, para no irritar mayormente a los adversarios.
Sandokan y sus dos compañeros en pocos momentos atravesaron el techo, alcanzando el margen opuesto.
Una calle ancha, de nueve o diez metros, separaba el palacio de una vieja pagoda de modestas proporciones que estaba coronada por una especie de azotea, erizada de antenas de hierro que sostenían pequeños elefantes dorados que funcionaban quizá como veletas.
—Es alta como esta casa —dijo Sandokan.
—¿Qué quieres intentar? —preguntó Tremal-Naik.
—Pasar sobre aquella azotea —respondió el Tigre de la Malasia.
El bengalí lo miró con espanto.
—¿Quién podrá saltar a través de esta calle?
—Todos.
—¿Pero cómo?
—¿Aún sabes usar el lazo?
—Un viejo thug no olvida fácilmente su oficio. No te comprendo.
—No se trata mas que de arrojar una buena cuerda más allá de una de aquellas antenas y de formar luego un puente colgante con un par de guindalezas.
—¡Ah! Amo, déjeme a mí entonces —dijo Kammamuri—. He sido un año prisionero de los thugs de Rajmangal y he aprendido a servirme del lazo de maravillas. No será mas que un simple juego.
—¿Y luego a dónde escaparemos? —preguntó Tremal-Naik.
—Hay casas detrás de la pagoda que atravesaremos fácilmente, pasando sobre los techos. En algún lugar bajaremos.
—¿Y no nos darán caza?
—Elevaré entre nosotros y los asaltantes tal barrera como para quitarles toda idea de perseguirnos.
—Eres un hombre maravilloso, Sandokan.
—¿No he sido quizá un pirata? —respondió el Tigre de la Malasia—. En mi larga carrera he probado aventuras y he...
Una descarga de carabina le cortó la frase. Los malayos y los sirvientes del palacio habían abierto fuego, para impedir a los asediantes abatir la puerta e invadir las estancias de planta baja.
—Si la resistencia dura diez minutos, estaremos a salvo —dijo Sandokan.
Se volvió oyendo tejas moverse, Surama avanzaba con precaución yendo a gatas sobre el techo, acompañada por dos sirvientes y por un malayo, que llevaban cuerdas de seda, arrancadas probablemente de las cortinas, y grandes cuerdas de cáñamo arrancadas de las verandas.
—¿Quién ha abierto el fuego? —preguntó Sandokan ayudando a la valiente muchacha a alzarse.
—Tus hombres.
—¿Hay sijes entre los asaltantes?
—Una docena y enseguida habían atacado la puerta.
—Kammamuri, elige la cuerda y cuidado que sea sólida porque deberás pasar por ella.
—Déjemelo a mí, amo —respondió el maratí.
Se arrojó sobre las cuerdas que habían sido puestas delante suyo y tomó un cordón de seda, largo de una quincena de metros y grueso como un dedo, observándolo atentamente en toda su longitud.
—Este es el que va para mí —dijo luego—. Puede sostener incluso a dos hombres.
Hizo rápidamente un nudo corredizo, se apresuró hacia el margen del techo, lo revoleó tres o cuatro veces alrededor de su cabeza como hacen los gauchos de la pampa argentina y lo lanzó.
La cuerda bien abierta en su extremidad, a causa de aquel rápido movimiento rotatorio, cayó sobre una de las astas de hierro y se deslizó dentro.
—Está hecho —dijo Kammamuri volviéndose hacia Sandokan—. Sujete fuerte el cordón.
—Mira antes si hay gente en la calle.
—No me parece, amo. Por otra parte la oscuridad es densa y nadie nos verá.
Sandokan y Tremal-Naik se arrojaron sobre las tejas aferrando estrechamente el cordón, imitados enseguida por dos sirvientes y por el malayo.
—Coraje amigo —dijo el pirata.
—Tengo como para vender —respondió el maratí sonriendo—. Y luego no padezco vértigo.
Se colgó del cordón, cruzando por encima, para mayor precaución, las piernas y avanzó audazmente por encima de la calle, sin ni siquiera pensar que podía de un instante al otro caer de una altura de dieciocho o veinte metros y estrellarse contra el pavimento.
Sandokan y Tremal-Naik seguían con viva emoción y no sin estremecimiento aquella travesía, de cuyo éxito dependía la salvación de todos.
Hubo un momento terrible, cuando el valiente maratí llegó a la mitad de la distancia que dividía el palacio de la pagoda. El cordón, aún cuando tirado con toda fuerza por cinco hombres, había descripto un arco acentuadísimo, crepitando siniestramente bajo el peso no indiferente de Kammamuri.
—¡Detente un instante! —gritó precipitadamente Sandokan.
El maratí que también debía haber oído aquel crujido que podía anunciar una inminente rotura, obedeció enseguida.
Afortunadamente la cuerda no había cedido, ni había hecho ningún otro sonido. Por lo que parecía, los hilos de seda solamente se habían alargado sin cortarse.
—¿Quieres probar? —preguntó finalmente Sandokan.
—Esperaba tu orden —respondió Kammamuri con voz perfectamente calmada.
—Ve, amigo —dijo Tremal-Naik.
El maratí reanudó su marcha aérea, no obstante procediendo con precaución y llegó muy pronto sobre la azotea de la pagoda, mandando un gran suspiro de satisfacción.
—¡Las cuerdas, amo! —gritó enseguida.
Sandokan ya había escogido las más gruesas y las más sólidas. Las anudó fácilmente. Las dos cuerdas, anudadas la una sobre la otra, a la altura de un metro y medio y aseguradas a dos astas de hierro, podían permitir el pasaje sin correr demasiados peligros.
—Tremal-Naik —dijo Sandokan—, ocúpate de hacer pasar a las personas. ¿Surama tienes miedo?
—No, señor.
—Pasa primero.
—¿Y tú? —preguntó Tremal-Naik.
—Voy a cubrir la retirada y a preparar la barrera que impedirá a los asediantes darnos caza.
Cruzó nuevamente el techo y redescendió a los apartamentos.
La batalla entre los indios, los malayos y los sirvientes del palacio arreciaba, haciendo acudir de todas las calles vecinas a nuevos combatientes.
Los malayos escondidos detrás de los parapetos de las verandas que habían cubierto con colchones, almohadas y camastros, disparaban furiosamente haciendo retroceder, con cada descarga, a los asaltantes y mandando a muchos a tierra, muertos o heridos.
No obstante, la muchedumbre que también estaba armada de óptimas carabinas y pistolas, respondía no menos vigorosamente e incluso desde las casas enfrentadas al palacio de Surama se disparaba contra la veranda, poniendo en serio peligro a los defensores.
Sandokan se había precipitado entre sus hombres, gritando:
—¡Refúgiense enseguida en el techo! ¡Dentro de pocos minutos el palacio estará en llamas! Primero las mujeres y los sirvientes, últimos ustedes para cubrir la retirada.
Dicho esto arrancó una antorcha que iluminaba la veranda y dio fuego a las esteras de cocotero, por consiguiente se lanzó a través de las espléndidas estancias que formaban el apartamento reservado de Surama, incendiando los cortinajes de seda de las ventanas, las mantas de los lechos, los tapetes, los ligeros muebles lacados.
—Que nos den caza ahora —dijo cuando vio las llamas inflamarse y las estancias llenarse de humo—. Cincuenta mil rupias no valen un dedo de Surama.
Regresó a la veranda perseguido por las columnas de humo para asegurarse de que no hubiera nadie más.
Indios y malayos, después de haber hecho una última descarga, habían huido precipitadamente; y las esteras, las columnas de madera e incluso el pavimento, se inflamaban con rapidez prodigiosa lanzando alrededor resplandores siniestros.
—Este palacio se quemará como un pedazo de yesca —murmuró Sandokan—. Es tiempo de ponernos a salvo.
Alcanzó la claraboya y brincó sobre el techo. La retirada había comenzado en buen orden; hombres y mujeres atravesaban rápidamente el puente colgante sosteniéndose con las dos cuerdas, mientras los malayos, inclinados sobre el margen del techo, consumían sus últimas municiones y descargaban en la calle, sobre las cabezas de los asediantes, montones de tejas.
Sobre la terraza de la pagoda las personas se acumulaban, tomando enseguida el camino de los techos, bajo la guía de Tremal-Naik, Kammamuri y Bindar.
Cuando Sandokan vio finalmente el puente colgante libre, hizo pasar a los malayos, luego cortó con un golpe de cuchillo las dos cuerdas que habían sido atadas alrededor de la cima de una chimenea, a fin de que los asediantes, en el caso de que la casa no se quemara enteramente, no pudiesen percatarse por qué parte los asediados habían huido.
—Ahora un ejercicio de buen marinero —murmuró Sandokan.
Antes de ejecutarlo lanzó alrededor una rápida mirada. De las claraboyas salían nubes de humo y chorros de chispas y en la calle de abajo se oían los clamores feroces de la muchedumbre.
—Entren y dennos caza —murmuró el pirata con una sonrisa irónica.
Aferró una de las dos cuerdas, se impulsó hacia el borde del techo y sin más se lanzó yendo a golpear los pies contra la cornisa de la pagoda que sostenía la azotea.
Ningún otro hombre, que no hubiese poseído la agilidad y la fuerza extraordinaria de Sandokan, habría podido intentar semejante esprint sin romperse por lo menos una pierna.
No obstante, el pirata, que debía poseer una musculatura de acero, no sintió mas que un poco de aturdimiento, producido por el violentísimo contragolpe.
Estuvo un momento quieto para reponerse un poco, por consiguiente comenzó a alzarse a fuerza de puño hasta que alcanzó la azotea.
Sobre los techos de las casas vecinas los sirvientes y las mujeres huían rápidamente, flanqueados por los malayos. Surama caminaba a la cabeza, sostenida por Tremal-Naik y por Kammamuri.
Sandokan, aún caminando con cierta precaución, en pocos instantes los alcanzó.
—¡Finalmente! —exclamó el bengalí—. Comenzaba a ponerme inquieto no viéndote aparecer.
—Tengo la costumbre de llegar siempre —respondió el Tigre de la Malasia.
—¿Y mi palacio? —preguntó Surama.
—Se quema alegremente.
—Es un patrimonio que se hace humo.
—Y que el Tigre de la Malasia pagará —respondió Sandokan alzando los hombros.
—¿Nos persiguen? —preguntó Tremal-Naik.
—¿A través de las llamas? Que prueben poner sus pies dentro de aquel horno. Yo ya no los perseguiría, por cierto.
—¿Pero a dónde terminaremos?
—Espera que encontremos una calle que nos impida ir más adelante, amigo Tremal-Naik. Ya tengo mi plan.
—Y cuando el Tigre de la Malasia tiene uno en el cerebro, se puede estar seguro de que se conseguirá plenamente —añadió Kammamuri.
—Puede ser —respondió Sandokan—. No hagan mucho ruido y no estropeen demasiadas tejas. En este momento no podría resarcir los daños.
La retirada se apresuraba siempre en buen orden, pasando de una azotea a otra. Los hombres ayudaban siempre a las mujeres a sobrepasar los parapetos que a veces eran tan altos como para obligar a los malayos a formar pirámides humanas, para mejor favorecer la escalada.
Hacia el palacio se oían siempre alaridos y disparos y se divisaban las primeras lenguas de fuego escapar a través de las claraboyas.
De las casas de enfrente y de atrás, de vez en cuando, partían gritos altísimos:
—¡Al fuego! ¡Al fuego!
Los fugitivos que temían ser sorprendidos, se apresuraban. Si las llamas se alzaban, alguien podía divisarlos y dar la alarma, y esto, Sandokan no lo deseaba en absoluto.
—¡Pronto! ¡Pronto! —decía.
De pronto los hombres que se encontraban en la vanguardia, se replegaron hacia la azotea que apenas entonces habían superado.
—¿Qué pasa? —preguntó Sandokan.
—No se puede avanzar —dijo Bindar que guiaba a aquel pelotón—. Tenemos una calle delante y tan ancha que no la podremos sobrepasar.
—¿Ves alguna claraboya?
—Hay dos bajo la azotea.
—¿De qué te lamentas entonces amigo, cuando tenemos escaleras para descender a la calle? Has desfondar aquellas claraboyas y vayamos a hacer una visita a los habitantes de esta casa. Será demasiado temprano, pero la culpa no es nuestra.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Sari: Vestido típico de las mujeres indias.

Viento en popa: “Gonfie vele” en el original. La traducción literal sería “hinchadas velas”. Ajusté la traducción de acuerdo a lo que traduje en el capítulo 7 de Los piratas de la Malasia.

Jarrete: Parte opuesta a la rodilla por donde se dobla y encorva la pierna humana.

Peristilo: Galería columnada que rodea un edificio o parte de él.

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