domingo, 25 de febrero de 2018

XIII. La desaparición de Surama


Habían transcurrido solamente cuatro días del duelo entre Yanez y Teotokris, cuando una tarde, a la hora en la cual los indios, después de la usual siesta, dejan sus estancias para ir a respirar una bocanada de aire a las terrazas, se presentaba en el palacio de Surama un feísimo individuo delante del cual, no obstante, todos se inclinaban como si fuera un altísimo personaje o un ser más venerado aún que los sacerdotes brahmanes.
Se trataba de un faquir perteneciente a la repetabilísima clase de los gosains, o sea, de los mendicantes religiosos de una secta tántrica.
Su aspecto estaba muy lejos de inspirar alguna simpatía, es más, ni siquiera un poco de compasión. Un europeo ciertamente habría escapado asqueado.
Su rostro estaba rodeado por una barba larguísima, inculta y que terminaba en una especie de perilla rizada como la cola de un cerdo que le descendía hasta los pies.
En sus mejillas y en su frente tenía extraños tatuajes rojos, representando a muchos minúsculos tridentes y sus cabellos estaban recogidos sobre el cráneo de modo de formar como una mitra.
El cuerpo, espantosamente enjuto, estaba casi enteramente desnudo, no teniendo más que una tira de tela amarillenta alrededor de los flancos. No obstante, tenía sobre el pecho y sobre los muslos un gran número de manchas grisáceas hechas ciertamente con estiércol de vacuno quemado.
No obstante, lo que lo volvía más espantoso era el brazo derecho, completamente anquilosado y apergaminado, que ya no podía doblarse más y que estrechaba en la mano bien cerrada dentro de una vaina de cuero una plantita de mirto sagrado.
Aún cuando el aspecto de aquel desgraciado fuese espantoso, es más, incluso repugnante, como hemos dicho, todos se inclinaban a su paso y se apresuraban a hacerle lugar.
En la India un faquir, cualquiera sea la secta a la que pertenezca, siempre es venerado. En nosotros solamente despertaría un poco de admiración por su fuerza de ánimo, por permanecer años enteros con un brazo siempre alzado hasta que las articulaciones se le atrofiaran y estar inmerso en una contemplación estúpida, de la que ninguna emoción, aún cuando fuera profundísima, como ningún peligro, lo pudiera sacar.
Se puede quemar una pagoda, incluso una ciudad, pero el faquir no dará un paso para evitar las llamas si está absorto en su contemplación. Por otra parte, ¿qué representa la muerte para aquellos fanáticos? El fin de sus penas y los goces supremos del Kailash, o sea, del paraíso hindú.
Los dos sirvientes que velaban delante de portón del palacio, masticando betel para engañar mejor al tiempo, viendo al faquir subir los cuatro escalones, se habían apresurado a moverse a su encuentro, preguntándole afectuosamente qué deseaba.
—Sé —dijo el faquir— que una persona ha arrojado sobre esta casa un mal de ojo y vengo a proponer a su ama quitarlo a fin de que no le toque ninguna grave desgracia.
Los dos sirvientes se habían mirado el uno al otro con espanto, porque los indios temen inmensamente a los efectos del mal de ojo.
—¿Estás muy seguro gosain? —preguntó uno de los dos sirvientes.
—Estaba sentado hace poco sobre los escalones de aquella pagoda, cuando vi a un viejo detenerse a poca distancia de aquí y hacer señales misteriosas. Te lo digo yo: ha lanzado el mal de ojo contra este palacio y también contra todos aquellos que lo habitan y tú sabes qué consecuencias fatales puede producir.
—¿No sabes quién es aquel viejo?
—Hasta ahora no lo había visto nunca —respondió el faquir—. No obstante, debe ser un enemigo de tu ama.
—Espérame un instante gosain.
El sirviente se alejó velozmente, mientras el otro hacía compañía al faquir que mientras tanto se había sentado sobre el último escalón, teniendo siempre en alto su horrible brazo anquilosado y disecado. Algunos minutos después el primer sirviente regresaba con un rostro asustado diciendo:
—Entra enseguida gosain y ya que tienes poder quita enseguida a mi ama y a nosotros el ojeo arrojado por aquel viejo.
—Estoy listo —respondió el faquir.
—Entonces entra.
El gosain entró al palacio con pasos lentos, subiendo la escalinata que conducía a los apartamentos de Surama.
La princesa lo esperaba sobre el rellano. India también ella, tenía miedo del terrible ojeo.
—Señora —dijo el faquir—, tu casa ha sido maldecida, pero yo tengo el poder de destruir el mal de ojo.
—Y yo sabré recompensarte —respondió la joven india.
—¿Tienes una cuenca?
—Sí.
—Yo tengo el tinte rojo. Házmela traer.
Surama hizo una seña a una de sus sirvientas y enseguida una cuenca de plata fue traída.
—Dame también un pedazo de tela —dijo el faquir.
Surama se quitó la faja de finísimo percal con rayas blancas y azules que le cerraba los flancos y se la ofreció.
—Agua ahora —dijo el faquir.
Una sirvienta trajo una botella de cristal rojo, conteniendo hasta la mitad una incrustación de lapislázuli.
El faquir llenó la cuenca, le vertió dentro un polvo rojizo, luego sirviéndose de la mano izquierda, lo hizo pasar tres veces delante del rostro de Surama; los sirvientes y sirvientas se habían agrupado detrás de la ama.
Solo los cuatro malayos que Yanez había puesto a disposición de Surama a fin de que velasen por ella, no experimentaron aquella extraña ceremonia, probablemente habiéndose percatado que no eran indios, algo por otra parte facilísimo, dado el color aceitunado oscuro de su piel.
Hecho esto el faquir tomó la faja de Surama con los dientes y la desgarró en dos pedazos, arrojando con fuerza uno a la derecha y otro a la izquierda.
—Está hecho —dijo a Surama—. Tú, señora, estás liberada del ojeo de aquel siniestro viejo y ya no correrás ningún peligro.
—¿Qué quieres por tu molestia? —preguntó la joven.
—Que me deje descansar un poco —respondió el faquir—. Hace muchas noches que no duermo y que no me alimento. ¿Qué haría yo del dinero? A un faquir le bastan un plátano y algunas costras de pan.
—Descansa entonces —dijo Surama—. Aquí hay divanes donde estarás mejor que sobre los escalones de la pagoda. Cuando salgas de mi casa tendrás un regalo. ¿Mientras tanto qué puedo ofrecerte?
—Hazme traer una taza de toddy señora. Hace mucho tiempo que no bebo.
—Serás servido enseguida. Salgan todos y déjenlo dormir.
Se retiraron y el faquir se tendió sobre un tapete, con los ojos vueltos hacia el sofito como si el éxtasis lo hubiese sorprendido.
Un momento después entraba un sirviente trayendo sobre una bandeja de plata un frasco lleno de aquel dulce y ligeramente embriagante vino que los indios llaman toddy y que se asemeja a nuestro vino blanco y una taza.
—Toma y bebe lo que quieras, gosain —le dijo, poniendo la bandeja en tierra—. Y toma también esta bolsa que contiene diez rupias.
—Que serán tuyas si me respondes una pregunta —respondió el faquir.
—¿Qué quieres saber, gosain?
—¿La estancia de tu ama dónde se encuentra?
—Está al lado de esta.
—¿A derecha o a izquierda?
—A izquierda —respondió el sirviente—. ¿Y por qué me has hecho esta pregunta?
—Para dirigir hacia ella mis plegarias —respondió el faquir gravemente.
El sirviente salió. El faquir estuvo algunos minutos inmóvil, luego se alzó sin hacer ruido y sacó de debajo de la faldilla que le ceñía los flancos una ampolla de ligerísimo cristal, hecha en forma de una burbuja de jabón, que contenía en su interior un ramillete de flores azules que se asemejaban a las violetas.
—Estas karma-yoga producirán su efecto —murmuró—. ¿Quién puede resistir al perfume que exhalan estas pequeñas flores? Se adormecerá de golpe, así podrán sacarla sin que mande ni siquiera un lamento.
Avanzó cautamente hacia la puerta que se encontraba a la izquierda, escuchó atentamente por algunos instantes conteniendo la respiración, luego hizo girar el picaporte sin producir el más mínimo ruido y dio un paso adelante.
La estancia de Surama estaba toda adornada de seda blanca, bordada en oro y plata. En medio estaba el lecho, completamente aislado, cubierto por un inmenso paño de adorno bordado espléndidamente, colocado bajo el pankah.
—Nadie —murmuró el faquir—. ¿Es Shivá o Brahma quien me protege? ¡El hombre blanco estará contento!
Se acercó a un pequeño mueble de ébano taraceado en madreperla y cubierto por un tapete que caía hasta el suelo, partió el recipiente de vidrio y arrojó debajo el ramillete.
—Dormirás incluso si no tienes sueño —dijo luego, con una sonrisa irónica.
Salió retrocediendo, volvió a cerrar la puerta y a tenderse sobre el tapete como un hombre inmensamente exhausto.
El sol se había puesto hacía algunas horas, cuando el sirviente de Surama entró preguntándole:
—¿Gosain quiere cenar? Mi ama te ofrece de comer.
—Déjame dormir —respondió el faquir, entornando los ojos—. Estoy muy exhausto. ¿Tu ama me lo permite?
—Un hombre santo es dueño de dormir cómo y dónde crea. Descansa en paz y que Brahma, Shivá y Visnú velen por ti —respondió el sirviente—. ¡La casa es tuya!
El faquir hizo con la cabeza un ligero movimiento y cerró los ojos.
¿Dormía realmente? Era un poco difícil saberlo.
La noche era oscura. Todos se habían tendido en el palacio: el ama, los malayos, los sirvientes y las sirvientas.
Un hombre solo velaba como un tigre al acecho: el faquir.
Debía ser casi la medianoche cuando un silbido agudo cortó el aire.
El faquir oyéndolo, se había alzado prontamente.
—Duerme —murmuró.
Con la mano izquierda abrió la ventana y arrojó sobre la calle oscura una rápida mirada. Sombras humanas estaban férreas en medio del camino.
Estrechó los labios y dejó escapar un debilísimo silbido, que se podía confundir con aquel de la venenosísima cobra de anteojos.
Una señal igual enseguida respondió.
—Están listos —murmuró—, entonces todo va bien.
Se asomó por la ventana y lanzó un segundo silbido. Acto seguido un golpe seco se hizo oír contra una de las dos contraventanas.
El faquir alargó la mano izquierda y aferró una cuerda que estaba unida a una flecha muy larga, que se había incrustado profundamente en el leño.
—¡Qué demonio es aquel hombre blanco! —refunfuñó—. Mantiene las promesas y me pagará también las cien rupias que me ha prometido. Espera un momento y el asunto habrá terminado sin que nadie se dé cuenta.
Se acercó a la puerta, escuchó otra vez, luego abrió resueltamente.
La lámpara que aclaraba la estancia de Surama, brillaba aún, esparciendo debajo una luz ligeramente azulada. Las sirvientas habían bajado el pabilo de modo que la luz fuese debilísima.
Surama dormía profundamente. Solo su respiración era un poco afanosa como si algo le gravitase en el corazón.
El faquir contempló por algunos instantes el rostro bellísimo y rosado de la joven india, luego hizo un gesto de despecho.
—Maldito sea el día que he disecado mi brazo —dijo—. ¡Vil oficio es el del faquir...! ¡Ah!
Volvió rápidamente al salón, aseguró la cuerda a un gancho de las contraventanas y mandó dos silbidos.
Un instante después, un hombre sobrepasaba el alféizar, teniendo estrechado entre los labios uno de aquellos terribles cuchillos indios llamados talwar.
—¿Qué quiere gosain? —le preguntó, brincando ágilmente en la estancia.
—Que me ayudes —respondió el faquir—. No puedo usar mas que un solo brazo.
—¿Quiere que mate?
—No: el amo no quiere. Ningún delito por ahora. Ayúdame a sacar a la niña.
—Guíeme.
El faquir volvió a entrar en la estancia de Surama y se la indicó diciéndole:
—Rápido: las flores karma-yoga adormecen.
El indio arrancó del lecho la manta de seda blanca, sacó con un gesto brusco la sábana, envolvió a Surama que parecía golpeada por una especie de catalepsia y dejó enseguida la estancia barboteando:
—¡Malditas flores! ¡Un momento más y también me adormecían...!
Aferró a Surama entre los brazos secos y nerviosos, sobrepasó el alféizar, se aferró con una mano sola a la cuerda y se dejó deslizar abajo.
El faquir aún cuando tuviese el brazo derecho anquilosado y estrechase siempre en la mano derecha el ramillete de mirto sagrado, lo había seguido inmediatamente.
Diez hombres armados con largas carabinas y cimitarras los esperaban en medio de la calle.
—¿Está dado el golpe? —preguntó uno.
—Sí.
—En marcha entonces.
—¿Y yo? —preguntó el faquir.
—Síguenos.
Un palanquín sostenido por cuatro hamal estaba listo. Surama, siempre envuelta en la manta de seda blanca, fue puesta con cuidado, las cortinas fueron bajadas, luego el pelotón se puso rápidamente en marcha precedido por dos masalci que llevaban antorchas encendidas.
En el palacio nadie se había percatado de aquel audaz rapto ejecutado en el colmo de la noche y en el más profundo silencio.
Los raptores recorrieron diversas calles oscuras y desiertas, luego se detuvieron delante de un vasto caserío que se asemejaba en la construcción a aquellos cómodos y graciosos bungalows que se construyen los ingleses que se establecen en la India.
La puerta estaba abierta y la gradería iluminada por una gran lámpara.
Un khidmatgar, acompañado por cuatro sirvientes, esperaba al pelotón.
—¿Hecho? —preguntó.
—Sí —respondió el faquir—. Tu amo estará contento.
El khidmatgar levantó una cortina del palanquín y arrojó sobre Surama, siempre adormecida, una rápida mirada.
—Sí —dijo luego—. Es la princesa misteriosa.
Hizo una seña a los sirvientes. Estos tomaron el palanquín, lo alzaron y subieron apresuradamente la escalera.
—Pueden irse —dijo entonces el mayordomo volviéndose a la escolta— y también tú, gosain. Es mejor que no se te vea en esta casa. Aquí están las cien rupias que mi amo te regala. Buenas noches.
Cerró la puerta y alcanzó a los sirvientes que habían bajado el palanquín en una bellísima y amplia estancia, cuyo centro estaba ocupado por un lecho incrustado con láminas de plata y madreperla con una riquísima manta de seda azul y bordados amarillos.
El khidmatgar tomó entre los robustos brazos a la bella india que parecía muerta, desenrolló la manta de seda blanca y la puso en el lecho, cubriéndola bien.
—Saquen el palanquín ahora —dijo a los sirvientes.
Apenas habían salido cuando un hombre entró: era uno de los ministros del rajá.
—Aquí está señor —dijo el mayordomo, inclinándose profundamente—. Los guardias del favorito han actuado rápidamente y sin alarmar a los habitantes del palacio.
El ministro alzó la manta y miró a Surama.
—Es bellísima —dijo—. El gran cazador es de buen gusto.
—¿Debo despertarla señor?
—¿Qué ha utilizado el faquir para adormecerla?
—Le he dado tres florecillas de karma-yoga.
—¡Ah! —dijo el ministro.
—Cultivo muchas en el jardín.
—¿Cómo podremos hacerla hablar?
—He previsto todo, señor.
—¿Con el soma?
—Tengo algo mejor —respondió el mayordomo con una sutil sonrisa—. Desde ayer he preparado una infusión de bhang y de basmati.
—¿No se dormirá más todavía?
—No, señor: la pondrá furibunda y hablará. El basmati modera la acción del opio.
—¿Se puede intentar probar?
—Cuando tú quieras, señor.
—Me aseguras que la princesa no sufrirá.
—Respondo plenamente.
—Actúa entonces.
El khidmatgar tomó de una ménsula una ampolla de cristal que contenía un líquido amarillento, un pequeño cuchillo de plata y se acercó a Surama.
—Cuida de no hacerle mal —dijo el ministro—. No sabemos todavía quién es, y el rajá desea que se use la más grande prudencia.
—No tema, señor —respondió el mayordomo.
Abrió los labios de Surama, introdujo ligeramente, con suma precaución, la punta del cuchillo entre los espléndidos dientes que estaban estrechamente cerrados, luego haciendo un pequeño esfuerzo los abrió.
Enseguida un largo suspiro se le escapó a la niña; no obstante los ojos permanecieron cerrados.
El khidmatgar tomó la ampolla y vertió varias gotas en la garganta de la bella durmiente.
—Diez —contó—. Bastarán.
Apenas había terminado de hablar, cuando un estremecimiento sacudió el cuerpo de Surama. Parecía que hubiese sido tocada por una descarga eléctrica.
—Se despierta, señor —dijo el khidmatgar—. Dentro de poco sabrás todo lo que quieras.
Un segundo estremecimiento, más intenso que el primero, había hecho sobresaltar a la joven india.
—¿Oye como respira más libre, señor? —dijo el mayordomo que no despegaba la mirada de Surama—. Es signo de que su sueño está por terminar.
De repente Surama se alzó de golpe y se sentó, abriendo los ojos. Su rostro, bajo la influencia de aquella extraña poción suministrada por el khidmatgar la había alterado y sus pupilas aparecían extraordinariamente dilatadas.
Miró alrededor con vivo estupor, deteniendo luego la mirada sobre los dos hombres que estaban cerca, mudos e inmóviles.
—¿Dónde estoy? —preguntó—. ¡Esta no es mi estancia!
No obstante, parecía que aquel destello de lucidez enseguida se apagó, porque se llevó una mano a la frente, como si intentase despertar lejanos recuerdos.
—¡Yanez! ¡Mi sahib blanco! —exclamó después de algunos instantes—. ¿Por qué no te veo junto a mí? ¿El rajá tiene siempre necesidad de ti?
—¡Yanez! —murmuró el ministro, mirando al khidmatgar—. ¿Quién será?
—Calla señor y déjela hablar por ahora —respondió el mayordomo—. La interrogará más tarde.
Surama continuaba pasándose y volviéndose a pasar la mano derecha por la frente. Sus ojos parecían seguir alguna visión, porque los tenía siempre fijos delante suyo.
—Yanez —retomó después de un nuevo y más largo silencio—. ¿Por qué no vienes? He tenido un triste sueño la otra noche, mi adorado sahib blanco. Un feo hombre, un faquir, ha entrado en mi casa y me ha mirado largo rato. ¡Decía que un enemigo había lanzado sobre mí un mal de ojo! ¿Será verdad? Ven amigo, tengo miedo, mucho miedo. ¿La piedra de Shalágram y el kaala-bagh no te serán fatales? ¡Las coronas cuestan demasiado caras!
—¡Las coronas! —murmuró el ministro frunciendo el ceño—. ¿De cuáles estará hablando esta niña? Khidmatgar para bien las orejas.
—No pierdo una sílaba.
Surama había tenido en aquel momento un imprevisto acceso de cólera.
—¡Maldito faquir! —había gritado tendiendo los puños—. ¡No era verdad que aquel viejo desconocido había lanzado sobre mi casa el mal de ojo! ¡Tú habías sido pagado por el rajá o por el aventurero que busca la ruina de mi sahib blanco!
—¿Oyes? —preguntó el ministro.
—Sí —respondió el khidmatgar.
—El aventurero debe ser el favorito.
—Cierto, señor. Calla, déjala hablar.
Surama continuaba pasándose la mano derecha por la frente que aparecía perlada de sudor. El bhang obraba, exaltándola poco a poco.
Hubo otro largo silencio, luego la joven, arreglándose con un movimiento nervioso los largos cabellos continuó, mirando siempre delante suyo:
—¿Por qué el Tigre de la Malasia y Tremal-Naik no vienen en mi ayuda? ¡Son hombres fuertes que han vencido y matado al Tigre de la India, el terrible Suyodhana que hacía temblar incluso al gobierno en Bengala! ¡Salgan del templo subterráneo, vengan, maten, destruyan! ¡Yanez quiere la corona de Assam para dármela a mí! ¿Quién los vencerá a ustedes que han hecho temblar al Borneo entero? El Rey del Mar ha sido vencido, ¿pero a qué precio? ¡Ustedes son los héroes de la Sonda!
—¿Consigues entender algo, khidmatgar? —preguntó el ministro del rajá que caía de sorpresa en sorpresa.
—No, señor.
—¿Tu bhang la habrá hecho enloquecer?
—Es imposible.
—¿Qué dice entonces esta niña?
—Esperemos.
—Habla de una corona, no obstante.
—Es la de Assam.
—¿Qué misterio es este?
—Tenga paciencia, señor. Quizá se explique mejor.
Surama se había alzado nuevamente y su mirada se había fijado, por segunda vez, sobre el ministro.
—Tú no eres el sahib blanco —le dijo—. ¿Qué haces aquí?
El khidmatgar hizo señas como para decir:
—Interroga pues.
—No —dijo el ministro—, yo no soy el sahib blanco, no obstante, soy un fidelísimo amigo suyo.
—¿Por qué no vas entonces a advertir al Tigre de la Malasia?
—¿Quién es?
—El más formidable hombre de las islas de la Sonda —respondió Surama.
—¡Las islas de la Sonda! ¿Dónde se encuentran aquellas tierras?
—Allá donde el sol nace.
—Aquel hombre entonces viene de lejos.
—De muy lejos: Borneo no está cerca de la India.
—¿Y qué hacía aquel hombre allí abajo?
—Combatía siempre.
—¿Con el sahib blanco?
—No, contra los ingleses y los thugs de Rajmangal.
El ministro, que no comprendía nada, no siendo los indios demasiado fuertes en geografía, miró al khidmatgar, pero este le hizo una seña imperiosa que quería decir “continua”.
—¿Rajmangal? —prosiguió el ministro—. ¿Dónde es?
—En Bengala —respondió Surama.
—¿Y el sahib blanco ha matado al jefe de los thugs?
—No él: ha sido el Tigre de la Malasia.
—¿Dónde está este Tigre? No lo he visto en la corte del rajá.
—¡Oh no! Está en la pagoda subterránea con sus malayos.
—¿Dónde está esta pagoda?
—Frente a la isla... a aquella isla de donde han robado la piedra de Shalágram.
—¿Quién la ha robado?
—Yanez.
—Otra vez este nombre misterioso —murmuró el ministro—. ¿Quiénes son entonces estos hombres?
Luego alzando la voz prosiguió:
—¿Sabes el nombre de aquella pagoda?
—No: solo sé que está excavada en una colina que se desploma en el río.
—Frente a la pagoda de Karia, ¿verdad?
—Sí, sí, así me han dicho.
—¿Quién la habita?
—Hombres que no son indios.
—¿Muchos?
—No lo sé —respondió Surama.
—¿Por qué han venido aquí?
—Por la corona.
—¿Qué corona?
—De Assam.
El ministro y el khidmatgar se miraron el uno al otro con espanto.
—Ciertamente se está tramando una conjura contra el rajá —dijo el primero.
—Continúa interrogándola, señor —respondió el segundo.
—Tengo miedo de saber demasiado.
—Se trata quizá de la vida del rajá.
El ministro se volvió hacia Surama que no cesaba de mirar delante suyo.
—Señora —le dijo—, ¿quién guía a aquellos hombres?
Esta vez Surama no respondió.
—¿Me ha oído? —preguntó el ministro.
La joven agitó los labios como si quisiese hablar, luego volvió a caer pesadamente sobre el lecho, cerrando los ojos.
—El sueño la ha vuelto a tomar —dijo el khidmatgar—. No podrá saber nada más, señor.
—¿Y mañana?
—Sería necesario suministrarle una nueva dosis de bhang y de basmati, pero no osaría.
—¿Por qué?
—Podría no despertarse nunca más. No se puede bromear impunemente con el opio.
—Sé lo suficiente por otra parte —murmuró el ministro—. Iré a advertir enseguida al favorito y tomaré medidas para sorprender a aquellos misteriosos conjurados. Afortunadamente tenemos a los sijes y aquellos son guerreros que no tienen miedo de nadie.
—Deme antes sus órdenes, señor —dijo el mayordomo.
—Déjala reposar tranquila y si se despierta trátala con los debidos respetos. Puede estar bajo la protección del gobernador en Bengala y el rajá no tiene ningún deseo de hacer entrar a los ingleses en este asunto. ¿Mañana puede venir a la corte?
—Sí, mi señor. Tengo un hermano que es khidmatgar.
—Vela atentamente.
—Todos los sirvientes han sido armados.
El ministro salió acompañado por el mayordomo y descendió al jardín que se extendía detrás de la casa.
Ocho hombres, todos armados, estaban alrededor de uno de aquellos palanquines llamados dak con dos portadores de antorchas.
—Al palacio del rajá —comandó el ministro—. Pronto: tengo mucha prisa.

NOTAS AL PIE DE PÁGINA DE SALGARI

Bhang: Fuerte dosis de opio.

Basmati: Arroz de Bengala finísimo que cocinado esparce un perfume suavísimo.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

La descripción que hace Salgari del faquir, es prácticamente la misma que figura en el capítulo 27 de “Los misterios de la jungla negra”.

Recuerdo que el “bhang” es un preparado a partir de hojas de cannabis y no de opio, como insisten en este capítulo.

Gosains: “Gussain” en el original, también conocidos como “gossain” o “goswami”, ascetas hindúes. Eran poderosos grupos nómades y de intercambio de mercaderías que realizaban peregrinajes a lo largo de significantes áreas de tierra.

Tántrico: Perteneciente o relativo al tantra o al tantrismo. El tantra, en el hinduismo y en el budismo, es la colección de textos sagrados que recogen doctrinas, prácticas y ritos esotéricos.

Karma-yoga: “Carma-joga” en el original, no existe una flor con dicho nombre. Se trata de una invención de Salgari, tomada del término sánscrito que se refiere a un tipo de doctrina basada en las enseñanzas del texto sagrado hinduista, Bhagavad-gītā. Quizá la flor se corresponda con la “Datura Stramonium”, más conocida como estramonio. Es una planta venenosa con propiedades estupefacientes, que puede llegar a causar la muerte.

Cobra de anteojos: “Cobra-capello” en el original, llamada “cobra india” o “cobra de anteojos” (Naja naja), es una especie de serpiente venenosa de la India. Es famosa por el capuchón que despliega alrededor de su cabeza cuando se encuentra excitada o amenazada.

Contraventanas: Puertas de madera que se ponen en la parte de afuera para mayor resguardo de las ventanas y vidrieras.

Masalci: “Mussalchi” en el original, palabra que proviene del hindi “maš‛alcī” y significa “portador de antorcha”.

Bungalows: “Bengalow” en el original, voz inglesa de “bungaló”, una casa pequeña de una sola planta que se suele construir en parajes destinados al descanso. El origen de la palabra hace referencia a “bengalí” y puede ser tomado como “casa en el estilo bengalí”.

Soma: “Youma” en el original, es el narcótico divino de la antigua India cuya naturaleza se mantuvo como un misterio a lo largo de varios miles de años. Se cree que se produce a partir de la hoja de cannabis indica, entre otros.

Basmati: “Benafuli” en el original, si bien encontré alguna referencia antigua directa, en italiano y en francés, a “benafuli” como un tipo de arroz, la descripción del “basmati” se asemeja mucho a la que da Salgari. Es una variedad de arroz caracterizada por tener un grano largo, y es famoso por sus delicadas fragancias y su exquisito sabor. En Hindi significa: “reina de las fragancias”.

Dak: “Dâk” en el original, Es un error de Salgari, ya que no era un tipo de palanquín, sino el nombre que recibía en la India el sistema de entrega de correo o transporte de pasajeros por relevos de portadores o caballos estacionados a intervalos a lo largo de una ruta.

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