jueves, 8 de febrero de 2018

XII. Un terrible duelo


Yanez, que había dormido tranquilamente, como un hombre que no tiene molestias, apenas había abierto los ojos y estaba bostezando, cuando el khidmatgar, después de haber llamado repetidamente entró acompañado por un oficial del rajá.
—Milord —dijo el mayordomo, mientras el oficial hacía una gran inclinación— eres esperado por el príncipe.
—Espere cinco minutos —respondió Yanez, volviendo a bostezar.
Brincó del lecho, se vistió con cuidado sin apresurarse demasiado, se puso en la faja las pistolas y alcanzó al khidmatgar y al oficial que lo esperaban en el salón donde mientras tanto había sido preparado el té.
—¿Qué desea Su Alteza? —preguntó sorbiendo la aromática bebida con estudiada lentitud.
—Lo ignoro milord —respondió el oficial.
—¿Está de mal humor quizá?
—Parece bastante preocupado esta mañana, milord. Parece que ha habido un poco de borrasca entre él y el otro hombre blanco.
—¡Ah! ¡El señor Teotokris! —exclamó Yanez casi distraídamente—. Ya, el otro hombre blanco está siempre de mal humor.
—¡Es verdad milord!
—Así se hace temer.
—Todos tienen miedo de él en la corte.
—¿También de mí?
—Oh no, milord. Todos le admiran y estarían muy contentos de verlo en el puesto del favorito.
—He aquí una valiosa información —murmuró para sí el portugués.
Tragó a prisa el último sorbo, llamó a sus fieles malayos y siguió al oficial diciendo:
—Preparémonos para una borrasca. El asunto de la comedia no pasará ciertamente solo. Afortunadamente los actores se han ido, al menos eso espero.
Descendió la escalinata y entró en la sala del trono. Su Alteza Sindhia ya estaba ahí, tendido como de costumbre sobre aquella especie de lecho, con varias botellas de licores dispuestos sobre una mesita y un gran vaso lleno en mano.
—¡Ah! Muy feliz de verle, milord —dijo apenas entró Yanez seguido por los malayos—. Te esperaba con impaciencia.
—Yo estar siempre a disposición de Vuestra Alteza —respondió Yanez en su fantástico inglés.
—Siéntate junto a mí, milord.
Yanez tomó una silla y la colocó sobre la plataforma, cerca de aquella especie de lecho que servía de trono.
—Milord —dijo el rajá ofreciéndole una copa de champán —bebe esto. No está envenenado porque la botella la he hecho destapar en mi presencia y he degustado el líquido que contenía.
—Yo no tener miedo de usted, Alteza —respondió Yanez—. Amar mucho vino blanco francés y beber enseguida a su salud.
Vació de un golpe la copa, luego retomó:
—Y ahora yo escuchar, todo oídos Vuestra Alteza.
—Dime milord, ¿en qué relaciones estás con mi favorito?
—Malas, Alteza.
—¿Por qué?
—No saber yo. Griego no verme bien aquí.
—Has tenido una diferencia.
—Ser verdad. Nosotros hombres blancos reñir siempre cuando no pertenecer a la misma nación. Yo inglés, él griego.
—¿Sabes que quiere matarte?
—¡Ahó! Yo matar quizá a él.
—Me ha pedido ofrecer a mi corte un combate emocionante. Amo a los valientes y me place ver a los hombres defender la propia vida valerosamente.
—Yo estar listo, Alteza.
—¿Qué armas has escogido, milord?
—Yo haber dejado escoger a tu favorito.
—¿Sabes dónde se medirán?
—Yo no saber nada.
—En mi patio. El duelo será público y toda mi corte asistirá. Así lo desea mi favorito.
—Buenísimo —respondió Yanez con indiferencia.
—Tienes un coraje maravilloso, milord.
—Yo no tener nunca miedo, Alteza.
—He escogido la hora.
—¿Cuál?
—Dos horas antes del ocaso estaremos todos reunidos en el patio de honor. Están ya mis sirvientes preparando los pabellones.
—Nosotros dar ahora comedia.
—¡Ah! —exclamó el rajá frunciendo el ceño y haciendo un gesto de cólera—. A propósito de comedias, ¿sabes que todos mis actores han huido?
—¡Oh! —dijo Yanez simulando un maravilloso estupor.
—Entre ellos debía estar aquel que intentó envenenarnos a mí o a ti.
—Muy posiblemente —se limitó a responder el portugués.
—A esta hora estarán muy lejos, pero si por casualidad vuelven a entrar algún día a mi estado, los haré decapitar a todos, incluyendo a los niños que tienen con ellos. Acepta otra copa de este excelente vino, milord, antes de dejarme. Te dará mayor fuerza para medirte con mi favorito.
—Gracias, Alteza —respondió Yanez, tomando la taza que el rajá le ofrecía.
La vació y comprendiendo que la audiencia había terminado se alzó.
—Milord —dijo en voz baja el príncipe mientras le tendía la mano—. ¡Estate en guardia! Mi favorito se ha escogido un arma terrible que sabe manejar mejor que un viejo thug. Estate dispuesto a cortarlo o estará perdido. Ahora ve y sé fuerte y valeroso como el día en el que has matado al kaala-bagh.
Yanez salió de la sala del trono y quizá en aquel momento aparecía preocupado. Su eterno buen humor parecía que hubiese desaparecido de aquel rostro siempre alegre y un poco irónico.
Sin duda las últimas palabras del rajá habían hecho mella sobre su ánimo.
Volvió a subir lentamente a su apartamento donde el khidmatgar lo esperaba para anunciarle que el almuerzo estaba listo.
—Comeré luego —le dijo Yanez—. Por el momento debo ocuparme de una cosa más interesante que de tus platos más o menos infernales.
—¿Qué tiene, milord? —preguntó el mayordomo—. Pareces de mal humor esta mañana.
—Puede ser —respondió el portugués—. Siéntate y responde a las preguntas que te dirigiré.
—Estoy siempre a tu disposición, milord.
—¿Has visto alguna vez al griego realizar delante del rajá algún extraordinario ejercicio?
—Sí, aquel del lazo; es más, creo que ningún thug puede rivalizar con él. Un día llegó a la corte uno de aquellos siniestros adoradores de la diosa Kali y se ha medido con el favorito del rajá.
—¿Y quién venció?
—El favorito, milord. El thug cayó medio estrangulado y si no hubiese sido perdonado, por cierto no habría salido vivo de este palacio.
—¿El favorito del rajá habrá estado entre los thugs?
—Solo el rajá podría saberlo y quizá ni siquiera él.
—¡Ah! ¡Griego pillo! —exclamó Yanez—. Afortunadamente sé cómo actúan los señores estranguladores. Cuando se tiene en mano una buena cimitarra se les puede hacer frente sin correr demasiado peligro. Esté usted, en guardia, señor Teotokris. Ahora podemos almorzar.
—Enseguida, milord —dijo el khidmatgar.
Yanez pasó al salón, comió con su usual apetito, luego arrancó algunas hojas de su carpeta y se puso a cubrirlas de una escritura densísima y diminuta.
Cuando hubo terminado hizo señas al khidmatgar de dejarlo solo y llamó al jefe de la escolta.
—Lleva estas hojas a Sandokan —le dijo en voz baja—. Cuidado que probablemente seas seguido por alguien, por consiguiente es necesario que actúes con la máxima prudencia porque deseo que se ignore aquí dónde se esconden mis compañeros. Si ves que no puedes engañar a aquellos que te persiguen, detente donde Surama. Pensará ella en hacer llegar estas hojas al Tigre de la Malasia.
—Seré prudente, capitán —respondió el malayo—. Esperaré la noche para entrar en el templo subterráneo, así podré matar más fácilmente a aquellos que me sigan.
—Ve, amigo.
Cuando el malayo desapareció, el portugués se tendió sobre un diván, encendió un cigarrillo y se sumergió en profundas reflexiones, siguiendo distraídamente, con los ojos entornados, las espirales que describía el humo al elevarse.
Cuando el khidmatgar entró, después de tres horas, el portugués roncaba pacíficamente como si ninguna preocupación lo perturbase.
—Milord —dijo el mayordomo—, el rajá te espera.
—¡Ah! ¡Diablos! —exclamó Yanez estirándose los miembros—. No recordaba más que el griego debía estrangularme. ¿Están ya todos reunidos en el patio?
—Sí, milord: no se espera mas que a ti.
—Tráeme un vaso de gin a fin de que me despierte del todo. Cuida de que no contenga alguna droga infernal.
—Para mayor seguridad abriré otra botella.
—Eres un buen hombre: un día te haré nombrar gran cantinero de alguna gran corte.
Se levantó, vació el vaso que el khidmatgar le ofrecía y después de haber llamado a los malayos descendió al amplio patio, teniendo entre los labios el cigarrillo apagado.
Había recobrado toda su sangre fría y su calma extraordinaria. Parecía un hombre que se dirigiese a una fiesta antes que a un combate terrible y quizá mortal para él.
Todo alrededor del patio habían sido erigidos ricos pabellones, un poco más bajos que aquel que ocupaba el rajá. Había hombres y bellísimas indias, con vestimentas fastuosas y muchas joyas puestas.
El griego estaba en medio, al lado de un pequeño mueble sobre el cual estaban una cimitarra y un lazo. Estaba más pálido de lo usual, no obstante, no parecía menos tranquilo que el portugués.
El rajá, sentado entre sus ministros, viendo entrar al milord con el cigarrillo en la boca, lo saludó cortésmente con la mano mirándolo intensamente.
Los espectadores agolpados en los pabellones en cambio, se habían puesto de pie, observándolo curiosamente.
Yanez saludó tocándose con una mano el borde del sombrero, luego mientras sus malayos tomaban su lugar en la extremidad del patio apoyándose sobre sus carabinas, avanzó lentamente hacia el griego diciéndole:
—Aquí estoy.
—Comenzaba a perder la paciencia —respondió Teotokris con una fea sonrisa que parecía una mueca—. Cuando nosotros, marineros del Archipiélago, hemos decidido matar a un adversario, no esperamos nunca.
—Ni tampoco los gentilhombres ingleses —dijo Yanez—. ¿Las armas?
—Las he escogido.
—¿Con espada o con pistola?
—Usted se olvida que aquí no estamos en Europa.
—¿Qué quiere decir?
—Que yo lo enfrentaré con un lazo, a fin de ofrecer a mi señor un espectáculo verdaderamente indio.
—Es digno de los bandidos indios que adoran a Kali —respondió Yanez irónicamente—. Creía que estaba tratando con un europeo: ahora comprendo que me he engañado. No importa: he cometido la tontería de dejarle la elección de las armas y ahora le mostraré cómo un milord inglés sabe tratar a las personas de su raza.
—¡Señor!
—No, llámeme milord —dijo Yanez.
—Muéstreme sus cartas antes.
—Después, cuando le haya cortado el cuello junto con la barba. ¿Ustedes, griegos del Archipiélago son todos barriles de pólvora? —preguntó Yanez, siempre sarcástico.
—¡Basta: el rajá se impacienta!
—En el teatro siempre es necesario esperar, por Júpiter, al menos en Londres.
—Tome su cimitarra.
—¡Ah! ¿Es con esta que deberé cortarle la cabeza? ¡Buenísimo!
—Bromea demasiado.
—¿Qué quiere? Nosotros, ingleses, estamos siempre de buen humor.
—Veremos si lo está cuando mi lazo lo estrangule, señor.
—No, no, milord.
—¡Veremos su sangre azul! —gritó el griego exasperado.
—Y yo la de los griegos del Archipiélago.
—¡Tome su cimitarra: tengo prisa por terminar!
—Y yo ninguna de irme al otro mundo.
Arrojó el cigarrillo, tomó la cimitarra que había sido posada al lado del lazo y dio algunos pasos atrás, sin demasiada prisa, deteniéndose a algunos metros de los malayos que miraban ferozmente al griego.
Era de preverse que los salvajes hijos de las grandes islas indomalayas no permanecerían impasibles, si una desgracia golpeaba a su jefe que adoraban como a un dios, pase lo que pase después.
Teotokris, que parecía presa de un verdadero acceso de furor, había tomado bruscamente el lazo, poniéndose a diez pasos de su adversario.
Aquel extraño duelo, de carácter verdaderamente indio, parecía que hubiese impresionado profundamente a los espectadores, aún cuando debiesen haber visto muchos otros. Un profundo silencio se había hecho en todos los pabellones: también el rajá estaba callado y no despegaba su mirada de Yanez, cuya tranquilidad era maravillosa.
El portugués se había puesto en guardia como un viejo espadachín, teniendo la cimitarra un poco alta para estar más listo para defender el cuello.
En aquel momento solo se preguntaba si su adversario había aprendido a manejar el lazo entre los gauchos de América del Sur o entre los thugs indios.
Un movimiento del griego lo convenció de tener delante un hombre que había aprendido a servirse de aquella terrible cuerda entre los hispanoamericanos antes que entre los indios.
—Aquel debe haber sido un gran aventurero —murmuró—. Cuidado con el cuello, amigo Yanez.
Teotokris se había enrollado parte de la cuerda sobre el brazo izquierdo haciendo girar, alrededor de su cabeza el lazo como suelen hacer los jinetes de la Pampa argentina y los cowboys del Wild West de América del Norte en el momento en que se preparan para detener a un mustang salvaje dispuesto al galope.
—¿Está listo milord? —preguntó.
—Cuando quiera.
—Dentro de medio minuto lo habré estrangulado, a no ser que el rajá pida su gracia.
—No se preocupe tanto, señor Teotokris —respondió Yanez—. Todavía no tiene en su mano la piel del oso, como se dice entre los nuestros.
—Le daré un golpe que no sospechará.
—Me lo dirá más tarde. Usted intenta sorprenderme haciéndome hablar demasiado. Basta, señor Teotokris.
En efecto, el griego, mientras charlaba, no había cesado de hacer girar sobre su cabeza el terrible lazo para tener la cuerda bien abierta.
Todos los espectadores se habían alzado para no perder nada de aquel emocionante combate. Un vivo estupor se leía en todos aquellos rostros bronceados o negruzcos: la calma maravillosa de los dos duelistas había producido en todos los ánimos una profunda admiración.
—¡Ah! ¡Estos europeos! —no cesaban de susurrar.
Yanez, un poco recogido sobre sí mismo para ofrecer menos de donde agarrar al lazo, esperaba el ataque del griego, siempre impasible, siguiendo atentamente con la mirada las rotaciones, siempre más rápidas, que describía la cuerda.
De pronto un silbido agudo se hizo oír, Yanez había alzado rápidamente la cimitarra, vibrando un golpe, luego había dado un salto hacia atrás, un verdadero salto de tigre, mandando al mismo tiempo un alarido de furor.
En su derecha no estrechaba mas que la empuñadura del arma. La hoja, apenas golpeada por el lazo, había caído a tierra.
Sin embargo, el golpe había sido parado.
—¡Traidor! —gritó Yanez al griego que retiraba precipitadamente el lazo para reintentar el golpe—. ¡Si das un paso adelante te quemo el cerebro!
Había sacado de la faja una de las dos pistolas y después de haberla montado la había apuntado sobre Teotokris, mientras los malayos que se contenían a duras penas habían alzado precipitadamente las carabinas apoyándoselas en los hombros.
Un gran grito se había levantado entre los espectadores que no se esperaban por cierto aquel golpe de efecto. También el rajá parecía presa de cierta irritación, habiendo comprendido bien que una traición había sido urdida en perjuicio de su gran cazador, no pudiendo admitir que una cimitarra se rompiera bajo el simple choque con una cuerda.
Teotokris, pálido como un harapo lavado, había permanecido mudo e inmóvil, dejando pender el lazo. Gruesas gotas de sudor le perlaban la frente.
—¡Denme otra cimitarra! —gritó Yanez—. Veremos si se rompe nuevamente.
Uno de sus malayos extrajo la que le colgaba al costado y se la ofreció diciéndole:
—Toma esta, capitán. Es de acero del Borneo y tú sabes que es el mejor que pueda haber.
El portugués empuñó establemente el arma, arrojó a tierra la pistola y se puso de nuevo frente al griego.
Una sorda rabia lo había invadido.
—Cuidado, griego —dijo con los dientes estrechados—, que haré lo posible por matarte. No me esperaba de ti, europeo como yo, semejante traición.
—Te juro que no he escogido aquella arma...
—Deja los juramentos a los otros; ya no te creeré.
—¡Señor!
—Te espero para hacerte pedazos.
—¡Serás tú que morirás! —aulló el griego furibundo.
—¡Lanza tu lazo entonces!
El griego volvía a hacer girar la cuerda. Espiaba atentamente a Yanez esperando sorprenderlo; no obstante, su adversario conservaba una inmovilidad absoluta y no perdía nunca de vista, ni siquiera un instante, al lazo.
De imprevisto el griego dio un brinco en parte lanzando al mismo tiempo la cuerda y mandando un alarido salvaje para desconcertar o impresionar al portugués.
Este se había cuidado bien de no moverse. Sintió caer encima el lazo y descenderle por la cabeza, pero rápido como un rayo arrojó dos golpes de cimitarra a diestra y siniestra, cortándolo limpio antes de que el griego hubiese tenido tiempo de dar el tirón fatal.
Entonces a su vez se lanzó.
La ancha hoja brilló en lo alto, luego descendió con gran fuerza, golpeando al griego con un revés debajo del pecho derecho.
Teotokris había dado un salto atrás, sin embargo, no había conseguido evitar por completo el golpe. Se mantuvo un momento erguido, luego cayó pesadamente al suelo, comprimiéndose con ambas manos el pecho.
A través de la casaca desgarrada la sangre salía, formando una vasta mancha sobre la cándida franela.
Un alarido salido de doscientas bocas había saludado la victoria del valiente asesino de tigres.
—¿Debo terminarlo? —preguntó Yanez, volviéndose hacia el rajá que se había alzado.
—Te pido la gracia para él, milord —respondió el príncipe.
—Sea —respondió Yanez.
Restituyó la cimitarra, recogió la pistola y después de haber hecho una larga inclinación se retiró mientras las mujeres se quitaban los ramilletes de mussaenda que llevaban en la extremidad de sus trenzas arrojándoselas detrás.
Mientras se alejaba, siempre escoltado por sus malayos, el médico de corte y seis sirvientes habían puesto al griego con cuidado sobre un palanquín, llevándolo rápidamente a su estancia.
Teotokris no estaba desvanecido y ni siquiera se lamentaba. Solo de vez en cuando una rauca blasfemia se le escapaba de los labios descoloridos. Parecía que sintiese más la rabia de haber sido vencido por su rival, que el dolor producido por aquel golpe de cimitarra.
—Sí, vístame y fájeme enseguida —dijo con tono imperioso al médico—. La herida no es grave. La hoja debe haber encontrado la guarda del puñal que llevaba bajo la casaca.
El médico le desnudó rápidamente el pecho.
La cimitarra había trazado, bajo el pecho derecho, un corte largo de una quincena de centímetros que no parecía muy profundo.
—¡Ah! ¡Esto es! —exclamó el doctor recogiendo un objeto que se había deslizado bajo la casaca—. Debes a esto tu vida, señor.
—¿El mango del puñal?
—Sí: ha sido cortado limpio. Si la hoja no lo hubiese encontrado el cazador del kaala-bagh te habría roto el corazón. Estuve presente cuando te ha vibrado el golpe.
—Un golpe lanzado con toda la fuerza —respondió Teotokris—. ¿Para cuánto tiempo crees que tendré?
—No estarás en pie antes de dos semanas. Es robustísimo usted, señor.
—Y encima tengo la piel de los marineros —dijo el griego, esforzándose por sonreír—. Apresúrate: la sangre se va y no deseo en absoluto perderla.
El médico que, aún cuando fuese indio, debía ser habilísimo, cosió rápidamente la herida,
untándola luego con una materia que parecía resinosa y la fajó estrechamente.
Apenas había terminado, cuando un oficial de los sijes entró en la estancia anunciando al rajá.
La frente del griego de pronto se había ofuscado, sin embargo, se cuidó bien de no transparentar su malhumor.
—Salgan todos —dijo al médico y a los sirvientes.
El rajá entraba en aquel momento y solo. Tampoco su frente parecía serena.
Esperó a que todos se hubiesen alejado, incluyendo los oficiales, luego tomó una silla y se sentó cerca del cabezal del herido.
—¿Cómo va entonces, mi pobre Teotokris? —preguntó—. Te creía más hábil y más afortunado.
—Le he dado, Alteza, no pocas pruebas de mi habilidad en el uso del lazo. No creo merecer por consiguiente ninguna reprimenda.
—¿Es grave la herida?
—No, Alteza. Podré ponerme a su disposición dentro de una quincena de días y entonces le juro que no perderé mi tiempo.
—¿Qué quieres decir?
—Que sabré quién es aquel hombre que se vende como un milord.
—Guardas rencor a aquel valiente cazador.
—Y lo guardaré mientras tenga un hálito de vida —respondió el griego con acento feroz.
—Sin embargo le has jugado una mala pasada.
—¿Usted supone Alteza...?
—Que la empuñadura de aquella cimitarra ha sido hábilmente aserrada a fin de que la hoja cediese al menor choque.
—¿Quién me acusa?
—Yo —dijo el rajá, frunciendo el ceño.
—Si es usted Alteza que lo dice, entonces no lo negaré más.
—¿Confiesas?
—Sí, es verdad: la extremidad de la hoja la he hecho aserrar cerca de la guarda por un habilísimo artífice.
El príncipe no pudo frenar un gesto de estupor y miró severamente a su favorito.
—¿Entonces tenías miedo del gran cazador blanco?
—Quería suprimirlo a cualquier costo para rendir a mi benefactor un gran servicio —dijo el griego audazmente.
—¿A mí?
—Sí, Alteza.
—¡Matando a aquel que me ha restituido la piedra de Shalágram y que ha matado al kaala-bagh!
—Sí, porque aquel hombre un día, estoy seguro, te jugará una muy mala pasada.
—¿Y por qué?
—Porque es un inglés ante todo y tú sabes, quizá mejor que yo, que los hombres de su raza fueron siempre los más peligrosos adversarios de los indios. ¿Es que casi todo el Indostán no ha sido conquistado por ellos? Y luego, ¿por qué aquel milord ha conducido consigo a una princesa india que no es asamesa? Abra los ojos Alteza y no se fíe ciegamente de aquel inglés que no sabemos qué ha venido a hacer aquí.
—A matar al tigre, me ha dicho —respondió el rajá.
—Puedes creer lo que quieras, pero no yo que pertenezco a la raza más astuta que vive en Europa.
El príncipe, visiblemente impresionado, se había puesto de pie poniéndose a pasear alrededor del lecho del herido. De carácter desconfiado, comenzaba a ponerse inquieto.
—¿Qué hacer? —preguntó de pronto deteniéndose cerca del griego que lo había seguido con una mirada irónica—. No puedo despedirlo así porque sí; es más, podría tener grandes fastidios con el gobernador en Bengala.
—No te aconsejaría hacer eso ni siquiera yo, Alteza —dijo el griego.
—¿Y entonces?
—¿Quiere darme carta blanca?
El rajá lo miró con desconfianza.
—¿Pensarías en hacerle asesinar por algún sicario o en hacerle envenenar? Malos medios que no me salvarían de tener preocupaciones.
—No será contra él que actúe. A usted Alteza no pido otro que hacerle vigilar estrechamente.
—¿Con quién te la tomarás entonces? Quiero saberlo antes.
—Con aquella misteriosa princesa india. Cuando esté en mi mano la obligaré a decirme quién es, y qué laya de aventurero es aquel milord.
—De veras creo que perteneces a la raza más astuta de Europa —dijo el rajá—. No obstante, no deseo que aquella mujer o niña sea transportada aquí.
—Tengo una casa de mi propiedad, donde tengo a mis mujeres —respondió el griego—. Esta noche me haré conducir allí, pero tú dirás a todos que estoy siempre en tu corte y darás órdenes de que nadie, por ningún motivo, venga a molestarme.
—Haré lo que quieres. Adiós y piensa en recuperarte pronto.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Cowboys: “Cow-boys” en el original, “vaquero” en inglés. Es el encargado de las tareas relacionadas con la ganadería en gran parte de América del Norte.

Wild West: “Salvaje Oeste” en inglés, es uno de los términos con que se denomina popularmente a los hechos históricos que tuvieron lugar en el siglo XIX durante la expansión de la frontera de los Estados Unidos de América hacia la costa del océano Pacífico.

Mustang: “Mustangos” en inglés. Son caballos salvajes en Norteamérica. En realidad se trata de caballos cimarrones (animales que se escapan o pierden y que se han readaptado a vivir en la naturaleza), puesto que el caballo se había extinguido.​

Guarda: Guarnición de la espada, o sea, la defensa que se pone en las espadas y armas blancas junto al puño.​

Indostán: Subcontinente indio, formado por India, Pakistán, Bangladés, Sri Lanka, las Maldivas, Bután y Nepal.

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