viernes, 26 de enero de 2018

XI. El veneno del griego


Los indios, al igual que nosotros los europeos y que muchos otros pueblos asiáticos, tienen una verdadera pasión por el teatro; los mejores actores son siempre los malabares y los tamiles que son especialmente contratados por los rajás que los retribuyen no menos que a los luchadores.
Las comedias que representan siempre, son extraídas de antiguas leyendas indias y en base a un argumento religioso, de manera que siempre se ven aparecer divinidades, gigantes y malvados que se dan palizas hasta quedar exhaustos.
Casi siempre representan al dios Rama, el conquistador de Ceilán, que decanta el valor de sus guerreros; Krishna que ha realizado empresas extraordinarias extraídas del Mahabhárata, uno de los más grandiosos poemas épicos, y Pandú, el famoso rey de la India, de la raza de los reyes provenientes del sol.
Sus teatros, al igual que los siameses, los anamitas y chinos, son de una simplicidad extraordinaria.
Una plataforma con algún jarro conteniendo una planta, tres o cuatro pequeñas habitaciones a los lados para los actores a fin de que puedan cambiarse sin ser vistos por el público y muchas lámparas de aceite, suspendidas de algún alambre.
Los espectadores se sientan en tierra, sobre esteras, y al oscuro, también se les permite fumar, comer e incluso beber: aunque debemos decir que jamás molestan a los actores. Como mucho se levanta un pequeño pabellón cuando asiste a la representación algún personaje importante.
Los actores son siempre numerosísimos y su vestuario espléndido y muy rico y a la heróica india, es decir, semejante a lo que se ve en ciertas estatuas antiguas de sus númenes y héroes.
Los actores, como en China, son todos hombres grandes y jóvenes. Estos últimos, hacen las veces de mujeres y saben maquillarse como para lograr una ilusión casi perfecta.
Las representaciones terminan casi siempre con una pantomima que, no obstante, es difícil de ser comprendida por quienes no han hecho un estudio particular. El europeo no comprende nada en absoluto, por mucha atención que preste.
Ellos pretenden expresar en ella no solo las acciones y pasiones, sino también los objetos exteriores y ausentes, como por ejemplo una montaña, un caballo, una nave, un árbol, etc. por medio de gestos, cada uno de los cuales está prefijado para determinar y significar tal o cual de esos mismos objetos.
En cambio, las pasiones están en aquellas pantomimas bastante bien representadas.
Para expresar el amor, los actores menean dulcemente la cabeza alrededor volviendo, al mismo tiempo, de una manera graciosa y tierna los ojos y suspirando tiernamente.
Para expresar en cambio la ira, ponen en convulsión, en un modo bastante expresivo los músculos de los labios, la nariz, los ojos, la frente y del resto...


El sol había desaparecido desde hacía algunas horas, cuando Yanez fue advertido por su khidmatgar que la representación estaba por comenzar y que el rajá lo esperaba en el pabellón que había sido erigido en medio del espacioso patio del palacio, de frente a la plataforma que debía servir de teatro.
—Vayamos a ver qué cara pondrá el rajá —murmuró el portugués, sonriendo irónicamente—. Apuesto a que esta noche no dormirá tranquilo. El golpe será quizá demasiado audaz, pero ¡bah! No estoy solo y Sandokan es capaz, con un puñado de hombres, de barrer incluso a la guardia del príncipe. Pase lo que pase vayamos a ver cómo trabajan estos actores indios.
Siempre prudente, pudiendo esperarse cualquier sorpresa en aquella corte donde era extranjero y donde sabía ya que tenía un enemigo mortal en aquel griego del Archipiélago, se escondió bajo la faja las pistolas y el kris, dio órdenes a sus malayos de hacer otro tanto, luego descendió al patio buscando afectar la máxima tranquilidad.
Todo estaba listo para la representación. El escenario, una simple plataforma adornada solamente con pocos jarros de porcelana, que contenían colosales ramos de flores, e iluminada por una treintena de lámparas de vidrio variopinto, no esperaba mas que a los actores.
A los lados soldados, sirvientes y sirvientas, sentados sobre tapetes, charlaban sumisamente. De frente, bajo un amplio pabellón formado por cortinas séricas con colores brillantes, estaban el rajá con el griego, sus ministros y los altos dignatarios del estado. Fumaban, bebían licores o masticaban el betel en espera de que la representación comenzase.
El príncipe, que parecía de muy buen humor e incluso un poco achispado, hizo sentar a Yanez a su derecha, diciéndole:
—Espero milord, que esté contento con mis actores. Son casi todos malabares y los he hecho escoger con cuidado.
—Yo estar contentísimo —respondió Yanez—. Gustar mucho teatro yo, también indio.
—Beba milord —dijo el rajá ofreciéndole una taza—. Este es verdadero gin inglés.
—Más tarde, Alteza —respondió el portugués que había notado cómo aquel licor lo había vertido el griego—. No tener sed ahora.
Puso la taza al lado suyo, sobre una silla, muy decidido a no vaciarla. No se fiaba demasiado del señor Teotokris.
El rajá aplaudió y enseguida comparecieron en escena una cincuentena de actores. Algunos estaban maquillados como viejos y llevaban puesto trajes principescos, otros de mujeres y no faltaban los niños y niñas.
Destacaban sobre todo, por la riqueza de sus trajes, una niñita de una decena de años, que se mantenía al lado de un viejo guerrero que tenía una larga barba blanca.
Entre toda aquella gente había un rajá de aspecto siniestro, acompañado por un joven príncipe que se asemejaba extrañamente a Syndhia.
Al ver a aquellos dos personajes el portugués no había podido contener una sonrisa.
—Estos indios saben camuflarse maravillosamente —había murmurado—. Creo que no he malgastado mis quinientas rupias.
Después de una larga serie de cumplidos entre el rajá y toda aquella gente, una inmensa mesa había sido llevada al escenario, cargada de platos y comidas y todos se habían puesto a comer, mientras una turba de bayaderas y ejecutantes entrelazaban danzas y hacían resonar ruidosamente gong, sitar y sarangi acompañados por grandes golpes de tumburà, magnífico instrumento, cargado de doraduras, pinturas, lazos y preciosos ornamentos que los ricos indios tienen expuestos a los ojos de los forasteros en su mejor estancia, puesto que es uno de los más bellos objetos.
Comían mientras tanto los actores, con un apetito envidiable y no ya pescados de cartón piedra o salsas falsas, bebiendo de un trago frascos llenos de toddy, riendo y charlando ruidosamente.
De pronto, hacia el final del banquete, se vio al rajá desaparecer, para mostrarse poco después, acompañado por algunos ministros, sobre la balconada que dominaba el escenario.
Tenía en mano una carabina y sus compañeros llevaban en cambio botellas y vasos.
Enseguida resonó un disparo de fuego y uno de los convidados, el viejo guerrero de la barba blanca, cae mientras la niña que se sentaba a su lado, escapaba aullando.
Otro disparo de fuego y otro cae debatiéndose desesperadamente. El rajá, que parecía presa de una furiosa locura, vacía una taza de licor que un ministro le ofrece, luego toma otra carabina y vuelve a disparar.
Los convidados huyen desesperadamente dando vueltas, como lobos en una trampa, alrededor de la mesa, derribando sillas, aullando espantosamente y tendiendo los brazos hacia el rajá que continuaba disparando.
Se desploman los viejos, luego las mujeres, luego los niños, pero el sanguinario príncipe, como invadido por el demonio de la destrucción, sordo a los lamentos desgarradores de las víctimas, continúa disparando, hasta que no permanece mas que el joven que se le asemeja y la niña que llora sobre el cadáver del viejo guerrero.
Yanez mira al rajá. El príncipe está palidísimo, su ceño está fruncido, sus labios tiemblan. Recuerda bien aquel terrible drama que lo ha llevado al trono del Assam.
—Está más conmovido de lo que creía —murmura el portugués—. Espera el final, mi querido. Esto no es nada todavía.
El rajá bebe otra taza y mira a las víctimas, contándolas con los ojos.
El joven príncipe, que está erguido en medio de los cadáveres tiende, en un acto desesperado, los brazos hacia el rajá que se tambalea como un borracho perdido y aulla repetidamente, simulando de maravillas un espanto indecible:
—¡Perdóname la vida! ¡Soy tu hermano! ¡Tenemos en las venas la misma sangre!
El rajá parece vacilar, luego su mirada ardiente y feroz se apaga lentamente. Arroja sobre el escenario una de sus carabinas y dice:
—Te perdono siempre y cuando golpees la rupia que arrojaré al aire.
El príncipe recoge el arma y dispara sobre el rajá que se desploma fulminado sobre el balcón.
Los ministros del difunto tirano se apresuran a descender al patio y a arrojarse a los pies del joven príncipe, pero este en cambio se arroja sobre la niña que llora siempre sobre el cadáver del padre, gritando con un gesto trágico:
—¡Llévenla fuera, tampoco quiero más parientes! ¡Véndansela a alguien como esclava!
Sobre escena comparecen algunos indios, míseramente vestidos, de facciones feroces, que llevaban dibujada en el pecho una serpiente azul con la cabeza de una mujer y que tienen en los flancos pañuelos de seda negra y lazos.
Son los thugs, los adoradores de la sanguinaria Kali, los terribles estranguladores.
Aferran brutalmente a la niña, la meten dentro de una especie de saco y la llevan a pesar de sus gritos.
Yanez vuelve a mirar al rajá y lo ve lívido. Grandes gotas de sudor le perlan la frente y sus labios se agitan como si un grito quisiese salirle: no obstante, no consigue pronunciar ni siquiera una sílaba.
—No osa —murmura el portugués.
Todos los actores en aquel momento desaparecen, los gong, los sitar y el tumburà entonan una marcha triunfal que ensordece a los espectadores.
Enseguida veinte hombres que llevan puestos disfraces guerreros y que sujetan en mano cimitarras, invaden la escena mandando clamores altísimos; luego aparece un palanquín sostenido por ocho hamal espléndidamente vestidos, sobre el cual está sentada una joven princesa que lleva sobre la frente una corona real.
El rajá manda en aquel instante un alarido de bestia feroz, seguido ahora mismo por otro desgarrador.
Todos los espectadores brincaron en pie. También el rajá se ha levantado mirando, con desconcierto, a sus ministros que sostienen a un alto dignatario que se tambalea y que tiene los labios embadurnados de una espuma sanguínea.
—¿Qué sucede aquí? —aulla Sindhia.
—Señor... ¡Muero...! —responde el dignatario con voz débil.
Yanez que no entiende nada de aquel golpe de efecto, arroja una mirada cerca de él y palidece a su vez.
El vaso lleno de licor, que había puesto cerca de la silla, había sido vaciado por alguien.
Un rayo le atraviesa el cerebro.
—He escapado a la muerte por un verdadero milagro. Si lo hubiese vaciado yo, a esta hora me encontraría en la piel de aquel desgraciado. ¡Griego perro! Me pagarás este tiro, bribón. Afortunadamente soy más astuto y más prudente de lo que crees.
En el pabellón la confusión estaba al colmo. Todos gritaban y se afanaban detrás del desgraciado que vomitaba sangre junto con ciertas materias verdosas y filamentosas.
El médico de corte finalmente llegó. Con una sola mirada entendió enseguida que su trabajo habría sido absolutamente inútil.
—Este hombre ha bebido algún poderoso veneno —dijo.
El rajá se había puesto lívido. Sus ojos ardientes como carbones, se fijaron ahora sobre unos y ahora sobre otros dignatarios que ocupaban el pabellón y que temblaban como si hubiesen sido cogidos por un acceso de fiebre.
—¡Aquí hay un culpable! —gritó el príncipe—. ¡O lo encuentran o los haré decapitar a todos! ¿Me han oído? ¡Probablemente aquel veneno estaba destinado a mí!
—¿O a mí, Alteza? —dijo Yanez.
El rajá lo miró con estupor.
—¿Tú crees, milord...?
—Yo no creer nada, no obstante hacer notar a Su Alteza que mi vaso no haberlo vaciado yo. Yo haberlo encontrado sin gota licor dentro. Poder haber sido aquel envenenado.
—¿Dónde está aquel vaso, milord?
Yanez se inclinó para recogerlo, y una exclamación de cólera se le escapó.
—¡Ahó!
El vaso había desaparecido misteriosamente.
—No estar más junto a silla —dijo luego.
—Encontraremos al culpable milord, te lo prometo.
—Gracias, Alteza.
—Este delito no debe permanecer impune. Mi elefante verdugo tendrá trabajo para hacer dentro de unos días.
Luego añadió brutalmente:
—El espectáculo ha terminado. Que también el culpable vaya a dormir por última vez.
Los ministros, presa de un vivo espanto, se habían retirado precipitadamente para darle paso.
El rajá estrechó la mano al portugués y salió del pabellón, con el ceño fruncido y la mirada sombría. El griego en su calidad de primer favorito, estaba por seguirlo, cuando Yanez fue enseguida a retenerlo.
—Tengo que decirle una palabra, señor Teotokris.
—Me la dirá mañana, milord —respondió el griego—. El príncipe me espera.
—No tengo mas que darle las gracias.
—¡De qué!
—¡Diantre! De estar aún vivo y es un bello placer, créalo, Teotokris —dijo Yanez, irónicamente—. No obstante, creía que los griegos del Archipiélago eran más astutos.
—¡Milord! —exclamó el favorito con voz rauca—. Usted me insulta y este no es ni el lugar, ni el momento.
—Mañana ajustaremos las cosas; no eche a perder la sangre por ahora.
El griego alzó los hombros y se fue apresuradamente. Yanez no creyó oportuno retenerlo. Se desahogó con un “¡vete al diablo, bribón!”.
Llamó a sus malayos y dejó a su vez el pabellón, ya desierto.
En medio del patio, observado por una media docena de sirvientes y tendido sobre un tapete, yacía el cadáver del dignatario, un alto funcionario de la corte, por lo que parecía.
El veneno había obrado rápidamente cortándole la vida todavía joven y gallarda.
El portugués, más conmovido de lo que creía, se quitó el sombrero, murmurando con ira:
—Un día, también tú, pobre hombre que me has salvado la existencia, serás vengado.
Estaba por subir la escalera que conducía a su apartamento, cuando un hombre le cerró el paso, cayéndole de rodillas a los pies.
Era el calicaren, o sea el jefe de los actores.
—Sahib —le dijo—, sálvame. Mañana estaremos todos muertos.
—¿Quiénes? —preguntó Yanez sorprendido.
—Mis artistas y yo.
—¿Por qué?
—Por causa de la comedia que hemos representado. El rajá está furibundo y ha jurado hacernos cortar el cuello al despuntar el sol.
—¿Quién te lo ha dicho?
—El otro hombre blanco.
—¿El favorito?
—Sí, sahib.
—¿Quieres un consejo?
—Démelo milord.
—Métele pata junto a tus actores y vayan a representar sus dramas a Bengala. ¡Kubang!
El jefe de la escolta se había adelantado.
—Da a este hombre otras quinientas rupias —le dijo Yanez—. ¿Te bastan para escapar, calicaren?
—Me haces un señor, sahib —dijo el actor—. Me has dado otras quinientas.
—Toma también estas.
—Me haré construir un gran teatro.
—Como quieras, siempre y cuando no te atrapen antes de que el sol se alce.
—El rajá no nos atrapará más, sahib. Si puedo serte útil dispone de mí.
—No es necesario: en cambio, corre.
Yanez subió la escalera y entró en su apartamento donde lo esperaba el mayordomo.
Por primera vez en su vida el portugués aparecía muy preocupado.
—Atranquen la puerta —dijo a sus malayos—, y tiéndanse con las carabinas al lado. No sé qué pueda suceder.
—Somos seis, capitán —respondió el jefe de la escolta—. Puedes dormir tranquilamente porque velaremos por ti. ¿Quiere que mande a alguno a advertir al Tigre?
—Es inútil por el momento. Déjame solo con el mayordomo.
Se sentó delante de la mesa destapando una botella de gin, la olió por largo tiempo, luego llenó el vaso y se lo ofreció al khidmatgar diciéndole:
—¿Tendrías miedo de vaciarlo?
—¿Por qué, milord?
—¿Sabes que con un vaso de no sé qué licor han mandado, ahora, al otro mundo a uno de los grandes oficiales del rajá?
—Me lo han contado, sahib —respondió el khidmatgar—. Era el tesorero del príncipe.
—¿Sabes que aquel hombre ha vaciado el vaso que había sido ofrecido a mí?
—¡Qué cosas dice, milord! —exclamó el indio estupefacto.
—Es como te lo cuento.
—¿De modo que intentaban envenenarte a ti?
—Así parece —respondió Yanez flemáticamente.
—¿Y no tiene ninguna sospecha?
—¿Crees tú, khidmatgar que en la corte haya algún interés en suprimirme?
El mayordomo había permanecido silencioso.
—¿El rajá?
—¡No, es imposible! —exclamó el indio—. Él te debe demasiado reconocimiento por haber recuperado la piedra de Shalágram y por no haber pedido ninguna recompensa. Y luego te admira demasiado después de la muerte del kaala-bagh.
—¿Y entonces?
—El otro hombre blanco.
—¿El favorito, verdad?
El indio tuvo una breve indecisión, luego respondió francamente:
—Sí, él.
—Estaba en lo cierto —dijo Yanez.
—Él teme que tú, milord, le tomes el lugar.
—¿Crees que este licor esté envenenado?
—Este no; ¡es imposible! Las botellas que he traído aquí las he tomado de las bodegas del rajá, por consiguiente puedes vaciarlas con el ánimo tranquilo.
—Bebe entonces.
—Mira milord.
El khidmatgar vació, sin vacilar, de un solo golpe el vaso.
—Está excelente, milord.
—Entonces beberé también —dijo Yanez, llenando otro vaso—. Ve a descansar ahora: si tengo necesidad de ti te haré llamar.
El mayordomo hizo una profunda inclinación y se retiró.
Yanez vació otro vaso, encendió un cigarrillo y se restregó las manos murmurando:
—La jornada ha sido pesada, sin embargo no he perdido mi tiempo inútilmente. La fruta la recogeremos más tarde. La madeja está todavía muy embrollada; no obstante, espero dar a Surama la corona que le espera y mandar a casa al diablo de Sindhia. La araña maléfica es aquel condenado griego del Archipiélago. Mañana haré lo posible para darte una terrible lección.

NOTAS AL PIE DE PÁGINA DE SALGARI

Hamal: Portadores.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Mahabhárata: “Yudkishtira vigea” en el original y tal como lo nombran en el libro “Il costume antico e moderno...” (G. Ferrario, 1829), es en realidad el Mahabhárata, un extenso texto épico-mitológico de la India. El nombre utilizado por Salgari hace referencia a Yudhishthira, hijo mayor del rey Pandú y de la reina Kuntí, cuyas historias son relatadas en el comienzo del texto épico.

Pandú: Según la mitología hinduista, es el rey de Jastinápura, hijo de la princesa Ambá con el sabio Viasa. En la India él es más popularmente conocido como el padrastro de los Pándava.

Siameses: Natural u oriundo de Siam, antiguo nombre de Tailandia.

Anamitas: Natural de Anam, antiguo reino de Indochina.

Gin: Voz inglesa que en castellano se conoce como ginebra, una bebida alcohólica obtenida de semillas y aromatizada con las bayas del enebro.

Sitar: Instrumento musical tradicional de la India y Pakistán, de cuerda pulsada, similar a una guitarra, laúd, etc. Se identifica por su sonido metalizado.

Sarangi: “Saranguy” en el original, es un instrumento de cuerda frotada con cuerpo de madera donde salen cuatro cuerdas que son tocadas con un arco. Es uno de los principales instrumentos de la India.

Tumburà: No encontré traducción al castellano. La única referencia es del libro “Il costume antico e moderno...” (G. Ferrario, 1829) donde lo describe como: “...un instrumento magnífico cargado de doraduras, y de pinturas y de miles de otros preciosos ornamentos: es un objeto de lujo, y los ricos indios lo tienen expuesto a los ojos de los forasteros en el mejor de sus apartamentos, puesto que es uno de los más bellos objetos”.

Hamal: “Hamali” en el original, palabra que proviene del árabe “ḥammāl” y significa portador. Esta palabra se utiliza en Turquía y zonas aledañas. La letra “i” agregada al final es indicativo del plural en italiano.

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