jueves, 18 de enero de 2018

X. A la corte del rajá


Seis horas después la caravana, acompañada por un gran número de curiosos que habían acudido de todos los barrios de la ciudad, para ver a la terrible bestia y para lanzar contra el cadáver insultos sangrientos, se detenía delante del grandioso palacio del rajá.
Los ministros, ya advertidos por dos shikaris que habían precedido a los elefantes, esperaban al famoso cazador inglés en la base de la gradería marmórea, con una gran escolta de sijes en uniforme militar y de eunucos que llevaban puesto trajes fastuosos y muy llamativos.
—Yanez —dijo Sandokan, deteniéndolo en el momento en el que estaba por descender del elefante—. No te ocupes ni de mí, ni de Tremal-Naik. El palacio real no está hecho para nosotros. Sabes donde encontrarnos.
—Tengo conmigo a los malayos.
—Forman tu guardia y ¡qué guardia! Con ellos no tendrás nada que temer. Nosotros aprovecharemos esta confusión para eclipsarnos.
—Recibirás pronto mis novedades.
Descendió a tierra y se movió al encuentro de los ministros seguido por ocho shikaris que llevaban a la monstruosa bestia.
—Decir a Su Alteza que yo haber mantenido mi promesa —les dijo.
—Su Alteza lo espera, milord —respondieron a una voz los ministros, inclinándose hasta casi el suelo.
Yanez, habiendo vuelto a ser el excéntrico inglés, subió la escalinata flanqueado por dos filas de sijes que lo miraban con profunda admiración y precedido por cuatro eunucos, hizo su solemne entrada en la inmensa sala del trono que rebosaba de altos dignatarios, jefes del ejército, ejecutantes, y canceni, o sea bailarinas que llevaban puesto bellísimos vestidos poco diferentes de los que llevan las bayaderas bengalíes y de la India central.
Su Alteza estaba tendido sobre su trono-lecho charlando con algunos favoritos. No obstante, cuando vio entrar al portugués, seguido de los shikaris que llevaban al kaala bagh, se alzó prontamente y, favor insigne, descendió los tres escalones de la plataforma, extendiendo la mano derecha.
—Tú, milord, eres un valiente —le dijo.
—Yo no haber hecho mas que disparar mi carabina —respondió Yanez.
—Ninguno de mis súbditos, por muy valiente, habría sido capaz de enfrentar y de matar semejante bestia. Ahora puedes pedir lo que quieras.
—A mí bastar ser tu gran cazador y ser huésped tuyo.
—Daré grandes fiestas en tu honor.
—No, alboroto, hacerme demasiado mal cabeza. Yo no querer ver mas que teatro indio.
—Tengo una compañía estable aquí y es la más renombrada de cuantas se encuentran en mi reino.
—¡Ahó! Yo estar satisfecho, ver tus comediantes.
—Estarás cansado.
—Poco.
—Tu departamento está listo y pongo a tu disposición cuantos sirvientes quieras.
—Bastar a mí, Alteza, mi escolta y un khidmatgar tuyo.
—Lo encontrarás delante de tu puerta, milord. ¿Cuándo querrá asistir a la representación?
—Esta noche si no disgustar a ti.
—Cada deseo tuyo es para mí una orden, milord —respondió cortésmente el rajá.
Se arrimó al tigre y lo miró largo tiempo.
—Esta piel hará una bella figura en tu estancia —dijo luego—. Ella te recordará siempre la gran empresa que has cumplido. Ve a descansar, milord y esta noche comeremos juntos y te presentaré a otro hombre blanco, que espero se convierta en tu amigo.
—Yo verlo con placer —respondió Yanez.
El recibimiento había terminado.
El portugués llamó a sus malayos y dejó la sala que lentamente se despejaba, precedido por dos eunucos.
El rajá había vuelto a sentarse o mejor dicho a tenderse sobre su trono, después de haber hecho con la mano un gesto imperioso que quería expresar:
—Déjenme solo.
El último ministro y el último guardia habían apenas salido, cuando la doble cortina de seda que pendía detrás del trono se abrió y un hombre apareció.
No era un indio, sino un europeo de estatura alta, de piel blanquísima, que resaltaba doblemente a causa de una larga barba negrísima que le enmarcaba el rostro.
Tenía facciones regularísimas, la nariz aguileña, los ojos negros y ardientes, pero que tenían sin embargo un no sé qué de falso que producía una mala impresión, al menos al principio.
Como todos los europeos que residían en la India, estaba vestido con ligerísima franela blanca. Solo en la cabeza llevaba un casquete rojo con gran lazo, semejante a los que suelen llevar los griegos y los levantinos.
—¿Qué me dices Teotokris? —le preguntó el rajá—. Por la expresión de tu rostro se diría que no estás satisfecho con el feliz éxito de la empresa realizada por aquel inglés.
—Te engañas, Alteza: los griegos admiramos las pruebas de valor.
—Sin embargo, vislumbro una profunda arruga sobre tu frente y pareces preocupado.
—Lo estoy en efecto, Alteza —respondió el griego.
—¿Por qué motivo?
—¿Estás completamente seguro de que él sea verdaderamente un milord?
—¿Y por qué debería dudar?
—¿Sabes de dónde viene?
—De Bengala, me ha dicho.
—¿Y qué ha venido a hacer aquí?
—A cazar.
El griego hizo una mueca.
—¡Uf! —dijo luego.
—¿Sabes algo de él?
—Solo sé que de vez en cuando va a encontrarse con una bellísima niña india que debe pertenecer a las altas castas y que parece ser riquísima, habitando en un bellísimo palacio y teniendo muchos sirvientes y muchas mujeres.
—Hasta aquí no encuentro nada extraordinario —dijo el rajá—. Muchas de nuestras mujeres han desposado ingleses.
—¿Y si aquel señor fuese un espía mandado aquí por el gobernador de Bengala para vigilar todos tus actos?
Oyendo aquellas palabras la cara del príncipe había asumido un aspecto casi feroz.
—¿Tienes alguna prueba, Teotokris? —preguntó con los dientes estrechados.
—Hasta ahora no.
—Es una suposición tuya, entonces...
—Por ahora sí.
—Sí veo no obstante que tienes sospechas.
El griego hizo un gesto vago, luego añadió con cierta malignidad.
—Querría ver los títulos de nobleza de aquel milord.
—Tienes una policía a tu disposición: utilízala entonces. No obstante, hasta que no tengas una prueba en contra de aquel inglés será mi huésped. Él ha recuperado la piedra de Shalágram y no ha querido nada, también me ha rendido otro importante servicio, liberando a mis buenos súbditos de Kamarpur del kaala bagh. Tú nunca has sido capaz de hacer tanto en solo cuarenta y ocho horas.
El griego se mordió los labios.
—No niego que sea un valiente y que la fortuna lo haya favorecido —dijo luego—. Pero advierto que porque es un valiente puede ser también peligroso.
El rajá hizo un gesto de fastidio y se alzó diciendo:
—Deja en paz a aquel inglés, Teotokris. En cambio, haz advertir a mis actores de preparar para esta noche, en el gran patio, un espectáculo emocionante.
—Haré como tú quieras, Alteza —respondió el griego.


Yanez, muy satisfecho del buen cariz que tomaban sus asuntos, había tomado posesión del apartamento asignado por el munífico rajá.
Se componía de cuatro bellas estancias, un salón elegantísimo y un gabinete para el baño, todos amueblados con mucha suntuosidad y provistos de pankah, que son grandes tablas cubiertas de tela, pegadas al sofito y que un sirviente hace girar continuamente, mediante un juego de cuerdas, a fin de mantener en el interior una deliciosa frescura.
El khidmatgar, que el príncipe había destinado al famoso cazador, enseguida había hecho llevar un abundante almuerzo con muchas botellas de cerveza y licores, destinado parte al primero y parte a los seis malayos que habían tomado su lugar en una de las cuatro estancias convirtiéndola en una especie de cuartel.
—Hazme compañía —había dicho Yanez al mayordomo, sentándose.
—¡Yo...! ¡Con usted, milord! —había exclamado el indio, haciendo un gesto de estupor.
—Calla y comparte conmigo. Tengo muchas cosas que pedirte y también rupias para regalarte si me eres fiel.
Las rupias hicieron mayor efecto en la invitación, porque el khidmatgar, venal como la mayor parte de sus compatriotas, obedeció prontamente sin protestar más contra tan gran honor.
—¿Es verdad que los comediantes están aquí, en el palacio? —preguntó Yanez degustando los alimentos.
—Sí, milord.
—¿Conoces al jefe de la compañía?
—Es más, es mi amigo, milord.
—Buenísimo —dijo Yanez sirviéndose un vaso de cerveza y bebiéndola de un solo trago—. Deseo verlo.
—Tengo orden de satisfacer cualquier deseo tuyo. El rajá así lo quiere.
—Yo en cambio deseo que el príncipe no sepa en absoluto que quiero ver al jefe de la compañía. Compro tu silencio por cincuenta rupias.
El khidmatgar dio un sobresalto y abrió los ojos. En un año de servicio quizá no habría ganado la mitad de aquella suma, que representaba para él una pequeña fortuna.
—¿Qué debo hacer?
—Te lo he dicho: deseo que venga aquí el jefe de los comediantes y posiblemente sin que sea visto. ¿Dónde tendrá lugar el espectáculo?
—En el patio interno.
Yanez se volcó en la pequeña silla poltrona de bambú y miró por unos momentos al khidmatgar.
—¿Es aquel el mismo donde el rajá mató a su hermano?
—Sí, milord.
—Me lo había imaginado. ¿Está todavía aquella famosa balconada de donde el hermano de Sindhia disparó a sus parientes?
—Es más, se encuentra precisamente sobre el escenario.
—¡Por Júpiter! —exclamó Yanez—. Esto se llama tener una prodigiosa fortuna. Ve a llamarme a aquel hombre.
El khidmatgar no se hizo repetir la orden dos veces, aún cuando el almuerzo no hubiese sido todavía terminado. Se levantó precipitadamente y desapareció.
—¡Ah! ¡Ah! —dijo Yanez riendo—. Mi querido rajá voy a prepararte una pasada bribón y a ponerte en el corazón una sospecha que no te dejará dormir más.
Llamó al jefe de los seis malayos que, almorzando en la estancia vecina con los compañeros, fue pronto a acudir.
—¿Qué desea capitán Yanez? —le preguntó el salvaje hijo de la Malasia.
—¿Cuántas rupias te ha confiado Sandokan? —preguntó el portugués.
—Seis mil.
—Que estén listas.
Un momento después el mayordomo entraba acompañado por un indio bastante entrado en años, de ojos inteligentísimos, facciones aún bellas, tez bastante oscura siendo los actores indios casi siempre tamiles o malabares, que son los pueblos más apasionados por las representaciones dramáticas.
—He aquí el calicaren (actor) —dijo el mayordomo.
El indio hizo una profunda inclinación y esperó a ser interrogado.
—¿Eres tú quien escoge las comedias o las tragedias que se representan o el rajá? —le preguntó Yanez.
—No, yo, sahib —respondió el calicaren.
—¿Qué tienes intención de representar esta noche?
—El Ramayana, una tragedia escrita por nuestro gran poeta Valmiki, que es el más célebre que haya conocido la India.
—¿De qué se trata?
—De las empresas y de las conquistas hechas por el dios Rama en Ceilán.
—Rama no me interesa —respondió Yanez—. El argumento quiero dártelo yo. Ven a escucharme atentamente.
Se alzó y lo condujo a su salón. La entrevista duró una buena media hora y terminó con una llamada de Yanez al jefe de la escolta malaya.
—Da a este hombre quinientas rupias —dijo el portugués—. Este es el regalo de milord.
El calicaren se había precipitado a los pies del generoso inglés; pero este con un rápido gesto lo había retenido diciendo:
—No es necesario. Embolsa y haz lo que te he dicho. Ahora puedes irte y sobre todo silencio.
—Seré mudo como una estatua de bronce, sahib —respondió el calicaren.
Cuando estuvo solo, Yanez se arrojó al magnífico lecho, todo dorado con incrustaciones de madreperla y cubierto de una soberbia tela de seda adamascada, diciendo:
—Y ahora podemos reposar hasta que venga aquel europeo misterioso si se digna venir a saludarme.
Invitado por el silencio profundo que reinaba en el palacio, siendo la hora de la siesta que dura desde después del mediodía hasta las cuatro, durante cuyo tiempo todos los asuntos son suspendidos, y por la dulce frescura producida por el pankah que un sirviente, situado sobre la terraza, maniobraba enérgicamente, no tardó en cerrar los ojos.
Un discreto golpe en la puerta lo despertó después de un par de horas.
—¿Eres tú, khidmatgar? —preguntó Yanez brincando del lecho.
—Sí, milord.
—¿Qué quieres de mí?
—Es, sahib, Teotokris que desea verte.
—¡Teotokris! —exclamó el portugués—. ¿Quién es aquel? Este es un nombre griego, si no me engaño. ¡Ah! Debe ser el europeo de quien me han hablado. Vamos a conocer a aquel misterioso personaje.
Se arregló la ropa, se puso por precaución una pistola en el bolsillo sabiendo, por instinto, que tenía que lidiar con un adversario quizá peligrosísimo y entró en el salón.
El griego estaba allí, de pie, con una mano apoyada en la mesa, un poco meditabundo.
Viendo entrar a Yanez se irguió de golpe cuadrándose rápidamente, luego hizo una ligera inclinación, diciendo en perfecto inglés:
—Muy feliz de saludarle, milord y de ver aquí, en la corte de Su Alteza el rajá de Assam, a otro europeo.
Aquellas palabras, no obstante, habían sido pronunciadas con cierta ironía rabiosa, que no había escapado al astuto portugués.
Sin embargo, estaba listo para responder amablemente.
—Había sabido, señor, que aquí había un europeo y nadie es más feliz que yo de poderle estrechar la mano. Fuera de nuestro continente, cualquiera sea la nación a la que pertenezcamos somos siempre hermanos, porque somos todos hijos de la gran familia de los hombres blancos. Siéntese señor...
—Teotokris.
—¿Un griego?
—Sí, del Archipiélago.
—¿Cómo es que se encuentra aquí? Su nación no tiene intereses en la India.
—Es una larga historia que se la contaré otra vez. No he venido para eso, milord.
—Dígame qué desea de mí.
—Pedirle, por parte del rajá, una explicación.
Yanez arrugó imperceptiblemente la frente y miró atentamente al griego, como si intentase escrutar en sus pensamientos.
—Hable —dijo luego.
—¿Usted ha llegado solo aquí?
—No, he conducido conmigo a seis cazadores malayos que me han dado muchas pruebas de fidelidad cuando cazaba a los tigres borneanos.
—¡Ah! ¿Ha estado en Borneo?
—He visitado todas las islas malayas haciendo verdaderos estragos de animales feroces.
—Sin embargo, hemos sabido que otra persona lo ha acompañado.
—¿Quién?
—Una bellísima joven india que ha tomado en alquiler un palacio.
—¿Y entonces? —preguntó Yanez, fríamente.
—El rajá desearía saber si es alguna princesa india.
—¿Y por qué?
—Para invitarla a la corte.
—¡Ah! —dijo Yanez, respirando un poco más libremente que antes, porque había sentido, no obstante su maravilloso coraje y sangre fría, una cierta aprensión—. Diga a Su Alteza que se lo agradezco, pero que aquella joven no ama mas que la tranquilidad de su casa.
—No obstante, es una princesa.
—Sí, de Mysore —respondió Yanez—. ¿Quiere saber algo más?
El griego no respondió: parecía que estuviese avergonzado o que quisiese hacer alguna otra pregunta y no osase.
—Hable —dijo Yanez.
—¿Parará mucho tiempo aquí, milord?
—No lo sé, dependiendo del menor o mayor número de tigres que infesten Assam.
—Déjelos que devoren —dijo el griego, alzando los hombros—. ¿Qué le importa a usted si se comen a algunos centenares de asameses? El rajá tendrá siempre suficientes para gobernar.
—No es demasiado gentil para quienes le hospedan.
—Soy huésped del rajá y no de ellos.
—Explícate mejor.
—¿Qué querría para regresar a Bengala? Allí hay muchos más tigres que aquí y en los Sundarbans podría desahogarse hasta que quisiera.
—¡Irme! —exclamó Yanez.
Teotokris permaneció silencioso, no obstante, mirando con cierto estupor a Yanez.
—Un compatriota mío a esta hora me habría entendido —dijo luego con mal ocultada cólera.
—Podría ser, señor —respondió calmadamente, Yanez—, no obstante, dado que los ingleses no somos tan despiertos como los griegos del Archipiélago, tenemos la costumbre de esperar siempre mayores explicaciones.
—¿Cinco mil rupias le bastarían? —preguntó el griego.
—Para...
—¿Irse?
—¡Ahó!
—Ocho mil.
Yanez lo miró sin responder.
—Diez mil —dijo el griego con los dientes estrechados.
Nuevo silencio por parte del portugués.
—¿Quince mil?
—Y treinta mil, en cambio, para usted si dentro de veinticuatro horas ha cruzado la frontera de Assam —dijo Yanez, alzándose.
El griego se había vuelto palidísimo, como si hubiese recibido una bofetada en pleno rostro.
—¡A mí! —gritó.
—Sí, a usted le ofrece milord Moreland, que jamás ha sido un griego del Archipiélago, ni un pescador de esponjas o de lenguados.
—¿Qué ha dicho? —gritó Teotokris estrechando el puño.
—¿Necesita acaso un médico para hacerle una operación en los oídos? Uno de mis malayos es habilísimo en tales asuntos. Ha curado incluso a un joven tigre que yo había hecho prisionero.
El griego había dado dos pasos atrás asaeteando a Yanez, que conservaba su calma admirable, con dos ojos de fuego.
—Me ha ofendido, ¿me parece? —dijo con voz estrangulada.
—También a mí me lo parece.
—¿Y entonces?
—¡Pero! Para nosotros, cuando se cree haber recibido un insulto, se usa pedir una reparación con las armas.
El griego permaneció pasmado.
Yanez por su parte sacó un cigarrillo de un bolsillo y lo encendió tranquilamente, soplando al aire una nubecita de humo perfumado.
—Si quiere uno también usted, señor, se lo ofrezco de todo corazón.
—¡Usted quiere burlarse de mí!
—¡Yo! ¡Dios me guarde! A mí no me gusta burlarme mas que de los tigres, y aquellos son más peligrosos que los hombres. ¿No le parece, señor Teotokris?
—¿De modo que usted no quiere irse?
—No he venido ya aquí para matar un miserable kaala bagh —respondió Yanez—. Quiero volver a Bengala con un buen número de pieles. Y luego, he encontrado que se está muy bien aquí en el palacio real.
—Usted no conoce aún cuán caprichoso es el rajá. Él sería capaz de ordenarle mañana de traerle un tigre cada día.
—Y yo iré a buscarlo y matarlo. ¿No me ha nombrado acaso su cazador?
—Y podría también pedirle que le muestre sus documentos para averiguar si es verdaderamente un milord o un vulgar aventurero.
Esta vez fue Yanez el que palideció. Su mano derecha cayó sobre el hombro izquierdo del griego con tal violencia como para obligarlo a plegarse, aún cuando fuese por lo menos un palmo más alto.
—Es usted ahora, señor Teotokris, el que me ha ofendido: ¿le parece?
—Puede ser.
—Ahora, puesto que un milord no deja nunca impune un insulto, le pido que me rinda estrechas cuentas por aquel título de aventurero.
—Cuando quiera, si me concede la elección de las armas y que el duelo sea público.
—Hágalo —respondió simplemente Yanez.
—Para mañana.
—Sea.
—El rajá y su corte serán nuestros testigos.
—Muy bien.
—Adiós, señor.
—Milord lo saluda, griego del Archipiélago.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Canceni: “Can-ceni” en el original, encontré referencias que lo utilizan como sinónimo de “bayadera”. En otro texto las describen como bailarinas del pueblo conocidas también con el nombre de “hijas de la danza”.

Levantinos: Pertenecientes, en este caso, a la región del Levante mediterráneo, zona de Oriente Próximo, al sur de los montes Tauro.

Munífico: Que ejerce la munificencia (generosidad espléndida).

Pankah: “Punka” en el original, palabra hindi para referirse al abano, o sea, aparato en forma de abanico que, colgado del techo, sirve para hacer aire.

Tamiles: “Tamuli” en el original, dicho de las personas: De uno de los pueblos no arios de la rama dravidiana, que habita en el sudeste de la India y parte de Sri Lanka, antiguo Ceilán.

Malabares: “Malabari” en el original, naturales de Malabar, región del sur de la India.

Calicaren: Según el libro “Il costume antico e moderno...” (G. Ferrario, 1829), esta palabra significa actor en malabar. No encontré otras referencias.

Ramayana: “Pramayana” en el original, es un texto épico de 24.000 versos, atribuido al escritor Valmiki. Forma parte de los textos sagrados smriti (textos sagrados no revelados directamente por Dios, sino transmitidos por la tradición). Es considerada una de las obras más importantes de la India antigua.

Valmiki: Es un legendario sabio nacido en algún momento entre los siglos V y I AC. Se lo considera el autor de la epopeya Ramayana.

Rama: En la religión hinduista es un avatar (descenso de Dios) de Visnú, que nació en la India para librarla del yugo del demonio Rávana. En la actualidad es el dios más popular de India.

Ceilán: “Ceylan” en el original, a partir de 1972 pasó a llamarse Sri Lanka. Por su forma y cercanía a la India se la conoce también como la “lágrima de la India”.

Mysore: El reino de Mysore fue un reino en la zona sur de la India, fundado en 1399 en proximidades de la actual ciudad de Mysore. Estaba gobernado por la familia Wadiyar, inicialmente era un estado vasallo del Imperio Vijayanagara. Actualmente es la segunda ciudad más grande en el estado de Karnataka, en la India.

Palmo: Distancia que va desde el extremo del pulgar hasta el del meñique, estando la mano extendida y abierta. Medida de longitud de unos 20 cm, que equivalía a la cuarta parte de una vara y estaba dividida en doce partes iguales o dedos.

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