martes, 9 de enero de 2018

IX. El tiro de gracia de Yanez


Las tres más formidables potencias carnívoras, se dividen el mundo de modo de no encontrarse casi nunca en sus pasos: el león se ha reservado África; el oso, que a menudo se convierte en un carnívoro terrible, Europa y América septentrional donde impera entre las altas montañas rocosas bajo el nombre de grizzly; el tigre, Asia y también buena parte de las grandes islas que pertenecen a Oceanía.
Son aproximadamente seiscientos millones de habitantes los que se ha reservado el acto bagh beursah, o sea el señor tigre, como lo llaman los poetas indios; ¡y qué tributos se lleva cada año de aquellos desgraciados! Solo en la India no menos de diez mil personas encuentran su tumba en los intestinos del feroz carnívoro.
Los reptiles, que son mucho más numerosos en aquella vasta península, no se llevan mas que la mitad.
Hay tigres en Persia, en Indochina, Sumatra, Java, Borneo, en la península malaya, también en la Nueva Guinea, incluso en Mongolia y en Manchuria; pero ninguno iguala en belleza, astucia, ferocidad, a los tigres de la India, y por esto quizá han sido llamados tigres de Bengala reales.
Todos los otros tigres son en efecto inferiores a los que habitan las junglas indostanas. Los de las islas malayas son menos bellos, más bajos de patas, más regordetes y por consiguiente mucho menos elegantes. También su pelaje, aún cuando más espeso y más largo e igualmente rayado, no satisface.
Tienen las patas menos desarrolladas, los mechones de pelo del vientre y de los muslos menos abundantes, los ojos más falsos, más malignos, la lengua siempre colgando como si estuviese perennemente sedienta de sangre, la cola baja, el paso áspero. Son los aldeanos de la floresta.
El tigre indio en cambio tiene un desarrollo mayor, más gracia, más elegancia además siendo igualmente feroz, es quizá más carnívoro que los otros.
En estatura supera a todos los otros, también a los de China que asaltan, con coraje extraordinario, a los campesinos de las inmensas llanuras de Manchuria.
Un bello tigre indio no mide nunca, de la punta del hocico a la extremidad de la cola, menos de dos metros y cincuenta centímetros, no obstante hay algunos que llegan incluso a los tres metros.
Desde la base de sus patas delanteras, posadas en plano, hasta la oreja, corre un metro, y con su huella en el suelo cubren un círculo de veinte centímetros de diámetro.
Su cabeza no está muy desarrollada en comparación a la del león y de las panteras, no obstante, sus mandíbulas son más anchas, los dientes más largos y más formidables, las garras más duras y más tremendas. El pecho en cambio es más estrecho, y en cuanto a longitud del cuello y la cabeza, es más grande que en el jaguar americano, lo que le permite arrastrar, sin excesiva fatiga, incluso a una vaca.
No obstante, un tigre en su desarrollo pleno, puede saltar una cerca de tres y también de cuatro metros, llevando en la boca un ternero bien grande.
Su astucia es extrema. El león, consciente de sus propias fuerzas, cuando caza o se prepara para asaltar, anuncia su presencia con un rugido formidable, que se asemeja a un trueno. El tigre en cambio raramente hace oír su voz antes del asalto.
Al igual que la pantera se embosca, por horas y horas, esperando pacientemente a la presa y no lanza su “urrah”, sino cuando sumerge su hocico entre los intestinos de su víctima, aunque no siempre.
¿El alarido rauco oído por Yanez y por sus compañeros anunciaba que el kaala bagh ya se había ganado la cena o que había olfateado a los cazadores?
—¿Qué me dices, Tremal-Naik? —había preguntado el portugués a su amigo indio, que estaba escuchando—. Tú conoces mejor que nosotros a estas bestias peligrosas.
—Podría equivocarme —había respondido el bengalí— pero este debe ser un alarido de desilución. Cuando un tigre derriba a la presa, lanza un formidable “a-o-ung” y no ya un “hu-ab”. Le ha ido mal el golpe sobre algún nilgó o sobre algún búfalo, estoy seguro.
—Entonces vendrá a buscarnos —dijo Sandokan.
—Sí, querrá ganarse la cena —respondió Tremal-Naik.
—Con un plato fuerte a base de plomo —dijo Yanez.
—Si somos capaces de ofrecérselo.
—¿Lo dudas, tú?
—¡Oh no!
—Mis nervios están tranquilísimos.
—Y también los míos —añadió el Tigre de la Malasia.
—Estén callados.
—¿Se acerca? —preguntaron a una voz Sandokan y Yanez tomando las carabinas y tendiéndose en el suelo.
—No sé, sin embargo, he oído un leve rumor en aquel matorral de bambú que se alza delante de nosotros.
—¿Intentará sorprendernos? —preguntó Sandokan.
—Es probable —respondió Tremal-Naik.
—La cosa se pone seria. Preparémonos para recibir dignamente al señor tigre —dijo Sandokan.
Otro “hu-ab” atronó en aquel momento y mucho más sonoro y más cercano que el primero, seguido por un oscuro “a-o-ung” prolongado, de un efecto siniestro.
—Aquel tigre verdaderamente debe tener en su cuerpo una de las siete almas de Visnú —dijo Yanez esforzándose por sonreír—. Jamás he visto un tigre tan audaz como para lanzar, en plena noche, casi en el rostro de los cazadores, su grito de guerra.
—Es un solitario —respondió Tremal-Naik— y ya ha olfateado el olor de la carne fresca y sobre todo humana.
—¡Por Júpiter! No serán mis pantorrillas las que comerá esta noche.
—Tomemos posición —dijo Sandokan—. Tú Yanez colócate a mi derecha a quince o veinte pasos de distancia y tú Tremal-Naik a mi izquierda, un poco más adelante. Intentemos atraerlo y envolverlo. Atentos a no dejarse sorprender.
—No temas Sandokan —dijo el bengalí—. Yo estoy perfectamente tranquilo.
—Y yo estoy disgustadísimo de no poder terminar mi cigarrillo —respondió Yanez—. Me vengaré más tarde.
Mientras Sandokan retrocedía algunos pasos, el portugués y Tremal-Naik se apartaron, uno a derecha y el otro a izquierda, alcanzando los márgenes del pequeño claro y tendiéndose detrás de los bambúes espinosos.
Después del segundo alarido, el tigre no se había hecho oír más, no obstante los tres cazadores estaban más que seguros de que avanzaba silenciosamente a través de la jungla, esperando sorprenderlos.
Mientras Yanez y Tremal-Naik estaban tendidos boca abajo, Sandokan se había puesto de rodillas, teniendo la carabina baja a fin de que la bestia no pudiese verla enseguida. Los ojos del terrible hombre escrutaban minuciosamente las altas cañas de la jungla para intentar descubrir por qué parte podía mostrarse la ferocísima bestia.
Un gran silencio reinaba. No se oían ni los alaridos de los chacales, ni aullidos de perros salvajes. El grito de guerra del kaala bagh debía haber hecho huir a todos los animales nocturnos.
Solo de vez en cuando pasaba sobre la jungla como un estremecimiento ligero, debido a algún soplo de aire, luego la calma regresaba.
Pasaron algunos minutos de angustiosa expectativa para los tres cazadores. Aún cuando fuesen valientes hasta la temeridad y ya habituados a medirse con aquellos formidables predadores, no podían sustraerse completamente a una cierta sensación de intranquilidad.
Yanez masticaba nerviosamente su cigarrillo que había dejado apagar, Sandokan atormentaba los gatillos de la carabina y Tremal-Naik no conseguía permanecer inmóvil.
De pronto los oídos agudísimos del Tigre de la Malasia percibieron un ligerísimo rumor, como un crujido. Parecía que algún animal se deslizase cautamente entre los bambúes.
—Lo tengo adelante —murmuró Sandokan.
En aquel instante un soplo de aire pasó sobre la jungla y le llevó a la nariz aquel olor particular y desagradable que emanan todas las bestias feroces.
—Me espía —susurró el pirata—. Con tal de que no caiga, en cambio, sobre Yanez y sobre Tremal-Naik, que me parece que todavía no se han percatado de su presencia.
Arrojó sobre los dos compañeros una rápida mirada y los vio inmóviles siempre tendidos.
De repente los bambúes que estaban delante suyo se abrieron bruscamente y divisó al tigre erguido sobre sus patas posteriores, que lo asaeteaba con sus ojos fosforescentes.
Sandokan alzó rápidamente la carabina, miró un instante y dejó partir, uno detrás de otro, dos tiros que atronaron formidablemente en el silencio de la noche.
El kaala bagh mandó un aullido espantoso, que fue seguido por otros cuatro disparos, dio dos saltos en el aire, luego desapareció en medio de la jungla con un tercer salto.
—¡Golpeado! —había gritado Yanez, corriendo hacia Sandokan, que recargaba precipitadamente la carabina.
—¡Sí! ¡Sí, tocado! —había respondido Tremal-Naik, brincando en pie.
—No obstante, querría haberlo visto caer y no levantarse más —dijo Sandokan—. Estoy seguro que tiene balas en el cuerpo, sin embargo no podemos decir que tenemos su piel.
—Lo encontraremos muerto en su cueva —dijo Tremal-Naik—. Si las heridas no hubiesen sido gravísimas se habría arrojado contra nosotros. Si ha huido es signo de que no se sentía capaz de enfrentarnos.
—¿Le habremos roto las patas delanteras? —preguntó Yanez—. Yo he apuntado a la altura del cuello.
—Es probable —respondió Tremal-Naik.
—¿No crees que regresará?
—Lo esperarías inútilmente.
—Iremos a buscarlo mañana.
—Y le daremos el golpe de gracia, si está vivo todavía —añadió Sandokan—. Vamos, regresemos al campo. Algunas horas de sueño no lo estropearán.
Se quedaron algunos minutos escuchando, luego no oyendo ningún ruido dejaron el claro volviendo a atravesar el último tramo de la jungla que los separaba del campamento.
Fuera de la cerca encontraron a Kammamuri con los seis malayos.
—Vayan a dormir —les dijo Sandokan—. Lo hemos herido y al alba iremos a descubrirlo. Adviertan al khidmatgar (mayordomo) que haga preparar los elefantes a tiempo.
Todos los indios estaban de pie, con las armas en la mano, temiendo que los cazadores hubiesen fallado el tiro y que este asaltase el campamento.
No obstante, cuando oyeron que había sido gravemente herido, volvieron a acostarse.
Los tres amigos se metieron bajo la tienda, aceptaron un vaso de cerveza, que el mayordomo les había afectuosamente ofrecido y se arrojaron sin desvestirse sobre los colchones, poniendo al costado las carabinas.
Su sueño no duró mas que unas pocas horas. Los barritos de los elefantes y los alaridos de los perros les advirtieron que todo estaba listo para comenzar la batida.
—He aquí que vuelven a ser valientes —dijo Yanez, viendo a los shikaris formándose delante de los colosales animales y llenos de ardor.
Vaciaron una taza de té calentísimo y tomaron sus lugares en los elefantes.
—¡All right! —comandó Yanez cuando vio que todos estaban listos.
Los tres paquidermos se pusieron enseguida en movimiento, precedidos por los shikaris y flanqueados por los behras.
Apenas fuera de la cerca los perros fueron liberados y se lanzaron en todas direcciones ladrando con furor.
Comenzaba apenas entonces a aclararse el cielo. Los astros se desvanecían poco a poco y una luz rojiza, que se volvía rápidamente más intensa, subía de la parte de oriente.
Una fresca brisa exhalaba del no lejano Brahmaputra, plegando a intervalos los bambúes, que formaban la jungla.
Delante de los perros que se arrojaban furiosamente a través de las plantas con gran coraje, animales y aves huían precipitadamente, indicio seguro de que el terrible kaala bagh no imperaba más en aquellos alrededores.
Los axis, que durante la noche se habían quizá abrevado en el estanque, escapaban a todo meter. Eran los elegantes ciervos indios, semejantes a los gamos, de pelaje leonado, manchado de blanco con cierta regularidad.
A veces en cambio eran bandadas de kalij, bellísimos pájaros de plumas negras y muy relucientes, blanco solamente en el cuello y el pecho, con un pequeño penacho sobre la cabeza y la cola muy densa y alargada.
—O el tigre está muerto o está agonizando en su madriguera —dijo Tremal-Naik, a quien nada se le escapaba—. Aquellos axis y estos pájaros no se encontrarían aquí, si aquella mala bestia batiese aún la jungla. Este es un buen signo.
—Tú que has residido muchos años en los Sundarbans debes saber más que nosotros —dijo Yanez—. Empiezo a desear ofrecer a aquel bribón de rajá la piel del kaala bagh.
—Y yo estoy seguro —añadió Sandokan.
—Tu príncipe estará plenamente satisfecho —dijo Tremal-Naik—. La piedra de Shalágram primero, luego la piel del tigre que le ha devorado los hijos. ¿Qué más podría desear? Tú, Yanez, eres un hombre verdaderamente afortunado.
—La empresa no ha terminado aún, amigo. Es más, está aún por comenzar.
—¿Qué quieres ofrecerle ahora?
—No lo sé ni siquiera yo por ahora.
—¿Al ministro?
—¡Oh! Aquel permanecerá prisionero hasta que Surama sea proclamada princesa de Assam. Eso echaría a perder demasiado mis asuntos.
—¿Y son muy numerosos, verdad, Yanez? —dijo Sandokan.
—No pocos por cierto... ¡Ahó! ¿Qué tienen los perros?
Ladridos furiosos se alzaban entre los bambúes y los arbustos espinosos. Se veía a los cuzcos lanzarse animosamente adelante y luego regresar precipitadamente hacia los elefantes que mostraban cierta intranquilidad alzando y bajando alternadamente las trompas y soplando vigorosamente.
También los shikaris se habían detenido, dudosos entre avanzar o meterse bajo la protección de los paquidermos.
—Eh, mahout, ¿qué pasa? —preguntó Yanez, aferrando la carabina.
—Los perros han olfateado al kaala bagh —respondió el conductor.
—¿También tu elefante?
—Sí, porque no osa avanzar más.
—Entonces el tigre está cerca.
—Sí, sahib.
—Detente aquí y nosotros descenderemos.
Arrojaron la escala de cuerda, tomaron sus armas y descendieron.
—¡Milord! —gritó el mayordomo—. ¿Dónde va?
—A terminar al kaala bagh —respondió tranquilamente el portugués—. Haz retirar a tus shikaris. No me son necesarios.
Aquella orden no era necesaria, porque los batidores, espantados por los ladridos agudos de los perros, que anunciaban la presencia de la fiera, ya se replegaban precipitadamente, a fin de no probar el poder de aquellas garras.
—Estos indios valen muy poco —dijo Sandokan—. Podrían permanecer en el palacio del príncipe. Si no hubiese oficiales ingleses, la India sería a esta hora casi inhabitable.
—Cuidado las espinas —dijo en aquel momento Yanez—. Dejaremos aquí la mitad de nuestra ropa.
La jungla en aquel lugar era densísima y no fácil de superar. Matorrales de bambú espinoso se estrechaban los unos encima de los otros.
El kaala bagh había escogido un buen refugio, si se encontraba realmente allí.
—Déjame a mí el primer lugar —dijo Sandokan a Yanez.
—No, amigo —respondió el portugués—. Hay demasiados ojos fijos sobre mí y el tiro de gracia debe darlo milord, si quiere volverse célebre.
—Tienes razón —dijo Sandokan, riendo—. Nosotros no debemos figurar mas que en segunda línea.
Aullidos lastimeros se habían alzado entre un matorral que crecía veinte pasos más adelante, y los perros se quedaban atrás. El tigre debía haber destripado algunos.
—Está escondido allí —dijo Yanez, armando la carabina.
—¿Podremos pasar? preguntó Sandokan.
—Me parece que hay una apertura a nuestra derecha —dijo Tremal-Naik—. Debe haberla hecho el tigre.
—Abajo, Yanez. Con seis tiros podemos enfrentar incluso cuatro bestias —dijo Sandokan.
El portugués dio la vuelta en torno a un matorral y habiendo encontrado una apertura se metió dentro, mientras los perros por segunda vez volvían a retroceder, ladrando a garganta pelada.
Habiendo recorrido quince pasos, Yanez se detuvo y quitándose con la izquierda el sombrero, dijo con voz irónica:
—¡Te saludo, acto bagh beursah!
Un sordo maullido fue la respuesta.
El tigre estaba delante del portugués, tendido sobre un montón de hojas secas, ya incapaz de hacer daño.
Tenía todo el pelaje del pecho cubierto de sangre y las dos patas delanteras rotas.
Viendo aparecer a aquellos tres hombres, hizo un supremo esfuerzo por volverse a poner en pie, pero cayó enseguida dejando escapar de las fauces abiertas de par en par un alarido de furor.
—Hemos pronunciado tu sentencia —dijo Yanez, que se mantenía a solo diez pasos de la bestia—. Has sido acusado de asesinato y antropofagia, de manera que los señores del jurado han sido inflexibles y debes ahora pagar por tus delitos y regalar tu piel a Su Alteza el rajá de Assam, para compensarle los súbditos que le has devorado. Cierra los ojos.
El tigre en vez de obedecer, hizo un nuevo intento para alzarse y en efecto lo consiguió. No obstante, Yanez ya lo había tomado en la mira.
Dos tiros de carabina atronaron formando casi una sola detonación, y el kaala bagh volvió a caer fulminado con dos balas en el cerebro.
—La justicia está hecha —dijo Sandokan.
—¡Adelante los shikaris! —gritó Yanez—. El tigre está muerto.
Los batidores construyeron rápidamente una especie de camilla, cruzando y atando los sólidos bambúes y cargaron a la bestia, no sin cierta aprensión.
—¡Por Júpiter! —exclamó Yanez, que se había acercado para poderla examinar mejor—. Jamás he visto un tigre tan grande.
—Sí, está bien nutrido de carne humana —dijo Tremal-Naik.
—Sin embargo, el pelaje no es verdaderamente espléndido. Se diría que esta bestia sufría de sarna.
—Todos los tigres que se nutren exclusivamente de carne humana, pierden su belleza primera y su pelaje poco a poco se estropea.
—¿Será una especie de lepra? —preguntó Sandokan.
—Puede ser —dijo Yanez—. Sabes que incluso los dayak del interior de Borneo, que son también antropófagos, están sometidos a aquella enfermedad cuando abusan demasiado de la carne humana.
—También lo he notado, Yanez. De todos modos, todavía es una buena bestia. Ya que nuestra misión está terminada, apresurémonos a regresar a Gauhati. Tenemos más que hacer allá abajo que aquí.
Regresaron a su elefante, entre las aclamaciones entusiastas del mayordomo, de los shikaris y de los conductores de perros y regresaron al campamento.
Habiendo devorado el desayuno que los sirvientes ya tenían preparado y hecho una humareda, la caravana levantó el campamento y regresó a la capital de Assam.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Grizzly: “Grizly” en el original, es el nombre en inglés del oso gris (Ursus horribilis), una de las subespecies del oso pardo (Ursus arctos) más grandes del planeta.

Indochina: Es una zona del sudeste asiático situada entre la India y China. Comprende el territorio de los actuales países de Camboya, Vietnam, Laos, Myanmar y Tailandia, así como Singapur y la parte continental de Malasia, estos dos últimos en la península de Malaca.

Mongolia: País soberano, sin acceso al mar, situado entre las regiones de Asia Oriental y Asia Central. Limita con Rusia al norte y con China al sur. Su capital es Ulán Bator, en donde reside un tercio de la población total.

Manchuria: Región histórica ubicada al noreste de China y que cuenta con una superficie de 801.600 km². Comprende las provincias chinas de Liaoning, Heilongjiang y Jilin, así como la parte oriental de la región autónoma de Mongolia Interior. Su capital es Shenyang (la antigua Mukden).

Tigres de Bengala reales: “Tigri reali” en el original, son los Panthera tigris tigris, también conocidos como tigres de Bengala o tigres indios, es la subespecie más grande.

Longitud del cuello y la cabeza: “Incollatura” en el original, es un término hípico en italiano que define en conjunto, a la longitud del cuello y la cabeza. No encontré la traducción al castellano.

Jaguar: Felino americano de hasta dos metros de longitud y unos 80 cm de alzada, pelaje de color amarillo dorado con manchas en forma de anillos negros, garganta y vientre blanquecinos, que vive en zonas pantanosas de América, desde California hasta la Patagonia.

Khidmatgar: “Chitmudgar” en el original, palabra hindi que deriva del árabe “khidmah” (servicio) y del persa “gar” (sufijo que denota posesión). Sería un servidor, lacayo o camarero personal.

Axis: Por la descripción de Salgari, hace referencia al “Axis axis”, comúnmente llamado “axis”, “chital” o “ciervo moteado”. Habita en Asia y posee, durante toda su vida, manchas blancas en su piel marrón. Alcanza 1,20 y 1,50 m de longitud y un peso de entre 70 y 90 kg.

Kalij: “Kirrik” en el original, el faisán Kalij es el nombre común de la especie Lophura leucomelanos, autóctona del sudeste asiático. Los machos tienen plumaje negro azulado y las hembras, pardusco.

Dayak del interior: Se trata del grupo Bidayuh que habita en su mayor parte en Sarawak (Malasia) y poseen su propio idioma. Su nombre significa “habitantes de la tierra”. Durante la colonia inglesa (a partir de James Brooke) se los denominaba “Land Dayak”. Los antropófagos eran los Iban (Sea Dayak o dayak de la costa) y no los Bidayuh como indica el texto.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario