martes, 19 de diciembre de 2017

VII. El rajá de Assam


A la mañana siguiente, dos horas después del mediodía, un pelotón que despertaba no poca curiosidad entre los haraganes que obstruían las calles de la capital de Assam, avanzaba a paso militar hacia el grandioso palacio del rajá que descollaba en la inmensa plaza del mercado.
Se componía de siete personas: un inglés, más o menos auténtico, vestido correctamente de blanco con un sombrero de tela gris adornado con un gran velo azul que le descendía hasta debajo de la cintura, y seis malayos, no obstante, vestidos al estilo indio, con casacas verdes bordadas, amplios pantalones rojos, grandes turbantes en la cabeza de seda variegada y armados con carabinas espléndidas de cañones con arabescos y culatas taraceadas en marfil y madreperla, pistolas de doble cañón en la cintura y cimitarras al costado.
Eran todos bellos hombres, de aspecto feroz, membrudos y de ojos oscuros y siniestros. No eran más que seis, sin embargo, por su aspecto se comprendía fácilmente que no habrían retrocedido ni siquiera ante una compañía de cipayos bengalíes.
Llegados ante el palacio real, que estaba custodiado por un pelotón de guardia, armados de lanzas que tenían la hoja larguísima, el inglés detuvo con un gesto a sus hombres.
—¿Qué quiere sahib? —preguntó el comandante de los guardias, avanzando hacia el inglés, mientras sus hombres ponían las picas en descanso, como si se preparasen para rechazar un asalto.
—Ver rajá —respondió Yanez.
—Es imposible, sahib.
—¿Por qué?
—El rajá está con sus mujeres.
—Yo ser gran milord inglés amigo de la reina y emperatriz india. Todas las puertas abrirse ante mí, milord John Moreland.
—Al rajá no le gusta recibir gente de piel blanca sahib.
—¡No sahib, yo ser gran milord!
—El rajá no recibirá ni siquiera a un milord. No desea ver europeos en su corte.
—Tú ser un estúpido, feo indio. Ir a decir a príncipe tuyo que yo haber encontrado la piedra de Shalágram de la pagoda de Karia. Milord haber matado a todos los ladrones bribones, porque yo milord no tener nunca miedo ni siquiera de sus bagh admikanevalla. Tú mientras tanto pon en bolsillo este mohúr. Nosotros ingleses pagar siempre molestias.
Oyendo aquellas palabras y viendo, sobre todo, aquella gran moneda de oro que Yanez le ofrecía, como si fuese una simple rupia, los indios de la guardia se habían mirado los unos a los otros con profundo estupor.
—Milord —dijo el jefe, confuso—, ¿es realmente cierto cuanto ha afirmado?
Yanez hizo señas a uno de los seis malayos, que sostenía sobre los brazos una especie de caja envuelta en un pedazo de tela roja, para que avanzara, luego dijo:
—Aquí dentro estar la piedra de Shalágram que fue robada por los pillos thugs. Ve a decir esto a Su Alteza. Recibir enseguida a mí, milord.
El indio permaneció un momento indeciso, mirando el paquete, luego, como si hubiese sido tomado por una súbita locura se lanzó bajo el amplio pórtico golpeando furiosamente los gongs suspendidos encima de las puertas.
—Finalmente —murmuró Yanez sacando flemáticamente un cigarrillo de su cigarrera y encendiéndolo—. Tendremos que esperar, pero no importa.
Sus hombres, apoyados en sus carabinas, mantenían una inmovilidad absoluta, espiando atentamente a la guardia india que mantenía siempre las lanzas paradas.
Apenas había transcurrido un minuto cuando un viejo indio, vestido pomposamente, que debía ser algún ministro o algún cortesano, seguido por varios oficiales que llevaban sobre la cabeza inmensos turbantes, descendió la inmensa escalinata de mármol candidísimo precipitándose hacia Yanez.
—¡Milord! —exclamó con voz sofocada—. ¿Es verdad que has encontrado la piedra de Shalágram?
Yanez arrojó el cigarrillo, lanzó casi sobre la nariz del indio la última bocanada de humo, luego respondió:
—Yes.
—¿Quiere decir?
—Sí: advertir enseguida a Su Alteza.
—¿La verdadera piedra?
—Yes.
—¿Y cómo la ha encontrado?
—Yo hablar sólo al rajá: milord no ser poco hombre.
—¿Dónde está la piedra?
—Yo tenerla y bastar: Su Alteza no recibir a mí y yo ir a vender piedra.
—¡No! ¡No! ¡Milord!
—Entonces rajá recibir a mí y pronto. Yo sufrir spleen.
—Ven, adelante, te espera.
—¡Ahó! Estar yo muy contento.
Hizo una seña a los malayos y siguió al ministro o favorito quizá, subiendo la espléndida escalinata, sobre la cual, en cada escalón, se encontraba un guardia armado con carabina y con pistolas.
—Se entiende que este soberano no se cree demasiado seguro —murmuró Yanez—. ¿Habrá olfateado el viento traicionero? En guardia, amigo y juega bien.
Sobre el rellano se abrían cuatro grandiosas galerías, todas de mármol, con columnas sinuosas y adornadas con cabezas de elefantes que entrelazaban artísticamente sus probóscides. Amplias tiendas de seda azul y ligerísima, con trama de oro, de un espléndido efecto, descendían entre las columnatas a fin de repararlas de los reflejos del sol y mantener una cierta frescura.
A lo largo de las paredes, jarras enormes, en su mayoría de origen chino, sostenían colosales ramos de flores y hojas de bananos. También en aquellas galerías había numerosos guardias que paseaban, armados de picas y cimitarras.
El ministro hizo atravesar a Yanez y a su escolta una de aquellas galerías, luego abrió una puerta toda de bronce dorado y esculpido y los introdujo en una inmensa sala tapizada en seda blanca con bordados de oro y que tenía alrededor varias docenas de pequeños divanes de terciopelo blanco.
En el extremo, sobre una plataforma de mármol, cubierta en parte por un riquísimo tapete, se erguía una especie de lecho, sobre el cual estaba tendido, apoyándose en una almohada de terciopelo rojo, un hombre que llevaba puesta una larga zamarra blanca.
Alrededor de aquella especie de trono, estaban cuatro viejos indios que parecían sacerdotes, y detrás de ellos, dispuestos en cuatro líneas, cuarenta soldados sijes, los guerreros más valerosos que tiene la India y que son contratados en gran número por los rajás para hacerse una guardia fiel y segura.
El ministro con un gesto imperioso hizo detener a los malayos junto a la puerta, luego tomó por una mano a Yanez, lo condujo hacia el trono gritando en voz alta:
—¡Salude a Su Alteza Sindhia, rajá de Assam! He aquí el milord inglés.
El soberano se había alzado, mientras Yanez se quitaba el sombrero.
Los dos hombres se miraron por un minuto sin hablar como si quisiesen estudiarse recíprocamente.
Sindhia era un hombre todavía joven, ya que no parecía que tuviese más de treinta años, no obstante, la vida disoluta que debía llevar, ya había trazado sobre la frente del tirano arrugas precoces.
No obstante, era un bellísimo tipo de indio de facciones finísimas, con ojos negros que parecían dos carbones relucientes. Una pequeña y rala barba negra le daba un aspecto algo atroz.
—¿Eres tú el milord que me devuelve la piedra de Shalágram? —dijo finalmente, después de haber examinado de arriba a abajo al portugués—. Si es verdad cuanto has dicho a mi ministro, se bienvenido, aún cuando no me gustan los extranjeros.
—Sí, yo ser milord John Moreland, Alteza, y yo devolver a ti concha con cabello de Visnú —respondió Yanez—. ¿Tú haber prometido riquezas, honores, es verdad?
—Y mantendré la promesa, milord —respondió el príncipe.
—Pues bien yo a ti dar concha.
Se volvió haciendo señas al malayo que llevaba el cofre, de acercarse. Quitó la seda que lo envolvía y fue a ponerlo a los pies del príncipe.
—Tú ver antes Alteza, si aquella ser verdadera piedra robada.
—Hay una marca sobre la piedra que yo y los gourou de la pagoda de Karia conocemos muy bien —respondió el príncipe.
Abrió el cofre y tomó la concha haciéndola girar y volver a girar sobre sus manos. Una vivísima alegría enseguida se había extendido en su rostro.
—Es la piedra que fue robada —dijo finalmente—. Milord, serás mi amigo.
Uno de sus cortesanos oyendo aquellas palabras llevó enseguida a Yanez una silla dorada, haciéndolo sentar delante de la plataforma.
Casi enseguida una decena de sirvientes, que llevaban puestas vestimentas fastuosas entraron sosteniendo bandejas de oro sobre las cuales había tazas llenas de café, copas llenas de licores, platillos con helados y bizcochos dulces.
El príncipe y Yanez fueron los primeros servidos, luego los ministros, por consiguiente los malayos de la escolta.
—Y ahora milord —dijo Sindhia después de haber vaciado un par de copas de coñac, engullido como si aquel viejo aguardiente fuese simple agua—, me dirás cómo has conseguido sorprender a los ladrones y por qué te encuentras en mi territorio.
—Yo haber aquí venido a cazar al bagh —respondió Yanez— porque yo ser muy grande cazador y no tener miedo de tigres. Yo haber matado muchos, muchos en los Sundarbans de Bengala.
—¿Y los ladrones?
—Yo haberme emboscado ayer a la noche para cazar un bagh negro y grande mucho y...
—¡Un tigre negro! —había exclamado el príncipe sobresaltado.
—Sí.
—¡Aquel que ha devorado a mis hijos! —gritó Sindhia pasándose una mano sobre la frente que parecía se hubiese cubierto de un gélido sudor.
—¿Cómo? Aquel bagh haber devorado...
—Calla, milord —dijo el príncipe casi imperiosamente—. Continúa.
—Tigre no venir y yo esperar siempre —prosiguió Yanez—. El sol estaba por hacerse ver, cuando yo divisar cinco indios escapar a través del bosque. Debían ser thugs, porque yo haber visto en sus flancos, lazos y pañuelos seda negra con bolas plomo. Yo odiar aquellos bribones y por consiguiente disparar enseguida carabina, luego pistolas y matarlos a todos, luego arrojar cadáveres al río y cocodrilos todo comer.
—¿Y el cofre?
—Haberlo encontrado en tierra.
—¿Y luego?
—Luego yo haber oído tus heraldos, y yo traer aquí concha con cabello de Visnú porque no saber qué hacer yo.
—¿Y qué pides ahora, milord? —preguntó Sindhia.
—Yo no querer dinero, yo ser muy rico.
—Pero tienes derecho a una recompensa. La piedra de Shalágram es para nosotros un tesoro impagable.
Yanez permaneció un momento en silencio, fingiendo pensar, luego dijo:
—Tú nombrar a mí gran cazador, y yo matar los tigres que comen tus súbditos. Es lo que yo querer.
El rajá había hecho un gesto de estupor, enseguida imitado por sus ministros y tenía buenas razones para mostrarse sorprendido.
¡Cómo! ¿Aquel inglés original en vez de pedir recompensas se ofrecía en cambio a prestar preciosos servicios, como la destrucción de todas las bestias que tantos daños y tantas angustias causaban a los pobres asameses de las campiñas?
—Milord —dijo el rajá, después de un silencio bastante largo—. He ofrecido honores y riquezas a quien recuperase la piedra de Shalágram.
—Yo saberlo —respondió Yanez.
—Y no pides nada.
—Yo estar contento con cazar bagh y ser tu gran cazador.
—Si aquello puede hacerte feliz, te ofrezco en mi corte un apartamento, mis elefantes y mis shikaris.
—Gracias, príncipe: yo estar muy satisfecho.
El rajá se sacó de un dedo un magnífico anillo de oro que tenía un diamante grande como una avellana con una limpidez maravillosa y que debía valer por lo menos diez mil rupias y se lo ofreció a Yanez, diciéndole con una graciosa sonrisa:
—Ten al menos esto, milord, como recuerdo mío. No obstante, querría pedirte, ya que eres un gran cazador, un favor:
—Yo estar siempre listo a hacerlo a Su Alteza —respondió el portugués.
El rajá hizo un gesto imperioso. Los ministros y los sijes se retiraron enseguida al extremo opuesto de la sala a fin de no escuchar aquello que debía decir su príncipe.
—Escúchame —dijo el rajá.
—Yo escucharte, Alteza —dijo Yanez acercándose.
—Me has dicho que fuiste a la floresta a cazar al tigre negro. ¿Lo has visto?
—No, Alteza —respondió Yanez, que comenzaba a ponerse en guardia, no sabiendo dónde quería terminar el príncipe—. Yo haber solamente oído hablar.
—Aquel bagh un día ha comido a mis hijos.
—¡Ahó! Mala bestia.
—Tan mala que se calcula que ha devorado a más de doscientas personas.
—¡Mucho apetito aquella bestia!
—Eres gran cazador, me has dicho.
—Muchísimo.
—¿Quieres intentar matarla?
Yanez con no poca sorpresa del rajá no había respondido. Sus ojos, en cambio, se habían fijado en una doble cortina de seda que pendía detrás de aquella especie de lecho y que de vez en cuando oscilaba como si detrás se escondiese alguien.
—¿Qué puede ser? —se había preguntado suspicaz el portugués—. Se diría que alguien sugiere pésimas ideas al soberano.
—¿Me ha comprendido, milord? —preguntó el rajá, un poco sorprendido de no recibir respuesta.
—Sí, Alteza —respondió Yanez—. Yo ir a matar bagh negra que ha comido a tus hijos.
—¿Tendría tanto coraje?
—Yo jamás tener miedo de los tigres. ¡Pum! ¡Y muertos todos!
—Si tú, milord consigues vengar a mis hijos, te daré todo lo que quieras. Piénsalo.
—Yo haber pensado.
—¿Qué quieres?
—Tú tener comediantes en la corte, Alteza.
—Sí.
—Yo querer ver comedias indias y sugerir yo argumento y artistas.
—¡Pero no pides nada! —exclamó el rajá, que caía de sorpresa en sorpresa.
Una sonrisa diabólica había aparecido sobre los labios de Yanez.
—Nosotros ingleses ser todos excéntricos. Yo querer ver teatro indio.
—¿De inmediato?
—No, después de haber matado tigre feroz. Yo dar de comer a aquella fea bestia mucho plomo. Tú Alteza preparar mañana elefantes y shikaris, antes despuntar sol. Yo preparar todos mis hombres. Déjeme ir ahora: cuidar mucho mis armas buenas.
Yanez se había alzado haciendo al príncipe una profunda reverencia.
—¡Adiós, milord! —dijo el rajá presentándole su mano derecha—. No olvidaré nunca cuánto le debo.
—¡Ahó! Yo no haber hecho nada.
Los sijes y los ministros se habían vuelto a acercar. Los primeros a una seña del rajá habían presentado las armas al portugués que había respondido con un perfecto saludo militar.
También los seis malayos, por su parte, habían alzado las carabinas saludando al rajá.
Yanez atravesó a pasos lentos la sala, acompañado por dos ministros; no obstante, cuando estuvo cerca de la puerta se volvió bruscamente y vio, con no poca sorpresa, una cabeza aparecer entre las cortinas de seda que pendían detrás del trono del príncipe. Aquella cabeza era de un hombre blanco, barbudo, con dos ojos de fuego.
Sus miradas se encontraron, pero fue un momento, porque aquel europeo enseguida había desaparecido.
—¡Ah! ¡Pillo! —murmuró Yanez—. ¡Eras tú el que sugería al príncipe! Debe ser aquel griego misterioso del cual me ha hablado el pobre Kaksa Pharaum. Aquel debe ser más peligroso que el imbécil de Sindhia, no obstante mi querido, habrás de vértelas con los viejos Tigres de Mompracem y puedes estar seguro de que te comerán.
Saludó a los ministros que lo habían acompañado y salió del palacio, saludado por los guardias que velaban sobre los escalones y delante del portón.
A breve distancia estaba detenido su mail-cart, tirado por dos caballos que Bindar, el shivaísta, conseguía a duras penas mantener firmes.
—Mi hermanito Sandokan es verdaderamente un gran hombre —murmuró Yanez—. Qué tigre prudente.
Se volvió hacia los malayos que esperaban sus órdenes:
—Dispérsense —les dijo—, hagan todo aquello que quieran y cuídense de no hacerse seguir por nadie. No regresen a la pagoda subterránea sino a la noche tarde y fusilen sin misericordia a quien intente espiarlos. Hay peligro.
—Está bien capitán —respondieron los malayos.
Subió a la caja, sentándose al lado de Bindar y lanzó los caballos a carrera desenfrenada a fin de que nadie pudiese seguirlo.
Solamente cuando estuvo en la orilla del Brahmaputra lejos de los últimos suburbios, aminoró el galope furioso de los fogosos corceles.
—Bindar —dijo—, ¿has oído hablar del tigre negro que ha comido a los hijos del rajá?
—Sí, sahib —respondió el indio.
—También he oído vagamente hablar hace dos o tres días. ¿Qué bestia es?
—Un bagh que se dice que es todo negro y que comete estragos terribles.
—¿Qué lugar frecuenta?
—Las junglas de Kamarpur.
—¿Están lejos?
—A una veintena de millas, no más.
—¿Más allá del Brahmaputra?
—No es necesario atravesar el río.
—¿Es verdad que ha comido a los hijos del rajá?
—Sí, sahib.
—¿Cuándo?
—El año pasado.
—¿Y cómo?
—El rajá, fastidiado por los continuos reclamos de sus súbditos, finalmente se había decidido a poner fin a los estragos que cometía aquel admikanevalla y había encargado a sus dos hijos de dirigir la batida. Eran niños, absolutamente incapaces de conducir a término tan difícil empresa. No obstante, temiendo la cólera del padre se habían cuidado bien de rehusarse. No se sabe realmente cómo han sido las cosas; no obstante te puedo decir que dos días después fueron encontrados sus cuerpos, semi devorados, colgando de la rama de un árbol.
—¿Se habían emboscado allí arriba?
—Donde los habían puesto y atado —dijo Bindar.
—¿Qué quieres decir?
—Que bajo la planta fueron encontradas cuerdas arrancadas —respondió el indio.
—¿Y quieres concluir?
—Que se susurra aquí, que el rajá habría aprovechado a aquel tigre para desembarazarse de aquellos dos niños que quizá le causaban molestias.
—¡Por Júpiter! —exclamó Yanez horrorizado.
—¡Eh! ¡Sahib! Sindhia es hermano de Bitor, el rajá que reinaba antes y que todos detestaban por sus infamias.
—¡Ah! He comprendido —respondió el portugués frunciendo el ceño.
Luego murmuró para sí:
—El griego, el tigre negro que ha comido a los hijos del rajá, la invitación para irlo a matar. ¿Qué habrá debajo de todo esto? Afortunadamente tengo al Tigre de la Malasia, a Tremal-Naik y a Kammamuri a mano, tres unidades formidables, como diría un marinero moderno. El bagh caerá, no lo dudo y entonces, mi querido Sindhia, no será una simple representación la que pagará los gastos. ¡Será mucho más! Una corona para Surama y para mí.
Lanzó nuevamente los caballos al galope alejándose de la ciudad varias millas y volviéndose de vez en cuando para ver si era seguido por algún otro mail-cart.
Cuando el sol se puso regresó, adentrándose en los bosques que surgían frente al templo subterráneo.
—Ocúpate de los caballos —dijo al indio.
En el umbral de la pagoda lo esperaban, con viva impaciencia, Sandokan y Tremal-Naik.
—¿Entonces? —preguntaron a una voz.
—Todo va bien —respondió Yanez riendo—. El rajá es mi amigo.
Luego extrayendo un cigarrillo prosiguió:
—¿Les molestaría cazar mañana un tigre peligrosísimo?
—¿A mí me preguntas? —respondió Sandokan.
—Entonces haz preparar tus armas. Antes de que el sol despunte nos encontraremos en el palacio del rajá.
—¿Qué dices, Yanez? —preguntó Tremal-Naik.
—Ven —respondió Yanez—. Te contaré todo.

NOTAS AL PIE DE PÁGINA DE SALGARI

Bagh admikanevalla: Tigres que no asaltan mas que seres humanos.

Mohúr: Moneda de oro que vale 16 rupias (40 liras).

Shikaris: Batidores.

Admikanevalla: Comedor de hombres.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Bagh: “Bâg” en el original, quiere decir tigre en hindi.

Admikanevalla: Proviene del hindi “admīkhānewālā”, que significa “el que come hombres”.

Mohúr: “Mohr” en el original, era una moneda de oro de la antigua India inglesa, que equivalía a quince rupias de plata.

Yes: Así en inglés.

Spleen: Así en inglés, significa “bazo”, “melancolía”.

Juega bien: “Trombona bene”, en el original. Encontré la siguiente definición para “trombonàre”: “scherzoso dire con voce stentorea”, o sea, “broma dicha con voz estentórea”.

Picas: Especie de lanzas largas, compuestas de un asta con hierro pequeño y agudo en el extremo superior, que usaban los soldados de infantería.

Zamarra: “Zimarra” en el original, es una prenda de vestir, rústica, hecha de piel con su lana o pelo.

Sijes: “Seikki” en el original, es el plural de “sij”, o sea, seguidor del sijismo —religión monoteísta fundada por Nanak en la India en el siglo XVI, que combina elementos del hinduismo y del islamismo—.

Sundarbans: “Sunderbunds” en el original, es parte del golfo de Bengala y constituye el bosque más grande de manglar (hábitat formado por árboles tolerantes a la sal) del mundo. Fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1997. Se extiende a través de Bangladés y la India abarcando 139.500 ha.

Shikaris: “Scikari” en el original, palabra que proviene del hindi šikārī, o sea, cazador. Es el nombre con el que se conocía a los cazadores nativos profesionales en India.

Shivaísta: “Sivano” en el original, es el seguidor de Shivá.

Kamarpur: Localidad de Assam, a poco más de 40 km al este de Guwahati.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto 20 mi, equivalen a 32,19 km.

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