lunes, 27 de noviembre de 2017

V. El asalto de los tigres


Los indios que adoran a Visnú, tienen una extraordinaria veneración por las piedras de Shalágram que como ya hemos indicado, no son más que conchas petrificadas del género de los cuernos de Amón, normalmente de color negruzco, porque creen firmemente que ellas representan bajo aquella forma, a su dios.
Hay nueve especies de piedras de Shalágram, como se cuentan, entre las más conocidas, nueve encarnaciones de Visnú, y todas son tenidas muy en cuenta como el lingam que es venerado por los secuaces de Shivá y que representa, bajo una extraña forma que no se puede describir, la creación humana.
Quien tenga la fortuna de poseer tales conchas, las envuelve siempre en blanquísimos linos y todas las mañanas las lava en un vaso de cobre dirigiéndole muchas y extravagantes plegarias.
Los brahmanes también las tienen en mucha veneración y, después de haberlas lavado, las ponen sobre un altar donde las perfuman en presencia de los fieles a los cuales luego dan de beber un poco de agua dentro de la que han lavado el Shalágram con el fin de volverlos puros y limpiarlos de todo pecado.
No obstante, la concha que enorgullecía a los religiosos de Assam, no era una de las comunes. Tenía dimensiones extraordinarias como para pertenecer al género de los cuernos de Amón, además era de un espléndido color negro y luego poseía en su interior el cabello del dios, quizá nunca visto por nadie, pero ya que los gourou lo habían afirmado, era necesario creerles. Lo habían leído en antiquísimos libros sagrados y listo.
Qué importancia podía tener aquella concha para el portugués, que no había sido nunca un adorador de Visnú, lo veremos enseguida. Todavía ni siquiera Sandokan, ni su amigo Tremal-Naik habían logrado saberlo, sin embargo, conociendo la astucia profunda del terrible consumidor de cigarrillos, se habían contentado con dejarlo hacer y ayudarle con todas sus fuerzas.
Aquel diablo de hombre, que había hecho maravillosas jugadas incluso al famoso James Brooke y a Suyodhana, bien podría hacerle una también al rajá de Assam, para poner sobre la bellísima frente de Surama, su prometida, la corona del bárbaro príncipe y guardar una mitad para sí.
Yanez, después de haberse asegurado bien de que aquella era realmente la tan celebrada concha que el día anterior los sacerdotes de la pagoda habían conducido a pasear por las principales calles de Gauhati, con inmensa alegría de la población, había cerrado la tapa, luego había aferrado el precioso cofre, diciendo a sus compañeros:
—¡Y ahora en retirada!
—¿Quieres más? —le había preguntado Sandokan un poco irónicamente.
—Aquí adentro está la corona de mi prometida. ¿Quieres que tome también la pagoda?
—¡Si la quisieses...!
—No tengo necesidad de ella por ahora. Tomemos vuelo antes de que los sacerdotes se despierten. ¡Armen las carabinas!
Un crujido seco le advirtió que los malayos y los dayak no habían esperado una nueva orden.
Se lanzaron todos sobre la estrecha escalera, subiéndola apresuradamente cuando de pronto una blasfemia escapó de los labios del portugués, que estaba a la cabeza del pelotón.
—¡Maldito Visnú...!
—¿Qué pasa, hermanito blanco? —preguntó Sandokan, que estaba detrás con Tremal-Naik.
—Han... han... ¡Que han vuelto a poner en su lugar la piedra!
—¡Quién! —preguntaron a una voz el Tigre de la Malasia y Tremal-Naik.
—¿Qué se yo?
—¡Saccaroa! ¡Hemos sido verdaderos estúpidos! ¡Nos hemos olvidado de dejar al menos un par de hombres en custodia de la salida! ¿Se habrá caído sola?
—Es imposible —respondió Yanez, que se había puesto un poco pálido—. La piedra había sido puesta a cuatro o cinco pasos de la abertura.
—Es verdad, señor Yanez —dijeron los dos dayak, que la habían alzado.
Yanez, Sandokan y Tremal-Naik se habían mirado el uno al otro con cierta ansiedad.
Por algunos instantes entre aquellos tres hombres, acostumbrados a todas las aventuras y valientes hasta la locura, reinó un profundo silencio.
Sandokan fue el primero en romperlo.
—¡Los dos dayak más fuertes conmigo! ¡Empujemos!
Aún cuando la escalera fuese muy estrecha, los tres hombres apoyaron las manos sobre la piedra, intentando alzarla, pero aquel esfuerzo supremo fue en vano.
Parecía que algún peso enorme hubiese sido colocado sobre aquella placa a fin de impedir, a los profanadores de la pagoda, toda vía de escape.
El Tigre de la Malasia había mandado un verdadero rugido. El formidable hombre no estaba habituado a encontrar resistencia a sus músculos de acero.
—Hemos sido sorprendidos y vencidos —dijo a Yanez, con los dientes estrechados.
El portugués no respondió: parecía que pensase intensamente. De pronto se volvió hacia Bindar, preguntándole con voz perfectamente calmada:
—¿Conoces estos subterráneos?
—Sí, sahib —respondió el indio.
—¿Hay algún pasaje?
—Uno solo.
—¿A dónde lleva?
—Al Brahmaputra.
—¿Encima o debajo de la corriente?
—Debajo, sahib.
—¡Uf! Somos todos habilísimos nadadores. ¿No hay otros?
—No creo.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque he trabajado, hace algunos meses, en reparar las bóvedas que amenazaban con caerse.
—¿Sabrías guiarnos?
—Lo espero, si las antorchas no se apagan.
—Tenemos otras dos de recambio.
—Entonces todo irá bien.
—No obstante, trata de darte mucha prisa. Si los gourou tienen tiempo de llamar a los guardias del rajá, entonces todo habrá terminado para nosotros.
—El palacio del príncipe está lejos, sahib.
—¡Guíanos!
El indio tomó una antorcha que un malayo le ofrecía y se dirigió hacia la extremidad de la inmensa sala, donde se abría una galería muy amplia cuyas bóvedas parecían reparadas recientemente.
—¿Es esta la que desemboca en el Brahmaputra? —preguntó Yanez.
—Sí —respondió Bindar.
—¿No oye un estruendo lejano, sahib?
—Sí, me parece.
El indio estaba por reanudar la marcha cuando Tremal-Naik lo detuvo.
—¿Qué quiere, sahib? —preguntó Bindar, sorprendido.
—Diviso allá abajo otra puerta que lleva quizá a alguna otra galería —dijo Tremal-Naik.
—Lo sé.
—¿Conduce también aquella al río?
El indio tuvo una larga indecisión y le pareció a Yanez y a Sandokan que demostraba, por el aspecto de su rostro, cierto terror.
—Habla —dijo Tremal-Naik.
—No se meta allá dentro sahib —respondió finalmente el secuaz de Shivá—. Es más, mantengámonos bien lejos y huyamos lo más pronto posible.
—¿Por qué? —preguntaron a una voz Sandokan y Yanez golpeados vivamente por el tono extraño de su voz.
—Allá está la muerte.
—Explícate mejor —dijo Tremal-Naik con voz imperiosa.
—Aquella galería conduce a la celda subterránea donde se custodian los tesoros del rajá y aquella galería está custodiada por cuatro tigres.
—¡Por Júpiter! —exclamó Yanez, palideciendo—. ¿Y podrían aquellas bestias venir aquí?
—Sí, si los sacerdotes levantan el rastrillo que lleva a la galería.
—Los señores tigres y nosotros somos viejos conocidos —dijo Sandokan—, sin embargo en este momento no desearía encontrarme delante de ellos. Apúrate Bindar y alarga el paso.
El pelotón se metió bajo la galería a paso de carrera, volviendo de vez en cuando la cabeza detrás, por temor a verse caer encima a las cuatro formidables fieras que velaban el tesoro del príncipe.
Con cada paso que avanzaban, un estruendo que parecía producido por el rompimiento de alguna enorme masa de agua, repercutía bajo la bóveda, propagándose cada vez más claramente.
Era el Brahmaputra, que retumbaba en la extremidad de la galería.
Aquella retirada precipitada llevaba ya algunos minutos, cuando los fugitivos se encontraron imprevistamente en una segunda sala, mucho menos amplia que la primera, excavada en la roca viva y absolutamente desnuda.
El estruendo producido por el río se había vuelto intensísimo. Se habría dicho que aquellas macizas paredes temblaban bajo los golpes poderosos del enorme afluente del sagrado Ganges.
—¿Ya estamos? —preguntó Yanez a Bindar, alzando la voz.
—El río no está más que a pocos pasos —respondió el indio.
—¿Será largo el trecho que deberemos recorrer bajo el agua?
—Cincuenta o sesenta metros, sahib. Se zambulle sin peligro dentro del pozo y terminará en el río. Yo respondo por todo.
Yanez desató rápidamente la faja de lana roja que llevaba estrechada alrededor de los flancos y la pasó alrededor del anillo de metal del precioso cobre que encerraba la piedra de Shalágram, atándose el precioso talismán a la espalda.
—Al pozo, ahora —dijo luego al indio.
Bindar estaba por meterse en el último tramo de la galería, cuando se detuvo bruscamente haciendo un gesto de terror.
—¡Vienen!
—¿Quiénes? —preguntaron Yanez y Sandokan.
—Los tigres.
—No he oído nada —dijo el portugués.
—Mire bajo la galería que hemos atravesado.
Todos se habían volteado apuntando las carabinas.
Ocho puntos luminosos, que tenían reflejos verdosos, que ahora se cerraban y ahora se abrían, brillaban siniestramente en la oscuridad.
—¡Por Júpiter! —exclamó Yanez, que ante el peligro había recuperado prontamente su maravillosa sangre fría—. Son lindos ojos de tigre, aquellos que centellean allá abajo.
Los gourou los habrán desencadenado pero no han pensado que nuestras costillas son indigestas también para los señores de la jungla.
—¡De rodillas todos! —comandó Sandokan, desenvainando la cimitarra y extrayendo una pistola de doble cañón.
—¿Puedes hacer frente al ataque? —preguntó Yanez.
—Sí, hermano.
—Vamos a ver el pozo, Bindar. Asegurémonos ante todo la retirada.
—Hazlo pronto, hermano —dijo Sandokan.
—No demandará mas que un minuto solo.
Se lanzó en la galería con el indio que llevaba una antorcha. El fragor, producido por el río que corría sobre los subterráneos de la pagoda, se había vuelto ensordecedor.
Bindar, que temblaba como si tuviese fiebre, habiendo recorrido veinte pasos y quizá también menos, se había detenido en una vasta abertura circular, que no estaba defendida por ningún parapeto, en el fondo de la cual se oían borbotear oscuramente las aguas del Brahmaputra.
—Es por aquí que debemos descender —dijo—. Ve, sahib, que también hay una gradería.
Yanez no había podido contener una mueca de disgusto.
—¡Por Júpiter! —exclamó—. Este descenso no será muy alegre; ¿estás bien seguro de que no dejaremos nuestra piel dentro de esta vorágine?
—Hace algunas semanas por aquí se ha escapado una muchacha que los gourou habían raptado para hacerla bayadera.
—¿Y ha conseguido salvarse?
—Se lo juro por Shivá, sahib.
—¿Por qué han abierto este pozo los sacerdotes?
—Para lavar, sin ser vistos por ningún ojo profano, la piedra de Shalágram.
—Tú serás el primero en saltar al agua. Quiero estar seguro por mi cuenta.
—Prefiero salir por esta parte que enfrentarme a los tigres —dijo Bindar.
—Y sí...
Dos tiros de carabina que retumbaron bajo las tenebrosas bóvedas como dos tiros de espingarda lo interrumpieron.
—¡Ah! Los señores de la jungla —dijo—. Vamos a ver si están muy hambrientos. Cuando nos hayamos desembarazado de aquellos iremos a conocernos con las aguas del Brahmaputra. ¡Es extraño! Esta aventura, salvo ciertos detalles, me hace pensar en aquella afrontada en las cavernas de Rajmangal.
Volvió rápidamente atrás, seguido por el indio, y llegó a la sala subterránea en el momento en el cual atronaron otros tres tiros de carabina.
—¿Están decididos a asaltarnos entonces? —preguntó el portugués, quitándose las pistolas—. También soy de la partida y mis armas son de buen calibre. Fabricación anglo-india y de las más famosas.
—Temo que hayamos malgastado inútilmente la carga —dijo Sandokan, que estaba en pie detrás de los malayos y de los dayak arrodillados, junto a Tremal-Naik—. Aquellas bestias son de una prudencia extrema y parece que no tienen prisa de saborear nuestras armas.
—Apestan demasiado a selváticos nuestros hombres —dijo el portugués, que no perdía nunca su buen humor—. ¿Dónde están?
—Están delante de nosotros, pero cierran con demasiada frecuencia los ojos y así no se dejan divisar —respondió Sandokan.
—Sin embargo debemos hacerlo pronto. El alba no está lejos y luego está el peligro de que lleguen los guardias del rajá. Retirémonos hacia el pozo y, si nos siguen hasta allá, les daremos batalla antes de zambullirnos.
—¡En retirada, amigos! —gritó Sandokan.
Los malayos y los dayak se alzaron rápidamente, mostrándose siempre de frente a los tigres y se retiraron en orden hacia el corredor, que conducía al pozo.
Entre la oscuridad, de vez en cuando se alzaba terrible aquel impresionante “ahu”, de los reyes de las junglas indias.
—Ya estamos —dijo Yanez, indicando a Sandokan el pozo.
—Qué oscuridad —murmuró Tremal-Naik—. Confieso que el retumbar de este agua no llega de buen grado a mis oídos.
—No hay otro camino para escoger —respondió Yanez—. A ti Bindar.
—Sí, sahib —respondió el indio.
Descendió la gradería sin manifestar la mínima aprensión. Se oyó una zambullida y luego nada.
—¡Los otros ahora, uno a uno! —gritó el portugués.
Un malayo fue el primero, luego siguieron los otros. No quedaban mas que Sandokan, Tremal-Naik y el portugués, cuando los “ahu” espantosos resonaron en la entrada de la galería.
—¡Los tigres! —había gritado el bengalí.
—¡Ah! ¡Canallas! —gritó Yanez—. ¡Han esperado un buen momento!
Sandokan se había precipitado adelante, con la cimitarra alzada y la pistola montada.
Dos destellos que por poco no apagaron la antorcha que había sido fijada a una hendidura del revestimiento del pozo, relampaguearon.
Una masa enorme atravesó el espacio delante del terrible pirata de la Malasia, debatiéndose desesperadamente e intentando aferrarse con las patas delanteras.
—¡A ti el resto entonces! —gritó Sandokan.
Su cimitarra silbó a lo alto y cortó de un golpe solo el cuello de la bestia.
—¡Ve! —continuó el formidable hombre—. ¡No eres digno de medirte con el Tigre del archipiélago malayo!
No obstante, las otras tres bestias también habían aparecido, y no parecían en absoluto impresionadas por el fin miserable del compañero.
Tremal-Naik, que además de las pistolas tenía una espléndida carabina india, hizo fuego sobre la más cercana, sin demasiada precipitación.
El señor de la jungla se separó de un salto por el aire mandando una especie de rugido y cayó también para no levantarse más. Había sido fulminado.
—¡A ti, Yanez, mientras recargo las pistolas! —gritó Sandokan, brincando atrás.
—Heme aquí —respondió el portugués.
Además de las armas de fuego que llevaba colgadas en el cinturón, había extraído el kris poniéndoselo entre los labios.
Los dos tigres avanzaban arrastrándose y gimoteando.
Tremal-Naik disparó su pistola a la distancia de apenas diez pasos y erró ambos tiros.
Los dos destellos, no obstante, espantaron a las bestias haciéndolas retroceder rápidamente hasta la extremidad del corredor, antes de que Yanez hubiese tenido tiempo suficiente para recargar sus armas.
—Yanez —dijo el pirata—, los tigres demorarán el ataque después de tan feo recibimiento. Aprovecha sin retraso.
—¿Para hacer qué?
—Para descender al pozo y arrojarte al Brahmaputra. Debes salvar la piedra de Shalágram y aquel cofre te dará no pocos apuros si debes nadar bajo el agua.
—¿Y ustedes?
—No te preocupes. Danos tus pistolas que en el agua no te servirán. El kris te bastará. No obstante, será mejor que te desembaraces por lo menos de las botas.
—Dudo.
—¿Por qué?
—Son dos contra dos.
—¿Y las armas? Con las tuyas, tenemos siete tiros y luego, sabes que no tenemos miedo. Pon a salvo el cofre, si te es absolutamente necesario para conquistar la corona.
—Más que necesario.
—Entonces salta al agua. Los tigres gruñen, pero no se mueven y probablemente también nos darán tiempo de irnos sin demasiado peligro. ¡De prisa!
El portugués se quitó las botas y la chaqueta, se fijó bien el kris al cinturón de los pantalones, se aseguró el cofre y descendió la gradería, diciendo a sus dos valerosos compañeros:
—La cita es en nuestro subterráneo.
Descendió diez escalones viscosos por la humedad y se encontró delante de un agujero circular dentro del cual borboteaba la corriente.
—Preferiría verlos —dijo—. ¡Bah! Puedo fiarme de mis fuerzas.
Alzó las manos y se precipitó en las oscuras aguas del Brahmaputra, desapareciendo bajo la galería inmensa.
Apenas se había zambullido, cuando un “ahu” terrible anunció a Sandokan y a Tremal-Naik que los dos tigres se habían finalmente decidido a reintentar el asalto y a vengar a su compañero.
—En guardia, Tremal-Naik —dijo el Tigre de la Malasia—. Vienen con gran impulso.
—Estoy listo para recibirlos —respondió el intrépido bengalí—. En la jungla negra he matado a un buen número, por consiguiente somos también viejos conocidos.
Las dos bestias habían salido de la galería gimoteando ferozmente. Eran dos espléndidos animales, que habían alcanzado su pleno desarrollo, con un cuello de toro.
Viendo a los dos hombres en pie, con las armas apuntadas, delante de la antorcha que mandaba resplandores sanguíneos crepitando, se habían detenido, recogiéndose sobre sí mismos, como si se preparasen para el impulso supremo.
—¡Fuego, Tremal-Naik! —había gritado precipitadamente Sandokan.
El bengalí descargó la carabina y uno de los dos tigres, golpeado en el hocico, se levantó como un caballo que recibe una terrible espoleadura, luego se abatió.
—¡Salta al agua, Tremal-Naik! —gritó Sandokan.
El bengalí se precipitó abajo por la gradería, creyéndose seguido por el pirata; este en cambio había permanecido firme delante del último tigre que intentaba acercarse, arrastrándose lentamente.
—No quiero que ni siquiera tú defiendas más el tesoro del rajá —dijo el formidable hombre—. El Tigre de la Malasia te espera con el pie firme.
La bestia había respondido con una especie de maullido estrangulado y había fijado sus ojos fosforescentes sobre el hombre que osaba ofrecerle la última batalla.
—Te espero —repitió Sandokan, que empuñaba su pistola y la de Yanez—. Apresúrate: tengo prisa por alcanzar a mis compañeros.
El tigre abrió de par en par la boca, mostrando sus puntiagudos dientes, duros como el acero y de la garganta salió una nota espantosa que terminó en un verdadero rugido, casi semejante al que irrumpe del pecho de los leones africanos, luego saltó.
Sandokan, que esperaba aquel asalto, fue rápido para arrojarse a un lado, luego disparó sus cuatro tiros con lentitud estudiada, metiendo las cuatro balas en el cuerpo de la bestia.
—El Tigre de la Malasia ha vencido un día al Tigre de la India hombre —dijo, mientras una sonrisa de orgullo aparecía en sus labios—. Ahora he matado también al tigre de la India animal.
Se volvió a poner las pistolas en el cinturón y mientras la fiera exhalaba el último suspiro, descendió en la gradería y se arrojó, sin el mínimo titubeo, en las oscuras aguas del Brahmaputra.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

James Brooke: Personaje histórico, de padres ingleses, nacido en la ciudad de Benarés, a orillas del Ganges, en 1803, y donde vivió hasta los 12 años. Luego, formó parte de la Armada Bengalí de la Compañía Británica de las Indias Orientales. Más tarde, después de ayudar al Sultán de Brunéi en un alzamiento, lo amenazó y éste le otorgó el título de Rajá de Sarawak donde se estableció y comenzó a regir. Se dedicó a reformar la administración y a luchar contra la piratería. Falleció en 1868.

Rastrillo: “Saracinesca”, en el original, es la estacada, verja o puerta de hierro que defiende la entrada de una fortaleza o de un establecimiento penal.

Rajmangal: Sigo sin encontrar ninguna referencia a esta supuesta isla, sin embargo, el nombre está tomado del río Raimangal —llamado Mangal en las novelas—. Según la edición de las novelas de Sandokan, se puede encontrar el nombre Rajmangal o Raimangal. Me decidí por el primero, más que nada, para no confundirlo con el nombre del río.

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