jueves, 16 de noviembre de 2017

IV. La piedra de Shalágram


Doce o catorce horas después de la confesión del primer ministro del rajá de Assam, un pelotón bien armado dejaba la pagoda subterránea, avanzando con profundo silencio a lo largo de la orilla izquierda del Brahmaputra.
Estaba compuesto por Yanez, Sandokan, Tremal-Naik y por diez hombres, la mayor parte malayos y dayak que, además de las carabinas y aquellos terribles puñales con la hoja serpenteante llamados kris, llevaban cuerdas enrolladas alrededor de los flancos, antorchas y picos.
Habiéndose puesto el sol hacía ya cuatro o cinco horas, ningún ser viviente paseaba bajo los pipal, los banianos y las palmeras, que cubrían la orilla del río, proyectando una densa sombra.
El pelotón, después de haber recorrido una milla sin haber intercambiado una palabra, se había detenido frente a un islote que surgía casi en medio del río, a la altura del extremo oriental del populoso suburbio de Saraighat.
—¡Alto! —había comandado Yanez—. Bindar no debe estar lejos.
—¿Es el indio que has reclutado? —preguntó Sandokan—. ¿Podremos fiarnos de él?
—Surama me ha dicho que es el hijo de uno de los sirvientes de su padre, de manera que no debemos dudar de su lealtad.
—¡Uf! —dijo el Tigre sacudiendo la cabeza—. No me fio mas que de mis malayos y mis dayak.
—Él conoce la pagoda también internamente, mientras que nosotros no la hemos visto mas que desde el exterior. Un guía nos es necesario.
Se arrimó a un enorme matorral de bambú de por lo menos quince metros de alto, que inclinaba sus puntas sobre las aguas del río, y mandó un débil silbido, repitiéndolo por tres veces a intervalos diferentes.
No habían transcurrido diez segundos cuando entre aquellas inmensas cañas se oyeron ligeros crujidos, luego un hombre surgió bruscamente delante del portugués, diciéndole:
—Aquí estoy, sahib.
Era un joven indio de quizá veinte años, bien desarrollado, de aire inteligentísimo y facciones más bien finas de las castas guerreras. No llevaba puesto mas que una simple falda un poco larga, el languti de los hindúes, estrechado por una pequeña faja de algodón azul, dentro del cual había pasado un puñal de hoja anchísima, con forma casi de un hierro de la lanza y el cuerpo estaba enteramente esparcido de cenizas, probablemente recogidas del lugar donde arden los cadáveres, y que es el distintivo poco atractivo de los secuaces de Shivá.
—¿Has conducido la bagala? —preguntó Yanez.
—Sí, amo —respondió el indio—. Está escondida bajo los bambúes.
—¿Estás solo?
—No me habías dicho, sahib, de conducir a otros. Habría tenido mucho gusto, porque la bagala es pesada para guiar.
—Mis hombres son gente de mar. Embarquémonos enseguida.
—Debo advertirle una cosa, no obstante.
—Habla y sé breve.
—Sé que esta noche ante la pagoda deben quemar al cadáver de un brahmán.
—¿Durará mucho la ceremonia?
—No creo.
—¿Nuestro arribo no despertará ninguna sospecha?
—¿Y por qué sahib? Las barcas arriban con frecuencia al islote —dijo el indio.
—Vamos entonces.
—No obstante, habría deseado mejor que nadie nos viese desembarcar —dijo Sandokan.
—Permaneceremos a bordo, hasta que todos se hayan alejado —respondió Yanez—. No nos prestarán demasiada atención.
Siguieron al joven indio, abriéndose fatigosamente paso entre aquellas durísimas cañas gigantes, que en la base tenían la circunferencia de un muslo de niño, y llegaron a la orilla del río.
Bajo las últimas cañas que, curvándose hacia el agua, formaban una soberbia arcada, estaba escondido uno de aquellos pesados barcos, que los indios utilizan en sus ríos para transportar el arroz, privado no obstante de los mástiles, pero en cambio, provisto de un cobertizo de rastrojos destinado a reparar a la tripulación de las injurias del tiempo.
Yanez y sus compañeros se embarcaron; los malayos y los dayak aferraron los largos remos y la bagala dejó el escondite dirigiéndose hacia el islote, en cuyo centro descollaba en la oscuridad, una enorme construcción en forma de pirámide truncada.
El indio había dicho la verdad anunciando un funeral. La maciza barca no había recorrido aún la mitad de la distancia, cuando sobre la orilla del islote vieron aparecer numerosas antorchas y agruparse alrededor de una minúscula cala que debía servir de atracadero a las barcas del río.
—Aquí tenemos un mal negocio —dijo Yanez a Tremal-Naik—. Nos harán perder un tiempo precioso.
—Son apenas las diez —respondió el indio— y para la medianoche todo habrá terminado.
Tratándose de un brahmán, la ceremonia será más larga que las otras, teniendo derecho a especiales cuidados también después de la muerte. Si el muerto fuese un pobre diablo cualquiera, el asunto sería expedito. Una tabla de madera para recostar al cadáver, una pequeña lámpara encendida para ponerla a los pies, un empujón y buenas noches. La corriente se encarga de llevar al muerto al sagrado Ganges, cuando los cocodrilos y los marabúes lo perdonan.
—Lo que sucederá pocas veces —dijo Sandokan, que estaba sentado sobre la borda de la bagala.
—Puedes contarlo como un caso milagroso —respondió Tremal-Naik—. Apenas sobrepasada la ciudad, saurios y aves van a correr para hacer desaparecer carne y huesos.
—¿Y de aquel brahmán qué hacen en cambio? —preguntó Sandokan.
—El funeral será un poco largo, exigiendo ciertas formalidades especiales. Ante todo, cuando un brahmán entra en agonía no se lo transporta simplemente a la orilla del río, para que expire al dulce murmullo del agua, que lo transportará al Kailash, o sea al paraíso; sino a un lugar especial, que antes ha sido cuidadosamente esparcido con estiércol de vaca y sobre un pedazo de algodón nunca antes usado.
—Salido poco antes de la hilandería de algodón —dijo Yanez, riendo—. ¡Ah! Están muy locos ustedes los indios.
—¡Oh! Espera un poco —dijo Tremal-Naik—. Llega entonces un sacerdote brahmán acompañado por su primogénito a fin de proceder con la ceremonia llamada sarva prayaschitta.
—¿Qué quiere decir?
—La purificación de los pecados.
—¡Uf! ¡Creía que los brahmanes no los cometían nunca!
—¿Y en qué consiste? —preguntó Sandokan que parecía interesarse vivamente en aquellos extraños detalles.
—En verter en la boca del moribundo un licor especial de los brahmanes, que se pretende sagrado, mientras que a los secuaces de Visnú se les suministra un poco de agua donde fue puesta una piedra de Shalágram cualquiera.
—Para ahogarlo más pronto, ¿es verdad? —dijo Yanez—. En efecto, no es ciertamente una buena diversión asistir a la agonía de un moribundo. Es mejor despedirlo pronto para el otro mundo.
—Per no —respondió Tremal-Naik—, se lo deja morir en paz... es decir, en realidad no, porque el moribundo debe agarrarse a la cola de una vaca y dejarse arrastrar por un tramo del camino a fin de que esté bien seguro de volver a encontrar una similar que lo ayudará a pasar el río de fuego que gira alrededor del Iamaloka, donde habita el dios del infierno.
—Así lo acaban más rápido —dijo el incorregible Yanez—. Un poco de galope detrás de una vaca no debe hacer mal a un pobre moribundo que está por vomitar su alma. ¿Y luego?
—Lo veremos cuando hayamos hundido el ancla —respondió Tremal-Naik—. Veo una mujer que da vueltas sobre la orilla alzando desesperadamente los brazos. Debe ser la esposa del muerto.
—¿Y esa zambullida en el río las has oído?
—Es el hijo primogénito del brahman, que se ha arrojado al río, después de haber llevado puesta su más bella ropa, antes de hacerse cortar cuidadosamente la barba, si la tenía, y los cabellos.
—Si yo fuese el virrey de la India haría encerrar en un manicomio a todos los brahmanes del reino. Palabra de Yanez.
—Estas ceremonias están dictadas por los libros sagrados.
—Escritos cuando los sacerdotes estaban llenos de bhang.
La gran barca en aquel momento había llegado delante del minúsculo seno, y Bindar había dejado caer el ancla, deteniéndola a una quincena de pasos de la orilla.
Quince o veinte personas se habían reunido alrededor de una especie de palanquín formado de bambúes entrecruzados, sobre el cual reposaba el cadáver, que llevaba puesto un amplio dhoti de seda amarilla.
Debían ser todos parientes y amigos del muerto, no obstante, se veían en medio de ellos algunos purohitas o sea, sacerdotes brahmanes, acompañados por tres o cuatro gourou, especie de sacristanes encargados de la limpieza de las pagodas y de los servicios del culto.
Todos tenían antorchas, de modo que Yanez y sus compañeros podían observar muy bien cuanto aquellos hombres estaban por realizar.
El primogénito del muerto había salido del río, se había hecho ya limpiar a prisa y se había arrimado al progenitor, seguido por la madre a la cual los parientes habían sacado el thaali, aquella alhaja que es la insignia de las mujeres casadas y cortado los cabellos, que no debía nunca más dejarse crecer durante toda su viudez.
El primero arrojó sobre el cadáver un manojo de flores, luego hizo alzar la camilla y la hizo transportar algunos pasos más lejos, donde había un hoyo de dos metros de largo y uno de ancho, rodeado de pedazos de leña y por estiércol de vaca disecado e hizo poner cerca una jarra de barro dentro de la cual ardían los carbones.
El muerto fue privado de su bello atuendo y joyas, para no perder inútilmente el uno ni las otras, luego el primogénito puso sobre el pecho desnudo del brahmán un pedazo de estiércol encendido, le derramó encima un poco de manteca derretida y puso en la boca del cadáver media rupia y algunos granos de arroz que antes había mojado con un poco de saliva y se retiró, pronunciando una plegaria.
Los parientes se arrimaron a su vez, acumulando sobre el brahmán los leños y los pedazos de estiércol.
—¿Está terminada la ceremonia? —preguntó Yanez a Tremal-Naik.
—Espera un momento. El hijo aún debe realizar algo.
En efecto, el joven había tomado una jarra de barro llena de agua y la había quebrado con violencia sobre la cabeza del difunto.
—¡Ah! ¡Pillo! —exclamó el portugués.
—¿Por qué? Ahora al menos está seguro de que su padre está verdaderamente muerto.
—Si hubiese estado todavía agonizando lo habría matado igualmente.
Los parientes habían hecho un círculo arrimando las antorchas a la hoguera.
Una gran llama surgió enseguida rompiendo bruscamente la oscuridad y envolviendo, con rapidez increíble, el cadáver, que estaba todo cubierto de manteca.
Entre el crepitar de la madera bien embebida de materias resinosas y el salmodiar del purohita y de sus ayudantes, se oían los alaridos desesperados del hijo y de la viuda, y con los resplandores de las llamas se veían a los parientes rodar por tierra y golpearse el pecho con puñetazos tremendos.
—Aquellos estúpidos quieren romperse las costillas —decía Yanez—. No me sorprendería que mañana estuviesen todos en el lecho.
Aquella llamarada gigantesca no duró mas que un cuarto de hora, luego, cuando el cadáver fue consumido, los parientes con palas de hierro recogieron las cenizas y los huesos y los arrojaron al río, por consiguiente se alejaron todos en silencio, desapareciendo muy pronto bajo los árboles, que cubrían buena parte del islote.
—¿Podemos desembarcar ahora? —preguntó Sandokan volviéndose a Bindar, que había permanecido siempre silencioso.
—Sí, sahib —respondió el indio—. A esta hora los gourou de la pagoda deben dormir profundamente.
—Vamos entonces. Estoy impaciente por llevar a término esta aventura nocturna.
—¿Y si es posible, meter mano, verdad, hermanito? —dijo Yanez.
—Sí, si se puede —respondió del Tigre de la Malasia—. Mis brazos comienzan a oxidarse.
Aflojaron la cuerda del ancla y con pocos golpes de remo impulsaron la bagala hacia la orilla.
—Que dos hombres permanezcan en guardia de la barca —dijo Yanez—. Debemos asegurarnos la retirada.
Recogieron las armas y descendieron silenciosamente a tierra, metiéndose bajo un bosque, formado casi exclusivamente de palmeras tara y de inmensos grupos de bambúes.
Bindar se había puesto a la cabeza del pelotón, flanqueado por Yanez que quería vigilarlo personalmente, no teniendo, como le había dicho a Sandokan, una completa confianza en aquel indio, que conocía desde hacía solo pocos días.
La pagoda no estaba más lejos que dos tiros de carabina, por consiguiente en una veintena de minutos e incluso menos, el pelotón podía llegar.
No obstante, todos avanzaban con extrema prudencia a fin de no hacerse divisar. Era muy improbable que a aquella hora tan adentrada algún indio pasease por aquellos matorrales, sin embargo, se mantenían en guardia.
Habiendo atravesado la zona de las palmeras y de los bambúes, se encontraron imprevistamente delante de un vasto claro, interrumpido solamente por grupos de pequeñas plantas.
En el medio descollaba la pagoda de Karia.
Como habíamos dicho, aquel templo, veneradísimo por todos los asameses, porque contenía la famosa piedra de Shalágram con el cabello de Visnú, se componía de una enorme pirámide truncada; con las paredes embellecidas de esculturas que se sucedían sin interrupción de la base a la cima y que representaban en dimensiones más o menos grandiosas, las veintidós encarnaciones del dios hindú.
Por eso, peces colosales, tortugas, jabalíes, leones, gigantes, enanos, caballos, etc.
Solo delante de la puerta de entrada se alzaba una torre piramidal más pequeña, el gopuram, coronado por una cúpula y con las murallas también adornadas de figuras en su mayor parte poco pulidas, representando la vida, las victorias y las desgracias de las distintas divinidades.
A una altura de veintidós pies se abría una ventana sobre cuyo alféizar ardía una lámpara.
—Es por allí que debemos entrar, sahib —dijo Bindar volviéndose hacia Yanez, que había fruncido el ceño, divisando aquella luz.
—Temía que alguno velase en la pagoda —respondió el portugués.
—No tenga ningún temor: es costumbre poner una lámpara sobre la primera ventana del gopuram. Si fuese un día festivo, habría cuatro en vez de una.
—¿Dónde encontraremos la piedra de Shalágram? ¿En la pagoda o en esta especie de torre?
—En la pagoda por cierto.
Yanez se volvió hacia sus hombres, preguntando:
—¿Quién sabrá alcanzar aquella ventana y arrojarnos una cuerda?
—¿Si en cambio forzamos la puerta? —preguntó Sandokan.
—Perderías inútilmente tu tiempo —dijo Tremal-Naik—. Todas las de nuestros templos son de bronce y de un espesor enorme. Por otra parte, tus hombres no tendrán demasiados problemas para llegar allí arriba. Son como los simios de su país.
—Lo sé —respondió Yanez.
Indicó dos de los más jóvenes del pelotón y les dijo simplemente:
—¡Arriba, hasta la ventana!
No había aún terminado, que aquellos diablos, un malayo y un dayak, subían ya agarrándose a las divinidades, a los gigantes, a las Trimurti hindúes que representan al obsceno lingam que reúne a Brahma, Shivá y Visnú.
Para aquellos marineros, medio salvajes, habituados a subir a la carrera las arboladuras de las naves y caminar como si estuviesen en tierra sobre las ligeras vergas de sus praos o a treparse sobre los altísimos durián de sus florestas, aquella maniobra no era más que una simple escalada.
En menos de medio minuto se encontraron ambos sobre el alféizar de la ventana, desde donde arrojaron dos cuerdas, después de haberlas asegurado a dos astas de hierro, que sostenían dos jaulas destinadas a contener fajos de algodón embebido en aceite de coco durante las extraordinarias iluminaciones.
—A mí la primera —dijo Sandokan—. A ti la otra cuerda, Tremal-Naik. Tú Yanez, a la retaguardia.
—¡A mí, que debo conquistar el trono de Surama! —exclamó el portugués.
—Razón de más para conservar la valiosísima persona del futuro rajá —respondió Tremal-Naik sonriendo—. Las piezas importantes no deben exponerse a los graves peligros mas que a último momento.
—¡Vete al diablo!
—Nada de eso, subiremos hacia el cielo en cambio.
—¡Ve a buscar a Brahma, entonces!
Sandokan y Tremal-Naik se izaron rápidamente, desapareciendo en la oscuridad. Cuando los malayos y los dayak vieron las cuerdas sacudirse, a su vez comenzaron la subida, mientras el portugués conducía el ascenso.
Mientras tanto, el Tigre de la Malasia y el indio habían alcanzado el alféizar, donde se mantenían a horcajadas el malayo y el dayak que ya se habían apresurado a apagar la luz a fin de que no pudiesen divisar a las personas que subían.
—¿Han oído algo? —había preguntado de pronto Sandokan.
—No, amo.
—Veamos si aquí hay un pasaje.
—Lo encontraremos por cierto —dijo Tremal-Naik—. Todos los gopuram comunican con la pagoda central.
—Enciende una antorcha.
El malayo, que tenía dos pasadas por la faja, estaba listo para obedecer.
Sandokan la tomó, se bajó casi hasta tierra, a fin de que la luz no se expanda demasiado y dio unos pasos adelante.
Se encontraban en una minúscula estancia que tenía una puerta de bronce bastante baja y que estaba solamente entornada.
—Supongo que llevará a una escalera —murmuró.
La empujó, intentando no producir ningún ruido y se encontró delante de un rellano también minúsculo. Debajo se alargaba una estrecha escalera que parecía girase sobre sí misma.
—Hasta que los otros suban, exploremos —dijo Tremal-Naik.
—Deje que los preceda —dijo una voz.
Era Bindar que había precedido a los otros.
—¿Conoces el pasaje? —le preguntó Sandokan.
—Sí, sahib.
—Pasa delante de nosotros y cuidado, que no despegaremos un solo instante nuestras miradas de ti.
El secuaz de Shivá hizo una sonrisa, pero no respondió nada.
La escalera era estrechísima, tanto como para permitir a duras penas el pasaje a dos hombres situados uno al lado del otro.
Sandokan y Tremal-Naik, seguidos por los otros, que alcanzaban poco a poco la ventana, se encontraron muy pronto en un corredor, que parecía avanzase hacia el centro de la pagoda y que descendía muy rápidamente.
—¿Están todos? —preguntó el pirata, deteniéndose.
—Yo estoy también —respondió Yanez, adelantándose—. Las cuerdas han sido retiradas.
El Tigre de la Malasia desenvainó la cimitarra que le colgaba del costado y que centelleó, a la luz de la antorcha, como si fuese de plata, estando formada por aquel incomparable acero natural que no se encuentra mas que en las minas de Borneo; luego dijo con voz resuelta:
—¡Adelante! ¡El antiguo pirata de Mompracem los guia!
Habiendo recorrido el corredor y encontrado otra escalera, entraron, después de haberla descendido, en una inmensa sala, en medio de la cual se erguía, sobre un enorme cuadrado de piedra, una estatua representando un pez colosal.
Era aquella la primera encarnación del dios conservador, así transmutado para salvar del diluvio al rey Satiavrata y a su mujer, sirviendo bajo aquella forma de timón de la nave que les había mandado para escapar al diluvio universal.
Narran luego las leyendas indias, que después de aquel hecho, Visnú indignado con los gigantes Madhu y Kaitabha porque habían robado los cuatro Vedas a fin de que el nuevo pueblo fundado por Satiavrata no tuviese más religión, los mató para restituírselos a Brahma.
El pelotón se había detenido, temiendo que hubiese algún sacerdote en aquella amplia sala, luego, asegurados del profundo silencio que reinaba allí dentro, se movieron resueltamente hacia el gigantesco pez.
—Si el ministro no nos ha engañado, el anillo debe encontrarse delante de aquel acuático —había dicho Yanez.
—Si no ha dicho la verdad lo arrojaremos al río con una buena piedra al cuello —había respondido Sandokan.
Estaban por llegar cerca del dios, cuando les pareció oír como el chirrido de una puerta que se abría.
Todos se habían detenido, luego los dayak y los malayos con un movimiento fulmíneo encerraban como dentro de un círculo a Sandokan, Yanez y Tremal-Naik, apuntando las carabinas en todas las direcciones.
Esperaron unos minutos sin hablar, es más, casi sin respirar, luego Yanez rompió primero el silencio:
—Pudimos habernos engañado —dijo—. Si algún sacerdote hubiese entrado, a esta hora habría dado la alarma. ¿Qué dices Bindar?
—Pienso que aquel ruido ha sido producido por el crujido de alguna viga.
—Busquemos el anillo —dijo Sandokan—. Si vienen a sorprendernos sabremos recibirlos bien.
Dieron la vuelta al monstruoso cubo de piedra que sostenía la encarnación de Visnú y encontraron enseguida un macizo anillo de bronce sobre el que se vislumbraba un altorrelieve representando una concha: la piedra de Shalágram.
Una exclamación de alegría a duras penas sofocada, había escapado de los labios del portugués.
—He aquí lo que me ayudará a conquistar el trono —dijo—. Siempre y cuando se encuentre realmente bajo nuestros pies.
—Si no la encontramos, te contentarás con la que está dibujada sobre este anillo —dijo Sandokan.
—¡Ah no! ¡Quiero la verdadera concha! —respondió Yanez.
—No sé por qué te importa tanto.
El portugués, en vez de responder, dijo, volviéndose hacia sus hombres:
—Levanten.
Dos dayak, los más robustos del pelotón, aferraron el anillo y con un esfuerzo no leve alzaron la piedra que medía casi un metro cuadrado.
Yanez y Sandokan se inclinaron enseguida sobre el agujero y divisaron una estrecha gradería que descendía en forma de caracol.
—¡Aquel queridísimo Kaksa Pharaum ha sido de una exactitud maravillosa! ¡Qué espanto producen a veces ciertos desayunos! Apuesto a que no tomará ninguno más en su vida y que se contentará solo con almuerzos.
Así diciendo Yanez tomó de un dayak una antorcha, armó una pistola y descendió valientemente en los subterráneos del templo.
Todos los otros, uno a uno lo habían seguido, preparando las carabinas. Ninguno había pensado en la imprudencia que estaban por cometer.
Habiendo descendido dieciocho o veinte escalones se encontraron en una espaciosa sala subterránea que probablemente millares de años antes había servido de templo, a juzgar por la tosquedad de las esculturas, apenas marcadas sobre las paredes rocosas, que representaban las usuales encarnaciones del dios conservador.
Los ojos de Yanez enseguida se habían fijado sobre un cubo de piedra coronado por una pequeña estatua de terracota, representando un brahmán enano.
—La piedra debe estar escondida allí abajo —dijo.
Con una patada derribó aquel monstruo, haciéndolo pedazos y enseguida un grito de alegría se le escapó.
En medio del bloque cubierto por la base de la estatua, había visto un cofre de metal, con altorrelieves de exquisita confección.
—¡Aquí está la piedra famosa! —exclamó triunfante—. La corona de Assam ya es de Surama.
Sin pedir ayuda a nadie, quitó el cofre de su escondite, y viendo delante un botón en el lugar donde habría debido encontrarse la cerradura, lo presionó con fuerza.
La tapa se abrió de golpe y a la mirada de todos apareció una concha petrificada, de color negruzco.
Era la tan venerada piedra de Shalágram conteniendo el famoso cabello de Visnú.

NOTAS AL PIE DE PÁGINA DE SALGARI

Bhang: Licor mezclado con opio.

Diluvio universal: También los hindúes como los otros pueblos creen en el diluvio universal.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

En el texto original, Salgari indica que las encarnaciones o avatares de Visnú son veintiuno. Sin embargo, según el Bhagavata-purana, uno de los principales textos de la religión hindú, son 22 —aunque después aparecen algunas más—. Por eso el ajuste en la traducción.

Kris: “Kriss” en el original, es una daga, de uso en Filipinas, que tiene la hoja de forma serpenteada.

Pipal: Uno de los nombres con que se conoce al “Ficus religiosa”. Otros nombres dados son: “higuera de las pagodas”, “higuera sagrada”, “árbol bo”, etc.

Banianos: “Fichi baniani” en el original, es el nombre común del Ficus benghalensis. También llamado higuera de Bengala, es un árbol importante dentro de la religión Hindú. De pequeños frutos rojos, se caracteriza por tener múltiples troncos suplementarios, nacidos de raíces provenientes de sus ramas.

Millas: 1 mi = 1,609344 km.

Saraighat: “Siringar” en el original, si mi suposición es correcta, se trata de un barrio de Guwahati, a orillas del río Brahmaputra conocido por una batalla que tuvo lugar en 1671 entre los mogoles y el reino Ahom (propio del lugar). Actualmente en la zona se encuentra el primer puente construido sobre dicho río. Los templos Kamakhya y Umananda —mis suposiciones para el templo Karia— se encuentran muy cerca del lugar.

Languti: Franja de tela, generalmente de algodón, de anudado a la cintura, que se utiliza en la India desde la antigüedad, en las categorías inferiores.

Bagala: “Bangle” en el original, es un tipo tradicional de barco árabe de navegación de mar abierto, con dos mástiles y dos o tres velas. El nombre viene de “baghla” en árabe que significa “mula”.

Ganges: “Gange” en el original, es un importante río que recorre el oeste de India de norte a sur. Nace en el Himalaya y desemboca formando el mayor delta del mundo, en el golfo de Bengala. Considerado sagrado, a sus aguas suelen arrojarse los cuerpos enteros de personas, lo que genera gran contaminación.

Marabúes: Nombre vulgar con el que se conoce a los leptoptilos, género de aves ciconiformes. Son carroñeras que se distribuyen por zonas tropicales de Asia y África.

Kailash: “Cailasson” en el original, es un monte que forma parte de los Himalayas, en Tíbet. Según la mitología hindú, Shivá reside en la cumbre de este monte y en algunos credos es considerado el paraíso y último destino de las almas.

Sarva Prayaschitta: “Sarva prayasibrit” en el original, significa en sánscrito, “expiación perfecta” y es la ceremonia fúnebre para los brahmanes en la religión hindú.

Iamaloka: “Yama-lakka” en el original, es otra forma con el que se conoce al Naraka —vocablo sánscrito—, o sea el inframundo en el marco del budismo. Lugar donde habita Iama, dios de la muerte, señor de los espíritus de los muertos y su guardián.

Bhang: “Bâng” en el original, es un preparado hecho a partir de hojas y cálices de plantas de cannabis. Puede ser fumado, ingerido, masticado o utilizado en infusiones, causando una leve euforia.

Purohitas: “Pourohitas” en el original, es un sacerdote familiar en la India.

Gourou: “Gouron” en el original, es un francesismo (mal transcrito en la edición italiana) para la palabra “gurú”. Más adelante en lugar de “gouron”, figura “gurum”.

Thaali: “Thaly” en el original, más conocido como “mangalsutra” (colgante auspicioso), es un símbolo hindú de unión matrimonial. Es un colgante sagrado utilizado por las mujeres como símbolo de su amor y buena voluntad en el matrimonio. Es el símbolo más venerado de amor y respeto que se ofrece a la novia durante la ceremonia del matrimonio.

Salmodiar: Cantar salmodias (parte de la liturgia de las horas en la que se rezan o cantan varios salmos).

Palmeras tara: Nombre bengalí que puede referirse tanto a la Corypha taliera como a la Corypha umbraculifera. Ambas especies del género Corypha pertenecen a la familia de las palmeras y son nativas del subcontinente indio y Malasia. La primera se extinguió en su forma silvestre; solamente existe en viveros desde hace más de 50 años. La segunda puede medir hasta 25 metros de altura y posee la inflorescencia más grande (de 6 a 8 metros de alto).

“...peces colosales, tortugas, jabalíes, leones, gigantes, enanos, caballos...”: Representan (en el orden de la oración) a los avatares Matsia (10, según el Bhagavata-purana), Kurma (11), Varaja (2), Narasinja (14), Vámana (15), Vámana (15) y Hayagriva (25). Vámana fue un enano que se hizo gigante, por eso lo repetí.

Pies: 1 pie = 0,3048 m. Por lo tanto, 20 pie equivalen a 6,10 m.

Gopuram: “Cobrom” en el original, es un elemento característico de la arquitectura de los templos hindúes del sur de la India. Es una torre ornamental situada sobre la entrada al recinto del templo. La forma “cobrom” proviene del libro “Il costume antico e moderno...” (G. Ferrario, 1829).

Trimurti: Término sánscrito (“tres formas”) que hace referencia a los tres dioses principales de la mitología hindú: Brahma, Visnú y Shivá. Representan, respectivamente, el principio de la creación, de la conservación y de la destrucción.

Lingam: Es una representación simbólica de forma fálica del dios Shivá, utilizado para su culto en los templos.

Vergas: “Pennoni” en el original, es la percha perpendicular al mástil, a la cual se asegura el grátil de una vela.

Praos: “Prahos” en el original, son embarcaciones malayas de poco calado, muy largas y estrechas.

Durián: “Durion” en el original, es un árbol de unos 25 m de alto, originario del sudeste asiático. Su fruto tiene varias formas y puede llegar a los 40 cm de circunferencia y entre 2 y 3 kg de peso. Tiene un caparazón de espinas verdes o café. Tiene gusto intenso y agradable, textura cremosa y olor muy fuerte. En donde crece, se lo considera el rey de las frutas.

“...primera encarnación del dios conservador...”: El nombre con el que se conoce al primer avatar de Visnú es “Matsia”, que significa “pez” en sánscrito. Se lo representa como un pez con un cuerno en la frente o como Visnú con cola de pez.

Satiavrata: “Sattiaviraden” en el original, nombre en sánscrito (“satia”: “verdad”; “vrata”: “voto, promesa”) del primer ser humano, el primer rey de Drávida que reinó sobre la Tierra antes del diluvio, según la mitología hindú. También se lo conoce como Manu o Vaivasuata.

Madhu y Kaitabha: “Canagascien e Aycriben” en el original, son dos demonios que nacieron de la cera de los oídos de Brahma y pasaron a la posteridad por haber robado los 4 vedas de la religión hindú a su progenitor.

Vedas: “Vedam” en el original, significa “conocimiento” en sánscrito y son los cuatro textos más antiguos de la literatura india, base de la religión védica (previa a la religión hinduista). Sus nombres son: Rigveda, Sāmaveda, Yajurveda y Atharvaveda.

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