lunes, 6 de noviembre de 2017

III. En el antro de los tigres de Mompracem


—Reinaba entonces sobre Assam —comenzó Yanez—, el hermano del actual rajá, un príncipe perverso, dado a todos los vicios, que era odiado por toda la población y sobre todo por sus parientes que jamás se sentían seguros de volver a ver el alba del mañana. Aquel príncipe tenía un tío que era jefe de una tribu de chatrias, o sea de guerreros, hombre valerosísimo que muchas veces había defendido las fronteras asamesas contra las correrías de los birmanos y que por eso gozaba de gran popularidad en todo el país. Sabiéndose mal visto por el sobrino que se había puesto en la cabeza, no obstante, sin motivos, que conjuraba contra él para asirle el trono y despojarlo de sus inmensas riquezas, se había retirado a sus montañas, en medio de sus fieles guerreros. Aquel valeroso se llamaba Mahur; ¿ha oído hablar de él, Excelencia?
—Sí —respondió secamente Kaksa Pharaum.
—Un mal día la carestía caía sobre Assam. Aquel año ni siquiera una gota de agua había caído y el sol había quemado las cosechas. Los brahmanes y los gurús indujeron entonces al rajá a dar en Goalpara una grandiosa ceremonia religiosa, a fin de aplacar la cólera de las divinidades. El príncipe asintió de buen grado y quiso que asistiesen todos los parientes que vivían diseminados en su estado, sin excluir a su tío, el jefe de los chatrias que, no sospechando nada, había conducido consigo además de su mujer, a sus hijos, dos varones y una niña que se llamaba Surama. Todos los parientes fueron recibidos con los honores concernientes a sus grados y con gran cordialidad por parte del príncipe reinante y alojados en el palacio. Cumplida la ceremonia religiosa, el rajá ofreció a todos sus parientes un banquete grandioso, durante el cual el tirano, como ya le pasaba siempre, bebió una gran cantidad de licores. Aquel miserable intentaba excitarse, antes de cumplir un horrendo estrago, ya quizá meditado por largo tiempo. Era casi el ocaso y el banquete, preparado en el gran patio interno del palacio que estaba todo cercado por altas murallas, estaba por terminar, cuando el rajá, no sé con qué excusa se retiró con sus ministros. De pronto, cuando la alegría de los huéspedes había llegado al máximo grado, un tiro de carabina resonó imprevistamente, y uno de los parientes cayó con el cráneo partido por una bala de carabina. El estupor, causado por aquel asesinato en plena orgía no había aún cesado, cuando un segundo tiro atronaba y otro convidado se desplomaba, manchando con su sangre el mantel. Era el rajá que había hecho aquel doble disparo. El miserable había aparecido sobre una terracita que daba al patio y hacía fuego sobre sus parientes. Tenía los ojos salidos de las órbitas, las facciones trastornadas: parecía un verdadero loco. Alrededor tenía a sus ministros que le ofrecían ahora jarros llenos de licor y ahora carabinas cargadas. Hombres, mujeres y niños se habían puesto a correr a lo loco por el patio, buscando en vano una salida, mientras el rajá, aullando como una bestia feroz, continuaba disparando causando nuevas víctimas. Mahur, que era el más odiado de todos, fue uno de los primeros en caer. Una bala le había roto la espina dorsal. Luego cayeron sucesivamente su mujer y sus dos hijos. El estrago duró una media hora. Treinta y siete eran los parientes del príncipe y treinta y cinco habían caído bajo los tiros del feroz monarca. Solo dos habían escapado milagrosamente a la muerte: Sindhia el joven hermano del rajá y la hija del jefe de los chatrias, la pequeña Surama, que se había escondido detrás del cadáver de su madre. Sindhia había sido señalado con tres tiros de carabina y todos habían fallado, porque el joven príncipe, con saltos de tigre, bien medidos, siempre se había sustraído a las balas. Presa de un terrible espanto, no cesaba de gritar al hermano: “Dame la gracia de la vida y abandonaré tu reino. Soy hijo de tu padre. No tienes el derecho de matarme”. El rajá, completamente embriagado, permanecía sordo a aquellos gritos desesperados y disparó todavía dos tiros, sin lograr cogerlo, tan ágil era su hermano; luego, tomado quizá por un imprevisto pensamiento, bajó la carabina que un oficial le había dado, gritando al fugitivo: “Si es verdad que abandonarás por siempre mi estado te doy la gracia de la vida, con una condición”. “Estoy dispuesto a aceptar todo lo que quieras”, respondió el desgraciado. “Arrojaré al aire una rupia; si la golpeas en el aire con una bala de la carabina, te dejaré partir para Bengala sin hacerte ningún mal”. “Acepto”, respondió entonces el joven príncipe. El rajá le arrojó el arma que Sindhia tomó al vuelo. “Te advierto”, le aulló el loco, “que si le fallas a la moneda sufrirás la misma suerte que los otros”, “¡Arrójala!”. El rajá hizo volar por el aire la pieza de plata. Se oyó enseguida un disparo y no fue la moneda agujereada, sino el pecho del tirano. Sindhia, en vez de hacer fuego sobre la moneda, había volteado rápidamente el arma contra su hermano y lo había fulminado, rompiéndole el corazón. Los ministros y los oficiales se prosternaron delante del joven príncipe, que había liberado al reino de aquel monstruo y sin más lo aceptaron como rajá de Assam.
—Usted, milord, me ha narrado una historia que cualquier asamés conoce a fondo —dijo el ministro.
—Pero no lo que sigue —respondió Yanez, sirviéndose otro vaso y encendiendo un segundo cigarrillo—. ¿Sabría decirme qué ha sucedido con la pequeña Surama, hija del jefe de los chatrias?
Kaksa Pharaum alzó los hombros, diciendo luego:
—¿Quién pudo haberse ocupado de una niña?
—Sin embargo, aquella niña había nacido muy cerca del trono de Assam.
—Continúe, milord.
—Cuando Sindhia supo que Surama había escapado a la muerte, en vez de acogerla en la corte o por lo menos hacerla conducir entre las tribus devotas a su padre, la hizo secretamente vender a los thugs que recorrían entonces el país para procurarse de bayaderas.
—¡Ah! —dijo el ministro.
—¿Cree Excelencia que ha actuado bien su señor rajá? —preguntó Yanez, vuelto imprevistamente serio.
—No sé. ¿Está muerta entonces?
—No, Excelencia, Surama se ha vuelto una bellísima niña ahora y no tiene mas que un solo deseo: aquel de arrancar a su primo la corona de Assam.
Kaksa Pharaum había dado un sobresalto.
—¿Qué dice, milord? —preguntó espantado.
—Que tendrá éxito en su intento —respondió fríamente Yanez.
—¿Y quién la ayudará?
El portugués se alzó y apuntando el índice hacia el Tigre de la Malasia que no había cesado de fumar, le respondió:
—Aquel hombre ante todo, que ha derribado tronos y que ha vencido al terrible Tigre de la India, Suyodhana, el famoso jefe de los thugs indios, y luego yo. La orgullosa y gran Inglaterra, dominadora de medio mundo, ha doblado de vez en cuando la cabeza ante nosotros, tigres de Mompracem.
El ministro a su vez se había alzado, mirando con profunda ansiedad ahora a Yanez y ahora a Sandokan.
—¿Quiénes son ustedes, entonces? —preguntó finalmente, balbuceando.
—Hombres que ni siquiera sus más formidables huracanes podrían detener —respondió Yanez, con voz grave.
—¿Y qué quiere usted de mí? ¿Por qué me ha transportado a este lugar que jamás he visto?
Yanez, en vez de responder, llenó nuevamente las tazas y le ofreció una al ministro, diciéndole con su voz insinuante:
—Beba primero, Excelencia. Este exquisito licor le aclarará las ideas mejor que su detestable toddy. Bébalo libremente: no le hará mal.
El ministro, que se sentía invadido por un invencible temblor nervioso, creyó oportuno no rehusarse.
Yanez se recogió un momento, luego, mirando fijo al desgraciado ministro que tenía los labios apagados, le preguntó:
—¿Quién es el europeo que se encuentra en la corte del rajá?
—Un hombre blanco que detesto.
—Buenísimo: ¿su nombre?
—Se hace llamar Teotokris.
—¡Teotokris! —murmuró Yanez—. Este es un nombre griego.
—¡Un griego! —exclamó Sandokan, agitándose—. ¿Qué es? Jamás he oído hablar de griegos.
—Tú no eres europeo —dijo Yanez—. Son hombres que gozan de fama de ser los más astutos de todo Europa.
—¿Adversarios temibles?
—Temibilísimos.
—Bien por ti —respondió el Tigre de la Malasia, sonriendo.
El portugués arrojó con malhumor el cigarrillo, luego volviéndose al ministro:
—¿Goza de mucha consideración en la corte, aquel extranjero? —le preguntó.
—Más que nosotros los ministros.
—¡Ah! Buenísimo.
Se había alzado nuevamente. Dio tres o cuatros vueltas alrededor de la mesa, retorciéndose los bigotes y alisándose la espesa barba, luego, deteniéndose delante del ministro que lo miraba atónito, le preguntó a quemarropa:
—¿Dónde es que los gurús esconden la piedra de Shalágram que contiene el famoso cabello de Visnú?
Kaksa Pharaum miró al portugués con profundo terror y permaneció mudo, como si la lengua se le hubiese imprevistamente paralizado.
—¿Me ha comprendido, Excelencia? —preguntó Yanez un poco amenazador.
—¡La piedra... de Shalágram! —balbuceó el ministro.
—Sí.
—Pero... no sé dónde se encuentra. Solo los sacerdotes y el rajá se lo podrían decir —respondió Kaksa, recuperando el ánimo—. Yo no sé nada, milord.
—Usted miente —gritó Yanez, alzando la voz—. También los ministros del rajá lo saben: me lo han confirmado varias personas.
—Los otros quizá, no yo.
—¡Cómo! ¿El primer ministro de Sindhia sabe menos que sus inferiores? Excelencia, usted juega una pésima carta, se lo advierto.
—¿Y por qué querría saber, milord, dónde se encuentra escondida?
—Porque aquella piedra me es necesaria —respondió Yanez audazmente.
Kaksa Pharaum mandó una especie de rugido.
—¡Quiere hurtar aquella piedra! —gritó—. ¿No sabe que el cabello que contiene, pertenece, desde hace millares de años, a un dios protector de la India? ¿No sabe que todos los estados nos envidian aquella reliquia? ¿No sabe que, si nos fuese quitada, sería el fin de Assam?
—¿Quién lo ha dicho? —preguntó irónicamente Yanez.
—Lo han afirmado los gurús.
El portugués alzó los hombros, mientras el Tigre de la Malasia hacía oír una risita burlona.
—Le he dicho, Excelencia, que me es necesaria aquella concha: añadiré entonces, para aplacar sus temores, que no dejará Assam. No la tendré en mis manos más de veinticuatro horas, se lo aseguro.
—Entonces vaya a pedir al rajá tal favor. Yo no puedo otorgarlo, porque ignoro dónde los sacerdotes de la pagoda de Karia la esconden.
—¡Ah! No quiere decírmelo —dijo Yanez cambiando de tono—. ¡Lo veremos!
En aquel momento se oyó resonar el gong, suspendido externamente a la puerta.
—¿Quién viene a molestarnos? —preguntó Yanez, frunciendo el ceño.
—Yo, amo: Sambigliong —respondió una voz.
—¿Qué hay de nuevo?
—Tremal-Naik ha llegado.
Sandokan había dejado la pipa, y se había alzado precipitadamente.
La puerta se abrió y un hombre apareció, diciendo:
—Buenas noches, mis queridos amigos: aquí estoy listo para ayudarles.
Las manos derechas de Sandokan y de Yanez se habían tendido hacia el recién llegado que las había estrechado fuertemente, exclamando:
—Este es un bello día: me parece volverme joven junto a ustedes.
El hombre que así había hablado era un bellísimo tipo de indio bengalí, de alrededor de cincuenta años, de talla elegante y flexible, sin ser delgado, de facciones finas y enérgicas, la piel levemente bronceada y relucientísima y los ojos negrísimos y llenos de fuego.
Vestía como los ricos indios modernizados de la Young India que ya han dejado el dhoti y al dupatta por el traje anglo-indio, más simple, pero también más cómodo: chaqueta de tela blanca con alamares de seda roja, faja bordada y altísima, pantalones estrechos también blancos y un pequeño turbante rayado sobre la cabeza.
—¿Y tu hija Darma? —habían preguntado a una voz Yanez y Sandokan.
—Está en viaje por Europa, amigos —respondió el indio—. Moreland desea que su mujer visite Inglaterra.
—¿Sabes ya por qué te hemos llamado? —preguntó Yanez.
—Sé todo: quieren mantener la promesa hecha aquel terrible día en el cual el Rey del Mar se hundía bajo los tiros de cañón del hijo de Suyodhana.
—De tu yerno —añadió Sandokan, riendo.
—Es verdad... ¡Ah!
Se había volteado vivamente mirando al ministro del rajá que estaba inmóvil junto a la mesa, como una momia.
—¿Quién es ese? —preguntó el indio.
—El primer ministro de Su Alteza Sindhia, príncipe reinante de Assam —respondió Yanez—. ¡Uf! Llegas justo en buen momento. ¿Sabrías tú, Tremal-Naik, hacer hablar a este hombre que se obstina en no decirme la verdad? Ustedes los indios son grandes maestros.
—¿No quiere hablar? —dijo Tremal-Naik, examinando al desgraciado que parecía temblar—. Me han hecho hablar también a mí los ingleses, cuando estaba con los thugs. No obstante, Kammamuri es más diestro que yo en tales cosas. ¿Te oprime, Yanez?
—Sí.
—¿Has recurrido a las amenazas?
—Pero sin éxito.
—¿Ha cenado aquel señor?
—Sí.
—Es casi de mañana, por consiguiente puede tomar un bocadillo, o un simple tiffin sin cerveza, no obstante. ¿Verdad que lo aceptarás en nuestra compañía?
—Llámalo Excelencia —dijo Yanez maliciosamente.
—¡Ah! Perdone, Excelencia —dijo Tremal-Naik con acento un poco irónico—. Me había olvidado que usted es el primer ministro del rajá. ¿Acepta entonces un tiffin?
—Normalmente no desayuno hasta las diez de la mañana —respondió el ministro con los dientes estrechados.
—Usted, Excelencia, adoptará las costumbres de mis amigos. He partido ayer a la mañana de Calcuta, he comido muy mal en el ferrocarril, peor aún en su país, por consiguiente tengo el hambre de un tigre. Amigos, dejen que vaya a ordenar a Kammamuri un suculento desayuno. Supongo que los víveres no faltarán en esta vieja pagoda.
—Aquí reina la abundancia —respondió Yanez.
—Ven conmigo, entonces. Kammamuri es un cocinero habilísimo.
Se tomaron del brazo y salieron juntos, dejando solos al desgraciado ministro del rajá y a Sandokan.
Éste había vuelto a encender su chibuquí y, después de haberse tendido, se había puesto a fumar silenciosamente, espiando atentamente al prisionero.
Kaksa Pharaum se había dejado caer en una silla, tomándose la cabeza entre las manos. Parecía completamente aniquilado por aquel suceder de acontecimientos imprevistos.
Los dos personajes estuvieron varios minutos en silencio, uno continuaba fumando y el otro meditando sobre los tristes asuntos de la vida, luego el pirata, separando de los labios la pipa, dijo:
—¿Quiere un consejo, Excelencia?
Kaksa Pharaum había alzado vivamente la cabeza, fijando sus pequeños ojos sobre el formidable pirata.
—¿Qué quiere, sahib? —preguntó, batiendo los dientes.
—Debe decir, si quiere evitar mayores problemas, lo que desea saber mi amigo. ¡Cuidado, Excelencia! Es un hombre terrible, que no retrocederá ante ningún medio feroz. Yo soy el Tigre de la Malasia: él, el Tigre Blanco. ¿Cuál es más implacable? ¡Ah! No le sabría decir.
—Pero ya he dicho que ignoro dónde se encuentra la piedra de Shalágram.
—El cigarro que mi amigo le ha hecho fumar le ha nublado demasiado el cerebro —respondió Sandokan—. Es necesario un buen desayuno. Verá, Excelencia, cómo la memoria se vuelve límpida.
Volvió a tenderse sobre el diván y se puso nuevamente a fumar con total calma.
Un silencio profundo reinaba en el salón. Se habría dicho que fuera de aquellos dos personajes nadie más habitaba la vieja pagoda subterránea.
Kaksa Pharaum, más espantado que nunca, había vuelto a abatirse sobre su silla, con la cabeza entre las manos. El Tigre de la Malasia no respiraba, es más, se cuidaba de no hacer ningún ruido con los labios.
Sus ojos, no obstante llenos de fuego, no se separaban un solo momento del ministro. Comprendía que estaba en guardia.
Transcurrió una media hora, luego la puerta volvió a abrirse y otro indio entró, teniendo entre las manos un plato humeante que contenía pescados en una salsa negruzca.
Era un hombre en su cincuentena, de estatura más bien alta y membrudo, todo vestido de blanco, con el rostro muy bronceado que tenía reflejos de latón y que tenía en las orejas pendientes de oro que le daban un no sé qué de gracioso y de extraño.
—¡Ah! —exclamó Sandokan, bajando la pipa—. ¿Eres tú, Kammamuri? Muy feliz de volver a verte, siempre saludable y siempre fiel a tu amo.
—Los maratíes mueren al servicio de sus señores —respondió el indio—. Saludos a ti, invencible Tigre de la Malasia.
Otros cuatro hombres habían entrado, llevando otros platos llenos de alimentos diversos, botellas de cerveza y servilletas.
Kammamuri puso su plato delante del ministro, mientras entraban Yanez y Tremal-Naik.
El Tigre de la Malasia se había alzado para sentarse de frente al prisionero que miraba con terror ahora a uno y ahora a los otros, no obstante, sin pronunciar una sílaba.
—Perdone, Excelencia, si el desayuno que le ofrezco es muy inferior a la cena que he comido, pero estamos un poco alejados del centro de la ciudad y los negocios aún no han abierto. Haga honor a nuestra modesta comida y serénese. Tiene una cara de funeral.
—No tengo hambre, milord —balbuceó el desgraciado.
—Bájese algunos bocados para hacernos compañía.
—¿Y si me rehusase?
—En tal caso lo obligaría a la fuerza. No se hace la ofensa de rechazar a un milord. Nuestra cocina, por otra parte, no es menos buena que la suya: pruebe y se convencerá. Luego reanudaremos nuestra charla.
Como habíamos dicho, Kammamuri había puesto delante del ministro el primer plato que había llevado y que contenía los pescados que nadaban dentro de una salsa negruzca, obligándolo de tal modo a engullir aquel guiso.
El pobre diablo, viendo fijos sobre sí y amenazadores los ojos de Yanez, se decidió finalmente a comer aún cuando no tuviese nada de apetito.
Los otros no habían tardado en imitarlo, vaciando rápidamente los platos que tenían delante y que no parecían tener un guiso diferente, al menos en apariencia.
Kaksa Pharaum había engullido algunos bocados con grandes esfuerzos, cuando dejó caer bruscamente el tenedor mirando al portugués con desconcierto.
—¿Qué tiene, Excelencia? —preguntó Yanez, fingiendo gran estupor.
—Siento que me queman las vísceras —respondió Kaksa Pharaum que se había puesto pálido.
—¿No ponen también ustedes pimiento en sus guisos?
—No tan fuerte.
—Continúe comiendo.
—No... deme de beber... quema.
—¿De beber? ¿Qué cosa?
—De aquella cerveza —respondió el desgraciado.
—Ah no, Excelencia. Esta es exclusivamente para nosotros y luego usted, como indio, no podría beberla porque nosotros los ingleses, a fin de aumentar la fermentación de la cerveza, le ponemos algún pedazo de grasa de vaca. Usted, Excelencia, sabe mejor que yo, que para ustedes los indios, aquel animal es sagrado y quien lo coma estará sujeto a penas tremendas cuando esté muerto.
Sandokan y Tremal-Naik hicieron un esfuerzo supremo para contener una clamorosa risotada. ¿No podía inventar otra cosa aquel demonio de portugués? ¡Hasta grasa de vaca en la cerveza inglesa!
Yanez, que conservaba una seriedad maravillosa, llenó una taza de cerveza y la ofreció al ministro diciéndole:
—Si quiere, beba entonces.
Kaksa Pharaum había hecho un gesto de horror.
—¡No... nunca... un indio... mejor la muerte... agua milord... agua! —había gritado— ¡Tengo fuego en el vientre!
—¡Agua! —respondió Yanez—. ¿De dónde quiere que vayamos a tomarla, Excelencia? No hay ningún pozo en esta pagoda subterránea y el río está más lejos de lo que cree.
—¡Muero!
—¡Bah! No tenemos ningún interés en suprimirlo. Todo lo contrario.
—Me ha envenenado... ¡Tengo carbones encendidos en el pecho! —aulló el desgraciado—. ¡Agua! ¡Agua!
—¿La quiere, verdad?
Kaksa Pharaum se había alzado, comprimiéndose con las manos el vientre.
Tenía espuma en los labios y los ojos se le salían de las órbitas.
—¡Agua... miserables! —aullaba espantosamente.
Su voz no tenía nada más de humano. De los labios le salían rugidos que impresionaban incluso al Tigre de la Malasia.
También Yanez se había alzado frente al ministro.
—¿Hablará? —le preguntó fríamente.
—¡No! —aulló el desgraciado.
—Y entonces nosotros no te daremos una gota de agua.
—Estoy envenenado.
—Le digo que no.
—¡Deme de beber!
—¡Kammamuri! ¡Entra...!
El maratí, que debía estar detrás de la puerta, se adelantó llevando dos botellas de cristal llenas de agua limpísima y las puso sobre la mesa.

Kaksa Pharaum, en el extremo de su sufrimiento, había alargado las manos para aferrarlas, pero Yanez fue pronto a detenerlo.
—Cuando me hayas dicho dónde se encuentra la piedra de Shalágram podrás beber todo lo que quieras —le dijo—. No obstante, te advierto que permanecerás en nuestras manos hasta que la hayamos encontrado, por consiguiente sería inútil engañarnos.
—¡Me quemo todo! Una gota de agua, una sola...
—Dime dónde está la piedra.
—No lo sé...
—Lo sabes —respondió el implacable portugués.
—Máteme entonces.
—No.
—¡Son miserables!
—Si lo fuésemos, no estarías más vivo.
—¡No puedo resistir más!
Yanez tomó un vaso y lo llenó lentamente de agua.
Kaksa Pharaum seguía, con los ojos turbados, aquel hilo de agua, rugiendo como una fiera.
—¿Hablarás? —preguntó Yanez, cuando hubo terminado.
—Sí... sí... —agonizó el ministro.
—¿Dónde está entonces?
—En la pagoda de Karia.
—Lo sabemos también nosotros. ¿Dónde?
—En el subterráneo que se abre bajo la estatua de Shivá.
—Adelante.
—Hay una piedra... un anillo de bronce... levántela... bajo una campana...
—Jura por Shivá que has dicho la verdad.
—Lo... juro... quiero beber...
—Un momento todavía. ¿Vigila alguien en el subterráneo?
—Dos guardias.
—A ti.
En vez de tomar el vaso, el ministro aferró una de las dos botellas y se puso a beber del pico, como si no fuese a terminar más.
Vació más de la mitad, luego la dejó caer bruscamente y se desplomó, como fulminado, entre los brazos de Kammamuri que se le había puesto detrás.
—Recuéstalo en el diván —le dijo Yanez—. Por Júpiter, ¿qué droga infernal has puesto dentro de aquel guiso? Me aseguras que no morirá, ¿verdad?
—No tema, señor Yanez —respondió el maratí—. No he puesto más que una hoja de serhar; una planta que crece en mi país. Mañana este hombre estará muy bien.
—Lo vigilarás y pondrás a dos de los nuestros en la puerta. Si escapa estamos todos perdidos.
—¿Y nosotros entonces qué haremos? —preguntó Sandokan.
—Esperaremos a esta noche e iremos a apoderarnos de la famosa piedra de Shalágram y del no menos famoso cabello de Visnú.
—¿Pero por qué te importa tanto tener aquella concha?
—Lo sabrás más tarde, hermanito. Confía en mí.

NOTAS AL PIE DE PÁGINA DE SALGARI

Gurús: Sacerdotes de Shivá.

Tiffin: Almuerzo ligero de los anglo-indios, compuesto por carne, legumbres, cerveza.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Hay que hacer hablar a una persona y aparece... Tremal-Naik. Su descripción es, casi palabra por palabra, la misma que la del capítulo 3 de Los dos tigres. Sin embargo, en el original lo presenta con “circa quarant'anni” que ajusté a cincuenta, para mantener la coherencia entre las fechas y edades en la saga.

También ajusté la edad de Kammamuri, ya que en el original lo presenta como “presso la quarantina” (cerca de la cuarentena).

Chatrias: “Kotteri” en el original, en la India, individuo perteneciente a la segunda casta, o sea noble, guerrero.

Brahmanes: “Bramini” en el original, miembros de la primera de las cuatro castas tradicionales de la India.

Gurús: En el hinduismo, maestro espiritual o jefe religioso.

Goalpara: Localidad perteneciente al estado de Assam, India.

Thugs: Miembros de la fraternidad secreta de los estranguladores, adoradores de la diosa Kali.

Bayaderas: “Bajadere” en el original, es una bailarina y cantora india, dedicada a intervenir en las funciones religiosas o solo a divertir a la gente con sus danzas o cantos.

Toddy: Nombre malayo de la tuba, un licor suave y algo viscoso que se obtiene por destilación de la savia de distintas palmas. Recién destilado, es bebida refrescante, y después de la fermentación sirve para hacer vinagre o aguardiente.

Gong: Instrumento de percusión formado por un disco que, suspendido, vibra al ser golpeado por una maza.

Young India: Movimiento político reformista de la India. Entre 1919 y 1932 (varios años después de la publicación de la novela), Mahatma Gandhi publicó en India un diario semanal en inglés llamado, justamente, “Young India”. En “Los piratas de la Malasia” era el nombre del buque que transportaba a Kammamuri que encalla en Mompracem.

Dupatta: “Dubgah” en el original, es un chal típico de la vestimenta femenina en la India.

Tiffin: “Tiffine” en el original, es un almuerzo ligero típico de la India británica. Deriva del idioma inglés “tiffing”, entendido como una pequeña bebida. En el Sur de la India y en el Nepal se suele emplear el término con el sentido de "una comida entre horas".

Chibuquí: “Cibuc” en el original, es una pipa que usan los turcos para fumar, cuyo tubo suele ser largo y recto.

Serhar: No encontré referencia ni traducción para este tipo de planta. La que más se aproxima es la “shahi jeera” en hindi, que significa “comino imperial” y hace referencia a la especie “Bunium persicum” nativa de la India y utilizada en medicina y la cocina, pero no es picante.

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