martes, 24 de octubre de 2017

II. El rapto de un ministro


Yanez vació una copa de aquella pésima cerveza, sin hacer una mueca, luego sacó de una bellísima cigarrera de carey con iniciales en diamante, dos gruesos manila y le ofreció uno al ministro, diciéndole con una sonrisa bondadosa:
—Tome este cigarro, Excelencia. Me han dicho que es fumador, algo bastante raro entre los indios, que prefieren en cambio aquel detestable betel que arruina los dientes y daña la boca. Estoy seguro que jamás ha fumado un cigarro tan delicioso.
—He aprendido a fumar en Calcuta, donde he pasado algún tiempo en calidad de embajador extraordinario de mi rey —dijo el ministro, tomando el manila.
Yanez le ofreció un fósforo, encendió también su cigarro, arrojó al aire tres o cuatro bocanadas de humo perfumado, que por un instante ofuscaron la luz de la lámpara, luego reanudó, mirando fijo con cierta malicia al ministro, que saboreaba como conocedor el delicioso aroma del tabaco filipino:
—He venido aquí, como le dije, Excelencia, por encargo del virrey en Bengala para tener de usted informaciones sobre los movimientos que se están desarrollando en la alta Birmania. Ustedes que lindan con aquel turbulento reino, que nos ha dado siempre graves molestias, sabrán seguramente algo. Le advierto ante todo, Excelencia, que el gobierno de las Indias estará no solo agradecidísimo, sino que también lo recompensará largamente.
Oyendo hablar de recompensas, el ministro, venal como todos sus compatriotas, abrió de par en par los ojos y tuvo una risa disimulada de satisfacción.
—Sabemos más de lo que podría suponer —dijo luego—. Es verdad: en la alta Birmania ha estallado una violentísima insurrección, promovida al parecer por un emprendedor talapoi, que ha arrojado la túnica amarilla de monje para empuñar la cimitarra.
—¿Y contra quién?
—Contra el rey Thibau y sobre todo contra la reina Supayalat que ha hecho estrangular, el mes pasado, a las dos jóvenes mujeres del monarca, una de las cuales había sido escogida entre las princesas de la alta Birmania.
—¿Qué historia me cuenta?
—Se la explicaré mejor, milord —dijo el ministro, entornando los ojos—. Según las leyes birmanas, el rey puede tener cuatro esposas; no obstante, su sucesor está obligado a casarse con su propia hermana o por lo menos con una princesa pariente suya, a fin de que se conserve pura la sangre real. Cuando Thibau, que es el monarca actual, subió al trono, había en su familia dos hermanas dignas de subir al trono del hermano. El rey sentía mayor inclinación por la mayor; pero la más joven, la princesa Supayalat se había puesto en la cabeza volverse ella también reina, para esto dio muestras por todas partes del más ardiente afecto por el soberano y supo así inducir a la reina madre a decidir, en su alta sabiduría, que aquel amor merecía ser recompensado y que el hijastro debía casarse con ambas. No obstante, el proyecto fue desconsiderado por la mayor de las hermanas, la princesa Tabindeing que había preferido entrar en un monasterio budista. ¿Está claro todo esto?
—Clarísimo —respondió Yanez, que encontraba escaso interés en aquel relato—. ¿Y luego, Excelencia?
—Thibau entonces se casó con Supayalat y otras dos princesas, una de las cuales pertenecía a la alta clase de la Birmania septentrional.
—¿Y por despecho las hizo estrangular?
—Sí, milord.
—¿Y después qué ha sucedido? ¿Un nuevo estrangulamiento, por parte del rey esta vez?
—En absoluto. Supaya... pa... pa...
—Adelante, Excelencia —dijo Yanez, mirándolo maliciosamente.
—¿Dónde me había... quedado? —preguntó el ministro, que parecía hacer esfuerzos supremos para mantener abiertos los ojos.
—En el tercer estrangulamiento.
—¡Ah sí! Supaya... pa... pa... ¿Está claro?
—Clarísimo. He comprendido todo.
—Pa... pa... un hijo... Los astrólogos de la corte... ¿Me entiende bien, milord?
—Muy bien.
—Luego estranguló a las dos reinas...
—Lo sé.
—Y Su... pa...
—Me parece que se se vuelve terrible aquel pa... pa... para su lengua. ¡Por Júpiter! ¿Ha bebido demasiado esta noche?
El ministro, que por vigésima vez había cerrado y reabierto los ojos, miró a Yanez como absorto, luego dejó escapar de los labios el cigarro y de golpe se rindió primero sobre el respaldo de la silla, luego rodó a tierra como si hubiese sido golpeado por un síncope.
—¡Cigarro pillo! —exclamó Yanez, riendo—. Aquel opio debía ser de primera calidad. Y ahora, a trabajar, ya que todos duermen. ¡Ah! ¿Tú creíste, Sandokan, que mi imaginación se había apagado? Ya lo verás.
Recogió ante todo el cigarro, que el ministro había dejado caer y se arrimó a la ventana que estaba abierta.
Aún cuando no brillase ninguna lámpara más, siendo los indios muy económicos en cuanto a la iluminación, también porque las noches allí son claras y el cielo es casi siempre purísimo, divisó enseguida a varias personas que paseaban lentamente, en grupos de tres o cuatro, como honrados ciudadanos que gozan de un poco de frescura, fumando y charlando.
—Sandokan y los cachorros —murmuró Yanez, restregándose las manos—. Todo va muy bien.
Arrojó fuera la colilla del cigarro dejada caer por el ministro, arrimó a los labios dos dedos y mandó un silbido dulcemente modulado.
Oyéndolo, las personas que paseaban se detuvieron de golpe, luego, mientras algunas se dirigían a las dos extremidades de la calle a fin de impedir que alguien se acercase; un grupo se detuvo debajo de la ventana iluminada.
—Listos —dijo una voz.
—Espera un momento —respondió Yanez.
Arrancó los gruesos cordones de seda de la cortina, los ató juntos fuertemente, probó su solidez, luego aseguró un cabo al gancho de una imposta y el otro lo estrechó bajo las axilas del desgraciado ministro que conservaba siempre una inmovilidad absoluta.
—Pesa muy poco Su Excelencia —dijo Yanez, tomándolo en sus brazos.
Lo llevó hacia la ventana y habiendo aferrado estrechamente el cordón se puso a bajarlo.
Diez brazos estuvieron listos para tomarlo, apenas hubo tocado el suelo.
—Espérenme a mí, ahora —dijo Yanez en voz baja.
Habiendo apagado la lámpara, se agarró a la cuerda y en un instante se encontró en la calle.
—Eres un verdadero demonio —le dijo Sandokan—. No lo habrás matado, espero.
—Mañana estará tan bien como nosotros —respondió Yanez, sonriendo.
—¿Qué le has dado de beber a este hombre, que parece muerto?
—¡Este hombre! Más respeto por las Excelencias, hermanito. Es el primer ministro del rajá, mi querido.
—¡Saccaroa! Tú siempre das grandes golpes.
—Vamos y rápido, Sandokan. Puede llegar la guardia nocturna. ¿Tienes algún vehículo?
—Hay un tciopaya detenido en la esquina de la calle.
—Alcancémoslo sin perder tiempo.
Con un silbido semejante al que había lanzado poco antes Yanez, el pirata malayo hizo acudir a todos sus hombres que vigilaban en la extremidad de la calle y todos juntos llegaron a un gran carro, que tenía la caja pintada de azul y que sostenía una especie de pequeña cúpula formada por tirantes bajo la cual había dos colchones.
Era uno de aquellos cómodos vehículos que los indios utilizan cuando emprenden algún largo viaje y que son llamados tciopaya, donde, al reparo del sol, pueden comer, fumar y dormir, estando la caja dividida en dos partes: una que sirve como salón y una como dormitorio.
Cuatro pares de cebúes, blanquísimos, con las jorobas caídas y sus lomos cubiertos por gualdrapas de tela roja, estaban uncidos a la vara giratoria.
El ministro fue depuesto sobre un colchón, Yanez y Sandokan se sentaron al lado y, mientras sus compañeros, para no despertar sospechas, se dispersaban, el carro se puso en movimiento, guiado por un malayo vestido de indio que tenía en la mano una antorcha para iluminar el camino.
—A casa, enseguida —dijo Sandokan al cochero.
Luego, volviéndose hacia Yanez que estaba encendiendo un cigarrillo, le preguntó:
—¿Hablarás ahora? De ninguna manera consigo entender qué tipo de idea te ha nacido en el cerebro. Creí que te mataban de veras allí dentro.
—¡A un hombre blanco y milord! ¡Uf! Jamás lo habrían osado —respondió Yanez, aspirando lentamente el humo y arrojándolo con la misma lentitud.
—No obstante, has jugado una partida que podía costarte cara.
—Es necesario divertirse bien alguna vez.
—En fin, ¿qué quieres hacer con esta momia?
—Es una Excelencia, te he dicho.
—Que no será más una bella figura de la corte del rajá.
—Yo lo seré yo en cambio.
—¿Entonces quieres introducirte en la corte de aquel desconfiado tirano? Hace ocho días que todos nos repiten que no quiere ver a ningún europeo.
—Y yo te digo que me recibirá y con grandes honores. Espera que pueda tener en mis manos la piedra de Shalágram y el famoso cabello de Visnú y verás cómo me acogerá.
—¿Quién?
—El rajá —respondió Yanez—. ¿Crees que he venido aquí a mirar el bello país de mi Surama, sin darle también la corona?
—Esa era nuestra idea —dijo Sandokan—. No habría dejado el Borneo para dar paseos por las calles de Gauhati. No obstante, no consigo comprender qué tienen que ver el rapto de un ministro, el cabello de Visnú y la piedra de Shalágram con la conquista de un reino.
—¿Sabes ante todo, hermanito, dónde tienen los sacerdotes escondida la concha?
—No.
—Tampoco yo, aún cuando haya interrogado, en estos ocho días, a no sé cuántos indios.
—¿Quién nos lo indicará entonces?
—El ministro —respondió Yanez.
Sandokan miró al portugués con verdadera admiración.
—¡Ah! ¡Qué diablo de hombre! —exclamó luego—. Tú serías capaz de jugárselas a Brahma, Shivá y a Visnú juntos.
—Quizá —respondió Yanez, riendo—. No obstante, encontraremos en la corte del rajá un obstáculo que será duro de derribar.
—¿Qué es?
—Un hombre.
—Si has raptado un ministro, podrías hacer desaparecer también a aquel.
—Se dice que goza de una gran influencia en la corte y que es él quien hace de todo para impedir a los extranjeros de raza blanca meter dentro los pies.
—¿Quién es?
—Un europeo, me han dicho.
—Algún inglés.
—No he podido saberlo. Nos lo dirá el ministro.
Una brusca parada que por poco no les hizo perder el equilibrio, interrumpió su conversación.
—Hemos llegado, amo —dijo el conductor del carro.
Diez o doce hombres, los mismos que los habían ayudado a raptar al ministro, habían salido de una puerta, formándose silenciosamente a los dos lados del vehículo.
—¿Los ha seguido alguien? —les preguntó Sandokan, brincando a tierra.
—No, amo —respondieron a una voz.
—¿Nada nuevo en la pagoda?
—Calma absoluta.
—Tomen al ministro y llévenlo al subterráneo de Krishna.
El carro se había parado delante de una gigantesca roca que se apoyaba en parte en el Brahmaputra y que se alzaba en una localidad completamente desierta, no habiendo alrededor mas que antiquísimas murallas semi destruidas, que en algún tiempo debían haber servido de cerco a la ciudad y que ahora eran montones colosales de escombros.
En el frente, por encima de una puerta de bronce, se divisaban confusamente divinidades indias, de piedra negra, alineadas sobre una especie de cornisa sostenida por una infinidad de cabezas de elefante, excavadas en la roca y que tenían las probóscides enrolladas.
Debía ser alguna pagoda subterránea, como tantas otras en la India, porque en lo alto no se veía ninguna cúpula ni semicircular, ni piramidal.
Otros hombres habían salido, llevando antorchas y uniéndose a los primeros. Parecía que todas aquellas personas, aún cuando vistiesen trajes típicos asameses, pertenecían a dos razas bien distintas que nada o muy poco tenían de indio.
En efecto, mientras algunos eran bajos y más bien corpulentos, con la piel oscura que tenía reflejos aceitunados con matices rojizo oscuro y los ojos pequeños y negrísimos, otros en cambio, eran bastante altos, de color amarillento, con facciones bellísimas, casi regulares y los ojos grandes, bien abiertos e inteligentísimos.
Un hombre que hubiese tenido profundos conocimientos de las regiones malayas, no habría dudado en clasificar a los primeros como malayos auténticos y a los otros como dayak borneanos, dos razas que se igualaban por ferocidad, por audacia y por coraje indómito.
—Tomen este hombre —había dicho Yanez, descendiendo del carro y presentando al ministro siempre dormido.
Un malayo que tenía el rostro arrugado, pero los cabellos todavía negrísimos y formas casi atléticas, aferró entre los poderosos brazos a Kaksa Pharaum y lo transportó a la pagoda.
—Conduce el carro al escondite —prosiguió Yanez volviéndose hacia el conductor—. Cuatro hombres permanezcan aquí afuera en guardia. Podemos haber sido seguidos.
Tomó bajo el brazo a Sandokan, reavivó el cigarrillo y cruzaron el umbral, adentrándose en un angosto corredor, lleno de escombros separados de la húmeda bóveda y que parecía se adentrase en las vísceras de la colosal roca.
Después de haber recorrido cincuenta o sesenta metros, precedidos por los hombres que llevaban las antorchas y seguidos por los otros, llegaron a una inmensa sala subterránea, excavada en la roca viva, de forma circular, en cuyo centro se erguían, sobre una piedra rectangular, de dimensiones enormes, las tres diosas: Párvati, Laksmí y Saravasti, la primera protectora de las armas, puesto que es la diosa de la destrucción; la segunda, de los carruajes, de las batallas y de los animales como diosa de la riqueza; la tercera, de los libros y de los instrumentos musicales como diosa de las lenguas y de la armonía.
—Deténganse aquí —dijo Yanez a aquellos que lo acompañaban—. Tengan listas las carabinas: no se sabe nunca lo que pueda suceder.
Tomó una antorcha y, seguido siempre por Sandokan, entró en un segundo corredor, un poco más estrecho que el primero y lo recorrió hasta que hubo llegado a una estancia, también subterránea, amueblada suntuosamente e iluminada por una bellísima lámpara dorada que sostenía un globo de vidrio amarillento.
Las paredes y el piso estaban cubiertos de espesos tapices de Guyarat, centelleantes de oro y representando generalmente bestias extrañas, solo existentes en la ardiente fantasía de los hindúes y alrededor habían cómodos y anchos divanes de seda y repisas de metal sosteniendo frascos dorados y copas.
En el medio, una mesa con incrustaciones en madreperla y tirantes de tortuga que formaban bellísimos diseños, con varias sillas de bambú alrededor.
Solo una parte de la pared estaba descubierta, habiendo encastrado, en un vasto nicho, un pastor con la cara negra: era Krishna, el destructor de los reyes malvados y crueles, que constituían la infelicidad del pueblo indio.
El ministro había sido depuesto sobre uno de aquellos suaves divanes y roncaba beatamente como si se encontrase en su lecho.
—Es tiempo de despertarlo —dijo Yanez, arrojando el cigarrillo y tomando de una ménsula un frasco de cuello larguísimo, cuyo vidrio rojo estaba encerrado por una especie de red de metal dorado—. Tenemos práctica con venenos y antídotos, ¿verdad, Sandokan?
—Hemos estado tantos años allá abajo, en el reino del upas —respondió el pirata—. ¿Le has hecho fumar opio?
—Bien escondido bajo la hoja del cigarro —dijo Yanez—. Lo había cubierto tan bien como para desafiar al ojo más suspicaz.
—Dos gotas de aquel líquido en un vaso de agua bastarán para hacerlo saltar en pie. Su cerebro no tardará mucho en despejarse.
—Veamos —dijo el portugués. Llenó un vaso de agua con una botella de cristal que se encontraba sobre la mesa y le dejó caer dos gotas de un líquido rojizo.
El agua burbujeó, tomando un color sanguíneo, luego poco a poco recuperó su usual limpidez.
—Ábrele la boca, Sandokan —dijo entonces el portugués.
El pirata se acercó al ministro teniendo en la mano un puñal y con la punta lo forzó a abrir los dientes, que estaban fuertemente cerrados.
—Pronto —dijo Sandokan.
Yanez vertió en la boca de Kaksa Pharaum el contenido del vaso.
—Dentro de cinco minutos —dijo el Tigre de la Malasia.
—Entonces puedes encender tu pipa.
—Creo que será mejor.
El pirata tomó de una ménsula una espléndida pipa adornada con perlas a lo largo del caño, la llenó de tabaco, la encendió y se tendió sobre uno de los divanes, como un bajá turco, poniéndose a fumar con deliberada largura.
Yanez, inclinado sobre el ministro, lo escrutaba atentamente. La respiración, poco antes afanosa del indio, poco a poco se volvía regular y sus párpados sufrían de vez en cuando una especie de temblor, como si hiciesen esfuerzos por alzarse.
También las piernas y los brazos perdían su rigidez: los músculos, bajo la misteriosa influencia de aquel líquido, se aflojaban.
De pronto, un suspiro más largo escapó de los labios del ministro, luego, casi enseguida los ojos se abrieron, fijándose sobre Yanez.
—Ama demasiado el reposo, Excelencia —dijo Yanez irónicamente—. ¿Cómo hacen sus sirvientes para despertarle? Le he hecho hacer un viaje que ha durado más de una hora y no ha cesado un solo momento de roncar. No sirve demasiado bien a su señor.
—Por... ¡Milord! —exclamó el ministro, alzándose de golpe y dando alrededor una mirada maravillado.
—Sí, yo, milord.
—Pero... ¿Dónde estoy?
—En casa de milord.
El ministro estuvo un momento silencioso, continuando girando los ojos alrededor, luego exclamó:
—¡Por Shivá! Jamás he visto este salón.
—¡Lo desafío! —respondió Yanez, con su usual flema burlona—. Jamás se ha dignado a visitar el palacio de milord.
—¿Y aquel hombre quién es? —preguntó Pharaum, indicando a Sandokan, que continuaba fumando plácidamente como si la cosa no le concerniese en absoluto.
—¡Ah! Aquel, Excelencia, es un hombre terrible, que fue llamado por su ferocidad, el Tigre de la Malasia. Es un gran príncipe y un gran guerrero.
Kaksa Pharaum no pudo esconder un estremecimiento.
—No tenga miedo de él, no obstante —dijo Yanez, que se había percatado del espanto del ministro—. Cuando fuma es más dulce que un niño.
—¿Y qué hace aquí, en su casa?
—Viene a hacer algunas veces compañía a milord.
—¡Usted se burla de mí! —gritó Kaksa, furibundo—. ¡Basta! ¡Ha bromeado bastante! ¿Se ha olvidado que soy tan poderoso como el rajá de Assam? ¡Usted pagará caro este juego! Dígame dónde estoy y por qué me encuentro aquí, en vez de estar en mi palacio o yo...
—Puede gritar lo que quiera, Excelencia, nadie oirá su voz. Estamos en un subterráneo que no transmite afuera ningún ruido. Por otra parte, tranquilícese: no voy a hacerle mal alguno si no se obstina en permanecer mudo.
—¿Qué quiere de mí? Hable, milord.
—Deje antes que le diga, Excelencia, que toda resistencia por parte suya sería absolutamente inútil, porque a diez pasos de nosotros hay treinta hombres que ni siquiera un regimiento entero de cipayos sería capaz de detener. Acomódese y escuche pacientemente una página de la historia de su país.
—¿De parte de usted?
—De mí, Excelencia.
Lo empujó dulcemente hacia una silla, obligándolo a sentarse, tomó algunas tazas de cristal finísimo y un frasco, llenándolas de un licor color oro viejo, luego abrió la cigarrera, ofreciéndole al prisionero.
Al ver los gruesos manila, Kaksa Pharaum hizo un gesto de terror.
—Puede escoger sin temor —dijo Yanez—. Estos no contienen ni siquiera una partícula de opio. Si tiene alguna sospecha, prenda un cigarrillo, a su elección.
El ministro hizo un feroz gesto de denegación.
—Entonces deguste este licor —continuó Yanez—. Mire: yo también lo bebo. Es excelente.
—Más tarde: hable.
Yanez vació su taza, encendió el cigarrillo, luego, apoyándose cómodamente en el dorso del respaldo de la silla, dijo:
—Escúcheme entonces, Excelencia. La historia que voy a narrarle no será larga, no obstante, le interesará mucho.
Sandokan, siempre tendido sobre el diván, fumaba silenciosamente, conservando una inmovilidad casi absoluta.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

No sé de dónde habrá sacado Salgari que el rey de Birmania podía tener solamente cuatro esposas, ya que Mindon Min, padre de Thibau, tuvo 45 consortes y 70 hijos de nacimiento real y otros tantos con damas de honor y otras mujeres casuales. Por otro lado, Supayalat convenció a Thibau de no volver a casarse, convirtiéndose en el primer —y último— rey birmano monógamo. Por eso tampoco es correcto que Thibau se haya casado con 2 esposas más.

Betel: Planta trepadora de la familia de las Piperáceas. Tiene cierto sabor a menta y estimula la producción de saliva. Es usado para prevenir diarreas y parásitos intestinales así como tos, asma y halitosis.

Alta Birmania: Región central y norte de la actual Myanmar; fue la última en caer bajo el dominio británico, en noviembre de 1885, luego de la tercera guerra anglo-birmana.

Talapoi: “Talapoino” en el original, proviene del portugués “talapão” y esta del mon antiguo “tala pôi” que significa “mi señor”. Es un monje budista (bhikkhu) de Pegu, región de Myanmar. Esta designación fue utilizada también por los europeos para los monjes budistas de otros países. La traducción al castellano de “talapoi” (también “talapones”) aparece en algunos libros antiguos.

Thibau: “Phibau” en el original, fue el último rey de la dinastía Konbaung (también conocida como dinastía Alaungpaya) que gobernó Birmania desde la muerte de su padre Mindon Min, en 1878 y hasta el final de la tercera guerra anglo-birmana en 1885.

Supayalat: “Su-payah-Lat” en el original, fue la última reina de Birmania que reinó en Mandalay entre 1878 y 1885. Los ingleses la llamaban despectivamente “soup plate” (plato de sopa). Estaba casada con su medio hermano Thibau (hijos ambos del rey Mindon Min). Planificó, junto a su madre, el asesinato de entre 80 y 100 miembros de la familia real para que su esposo llegara al reinado luego de la muerte del padre de ambos.

Reina madre: Se trata de la reina de Alenandaw (significa “Palacio Medio”), también conocida como Hsinbyumashin o “Señora del Elefante Blanco”, consorte de Mindon Min que manejó Birmania en los últimos días del rey, después de la rebelión palaciega en 1866, y era la madre de la princesa Supayalat.

Tabindeing: “Ta-bin-deing” en el original, no es el nombre en sí de la princesa, sino un título que se le aplicaba a la princesa que permanecía soltera para casarse con el próximo rey. Su nombre real era Supayagyi, hermana mayor de Supayalat y primera opción de Hsinbyumashin para casarse con Thibau.

Síncope: Pérdida repentina del conocimiento y de la sensibilidad, debida a la suspensión súbita y momentánea de la acción del corazón.

Imposta: Hilada de sillares algo voladiza, a veces con moldura, sobre la cual va sentado un arco.

Saccaroa: La exclamación utilizada por Sandokan no tiene ninguna traducción o definición. Es simplemente una invención de Salgari. Según la Edizione annotata: Il primo ciclo della Jungla (Mario Spagnol, 1969), esta palabra podría derivar del urdu “shakria”, que significa gracias.

Tciopaya: Según el libro “Le Tour du Monde” (Louis Rousselet, 1868), es un gran carro tirado por bueyes para viajes largos.

Gualdrapas: Cobertura larga, de seda o lana, que cubre y adorna las ancas de la mula o del caballo.

Brahma: En el hinduismo es el dios creador del universo.

Shivá: “Siva” en el original, es el dios destructor del hinduismo.

Krishna: “Quiscena” en el original, según el hinduismo es la octava encarnación de Visnú y en sánscrito significa “negro” u “oscuro”.

Dayak: Es un término geográfico que no denomina con exactitud a una etnia o tribu, pero sí distingue a la gente indígena de la demás población malaya que habita en las zonas costeras de la isla de Borneo.

Párvati: “Parvati” en el original, es una diosa de la religión hinduista. Su nombre significa “hija del monte Parvata”. Hija de Hima-vat (“que tiene nieve”, los montes Himalaya) y esposa de Shivá.

Laksmí: “Latscimi” en el original, es la consorte eterna del dios Visnú, y diosa de la belleza y de la buena suerte.

Sarasvati: “Sarassuadi” en el original, es la diosa del conocimiento en la religión védica y una de las tres principales, junto a Laksmí y Párvati. Es esposa, o hija, o ambas del dios Brahma. Se la muestra junto a un pavo real, que representa la arrogancia y el orgullo.

Guyarat: “Guzerate” en el original, es un estado que en la época de la colonia británica pertenecía a la provincia de Bombay. Está al noroeste de India limitando con Pakistán, actualmente es su estado más industrializado después de Maharashtra. En la ciudad de Surat, se concentra un importante centro de comercio de diamantes.

Upas: Palabra de origen javanés que significa “veneno”. Se utiliza para designar al veneno extraído del látex del árbol Antiaris toxicaria de la familia de las moráceas.

Bajá: “Pascià” en el original; en el Imperio otomano, alto funcionario, virrey o gobernador.

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