martes, 19 de septiembre de 2017

XXXII. El hijo de Suyodhana


No, los últimos tigres de Mompracem no estaban vencidos aún, no obstante podían estarlo bien pronto, no sabiendo más donde abastecerse del combustible tan necesario para ellos, tanto y quizá más que la pólvora para disparar.
El carbón disminuía a vista de ojo y los pozos estaban casi vacíos y ninguna esperanza se ofrecía para encontrar alguna nave. Era necesario tomar una decisión suprema, y enseguida fue tomada por Sandokan y Yanez, acordada con Tremal-Naik y con el ingeniero norteamericano.
Fue deliberado alcanzar sin demora la isla de Gaya, donde se habían reunido los praos en espera del fin de la guerra, no es que allí esperasen encontrar el combustible, pero para tener al menos, en el momento supremo, el apoyo de aquellos veleros y al mismo tiempo para enviar a algunos a Brunéi para cargarlos.
Tratándose de pequeños leños mercantes, que podían enarbolar cualquier bandera, nadie podría poner obstáculos si pidiesen embarcar carbón.
La cuestión consistía en poder alcanzar aquella isla, lejos a más de cuatrocientas millas, antes de que la escuadra aliada que ya debía haber abandonado definitivamente las aguas de Sarawak, cayese sobre el Rey del Mar y lo sorprendiese con los fuegos casi apagados, obligándolo a aceptar la lucha contra fuerzas enormemente superiores.
Por el momento no parecía que aquel gran peligro lo amenazase porque a la mañana, por un jong que venía del sur, tenían la seguridad de que ninguna nave de guerra había sido vista en las aguas de Labuan, ni en las de Brunéi.
El Rey del Mar, apenas terminado aquel breve consejo, fue dirigido enseguida hacia el noreste, a modo de pasar muy lejos también de Mompracem y mantenerse al poniente de los dos grandes bancos de Samarang y de Vernon.
Para economizar lo más posible el carbón, habían sido apagadas la mitad de las calderas, de modo que el crucero no avanzaba mas que con la velocidad de apenas seis nudos.
Sandokan, más que Yanez, se había puesto nerviosísimo, de pésimo humor.
Se lo veía pasear largas horas sobre la passerelle, escrutar ansiosamente el horizonte, presa de una creciente preocupación. No era más el hombre tranquilo, impasible de hacía un tiempo, seguro de su nave y de su artillería, que se reía de los peligros y los enfrentaba con la sonrisa en los labios, fumando flemáticamente su pipa.
Varias veces al día descendía a los depósitos de carbón, ahora ya casi vacíos, o se detenía delante de las calderas, cuyas bocas hambrientas demandaban insistentemente alimento, sintiendo terribles apretones en el corazón cuando los foguistas precipitaban, entre las llamas casi moribundas, paladas de combustible.
Cuando volvía a subir tenía la frente tempestuosa y paseaba sombrío, taciturno, por largo tiempo, entre las torres de popa y de proa, con los brazos cruzados y la cabeza inclinada, sin hablar con nadie.
Solo doscientas treinta millas dividían al Rey del Mar de las costas occidentales de Borneo, cuando una grave noticia se dispersó a bordo.
Un pequeño velero que venía del sur y que había sido interrogado, había dado una respuesta que había hecho temblar a la tripulación entera del crucero.
—Cruceros ingleses al sudoeste.
—¿Cuántos?
—Dos.
—¿Encontrados cuándo...?
—Ayer a la tarde.
Era necesario huir. Aquellas dos naves debían ser la vanguardia de alguna escuadra y podían llegar de un momento a otro y descubrir al corsario.
—Se van nuestras últimas provisiones de combustible —había dicho Sandokan a Yanez.
—¿Y luego?
—Estaremos listos para el combate.
El Rey del Mar enseguida había apresurado la carrera. Escapaba precipitadamente, a doce nudos, sacrificando las últimas toneladas de combustible, con pocas esperanzas de encontrar una nave mercante y saquear su carbón antes de que llegase la escuadra.
La vigilancia había sido redoblada a bordo. Hombres con vista de lince velaban sobre las cofas.
Mientras tanto Sandokan había dado la orden de prepararse para la batalla, que presumiblemente debía ser la última, excepto un milagro.
A ciento cuarenta millas todavía, la velocidad disminuye. Los pozos están exhaustos y las calderas agonizan debilitándose minuto a minuto.
El momento terrible se acerca, sin embargo todos están calmados a bordo porque todos, por largo tiempo, han hecho el sacrificio de sus vidas. Ninguno tiene miedo a la muerte que los amenaza y miran impasibles las aguas que se volverán sus velos fúnebres.
Quizá lamentan una cosa sola: la de morir lejos de Mompracem.
A las ocho de la noche el Rey del Mar casi se detuvo, cerca del gran banco de Vernon. Todo lo que podía dar calor había sido devorado por las desmesuradas calderas de las máquinas.
Los barriles de alquitrán, las cajas de calabrotes embebidas con las provisiones de licor del castillo de popa, las materias grasas de la despensa, los muebles de las salas, incluso los catres y los efectos personales de la tripulación.
Si se hubiesen podido transformar las paredes metálicas de la nave igualmente en combustible, aquellos hombres no hubieran vacilado en hacerlo, con tal de alcanzar las costas de Borneo aún demasiado lejanas.
Sandokan, sintiendo detenerse la nave, se había dirigido lentamente hacia popa, más sombrío que nunca, apoyándose en la amura.
No había pronunciado palabra, ni había hecho ningún gesto. Solamente había encendido la pipa, fumando con mayor furia que lo usual, fijando la mirada sobre el horizonte, que rápidamente se volvía oscuro y Yanez lo había imitado.
Era por aquella parte que venía el peligro y lo sentían acercarse terrible, formidable, aplastante e implacable.
La oscuridad había caído sobre el mar, tiñendo las aguas de un color casi negro. Alguna rara estrella aparecía en el cielo, entre los desgarros de las nubes alzadas con la brisa que soplaba del sur.
Un silencio profundo reinaba a bordo, desde que las máquinas habían cesado de funcionar, sin embargo todos los doscientos cincuenta hombres que formaban la tripulación del crucero estaban sobre la cubierta, quien sobre las amuras, quien detrás de las gigantescas piezas de las torres. Pero nadie hablaba.
Hacia medianoche Tremal-Naik se acercó a Sandokan que aún no había abandonado su puesto.
—Amigo mío —le dijo—, ¿qué nos queda por hacer?
—Prepararnos para morir —respondió el Tigre de la Malasia, con voz calmada.
—Yo estoy listo, ¿y las niñas?
Sandokan en vez de responder, extendió la mano derecha hacia el oeste, y dijo:
—Ahí están: ¿las ves?
—¿Quiénes, Sandokan?
—Las naves enemigas.
—¡Ya! —murmuró el indio que no pudo frenar un estremecimiento.
—Acuden como bestias feroces para destruir a los últimos tigres de la Malasia. Sus miradas ya están fijas sobre nosotros.
Tremal-Naik miró en la dirección indicada, mientras los últimos hombres de guardia sobre la plataforma gritaban:
—¡Naves a popa!
Varios puntos luminosos centelleaban en el horizonte y se agrandaban rápidamente.
—¿Están listos nuestros hombres? —preguntó Sandokan.
—Sí —respondió Yanez que estaba cerca.
—¿Y las niñas? —preguntó con un temblor.
—Están tranquilas.
—Querría salvarlas.
—¿Qué deberíamos hacer?
—Desembarcarlas en una chalupa y alejarlas antes de que aquellas naves nos encierren.
—Se rehusarán; me han jurado que si debemos morir, ellas se hundirán con nosotros.
—¡Aquí está la muerte...!
—La esperan.
—Sálvalas, Yanez.
—Te repito que se rehusarían; no insistas.
—¡Pues bien, que así sea...! ¡Si debemos morir, no caeremos sin venganza...! ¡A mí, tigres de Mompracem!
Las naves enemigas acudían a todo vapor, formando un amplio semicírculo, que debía más tarde estrecharse hasta cerrarse, para tomar en el medio al Rey del Mar y mandarlo roto, estrellado, a pique con el abundante número de su artillería.
Sandokan y Yanez, que en el supremo momento del peligro habían recuperado la calma, impartían las órdenes con voz tranquila.
Cuando vieron que todos los hombres estaban en sus puestos de combate, fueron a la passerelle.
Sobre el mástil militar de popa habían hecho izar la bandera roja con la cabeza de tigre en medio.
Cuatro haces de luz, proyectados por reflectores, se habían concentrado sobre el Rey del Mar, siempre inmóvil, iluminándolo como en pleno día.
—Sí, mírennos: somos nosotros —dijo Sandokan.
Cuatro grandes naves a vapor, sin duda las más poderosas de la flota de los aliados, se habían dispuesto silenciosamente en semicírculo alrededor del Rey del Mar, amenazándolo con numerosas artillerías. No obstante, ningún tiro había sido disparado.
Esperaban el alba para empeñar la lucha o para intimar a la rendición, palabra esta que no existía en la lengua del orgulloso pirata.
Darma se había acercado silenciosamente a la amura de popa. Estaba palidísima, pero tranquila, como toda la tripulación del crucero. Su mirada vagaba de una nave a la otra con viva insistencia. ¿Qué buscaba? Seguramente a sir Moreland.
Una voz secreta le decía que el hombre amado debía estar cerca, en uno de aquellos poderosos acorazados que demolerían al pobre y ahora ya impotente Rey del Mar.
Mientras tanto las naves aliadas, que habían apagado los reflectores eléctricos, giraban lentamente alrededor del crucero, estrechando siempre más el cerco. Desfilaban como fantasmas en la noche oscurísima y parecía que sus fanales, como ojos ardientes, se fijasen sanguinariamente sobre su víctima.
No obstante, no estaban al alcance útil de las grandes artillerías. Ahora ya seguros de tener a los tigres de Mompracem, no tenían apuro en estrecharse demasiado encima de ellos.
Hacia las dos de la mañana, Sandokan y Yanez que nunca habían dejado su puesto, fueron vistos descender lentamente de la passerelle, y dirigirse hacia el centro de la nave. Estaban siempre fríos, impasibles.
Se acercaron a Tremal-Naik que estaba apoyado en un cabrestante, siguiendo con la mirada inquieta a su hija que vagaba, como un fantasma sobre el castillo de proa.
—Amigo —le dijo Sandokan con acento triste—. Aquí a la mañana se hundirán los últimos tigres de Mompracem.
Tremal-Naik había sentido un estremecimiento y había alzado vivamente la cabeza.
—¿Quiénes crees que sean aquellos cruceros para poder vencer a tu poderosa nave? —preguntó.
—Los cuatro grandes cruceros que han intentado capturarnos en la bahía de Sarawak. Estamos seguros de no equivocarnos.
—¿Y aquellos hundirán a tu Rey del Mar?
—Tengo la convicción.
—Y también yo —dijo Yanez—. Aquellas naves deben poseer una artillería formidable y son cuatro.
—Y luego estamos inmovilizados —añadió Sandokan.
—En fin, ¿qué quieres concluir? —preguntó el indio.
—Proponerte que te dirijas a bordo de una de aquellas naves y te rindas, conduciendo contigo a tu hija y a Surama.
Tremal-Naik se había erguido, haciendo un gesto de sorpresa y al mismo tiempo de dolor.
—¡Alejarme de ustedes! —exclamó—. ¡Oh no, nunca! Si aquí mueren los últimos tigres de Mompracem a quienes debo mi vida y tanto agradecimiento, morirán también el viejo cazador de la jungla negra y su hija.
—No obstante, debo advertirte que tu hija ama y es correspondida por un hombre que podría hacerla feliz —dijo Sandokan.
—Sir Moreland, ¿verdad? —dijo Tremal-Naik—. Me había dado cuenta. ¿Han informado a Darma del grave peligro que corremos?
—Sí —respondió Yanez.
—¿Qué te ha dicho?
—Que no dejará nuestra nave.
—No podía responder de otra manera —dijo el indio, con orgullo—. La buena sangre no miente. Si el destino ha señalado nuestro fin, que se cumpla.
Se estrecharon la mano y se dirigieron los tres hacia el puente de mando.
De pronto Yanez se detuvo, mandando un grito:
—¡Estúpido! Y yo que otra vez lo había olvidado.
—¿A quién? —preguntaron a una voz Sandokan y Tremal-Naik.
—Al demonio de la guerra.
Una loca esperanza había atravesado el cerebro del portugués. Se había acordado en aquel momento del científico norteamericano, Paddy O’Brien, que tenía como prisionero en uno de los camarotes del castillo de popa, mirado día y noche. Descendió rápidamente bajo cubierta, atravesó el pasillo y se detuvo delante de la pequeña estancia ocupada por el hombrecillo:
—Despierta al prisionero —dijo al malayo de guardia.
—Ya está en pie, señor Yanez.
Yanez abrió la puerta y entró. Paddy O’Brien estaba sentado delante de una mesa y parecía inmerso en un cálculo intrincadísimo, con la nariz sobre una hoja de papel cubierta de cifras.
—¿Usted, señor de Gomera? —dijo el doctor, asegurándose los anteojos—. ¿Qué viento lo conduce aquí? Hace mucho que no lo veo y lo esperaba.
—Doctor —dijo el portugués sin preámbulos—, las naves enemigas nos han rodeado y estamos por ser echados a pique.
—¡Ah! —dijo el norteamericano sin alterarse.
—Usted me ha dicho que es poseedor de un tremendo secreto.
—Y se lo confirmo.
—Ha llegado el momento de experimentarlo, señor demonio de la guerra.
—Haga llevar a cubierta mis cajas.
—¿No hará saltar nuestra nave, en cambio? —preguntó Yanez un poco inquieto.
—Saltaría también junto a usted y por ahora no tengo ningún deseo de morir —respondió el doctor—. Señor de Gomera, aprovechemos estos momentos de calma.
Subieron a cubierta, mientras los marineros llevaban las cajas del doctor.
—Allá están las naves aliadas —dijo Sandokan acercándose al científico.
—Sí y veo que nos han rodeado —respondió Paddy O’Brien, frunciendo el ceño—. He aquí la que saltará primero.
Una nave, un pequeño crucero, que antes no había sido divisado, se había separado del grueso de la escuadra y giraba alrededor del Rey del Mar manteniéndose a una distancia de dos mil a tres mil metros. ¿Venía a espiar o a provocar el fuego de los piratas de Mompracem?
Paddy O’Brien hizo abrir sus cajas que contenían aparatos eléctricos, incomprensibles para Yanez y para Sandokan.
Examinó atentamente todo, sin prisa y con gran calma, como un hombre seguro de lo que hacía, luego volviéndose hacia Yanez que lo vigilaba con la mano derecha apoyada en la culata de la pistola, le dijo:
—Cuando quiera.
—Haga funcionar su aparato.
—He aquí que cuando la nave nos pase por estribor: saltará —dijo Paddy fríamente.
Un escalofrío había recorrido por los huesos de todos los marineros que circundaban al norteamericano. ¿Sería capaz de obrar el milagro aquel pequeño hombre?
—Atención —gritó de pronto el norteamericano.
Apenas había pronunciado aquellas palabras que un relámpago enceguecedor rompió bruscamente la oscuridad, seguido por un espantoso estruendo.
Una inmensa columna de agua se había alzado en torno del pequeño crucero, mientras que una tempestad de chatarra caía todo alrededor.
Un inmenso alarido, escapado de centenares de pechos, había resonado lúgubremente por el aire, apagándose bruscamente.
La nave había saltado por el aire y se hundía rápidamente con los flancos destrozados.
En el mismo instante una granada estallaba sobre el puente del Rey del Mar entre el aparato y Paddy O’Brien. El norteamericano había mandado un grito y había caído casi a los pies de Yanez que había escapado milagrosamente a las esquirlas del proyectil.
—¡Doctor! —gritó el portugués, precipitándose sobre él.
—Mis... mis... —murmuró el desgraciado inventor, agitando los brazos con un gesto desesperado.
Se llevó las manos al pecho, para comprimirse la sangre que escapaba de una horrible herida.
Sandokan se había lanzado hacia las cajas.
Un grito de desesperación se le escapó.
La granada había destruido el aparato, y había desmenuzado las pilas.
Yanez había alzado dulcemente la cabeza del norteamericano.
—Señor O’Brien —dijo, mientras un sollozo le moría en la garganta.
El herido abrió los ojos fijándolos en el portugués. Un rauco silbido le salía de los labios a largos intervalos.
—Ter... minado... ter... minado... —agonizó. Con la mano derecha sucia de sangre estrechó la de Yanez, luego se agazapó sobre sí mismo y cayó.
—Muerto —dijo Yanez con voz triste.
—He aquí la primera víctima —respondió Sandokan.
Yanez depuso sobre la toldilla al desgraciado inventor, le cerró los ojos, lo cubrió con una tela arrancada allí, luego levantándose en toda su altura, dijo:
—Todo está terminado: aquí morirán los últimos tigres de Mompracem. ¡Tremal-Naik, Darma, Surama, a mi torreta y ustedes, a sus piezas! ¡Nuestras vidas están en las manos de Dios...!
—¡A sus puestos de combate! —gritó Sandokan—. Mostrémoles a esos cómo saben morir los piratas de la Malasia.
El alba, un alba rosada que anunciaba una soberbia jornada, disipaba rápidamente la oscuridad, tiñendo las aguas de miríadas de motas de oro.
Un tiro de cañón de fogueo partió del crucero más próximo, el más grande de los cuatro: intimaba a la rendición.
Sandokan hizo alzar enseguida la bandera roja, señal de combate.
El crucero enemigo en vez de abrir fuego hizo señales con las banderas que significaban:
—Antes de comenzar el fuego, mándenme a bordo a las dos niñas. Sir Moreland responde por sus vidas.
—¡Ah! —exclamó Yanez—. Tenemos al anglo-indio adelante. Intentaremos hundirle por segunda vez su nave. ¡Darma, Surama!
Las dos niñas habían salido de la torreta.
—Les propone salvarlas en aquellas naves —dijo Sandokan—. ¿Aceptan? Una chalupa está lista.
—¡Nunca! —respondieron enérgicamente las dos niñas.
—Piénsenlo.
—No —dijo Darma—. No lo dejaré ni a usted, ni a mi padre.
—Comuniquen la respuesta —comandó Yanez.
Un contramaestre norteamericano lo señaló enseguida.
Entonces se vieron subir lentamente sobre los masteleros mayores de los cuatro cruceros, cuatro banderas negras. Un golpe de viento las alargó mostrando en el medio, en amarillo, una monstruosa figura con cuatro brazos que sujetaban en las manos extraños emblemas.
Un grito de estupor y al mismo tiempo de furor había escapado de los labios de Yanez, Sandokan y Tremal-Naik. Habían reconocido el emblema de los thugs, los estranguladores indios.
¿Eran entonces aquellas las naves del hijo de Suyodhana, de su implacable e invisible enemigo? Aquellas banderas lo confirmaban.
A bordo del Rey del Mar sucedió un largo silencio, tal era el estupor que había invadido a todos, luego la voz metálica de Sandokan lo rompió bruscamente:
—¡Fuego! ¡Fuego! ¡Fuego!
Espantosas detonaciones cubren sus últimas palabras. Las granadas llueven de todas partes sobre el Rey del Mar, que el flujo insensiblemente ha llevado hacia el banco de Vernon y que se encuentra siempre inmovilizado con los fuegos apagados.
Son huracanes de hierro y acero los que salen de las grandes piezas de la cubierta y de aquellas de medio calibre de las baterías: pero no son dirigidas sobre el puente del Rey del Mar donde se encuentran, dentro de la torreta blindada, Darma y Surama.
Aquellas masas metálicas golpean en cambio solamente los flancos del crucero, como si los artilleros hubiesen recibido la orden de perdonar a las niñas, a los dos comandantes y a Tremal-Naik que estaban con ellas.
No obstante, las granadas eran lanzadas contra las torres que reparan las grandes piezas de caza, intentando acertarlas o romper las gruesas planchas de hierro.
El Rey del Mar se defiende furiosamente. Es un volcán que llamea por todas partes. Los últimos tigres de Mompracem están muy resueltos a hacer pagar cara la victoria al súper poderoso enemigo.
Sus grandes obuses abren brechas en las naves adversarias, dañando los puentes, destrozando las chimeneas y abriendo grandes agujeros en las planchas metálicas. En medio de aquel fragor ensordecedor, se oye de vez en cuando la voz formidable de Sandokan que aulla:
—¡Fuego, tigres de Mompracem! ¡Destruyan, masacren!
¿Pero cuánto podrá resistir el Rey del Mar al tiro terrible de tantas bocas de fuego?
Sus flancos, aunque solidísimos, después de media hora comienzan a ceder; también sus piezas una a una son desmontadas y reducidas al silencio. Sus torres, con excepción de la torre de mando, siempre perdonada, comienzan a desintegrarse bajo aquella lluvia incesante de granadas, y en las baterías los muertos se acumulan.
Sandokan y Yanez, encerrados en la torre, contemplan aquel terrible espectáculo, calmados y serenos. El primero se muerde de vez en cuando los labios hasta sangrar; el segundo fuma flemáticamente su eterno cigarrillo y parece solamente conmoverse un poco, cuando su mirada se encuentra con la de Surama.
Darma, sentada en un ángulo, sobre un montón de cuerdas, al lado de Tremal-Naik, con las manos apoyadas en las orejas para atenuar el estruendo ensordecedor de las grandes artillerías, parece que mira al vacío.
De repente, el Rey del Mar, alzado por una fuerza misteriosa, se sobresalta de proa a popa, mientras una enorme columna de agua se vuelca sobre su cubierta barriéndola. Todo su casco vibra y parece desintegrarse como si estallasen las municiones del Rey del Mar.
Horward, el ingeniero norteamericano, se precipita en aquel momento dentro de la torre, pálido, estupefacto:
—¡Han torpedeado al Rey del Mar! —grita—. ¡Nos vamos a pique!
Gritos salvajes suben de las baterías, confundiéndose con los últimos disparos de las dos piezas de caza de la cubierta, todavía útiles.
El fuego cesa bruscamente desde las cuatro naves enemigas.
Sandokan dirige una triste mirada a sus dos compañeros, luego dice:
—He aquí el momento supremo: la tumba está abierta para los últimos tigres de Mompracem.
Alza a Darma y desciende de la torre, seguido por Yanez, Tremal-Naik y Surama, y se detiene afuera para mirar a su nave.
¡Pobre Rey del Mar! La soberbia nave que ha resistido tantas pruebas y que parecía invencible, no es más que un cacharro que se hunde.
Oleadas de humo escapan por los escotillones de los cuales irrumpen, negros de pólvora y sucios de sangre, los últimos hombres de las baterías.
—¡Una chalupa al mar! —comanda Sandokan.
—No se preocupe por nosotros. Las tripulaciones de los cruceros vienen a recogernos.
En efecto, numerosas embarcaciones se separan de los flancos de las naves victoriosas y acuden a fuerza de remos. En la primera se ve a sir Moreland que agita un pañuelo blanco.
La chalupa, montada por las dos niñas, Tremal-Naik, Kammamuri y por cuatro remeros, se aleja del Rey del Mar porque la nave se hunde.
—Y ahora —dijo Sandokan con un gesto soberbio—, allá arriba, envuelto en mi bandera. Ven Yanez: todo ha terminado.
—¡Bah! —dijo el portugués, arrojando al aire una bocanada de humo—. No se puede vivir en absoluto hasta el infinito.
Atravesaron el puente lleno de fragmentos de balas y granadas y subieron a los flechastes del mástil militar, deteniéndose sobre las plataformas.
A lo lejos, Tremal-Naik, Darma y Surama les hacían señas de tirarse al agua. Respondieron con un saludo de mano y una sonrisa.
Luego Sandokan, arrancando su bandera roja que ondeaba sobre su cabeza, se envolvió entre sus pliegues, diciendo:
—Es así como muere el Tigre de la Malasia.
Debajo de ellos, los últimos tigres de Mompracem, alrededor de un centenar, la mayor parte heridos, esperaban, impasibles y silenciosos, que el gran remolino los aspirase, teniendo la mirada fija en sus dos jefes.
El Rey del Mar se hundía lentamente, vibrando, y se oían las aguas bramar oscuramente dentro de la bodega.
Las chalupas de los cruceros hacían esfuerzos desesperados para llegar a tiempo para recoger a los náufragos, consagrados voluntariamente a la muerte. La de sir Moreland estaba siempre primera y era seguida por aquella montada por Tremal-Naik y por las dos niñas que regresaba hacia la nave, habiendo comprendido el indio el plan desesperado de sus viejos amigos.
Sandokan, siempre envuelto en su bandera, los miraba impasible, con una soberbia sonrisa en los labios. Yanez, con el ceño un poco fruncido, fumaba su último cigarrillo con su calma habitual.
Cuando las aguas comenzaron a invadir la cubierta, el portugués dejó caer el cigarrillo casi terminado, diciendo:
—¡Ve a esperarme al fondo del mar!
De pronto, cuando parecía que el casco debería sumergirse todo, el descenso de aquella enorme masa cesó bruscamente. El flujo que había empujado la nave hacia el este, debía haberla llevado al banco de Vernon más de lo que la tripulación suponía y la quilla debía haberse indudablemente posado sobre el fondo.
En efecto, en el momento en el cual las dos chalupas montadas, una por sir Moreland y por seis marineros indios y la otra por Tremal-Naik, Darma y Surama con los remeros malayos llegaban bajo la escala de babor, el casco se inclinaba dulcemente a estribor recostándose sobre su flanco.
Sir Moreland, viendo la nave ahora ya inmóvil, se había apresurado a subir al puente, seguido en seguida por Tremal-Naik y por las dos niñas.
Yanez se había vuelto hacia Sandokan, cuya cara parecía bastante ofuscada.
—Ni siquiera la muerte nos quiere —le dijo—. ¿Qué quieres hacer?
Se desembarazó de la bandera y descendió lentamente el flechaste, con la majestuosidad de un rey que desciende los escalones de un trono y se detuvo delante de sir Moreland, diciéndole:
—¿Pues bien? ¿Qué quiere hacer con nosotros?
El anglo-indio, que parecía presa de una viva conmoción, se quitó la gorra saludando a los dos héroes de la piratería, luego dijo con nobleza:
—Permítanme una palabra, antes, señores:
Tomó por una mano a Darma, que había subido a bordo con Surama y, conduciéndola delante de Tremal-Naik, le dijo:
—Yo la amo y ella me ama: no podría vivir sin su hija, sin embargo, los númenes de la India saben cuánto he hecho por olvidarla. Llene con una palabra suya el río de sangre que me separaba de ustedes a fin de que el grito terrible de mi asesinado progenitor se apague para siempre. ¡Su alma se me ha aparecido ayer a la noche y me ha dicho que los perdone a todos!
—¿Qué dice, sir Moreland? ¿De qué progenitor habla? —preguntó Tremal-Naik, con angustia.
—Darma, ¿me amas? —preguntó sir Moreland, sin responder al indio.
—Sí, inmensamente —respondió la niña ruborizándose y bajando los ojos.
—La guerra está terminada entre nosotros —dijo sir Moreland—, y la mancha de sangre se ha anulado. Tremal-Naik bendice a tus hijos.
—¿Pero quién es usted? —gritaron a una voz Yanez, Sandokan y Tremal-Naik.
—Yo soy... ¡el hijo de Suyodhana! ¡Vengan! Son mis huéspedes.

CONCLUSIÓN

Veinte minutos después los cuatro cruceros dejaban el banco de Vernon sobre el que se hundía poco a poco en el fango el armazón del valeroso Rey del Mar.
Sobre el más grande, en el cual se encontraban embarcados todos los sobrevivientes, entre los que estaban Kammamuri, Sambigliong y el ingeniero Horward, se habían reunido en el salón del castillo de popa Tremal-Naik, las dos niñas, los dos jefes de la piratería y el hijo de Suyodhana.
Una viva ansiedad, no exenta de una grandísima curiosidad, parecía haberse apoderado de todos. Las miradas estaban todas fijas sobre el cachorro de la India, que hasta entonces habían creído un oficial de la marina anglo-india y que se había sentado al lado de Darma.
—Les debo explicaciones —dijo el hijo del terrible thug—, que no desagradarán ni siquiera a Darma y que servirán como disculpas por la guerra larga y obstinada que les he hecho a todos ustedes. No fue sino a los veinticinco años que fui informado por primera vez por mi preceptor, un indio de alto saber y de alta casta, que no era el hijo de un oficial anglo-indio, como hasta entonces me había hecho creer, sino del jefe de la secta de los thugs, que se había casado secretamente con una mujer inglesa muerta dándome a luz. Confiado a los cuidados de una familia galesa, establecida desde hacía muchos años en Benarés, como huérfano de un oficial de la Compañía Británica de las Indias Orientales y educado a la inglesa, comprenderán fácilmente qué terrible impresión produjo en mí la noticia que me comunicaron en mi vigésimo quinto año, de ser en cambio el hijo del jefe de una secta condenada por todos los honrados. El testamento dejado por mi padre, que me hacía dueño de ciento setenta millones de rupias, depositadas en la banca de Bombay, me imponía vengar la muerte del Tigre de la India. Vacilé por largo tiempo, creanlo, pero finalmente el grito de sangre se impuso y por más que me repugnase la idea de volverme el vengador de aquella secta, yo, que entonces era oficial de la marina anglo-india, me dejé vencer, sugestionado también por mi preceptor. Conocía toda la historia, sabía dónde era su refugio y me preparé para la guerra haciendo construir cinco poderosas naves. Sabiendo que el gobierno inglés vivía en continua inquietud por ustedes, demasiado cerca de Labuan y que el rajá de Sarawak, el sobrino de James Brooke, no esperaba mas que la ocasión para vengar a su tío, fui a ofrecer al gobernador de la colonia mi ayuda y mis naves. Quería tenerlos a todos en mis manos, para vengar la muerte de mi padre. Mientras me preparaba en el mar, mi preceptor, fingiéndose un peregrino de La Meca, alzaba a los dayak del Kabatuan. Afortunadamente el amor obró en mí un cambio. Apagó poco a poco el odio que alimentaba por ustedes y me abandoné al destino. Los ojos de esta niña me habían embrujado y me hicieron ver casi con horror, la enormidad del delito que estaba por cometer, en querer vengar aquella sanguinaria secta reprobada por todos los honrados. No oigo más, desde hace varias noches, el terrible grito de venganza de mi padre. Su alma debe haberse aplacado. Que me perdone, pero yo, hombre civilizado, no puedo ser más el vengador de los thugs de la India. Señor Yanez, Tigre de la Malasia, son libres, junto con todos sus hombres. Yo solo los he vencido, yo solo por consiguiente tengo el derecho de condenarlos o absolverlos y los absuelvo.
El hijo de los thugs estuvo firme un instante, luego volviéndose hacia Tremal-Naik, le dijo:
—¿Quiere ser mi padre?
—Sí —respondió el indio—. Sean felices, hijos míos, y que la paz no sea más perturbada, ahora que los thugs no subsisten más.
El anglo-indio y Darma con un movimiento simultáneo se habían arrojado en los brazos abiertos de Tremal-Naik.
Kammamuri, que había descendido silenciosamente al salón, lloraba en un ángulo, por la conmoción.
—Señor Yanez, señor Sandokan —dijo sir Moreland—, ¿a dónde desean que los conduzca? Nosotros volveremos a la India, ¿y ustedes?
El Tigre de la Malasia estuvo un instante pensativo, luego respondió:
—Mompracem ahora ya está perdida, pero tenemos en Gaya a nuestros praos y a nuestros hombres y allá tenemos amigos devotos. Condúzcanos a esa isla, si no le molesta. Fundaremos una nueva colonia allá arriba, lejos de las amenazas de los ingleses.
Luego, después de otra breve pausa, continuó:
—Quién sabe si no nos volveremos a ver algún día en la India. Desde hace un tiempo acaricio un sueño.
—¿Cuál? —preguntaron Tremal-Naik, Darma y sir Moreland.
Sandokan fijó su mirada en Surama, por consiguiente respondió:
—Tú eres la hija de un rajá y te han robado el lugar que te aguardaba. ¿Por qué no darte a ti, niña, un trono para compartir con Yanez, que será dentro de unos días tu esposo? Lo volveremos a charlar, mi buena Surama.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Y llegamos al final de la quinta novela de la saga. Espero que la hayan disfrutado tanto como yo. Esta vez, Sandokan/Salgari dio pistas del argumento de la próxima. ¡Debería haberlo censurado por spoiler! En octubre, más novedades.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 400 mi equivalen a 643,74 km; 230 mi equivalen a 370,15 km; 140 mi equivalen a 225,31 km.

Banco de Samarang: Este banco está registrado en la actualidad, se ubica en las coordenadas 5°35’N 114°53’E (bien al norte de la isla de Labuan) y se encuentra a algunos kilómetros al sudoeste del banco de Vernon.

Nudos: 1 kn = 1,852 km/h. Por lo tanto, 6 kn equivalen a 11,11 km/h; 12 kn equivalen a 22,22 km/h.

Passerelle: Galicismo que significa “puente de mando”.

Mástil militar: Son mástiles cortos que poseen las embarcaciones a vapor, utilizados principalmente para enarbolar banderas.

Masteleros: “Alberetti” en el original, es el palo o mástil menor que se pone en los navíos y demás embarcaciones de vela redonda sobre cada uno de los mayores, asegurado en la cabeza de este.

Compañía Británica de las Indias Orientales: “Compagnia Indiana” en el original, era el nombre con el que se conocía al ejército inglés que operaba en la India, antes de la rebelión de 1857. En inglés era “East India Company”.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario