viernes, 1 de septiembre de 2017

XXXI. Los últimos cruceros


Yanez había escuchado pacientemente, mirando con curiosidad, no exenta de cierta ironía, a aquel pequeño hombre que prometía casi trastornar el mundo, preguntándose si tenía delante alguna formidable invención o a un loco.
El desconocido, viendo que el portugués no se decidía a responder y adivinando por cierto los pensamientos que le pasaban por la cabeza, dijo:
—¿Usted cree que el doctor Paddy O’Brien tiene el cerebro exaltado, verdad señor? ¿O por lo menos que tiene ganas de bromear? Pues bien, no, comandante, porque he logrado hacer un descubrimiento prodigioso, con el que obtendrá resultados terribles.
—Continúe —dijo flemáticamente Yanez, que comenzaba a divertirse.
—¿Sabe que ahora se ha encontrado el medio de encender las lámparas eléctricas sin necesidad de cables? En Chicago, en mi establecimiento eléctrico, he hecho experimentos extraordinarios y a distancias de cuatro mil metros.
—Poco interesantes para mí aquellas experiencias, mi querido señor Paddy O’Brien. A nosotros nos bastan nuestros cañones para demoler a nuestros adversarios.
—¿Y qué haría, si yo le dijese que también he encontrado el medio de encender a distancias notables barriles de pólvora?
—¡Ah...! —dijo Yanez, sacando de un bolsillo un cigarrillo y encendiéndolo—. Un descubrimiento en verdad sorprendente, admirable.
—Que le parece inverosímil, ¿verdad, comandante? —dijo el desconocido.
—No lo he experimentado aún, por consiguiente no debo ni creerlo verdad, ni mofarme.
—¿Consiente ahora en embarcarme? Si lo rechaza desembarcaré en Brunéi e iré a ofrecer mi secreto a los ingleses.
—Ya que desea hacer una carrera a través de los mares de la Malasia a bordo del Rey del Mar, no me opongo en absoluto. Le advierto además que lo haremos mirar bien por hombres fieles, incorruptibles, hasta el momento en que se presente la ocasión de experimentar su sorprendente, maravilloso, terrible descubrimiento. ¡Nunca se sabe...! Podría en un momento de malhumor, probarlo contra nosotros y hacer estallar a nuestro Rey del Mar.
—Sea pues.
—Y que su equipaje, que por cierto debe contener el secreto de aquella diablura espantosa, se mantendrá bajo secuestro bajo mi personal vigilancia.
—No me opongo.
—Y añado todavía que haré trenzar expresamente un buen calabrote para colgarlo sin misericordia, si se le diera el antojo de intentar algo contra nosotros. ¿Me ha comprendido bien señor demonio de la guerra?
—Perfectamente —respondió el norteamericano.
—¿Y entonces?
—Acepto, comandante.
—No obstante, no diga a nadie que usted es un pariente de messire Belcebú; nuestros hombres son gente resuelta y valiente, pero podrían espantarse sabiendo que he embarcado al demonio de la guerra. Doctor haga traer su equipaje.
Durante aquella extraña entrevista, los pasajeros habían liberado el steamer, agolpándose confusamente en las chalupas, donde ya habían embarcado los víveres suficientes para poder alcanzar las costas borneanas, sin correr peligro de sufrir de hambre y sed.
No obstante, no se habían alejado aún, esperando a su comandante que otra vez había rechazado resueltamente dejar su nave, no obstante las plegarias de sus oficiales y las intimaciones de Yanez y de sus hombres.
El valeroso marinero, es más, se había sentado tranquilamente en una mecedora, que había hecho llevar al puente de mando y se había puesto a fumar su pipa, con una calma que había asombrado a los mismos malayos.
A las amenazas de Yanez de hacerlo embarcar por la fuerza, había respondido con una simple sacudida de hombros.
El portugués admirando aquel coraje, antes de resolver lanzar contra el comandante a sus primeros hombres, había hecho advertir a Sandokan.
—¡Ah...! ¿No quiere dejar su nave? —había respondido el Tigre de la Malasia, que estaba al alcance de la voz—. Que se quede, ya que así lo quiere.
Ordenó a las chalupas hacerse enseguida a la mar, bajo la amenaza de echarlas a pique, en caso de negarse, y no se ocupó más de aquel hombre.
—¿Y lo dejaremos saltar con su nave? —preguntó Yanez.
—Pensemos en vaciar los depósitos de carbón ahora. Deben estar muy poco provistos ya que la nave estaba por terminar su viaje. Te mando un refuerzo de cien hombres a fin de no perder demasiado tiempo. Estamos demasiado cerca de Brunéi y podríamos vernos sorprendidos.
Como Sandokan ya había previsto, los pozos del steamer estaban casi todos agotados, debiendo abastecerse de carbón en Brunéi antes de proseguir por los mares de la China.
No habían quedado mas que pocas toneladas de combustible, cantidad absolutamente insuficiente para completar las provisiones del Rey del Mar que había consumido mucho durante su precipitada retirada.
No obstante, se necesitaron no menos de cuatro horas para transbordarlo al crucero, junto a una considerable cantidad de víveres y la caja de abordo, muy bien provista.
Durante aquel saqueo, el comandante inglés no había dejado ni su puesto, ni hecho ninguna protesta.
Había continuado fumando con su usual flema y también había aceptado una copa de güisqui que Yanez le había ofrecido, sorbiéndolo con perfecta calma. Cuando las últimas chalupas cargadas de carbón, se hubieron alejado, el portugués se acercó al inglés y después de haberlo saludado cordialmente, le dijo:
—Señor, hemos terminado.
—Entonces me toca a mí terminar mi existencia —respondió el comandante del steamer.
—Pongo a su disposición mi yola bien provista de víveres y también de una vela, que le permitirá alcanzar a las chalupas antes de que lleguen a la costa. Mire, la brisa sopla del oeste y le es favorable.
—Le he dicho que no abandonaré mi nave y mantendré la palabra. Este steamer, que desde hace seis años guío a través del océano, lo amo demasiado como para dejarlo y si debe ir a pique me hundiré con él.
—¿Dígame por lo menos qué muerte prefiere? Quería hacerlo saltar por el aire con una tonelada de pólvora, sin embargo si lo desea lo destrozaremos en cambio con una bala de nuestros más grandes cañones. Al menos lo verá sumergirse lentamente y quizá podría arrepentirse, antes de que desaparezca todo bajo las olas.
—Eso no me concierne, señor; haga lo que crea mejor.
—Adiós, señor, es un valiente.
—Adiós comandante y buena suerte —respondió el inglés, un poco irónicamente—. ¡Ah! Le rogaría un favor.
—Diga pues.
—De hacer advertir a mis armadores de Bombay, si tiene la ocasión, que John Kopp ha muerto a bordo de su nave, como un verdadero hombre de mar.
—Lo haré, se lo prometo. Dentro de diez minutos tendré el honor de cañonearlo.
—Para ese momento habré terminado mi pipa.
Se separaron, quitándose las gorras, luego Yanez descendió a la ballenera que lo esperaba en la extremidad de la escala, mientras el inglés siempre impasible volvía a tomar su lugar en la silla alta, después de haber izado la bandera inglesa.
—¿Y entonces no se mueve? —preguntó Sandokan, cuando Yanez estuvo en el crucero.
—He aquí un obstinado digno de admiración —respondió el portugués—. Quiere irse a pique con su nave. ¿Lo harás tú?
—No somos más piratas —dijo Sandokan con una sonrisa.
Se acercó a popa donde el viejo artillero norteamericano estaba apoyado en una de las torretas y le susurró a la oreja algunas palabras.
Poco después el crucero viraba de bordo, avanzando hacia el steamer a poco vapor. El inglés fumaba siempre, en espera del tiro de cañón que debía destripar a su nave.
Sandokan se había dirigido a popa y lo miraba sonriendo.
El Rey del Mar, guiado por Sambigliong, pasó a 30 pasos de la popa del vapor, aminorando la marcha.
Entonces Sandokan embocando el portavoz, gritó al inglés:
—Señor, quería rogarle un favor. Si tuviese la ocasión de volver a ver a sus armadores, dígales que los tigres de Mompracem han perdonado a su nave porque la comandaba un valeroso como usted. ¡Buena suerte!
Luego mientras la bandera de Mompracem saludaba al inglés, el crucero se alejó velozmente hacia el septentrión.


El astuto y prudente Sandokan, no osando detenerse demasiado tiempo en aquellos parajes tan próximos a Labuan, por temor a ser atrapado entre la escuadra de la colonia y los cuatro cruceros que debían buscarlo tenazmente, había tomado partido por dirigirse hacia las costas septentrionales de Borneo, para caer sobre las naves provenientes de Australia.
Era imposible o por lo menos difícil que los ingleses se imaginaran que ellos pudiesen alejarse tanto del golfo de Sarawak.
Por consiguiente, estaba seguro de sorprender a varias naves australianas antes de que los armadores, espantados, pensaran en suspender las partidas.
Deseando permanecer absolutamente en incógnito, se mantuvo lejos de las rutas utilizadas normalmente por las naves, y un buen día se encontró a solo cuarenta millas de la punta septentrional de Borneo.
Fue un crucero de solo seis días, sin embargo, ¡qué desastres debió sufrir la marina mercante inglesa en tan breve tiempo! Dos piróscafos y tres veleros cayeron en las manos de los implacables tigres de Mompracem, sufriendo igual suerte que la tocada a aquellos capturados en el mar de la Malasia.
Tripulaciones y pasajeros dejados libres para salvarse en las costas de las islas, las naves hundidas sin misericordia con sus cargas casi completas.
No obstante, habiendo aprendido por algunos praos que también la escuadra de China, alarmada por tantas capturas, estaba por reunirse, el Rey del Mar, con los pozos de carbón completos, enseguida se había hecho a la mar otra vez volviendo a descender hacia el sur.
Sandokan y Yanez querían ir a destruir los espléndidos steamers que hacían el servicio entre la India y la baja Cochinchina.
Un afán terrible por hundir había tomado a Sandokan que volvía a parecerse al sanguinario pirata de otros tiempos. Sabiendo que tarde o temprano se habría encontrado frente a alguna de aquellas poderosas escuadras que el Almirantazgo había lanzado tras sus pisadas, antes de caer vencido, quería dar un golpe mortal al comercio inglés y asombrar a su vez al mundo con su audacia.
—Nuestros días están contados —había dicho a Yanez y a Tremal-Naik—. Dentro de algunos meses no encontraremos ninguna nave inglesa más que nos provea de combustible. Mientras las haya, las aprovecharemos; luego sucederá lo que el destino haya decretado.
—Encontraremos otras naves que nos abastecerán—había respondido Yanez—. Obligaremos a las de otras nacionalidades a vendérnoslo, aunque debamos recurrir a la violencia.
—¡¿Y después...?!
—¿No estoy yo quizá después? —dijo una voz clueca detrás de ellos—. Mi invención sorprendente destruirá a todos aquellos que intenten asaltarnos.
Era el doctor Paddy O’Brien, el demonio de la guerra del cual hasta ahora casi nadie se había ocupado.
—¡Ah! Ya, está usted —dijo Yanez, con una sonrisa un poco burlona—. Usted que al momento del peligro detendrá los proyectiles que sean lanzados contra nosotros.
—No, señor, se equivoca, no detendré los proyectiles —respondió el hombrecillo con vivacidad—. Haré en cambio saltar las santabárbaras de las naves que nos asalten. Mi máquina no fallará.
—También yo tengo esa convicción —dijo en aquel momento el ingeniero Horward—. Este compatriota mío me ha explicado en qué consiste su máquina y, por más que pueda parecerles sorprendente, creo que conseguirá hacer saltar por el aire a las naves que nos den caza.
—Lo veremos en las pruebas —dijo Sandokan, con acento de duda—. Si continuamos descendiendo al sur, un día u otro encontraremos por cierto a nuestros adversarios. Tenga entonces lista su máquina maravillosa, señor Paddy.
Por otros dos días el Rey del Mar descendió constantemente hacia el sur, haciendo puntas mayormente en el ancho mar, sin divisar ninguna nave a vapor en ninguna dirección.
Los armadores debían de haber dado las órdenes necesarias para mantener en los puertos de las islas de la Sonda a sus naves, a fin de no verlas sumergir por el audaz corsario que hasta ahora, con sus carreras fulmíneas y con sus desplazamientos, había escapado a la caza de las escuadras.
Las interrupciones de las líneas de navegación debían haber causado pérdidas inmensas a los ingleses.
¿Qué sucedería con el Rey del Mar cuando la última tonelada de carbón hubiese desaparecido en las bocas ardientes de sus inmensos hornos?
—No había pensado que el arma que utilizaba tuviese un doble filo —murmuró un día Sandokan—. Uno por los ingleses y uno por mí.
Quinientas millas habían sido recorridas, acercándose el Rey del Mar a las costas de Malaca y aún ninguna nave inglesa se había mostrado. Algunas habían sido vistas, alemanas, italianas, francesas y holandesas, naves que constituían más un peligro porque podían dar aviso al Almirantazgo de los rumbos del corsario, temiendo que estos un día se volviesen también contra ellos.
Sandokan y Yanez comenzaban a preocuparse. Sentían por instinto que para el Rey del Mar los días estaban contados y que el cerco de hierro estaba por estrecharse en torno a los últimos tigres de Mompracem.
Tremal-Naik y Kammamuri los sorprendían frecuentemente con la frente pensativa y con los ojos turbios. A veces en cambio los veían mirar largo tiempo a Darma y a Surama y sacudir la cabeza con tristeza, como si tuviesen remordimientos de haberlas embarcado, por implicarlas en una tremenda catástrofe, que ahora ya les parecía segura.
—Niñas —dijo un día Yanez, mientras Darma contemplaba el horizonte inflamado por los últimos rayos del sol moribundo, como si esperase ver aparecer ya por aquella parte al hombre que amaba—, ¿ustedes tienen miedo a la muerte?
—¿Por qué nos hace esta pregunta señor Yanez? —preguntó la anglo-india con una triste sonrisa.
—Porque quizá la última hora esté por tocar para todos nosotros.
—Cuando usted muera, lo seguiremos a los abismos del mar —respondió Darma.
—Sí, yo no dejaré al sahib blanco, que me ama —dijo Surama, mirando dulcemente al portugués.
—No obstante, querría sustraerlas de la muerte, antes de que ella las roce con sus gélidas alas y tal es también el pensamiento de Sandokan. Corremos hasta Malaca y podemos sacrificar las últimas provisiones de carbón para bajarlas en aquellas playas.
Darma y Surama hicieron con la cabeza un enérgico signo negativo.
—No —dijo la primera, con voz cortante—. No dejaré ni a mi padre, ni a usted, cualquier cosa que deba suceder.
—Ni yo me separaré de ti, sahib blanco, a quien debo la vida y la libertad —dijo Surama.
—Piensa, Darma, que un día podrías ser una novia feliz y unirte a un hombre, ya sea incluso el inglés, que te ama inmensamente y que estimo.
—Sir Moreland a estas horas me habrá olvidado —respondió la niña con un suspiro.
—Piensa que de un momento a otro la flota de los aliados puede caernos encima y estrecharnos en un cerco de fuego, y que tú eres una mujer.
—No, señor Yanez —dijo Darma, con mayor fiereza—. No los abandonaremos, ¿verdad Surama?
—Yo estaré feliz de morir al lado de mi sahib blanco —respondió la india.
Yanez le acarició con una mano la larga cabellera negra, luego dijo:
—¡Bah...! ¡Quién sabe...! Aún no estamos vencidos.

NOTAS AL PIE DE PÁGINA DE SALGARI

“...saltar las santabárbaras de las naves que nos asalten...”: En Norteamérica, en el establecimiento eléctrico de Davson, han logrado con una corriente eléctrica hacer estallar cincuenta pounds de pólvora a la distancia de 800 metros.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Messire: “Messer” en el original. Es una forma arcaica en francés de “mes sire”, o sea, “mi señor”.

Yola: “Jola” en el original, es una embarcación muy ligera movida a remo y con vela.

Bombay: Es la capital del estado federal de Maharashtra en la India. Es la ciudad portuaria más importante con casi el 40% del tráfico exterior del país.

Cochinchina: Es la zona meridional de Vietnam, al sur de Camboya.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto 4 mi, equivalen a 804,67 km.

Malaca: Seguramente se trate de la península de Malaca o península malaya, un largo y estrecho apéndice del continente asiático, la mayor península del Sureste Asiático y también el punto más austral de Asia continental.

Davson: No encontré referencias a dicho establecimiento eléctrico.

Pounds: “Punds” en el original, significa libras en inglés. 1 lb = 0,45359237 kg. Por lo tanto 50 lb, equivalen a 22,68 kg.

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