miércoles, 2 de agosto de 2017

XXVIII. En las aguas de Sarawak


Los dos transportes, que se veían en la imposibilidad de oponer ninguna resistencia, no poseyendo mas que artillería ligera, completamente inocua para los poderosos flancos del corsario, había obedecido enseguida, bajando las banderas.
Sobre sus cubiertas reinaba una confusión indescriptible. Los soldados, trescientos o cuatrocientos, creyendo que el crucero se preparaba para hundirlos, corrían a lo loco por los puentes, agolpándose alrededor de las chalupas.
—Les concedo dos horas para desalojar la nave —había señalado entonces el Rey del Mar—. Después de este tiempo abriré fuego. ¡Obedezcan...!
Las islas Romades no estaban lejanas más de dos kilómetros, mostrando sus costas absolutamente desiertas, con pocos árboles y flanqueadas por numerosos bancos de arena y por arrecifes.
Los comandantes de las dos naves, después de un breve concilio, habían respondido:
—Cedemos a la fuerza, para ahorrar una masacre inútil.
Enseguida todas las chalupas disponibles habían sido puestas en el agua, cargadas de soldados casi hasta el punto de hundirlas, porque todos se agolpaban, por temor a que el corsario abriese fuego.
Viendo que algunos llevaban fusiles, Sandokan, siempre inexorable, había indicado arrojarlos al agua o regresarlos a bordo, amenazando, en caso contrario, de barrer las embarcaciones.
Mientras se efectuaba el desembarque, entre gritos, imprecaciones, amenazas y disputas, el Rey del Mar giraba lentamente alrededor de las dos naves, con la artillería siempre apuntada.
—¿Qué harás, después, con aquellos transportes? —había preguntado Yanez.
—Los hundiremos —había respondido fríamente Sandokan—. El mar está listo para recibir también estos.
—¡Qué pecado no poderlos remolcar a algún puerto!
—¿Y adónde? No hay ningún refugio amigo para los últimos tigres de Mompracem. Se diría que todos los estados de Borneo, después de habernos admirado, tienen miedo del leopardo inglés —dijo Sandokan con profunda amargura.
—No importa, lo haremos y confiaremos las presas al mar. Estos al menos no les sirven más.
—¡Cuántos tesoros perdidos inútilmente! —dijo Darma.
—Así es la guerra —respondió Sandokan, secamente—. Yanez, ordena poner al agua las chalupas y abrir los depósitos de carbón. El Rey del Mar tendrá una buena provisión de combustible.
Los soldados, cuyas embarcaciones ya habían hecho varios viajes, habían acampado casi todos en la playa más próxima, listos para refugiarse en los bosques en caso de peligro. Yanez hizo embarcar a cincuenta hombres, bien armados y comandados por dos contramaestres, los mandó a ocupar los dos transportes, antes de que también la tripulación los abandonase, a fin de evitar una traición.
Pólvora a bordo debía haber y los comandantes ingleses podían, antes de irse, colocar mechas encendidas en la santabárbara y mandar por el aire a los dos transportes y junto con ellos los depósitos de carbón que tanto necesitaban los tigres de Mompracem.
Habiendo partido el último inglés, otro pelotón de malayos al comando de Kammamuri se dirigió a bordo de las dos naves, para proceder con la descarga del combustible y de las municiones de guerra.
Los soldados, desde la playa, miraban con ansiedad las maniobras de los piratas, estupefactos por no verlos remolcar a los dos leños, como habían primeramente sospechado.
Todo el día los hombres de Sandokan trabajaron febrilmente vaciando los pozos bien provistos de combustible.
Hacia la noche novecientas toneladas de carbón yacían en los depósitos del Rey del Mar. Los malayos y dayak caían por el sueño y la fatiga excesiva, pero ya los pozos de los dos transportes estaban casi vacíos.
—Y ahora —dijo Sandokan—, toma, mar, las presas que te ofrezco. Cuando también nosotros vayamos a pique, sé clemente.
Antes de abandonar las dos naves, los malayos habían encendido mechas junto a los barriles de pólvora dejados en las santabárbaras.
Sandokan, Yanez y Tremal-Naik se habían apoyado en la amura de popa, mirando tranquilamente los dos transportes. Delante, sobre la batayola, habían colocado un cronómetro.
—Tres minutos —dijo de pronto Sandokan volviéndose hacia sus compañeros—. ¡Este es el final!
Un momento después una formidable explosión retumbaba sobre el mar, seguida a breve distancia por otra no menos ensordecedora. Las dos naves, destrozadas por el estallido, se hundían rápidamente entre los alaridos furiosos de los soldados y las tripulaciones, que se encontraban sobre las costas de la isla.
—Esto es la guerra —dijo Sandokan, con una sonrisa sarcástica—. ¿La han querido? ¡Paguen...! ¡Y este no es mas que el principio del drama...!
Por consiguiente, volviéndose hacia Yanez, añadió:
—Vayamos a Sarawak ahora: aquel golfo será el campo de nuestras futuras empresas y las presas allá abajo serán más abundantes, que aquí: lo verás.
El Rey del Mar abandonaba rápidamente los parajes de las Romades, tomando carrera hacia el sur. Con las carboneras llenas, y una sobrecarga de combustible en la bodega, podía desafiar en carrera a todas las naves que los aliados debían haber reunido en las aguas de Sarawak.
El poderoso crucero que devoraba milla a milla, dos días después avistaba ya el Tanjung Datu, pasando delante de la misma rada donde se había refugiado la Marianna. No habiendo encontrado nada en aquellos parajes, retomó sin demora la carrera hacia el sudeste, para alcanzar la desembocadura del Sadong.
Sandokan quería ante todo asegurarse de que la tripulación de su pequeña nave había tenido éxito en la misión confiada, o sea de armar y alzadar a sus viejos aliados, los dayak del interior, que lo habían ayudado tan vigorosamente contra James Brooke, el famoso exterminador de piratas.
Cuarenta y ocho horas después, el Rey del Mar, que no había aminorado su velocidad, avistaba el monte Matang, un pico colosal que se alza junto a la costa que da al poniente de la amplia bahía de Sarawak y que lanza su cumbre verdosa a dos mil novecientos setenta pies, y a la mañana siguiente navegaba delante de la desembocadura del río que baña la capital del rajá.
Era el momento de abrir bien los ojos, porque de un instante a otro naves inglesas o del rajá de Sarawak podían mostrarse.
Ciertamente la aparición del corsario debía haber sido señalada a las autoridades de Sarawak y los mejores cruceros debían haberse hecho a la mar, a fin de proteger de un imprevisto asalto las naves que dejaban el río, dirigidas a Labuan o a Singapur, que podían ser fácilmente capturadas o hundidas por los audaces piratas de Mompracem.
Por esto, una rigurosa vigilancia había sido ordenada a bordo del crucero. Día y noche los gavieros se mantenían constantemente sobre las plataformas superiores, provistos de catalejos de largo alcance, listos para dar la alarma en el caso de que alguna columna de humo apareciese en el horizonte.
Sandokan y Yanez, para mayor precaución, también habían comandado que después de bajar el sol ninguna luz se encendiese a bordo, ni siquiera en los camarotes que tenían las ventanas sobre los bordes externos, y ni siquiera los fanales reglamentarios. Querían pasar delante de la desembocadura del Sarawak inadvertidos, para no hacerse perseguir sobre las costas orientales y concluir sus operaciones sin ser molestados.
Sentían por instinto que los buscaban y que naves inglesas y del rajá debían recorrer de un lado a otro aquellos parajes. Quién sabe, quizá habían adivinado sus intenciones o peor aún, alguien podía haberles informado de sus proyectos. Y en efecto, contrariamente a sus costumbres, los dos ex piratas aparecían bastante preocupados. Se los veía pasear por horas enteras sobre el puente, con la frente fruncida, luego detenerse a interrogar, con cierta ansiedad, el horizonte. Especialmente de noche abandonaban raramente la cubierta, contentándose con reposar sólo pocas horas después de salir el sol.
—Sandokan —dijo Tremal-Naik, cuando ya el Rey del Mar había sobrepasado la segunda desembocadura del Sarawak por una docena de millas—, pareces muy inquieto.
—Sí —respondió el Tigre de la Malasia—, no te lo escondo, mi querido amigo.
—¿Temes algún encuentro?
—Estoy seguro de ser seguido o precedido, y un marinero difícilmente se engaña. Se diría que siento el olor del humo y de humo de carbón fósil.
—¿Y por quién? ¿Por escuadras inglesas o por las del rajá?
—Las del rajá no me preocupan demasiado, porque la única nave que podía medirse con la mía, ahora yace destripada en el fondo del mar.
—¿La de sir Moreland?
—Sí, Tremal-Naik. Las otras que posee el rajá son viejos cruceros de orden secundario, que no valen absolutamente nada como naves de batalla. Es la escuadra de Labuan la que me preocupa.
—¿Será fuerte?
—Muy fuerte no, numerosa ciertamente. Podría tomarnos en medio y crearnos muchos fastidios, aún cuando crea a nuestro crucero muy poderoso tengo razón para ello. Los mejores, Inglaterra, los tiene en Europa.
—Están bien lejos de nosotros —dijo Tremal-Naik.
—¿Y quién me asegura de que no manden algunos para darnos caza? Me han dicho que hay poderosos también en la India. Cuando se sepa qué daños hemos causado a sus líneas de navegación, los ingleses no vacilarán en lanzar sobre estos mares a lo mejor de su escuadra india.
—¿Y entonces? —preguntó Tremal-Naik.
—Haremos lo que podamos —respondió Sandokan—. Si el carbón no nos falta la haremos correr y mucho.
—Es siempre el carbón nuestro punto negro.
—Dí nuestro lado débil, Tremal-Naik, porque para todos nosotros los puertos están cerrados. Afortunadamente la armada inglesa es la más numerosa del mundo y piróscafos se encuentran siempre, deberíamos irlos a buscar incluso a los mares de China. ¡Ah! ¡Baja la niebla! Es una suerte para nosotros, que estamos por pasar delante de las costas del sultanato.
—¿Cuánto distamos del Sadong?
—Quizá doscientas millas. Estas son las aguas más peligrosas. Si esta noche no tenemos ningún encuentro, mañana encontraremos a la Marianna. Abramos los ojos, Tremal-Naik y aumentemos nuestra velocidad. Mucho peor para quien toquemos si cortásemos algún leño.
Parecía que la fortuna protegiese a los últimos tigres de Mompracem, porque poco después del ocaso una densa niebla había comenzado a descender sobre el golfo, en densas oleadas.
El Rey del Mar tenía por consiguiente mayores posibilidades de escapar a la caza de las naves aliadas, suponiendo que se hubiesen realmente puesto en movimiento para sorprenderlo.
No obstante, Sandokan y Yanez habían dado órdenes de estar todos listos. Algún enemigo podía aparecer, empeñar enseguida la lucha y con sus cañonazos atraer la atención de la escuadra.
El crucero, que había aumentado su velocidad llevándola a trece nudos, se movía rápido a través de la niebla que se espesaba siempre más.
Sandokan, Yanez, Tremal-Naik y el ingeniero norteamericano estaban todos sobre el alcázar, junto al timonel, intentando, pero en vano, distinguir algo a través de las oleadas brumosas que el viento, de vez en cuando, desacomodaba.
Los artilleros estaban detrás de sus monstruosas piezas o junto a las pequeñas artillerías; los malayos y los dayak detrás de las amuras.
Todos callaban y escuchaban atentamente. No se oían mas que los raucos bramidos del vapor y el borboteo producido por las hélices y por el espolón golpeando las aguas.
La segunda desembocadura del Sarawak debía haber sido sobrepasada por una cincuentena de millas, cuando de repente se oyó resonar una sirena.
—Una nave explora el mar y señala su presencia a otras —dijo Yanez a Sandokan—. ¿Será mercante o de guerra?
—Supongo que será algún aviso del rajá —respondió el Tigre de la Malasia—. ¿Nos esperaban?
—Haz apuntar hacia levante.
—No obstante, querría primero conocer con qué adversario tenemos que vérnosla.
—Con esta neblina no será fácil, Sandokan —dijo Tremal-Naik—. ¿Cuándo podremos llegar a la desembocadura del Sadong?
—Dentro de cinco o seis horas. ¿Ves algo, Yanez?
—Nada más que niebla —respondió el portugués.
—No nos desviaremos: tanto peor para quien se meta bajo nuestro espolón.
Luego, acercándose al tubo que comunicaba con la sala de máquinas, gritó con voz poderosa:
—¡Señor Horward! ¡Adelante a todo vapor, a tiro forzado!
El Rey del Mar continuaba su carrera, aumentándola rápidamente.
De trece nudos había subido a catorce, y no bastaba aún. El ingeniero norteamericano había comandado el tiro forzado para alcanzar posiblemente los quince.
Era cierto que el carbón se iba rápidamente, no obstante, tenían cantidad suficiente como para mantenerse en el mar algunas semanas sin necesidad de abastecerse.
Ya habían transcurrido dos horas, cuando de repente toda la niebla se iluminó como si un gran haz de luz la atravesase.
Luz lunar no debía ser, porque era mucho más intensa y brillante y luego no estaba inmóvil. Venía del este y avanzaba de sur a norte, haciendo centellear vivamente las aguas.
—¡Un fanal eléctrico! —exclamó Yanez, estremeciéndose—. Nos buscan.
—Sí, nos buscan —dijo Tremal-Naik—. ¿Serán muchos?
Sandokan no había abierto la boca; no obstante, su ceño se había fruncido bruscamente.
Transcurrieron algunos minutos más.
—¡Máquinas en reversa! —tronó de pronto el Tigre de la Malasia.
El Rey del Mar transportado por su propio impulso, avanzó por doscientos o trescientos metros, luego se detuvo dejándose mecer por la ola ancha del golfo.
Una nave y quizá no la única, se encontraba delante del crucero y exploraba el mar, proyectando por todas partes haces de luz.
—¿La escuadra de Sarawak se habrá percatado de nuestra presencia? —preguntó Tremal-Naik.
—Debemos haber sido señalados por algún velero, quizá por algún prao que ha escapado a nuestra vigilancia —dijo Sandokan.
—¿Qué harás, Sandokan?
—Esperaremos, por ahora, luego pasaremos, aunque deba estrellar a diez naves a golpes de espolón. El Rey del Mar tiene la proa a prueba de escollos y máquinas de una solidez tal que no se destrozarán por el choque.
El haz de luz continuaba moviéndose lentamente de norte a sur, intentando horadar la niebla, afortunadamente siempre densísima.
De improviso, un segundo apareció por el lado opuesto, o sea hacia la popa del crucero, luego otros dos al norte y uno al sur.
Una sorda imprecación escapó de los labios del portugués que estaba de guardia con los timoneles.
—¡Nos han rodeado bien! ¡En mala hora estos tiburones! ¡Dentro de poco aquí estará caliente!
El Tigre de la Malasia había seguido atentamente la dirección de aquellos distintos haces de luz. Su nave que ocupaba el centro, no podía haber sido aún divisada, no obstante, no podía lanzarse adelante ni retroceder sin hacerse descubrir. Con un gesto llamó a Yanez y al ingeniero norteamericano.
—Si trata de forzar el paso —dijo—. Adelante, presumiblemente, no haya mas que una sola nave. ¿Nuestra carga ha sido bien estibada?
—¿Asaltaremos con el espolón? —preguntó el norteamericano.
—Tengo esa intención, señor Horward. Haga redoblar el personal de las máquinas.
—Bien, comandante —respondió el yankee—. Mis compatriotas no actuarían de otra manera ante semejante apuro.
—¿Están todos los artilleros en las piezas?
—Sí —respondió Yanez.
—¡Adelante a todo vapor! Pasaremos a cualquier costo.
Los haces de luz eléctrica continuaban cruzándose en todos los sentidos y poco a poco se volvían más luminosos.
Probablemente los comandantes de aquellas naves debían haber divisado la sombra inmensa del Rey del Mar y se preparaban para asaltarlo, dirigiéndose hacia un mismo punto.
El momento estaba por volverse terrible; sin embargo malayos, dayak y norteamericanos conservaban incluso en aquel supremo momento, una calma admirable.
—¡Todos a las baterías! —gritó Sandokan, entrando en la torre de mando con Yanez y con Tremal-Naik.
El Rey del Mar brincó adelante. Su velocidad aumentaba momento a momento y el humo salía arremolinándose de las dos chimeneas abatiéndose sobre los puentes a causa de la niebla.
Un estremecimiento sonoro lo sacudía todo, mientras los ejes de las hélices redoblaban los giros y el vapor bramaba en las calderas.
El crucero atravesó como un gigantesco proyectil la zona luminosa, pero apenas reingresado en la niebla oscura, otros haces de luz lo alcanzaron, volviéndose rápidamente más luminosos.
Las naves enemigas se habían puesto a la caza y procuraban encerrarlo en un cerco de hierro y fuego.
Sandokan no se asustaba y dejaba que su nave corriese siempre hacia el este.
Algunos cañonazos retumbaron en el ancho mar y se oyó en el aire el rauco silbido de los proyectiles.
—¡Listos para el fuego en andanada! —gritó Yanez—. ¡Por Júpiter...! ¿Y las niñas?
—Están a resguardo en el castillo de popa —respondió Tremal-Naik.
—Manda a alguien para advertirles que no se espanten si ocurre un choque —dijo Sandokan.
Sombras gigantescas se movían entre la niebla que los reflectores eléctricos volvían siempre más luminosa.
La escuadra enemiga estaba por caer sobre el crucero de los tigres de Mompracem para intentar cerrarle el paso.
En cierto momento una masa negra apareció bruscamente delante de la proa, sobre la derecha del Rey del Mar, a menos de cuatro cables de distancia. Era imposible detener el impulso del crucero.
—¡Golpea con el espolón! —gritó Sandokan con voz tonante.
El Rey del Mar se precipitaba sobre el leño enemigo como un ariete.
Un estruendo ensordecedor, espantoso, seguido de alaridos de angustia resonó entre la niebla perdiéndose muy lejos en el mar.
El espolón del crucero había entrado todo dentro de la nave adversaria, produciéndole un desgarro inmenso...
El Rey del Mar se detuvo un momento inclinándose a proa, mientras estallidos sucedían sobre la nave embestida y, herida de muerte por aquel terrible golpe de espolón, las calderas estallaban.
—¡Máquinas en reversa! —gritó el ingeniero norteamericano.
Se oyeron a proa sordos crujidos, luego el Rey del Mar con una brusca sacudida liberó su espolón retrocediendo y girando a babor.
La nave destripada se iba a pique a vista de ojo, entre los clamores ensordecedores de su tripulación.
El Rey del Mar había reanudado la carrera, pasando por la popa de la nave que se sumergía, arrojándose nuevamente en medio de la niebla.
Otras sombras también aparecían a babor y a estribor. Las naves de la escuadra, aprovechando aquel momento de pausa, habían alcanzado al Rey del Mar y le proyectaban sobre el puente haces de luz.
—¡Fuego acelerado! —comandó Yanez.
El crucero se inflama como un volcán en erupción, con un estruendo horrendo. Las gigantescas piezas de las torres han hecho fuego casi simultáneamente, haciendo temblar la nave de la quilla a la punta de los mástiles, lanzando sobre las naves enemigas sus gruesos proyectiles, luego las piezas de medio calibre de las baterías han seguido el ejemplo, agobiando a los enemigos.
Los perseguidores no parecían espantarse, aún cuando la tremenda descarga de las más grandes artillerías modernas debían haber producido daños graves y quizá, para algún pequeño y mal defendido leño, irremediables.
Por todas partes los destellos se multiplicaban. Los proyectiles de las granadas que se rompían sobre la sólida armadura de la nave corsaria, estallaban sobre los puentes lanzando por todas partes esquirlas de metal.
Golpeaban a estribor y a babor, caían a popa y a proa, deslizándose sobre los puentes y rebotando sobre las cimas de las torres.
El Rey del Mar sin embargo no se detiene, es más, responde con una furia espantosa, mandando balas a diestra, a siniestra y detrás de la popa.
Una pequeña nave, que hila con una velocidad vertiginosa, emerge bruscamente entre la niebla y con una loca temeridad corre encima del crucero.
Es una gran chalupa a vapor que lleva a proa una larga asta, la antigua torpedera Yarrow. El ingeniero norteamericano, que conoce aquellas armas mortales, manda un grito:
—¡Cuidado, intentan torpedearnos!
Sandokan y Yanez habían brincado fuera de la torre de mando. La chalupa, que estaba iluminada por las lámparas eléctricas de las otras naves, se movía veloz hacia el Rey del Mar, intentando alcanzarlo. Un hombre, el comandante, estaba en proa, detrás del asta.
—¡Sir Moreland! —gritaron a una voz.
Era en efecto el anglo-indio que intentaba, con una loca temeridad, torpedear el crucero.
—¡Detengan la chalupa! —había gritado Sandokan.
—¡No, nadie haga fuego! —aulló en cambio Yanez.
—¿Qué haces, hermano? —preguntó el Tigre de la Malasia, estupefacto.
—No lo matemos: Darma lloraría demasiado. Déjamelo a mí.
A estribor había varias piezas de mediano calibre. Yanez se acercó a la más cercana que ya había sido apuntada a la chalupa, corrige rápidamente la mira, luego da un tirón al cordón de disparo.
La chalupa no se encontraba entonces a más de trescientos metros, no consiguiendo ganar camino sobre el crucero.
El proyectil la golpeó con matemática precisión en popa, extirpándole al mismo tiempo el timón y la hélice y deteniéndola, por así decir, en pleno vuelo.
—¡Buen viaje, sir Moreland! —le gritó el hábil artillero, con voz irónica.
El anglo-indio había hecho un gesto de amenaza, luego el viento llevó hasta los oídos de los tigres de Mompracem estas palabras:
—¡Dentro de poco encontrarán al hijo de Suyodhana...! ¡Los espera en el golfo...!
El crucero había entonces sobrepasado la zona luminosa y se zambullía de nuevo en la niebla. Descargó una última vez sus piezas de caza en dirección de las naves enemigas, que no podían competir con sus máquinas y desapareció hacia el este, mientras los malayos y los dayak aullaban a garganta pelada:
—¡Viva el Tigre de la Malasia...!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

En el capítulo 8 de “Los piratas de la Malasia”, Salgari, refiriéndose al monte Matang, le asigna la altura de 2.790 pies. Sin embargo, en este capítulo aparece como 2.970 pies —un valor más cercano a la realidad—, ¿habrá sido un error de tipeo el dato en la anterior novela?

Cuando dice “...había aumentado su velocidad llevándola a trece nudos...”, el texto original dice “...aveva aumentata la sua velocità portandola a tredici miglia...”. Pero más adelante dice “...Da tredici nodi era salita a quattordici all'ora...”, por lo cual corregí “miglia” por “nudos”. Igualmente, 1 nudo es lo mismo que 1 milla náutica por hora.

Batayola: “Bastingaggio” en el original, es la barandilla, fija o levadiza, hecha de madera, que, encajada en los candeleros, se colocaba sobre las bordas del buque para sostener los empalletados.

Monte Matang: Es una montaña que se encuentra al oeste de la ciudad de Kuching. Forma parte de una reserva ecológica y su pico más alto, el Serapi, es de 911 m.

Pies: 1 pie = 0,3048 m. Por lo tanto, 2.970 pie equivalen a 905,26 m.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 12 mi equivalen a 19,31 km; 200 mi equivalen a 321,87 km; 50 mi equivalen a 80,47 km.

Nudos: 1 kn = 1,852 km/h. Por lo tanto, 13 kn equivalen a 18,52 km/h; 14 kn equivalen a 24,08 km/h; 15 kn equivalen a 27,78 km/h.

Cables: Un cable es la décima parte de una milla náutica, o sea 185,2 metros. Por lo tanto, 4 cables equivalen a 740,8 m.

Ariete: Máquina militar que se empleaba antiguamente para batir puertas o murallas, consistente en una viga larga y muy pesada, uno de cuyos extremos estaba reforzado con una pieza de hierro o bronce, labrada, por lo común, en forma de cabeza de carnero. Pero en castellano, también es: Buque de vapor, blindado y provisto de un espolón que se usaba para embestir a otras naves y echarlas a pique.

Yarrow: “Horward” en el original, seguramente se trate de un error. Yarrow Shipbuilders Limited era una empresa de construcción naval de Glasgow, Escocia, fundada en 1865, famosa por sus destructores y torpederas.

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