miércoles, 16 de agosto de 2017

XXIX. El desastre de la Marianna


Una vez más, la formidable nave de los tigres de Mompracem, construida por aquellos incomparables ingenieros norteamericanos, había justificado su título de invencible y a prueba de escollos.
A pesar del choque tremendo soportado por aquel terrible golpe de espolón, sus máquinas y su proa habían resistido maravillosamente y su blindaje había soportado, sin desintegrarse, aquel granizar furioso de tantas artillerías.
Salía de la batalla casi incólume, porque, salvo pocas abolladuras sin ninguna importancia, sus robustos flancos podían sufrir otras pruebas. Todo el daño se había limitado a cuatro muertos, cuatro artilleros mutilados por el estallido de una granada.
El Rey del Mar no había aminorado su marcha. Sandokan y Yanez, sabiéndose ya perseguidos y suponiendo, no sin razón, que los aliados hubiesen adivinado el propósito de aquel crucero, querían llegar a la desembocadura del Sadong con una ventaja de al menos veinticuatro horas, para proteger a la Marianna y posiblemente abocarse a los jefes dayak.
Estaban seguros de encontrar a la pequeña nave escondida entre las escolleras, en espera de su arribo.
—Si el diablo no mete la cola —dijo Yanez a Tremal-Naik—, cuando la escuadra de los aliados nos alcance, todo estará terminado.
—¿No cesarán de darnos caza? —preguntó el indio.
—Intentarán encerrarnos entre el Sadong y el Rajang para obligarnos a arrojarnos hacia la costa —respondió el portugués—. Sin embargo, espero que no lleguen a tiempo.
—Siempre y cuando allá abajo no encontremos al hijo de Suyodhana. ¿Has oído lo que ha gritado sir Moreland?
—Sí, también, pero supongo que aquel hombre no tendrá por cierto una flota bajo sus órdenes.
—¿Y si la hubiese armado? Los thugs debían poseer tesoros inmensos que solo el hijo de Suyodhana habrá recogido después de la dispersión de la secta.
—Sí, inmensos, amo —dijo Kammamuri que en aquel momento se había acercado—. Durante mi prisión en los subterráneos de Rajmangal he visto una caverna llena de barriles repletos de oro.
—Siempre y cuando no hayan permanecido bajo el agua —dijo Yanez.
—Me fue luego dicho que poseía riquezas incalculables depositadas en los principales bancos de la India.
—Me arruinaste el cigarrillo, mi querido Kammamuri —dijo Yanez—. ¿El hijo del Tigre de la India habrá conseguido armar varias naves? ¡Bah! —exclamó luego, alzando los hombros—. Nuestra nave bien puede poner cabeza a varias y daremos una lección también a ese señor. Verdaderamente sería hora de que se mostrase y se hiciese ver si se asemeja a su padre.
—Qué pecado que sir Moreland no nos haya proporcionado alguna explicación sobre nuestro enemigo —dijo Tremal-Naik.
—¡Uf! —dijo Yanez—. Tengo la sospecha de que aquel anglo-indio está más a los servicios del hijo de Suyodhana que del rajá de Sarawak.
—Razón de más para no perdonarle, señor Yanez —dijo Kammamuri—. Debería haber dejado tronar toda la artillería contra su chalupa a vapor, en vez de dañarla solamente.
—Qué quieres, lamentaba dejar masacrar a aquel joven valeroso —respondió Yanez.
—Tan agradable y cortés —añadió Tremal-Naik—. Con nosotros se ha mostrado un verdadero gentilhombre cuando Darma y yo éramos sus prisioneros, especialmente con mi hija.
—¿Desde el primer instante?
—Verdaderamente no —respondió el indio.
—En los primeros días aparecía extremadamente frío, es más, me miraba a menudo con mala mirada que me daba no pocas preocupaciones, luego poco a poco cambió.
—¡Ah! —dijo Yanez, sonriendo.
Volvió a encender el cigarrillo que se le había apagado y se dirigió al alcázar donde se habían mostrado, en aquel momento, Surama y Darma.
—No habrán tenido miedo, mis buenas niñas —dijo mirando especialmente a la hija del indio con cierta malicia.
—Gracias, señor Yanez —le susurró Darma, tomándole la mano derecha y estrechándosela fuertemente.
—¿Qué sabes tú...?
—He escuchado todo.
—Te habría sido demasiado desagradable si hubiese sido muerto, ¿verdad Darma?
—Sí —suspiró la niña—. ¡Amor fatal...!
—Bah, terminada la guerra veremos de descubrir a aquel valiente joven. ¡Quién sabe...! Todo podría terminar bien y ser ustedes dos felices, porque me he dado cuenta de que también sir Moreland te ama ardientemente.
—Pues bien, sahib blanco —dijo Surama—, me han dicho que había intentado hacer saltar por el aire nuestra nave.
—Dañarla gravemente quizá y aprovechar la confusión para raptarnos a Darma —dijo Yanez—. Oh, por cierto, no la habría dejado hundir. ¡Uf...! La niebla se levanta y veo allá abajo extenderse un poco de luz. Es el alba que surge; veremos si las naves de los aliados están aún a nuestras espaldas.
En efecto, la niebla, que tan oportunamente había protegido a los tigres de Mompracem, comenzaba a levantarse, expulsada por la brisa matutina. Cuando todos aquellos vapores desaparecieron hacia el norte, el mar aparecía desierto.
La escuadra de los aliados, que no podía competir con las poderosas máquinas del Rey del Mar, debía haber quedado muy atrás y quizá también regresado hacia la desembocadura del Sarawak.
También hacia el norte el horizonte aparecía despejado, habiéndose mantenido el crucero muy lejos de las costas borneanas, para no hacerse divisar por alguna nave costera.
No se veían mas que aves marinas, bastante numerosas en aquellos parajes y que revoloteaban con una ligereza y una velocidad verdaderamente admirable.
El Rey del Mar continuó su carrera velocísima todo el día, queriendo Sandokan no solo conservar su ventaja, sino aumentarla, a fin de tener el tiempo necesario para encontrar a la Marianna.
Antes del ocaso el crucero navegaba ya en las aguas que bañan la costa del Sadong.
—Podemos considerarnos, al menos por ahora, fuera de peligro —dijo Yanez a Horward que, junto a Darma, contemplaba la puesta del sol.
—No obstante, en algunos días, es más, quizá dentro de cuarenta y ocho horas, sí estaremos obligados a recomenzar la música —respondió el norteamericano—. Las naves de los aliados no nos dejarán tranquilos.
—¡Ah...! ¡Qué soberbio ocaso...! —exclamó en aquel momento Darma.
—Aquellos que se admiran en estos mares son en efecto los más espléndidos —dijo Yanez—. Tienen colores que no se ven en otros lugares. Si prestan atención verán el famoso rayo verde.
—¡Un rayo verde! —exclamaron el norteamericano y Darma.
—Es espléndido, mi pequeña Darma: es un fenómeno maravilloso que se puede admirar solamente en los mares de la Malasia y en el Océano Índico. El cielo es purísimo, por consiguiente también lo verás. Espera solamente a que el borde superior del sol esté por desaparecer.
—¿Será posible que de todo aquel fulgor enrojecido pueda desprenderse un rayo de tal color? —exclamó.
—Estoy seguro de no engañarme: estén atentos.
El sol se ocultaba en un océano de luz, cuyos colores poco a poco variaban seguramente a causa del estado más o menos higrométrico de la atmósfera y por la distancia del astro al cenit. Mientras estaba, por decirlo de alguna forma, por hundirse en el océano, por el cielo se difundía una luz rojo amarillenta que tomaba rápidamente un color casi violáceo que se perdía insensiblemente en un fondo azul grisáceo. El margen superior del disco estaba por desaparecer, cuando apareció imprevistamente un rayo absolutamente verde, de una belleza tal como para arrancar al norteamericano y a Darma un grito de admiración.
Se proyectó por algunos instantes sobre las aguas, luego desapareció de golpe, mientras el último pedazo del astro diurno se ocultaba detrás del horizonte.
—¡Espléndido! —había exclamado Horward.
—¡Soberbio! —había dicho Darma—. ¡Jamás había visto un rayo de tal color...!
—Porque has recorrido muy raramente estos mares —respondió Yanez.
—¿Y no se puede verlo en otros lugares? —preguntó Kammamuri que se había unido a ellos.
—Es dificilísimo, porque necesita condiciones excepcionales de limpieza y una gran pureza del horizonte y solamente en estas regiones se pueden tener con mayor frecuencia tales condiciones. He aquí la campana que nos llama a cenar. Aprovechemos mientras ningún peligro nos amenaza —dijo Yanez, ofreciendo el brazo a la joven anglo-india.
Dos horas después del ocaso, el Rey del Mar, que no había disminuido su velocidad, se encontraba frente a la desembocadura del Sadong, a una distancia de una media docena de millas.
—¿La Mariana estará escondida dentro del río? —preguntó Kammamuri a Yanez que exploraba la costa con un catalejo.
—Su comandante no habrá sido tan tonto. Debe haberse ocultado en medio de los escollos de levante, que forman varios canales. Avanzaremos lentamente en aquella dirección.
La nave, que había moderado su velocidad, hizo punta a breve distancia de las desembocaduras del río, luego se dirigió hacia el este, donde se divisaban largas filas de escollos.
Ya se encontraban a poca distancia de las primeras rocas que emergían como minúsculos islotes, cuando oyeron retumbar a lo lejos algunas débiles detonaciones.
Sandokan, prontamente advertido por Kammamuri, se había apresurado a subir a cubierta junto con Tremal-Naik y Horward.
Habiendo examinado atentamente el horizonte en todas las direcciones, ninguna nave, ni a vela, ni a vapor, aparecía a la vista. Sin embargo, aquellos disparos, tres, si los hombres de guardia no se habían engañado, habían sido oídos por todos. Una viva inquietud se había dibujado en el rostro de Sandokan.
—¿Alguna nave habrá sorprendido a mi vieja Marianna y la habrá cañoneado? —se preguntó—. ¿De qué parte venían aquellos disparos?
—De occidente —dijo Yanez, que estaba de guardia.
—¿No has visto antes, en aquella dirección, alguna columna de humo?
—Nada; el horizonte era purísimo.
—¿Aquellas detonaciones eran débiles?
—Debilísimas.
—Aquellos cañonazos, por consiguiente, deben haber sido disparados a una gran distancia —dijo Horward.
—Sí, considerando que el viento sopla precisamente desde el este.
—Sandokan —dijo Tremal-Naik, cuya frente se había oscurecido.
—Busquemos enseguida a la Marianna.
—Es lo que haremos —respondió el Tigre de la Malasia—. Si no la encontramos detrás de aquellos escollos, volveremos hacia el Sadong. Manda a Kammamuri con los gavieros sobre las cofas y con buenos catalejos a fin de que exploren atentamente el horizonte.
El Rey del Mar había continuado su carrera hacia el este, siguiendo la costa a una distancia de un par de millas para no chocar contra algún banco de arena; sin embargo, ninguna nave aparecía a la vista.
Una profunda ansiedad había invadido a la tripulación y sobre todo a Sandokan y a Yanez. La ausencia de su prao, que debía encontrarse en aquellos parajes desde hacía ya varios días y quizá por algunas semanas, inquietaba bastante a todos, temiendo que quizá haya sido descubierto por alguna nave enemiga y hundido.
Sambigliong estaba furioso, más que nadie, y daba vueltas y vueltas entre las torretas de los grandes cañones, prometiéndose romper al audaz que había osado abordar a la vieja Marianna.
La carrera del Rey del Mar duró una hora, sin que los gavieros hubiesen podido descubrir en ninguna dirección al velero, luego a un comando de Sandokan el crucero viró de bordo, acercándose a una barrera de altísimos escollos que formaban un brazo de mar entre esta y la costa. Ya todos estaban convencidos de que una desgracia había sucedido a la pobre nave.
—¡Activen los focos! —había comandado Sandokan—. ¡Si llegamos a tiempo, haremos pagar caro a los ingleses este golpe de mano...!
—¿No nos alcanzará la escuadra de los aliados...? —preguntó Tremal-Naik a Yanez.
—Debemos tener una ventaja de una docena de horas por lo menos —respondió el portugués—. Llegará demasiado tarde.
La nave hilaba como una golondrina de mar, a tiro forzado. Toneladas de carbón eran precipitadas a los hornos, desprendiendo un calor tan intenso que a los maquinistas y a los fogoneros les costaba soportar.
La noche, clarísima, habiendo salido la luna poco después de las once, permitía discernir sobre la argéntea superficie del golfo cualquier punto negro, los gavieros, no obstante, a cada pregunta que les era dirigida respondían siempre negativamente. ¡Nada, siempre nada...! ¡Ningún punto negro sobre el horizonte...!
—¿Aquellos tiros de cañón habrán señalado la agonía de la Marianna? —se preguntaban todos, con creciente ansiedad.
A la medianoche las costas orientales de Sadong comenzaron a delinearse, negrísimas por la masa imponente de sus florestas seculares.
De pronto, cuando el Rey del Mar ya había embocado el canal que se abría detrás de los escollos, una voz resonó sobre la plataforma del trinquete.
—¡Humo delante de nosotros...!
Yanez había apuntado un catalejo en la dirección indicada.
Un gran punto negro, que emitía una densa columna de humo, hilaba entre la costa y los escollos, huyendo hacia el levante.
—¡Una nave a vapor! —gritó el portugués—. ¡Dos mil metros...! ¡Buen tiro para los valientes artilleros! ¡Detengámosla...! ¡Cien rupias a quien la toque...!
Todavía no había terminado la frase que el viejo contramaestre norteamericano, que ya había ganado los doscientos dólares, estaba detrás de su pieza, bajo la torreta ubicada a babor.
Veía perfectamente a la nave que intentaba huir. La luna la iluminaba completamente.
La distancia era considerable, no obstante el viejo cañonero tenía confianza en sus ojos y en su pieza.
—¡Ahora la ajusto yo! —dijo—. Las cien rupias bailarán en mis bolsillos a la espera de comprar una montaña de tabaco y un barril de ginebra.
Esperó a que la nave pasase a través de la proa del crucero e hizo fuego rápidamente.
¿Había dado en el blanco, causando al adversario graves daños o lo había fallado? Le fue imposible saberlo, porque casi en el mismo momento la nave desaparecía detrás de un obstáculo, que la distancia no había permitido antes distinguir, un islote o alguna escollera.
El Rey del Mar se había puesto a la caza, disminuyendo no obstante la carrera, porque de un momento al otro podía encontrarse delante de uno de los muy numerosos bancos de arena que se extienden delante de las desembocaduras del Sadong.
Habiendo llegado a un kilómetro de las playas, Sandokan había dado el comando de escandallar.
No conocía, sino imperfectamente, aquellos parajes y no osaba avanzar a ciegas, por temor de encallar el crucero.
La nave no obstante, contra la que el crucero había hecho fuego, parecía que hubiese desaparecido. Seguramente había aprovechado los escollos que se veían numerosos hacia el norte, para meterse en algún canal y desaparecer o buscar refugio dentro de alguna pequeña bahía.
El Rey del Mar, en su segunda carrera, debía haber remontado mucho hacia el levante del Sadong, por consiguiente Yanez y Sandokan tomaron partido por abandonar al fugitivo, que debía ser demasiado débil como para osar contrarrestarles el paso, y regresar hacia el poniente para buscar a la Marianna.
Había surgido en ellos la duda de que el prao, para poderse sustraer a la persecución, hubiese buscado también algún escondite o se hubiese arrojado a la costa.
Marchaba por un cuarto de hora, a velocidad reducida, continuando explorando, cuando junto a un grupo de escolleras apareció una masa negruzca provista de una arboladura altísima, donde se veían las velas todavía desplegadas.
—¡Nave en la costa! —gritaron en aquel momento los vigías de las cofas.
—¡Debe ser nuestra Marianna —gritó Yanez—. ¡Finalmente...!
El Rey del Mar enseguida había virado de bordo, avanzando lentamente hacia aquellas escolleras.
Todos se habían precipitado hacia la proa para observar mejor aquella nave, cuya inmovilidad, no obstante, daba lugar a no pocas inquietudes, tanto más que parecía encontrarse adosada a las rocas.
Un fanal eléctrico había sido enseguida vuelto hacia ella, iluminándola como en pleno día, sin embargo, cosa extraña, parecía que ninguna persona se encontrase en cubierta.
—Enciende tres luces —comandó Yanez—. Si a bordo hay hombres responderán seguramente.
—¿Será precisamente la Marianna? —preguntó Tremal-Naik, quien compartía las aprensiones de los dos comandantes.
—No te lo puedo decir todavía —respondió el portugués—, aún cuando las velas sean de un gran prao o por lo menos de un jong.
—Me nace una duda.
—¿Que aquella nave, para escapar a los cañonazos de los ingleses se haya arrojado encima de aquellas escolleras, encallándose? ¿Es así Tremal-Naik?
—Sí.
—Y temo que hayas adivinado.
—¿Y la tripulación? ¿No se ve a nadie?
—Y nadie responde —dijo Sandokan que se había arrimado, mientras tres cohetes lanzados por Kammamuri y por Sambigliong se apagaban después de haber desparramado por el aire un nubarrón de chispas multicolores.
—Entonces los ingleses han hecho prisionera a la tripulación —dijo Tremal-Naik.
—Y nosotros iremos a liberarlos, aunque debamos perseguir a aquella nave hasta dentro del Sadong. Haz calar al agua una chalupa y vamos a ver si se trata efectivamente de la Marianna.
El crucero había reducido la marcha, siempre por el tema de encontrarse imprevistamente delante de los bajíos. Los escandallos ya habían dado solamente doce metros y parecía que el fondo se elevase rápidamente.
La gran barca a vapor fue calada y Sandokan, Yanez y Tremal-Naik, con veinte malayos armados, entraron, dirigiéndose a la escollera.
El Rey del Mar había virado de bordo volviendo un poco al ancho mar, siendo el oleaje más bien fuerte.
La escollera no distaba más que quinientos o seiscientos metros. Era una larga fila de rocas, de color muy oscuro, cortadas como con serrucho, con los flancos destripados y corrompidos por la eterna acción de las olas.
La nave se había encallado hacia la punta septentrional y en el choque, que debía haber sido violentísimo, se había inclinado sobre un flanco, apoyándose con las bancadas en una roca tan elevada como la arboladura.
Temiendo una sorpresa, Sandokan comandó a diez hombres armar los fusiles, luego impulsó la chalupa contra una caleta formada por un cinturón de escollos, donde el agua estaba tranquila.
Habiendo dejado seis marineros en guardia de la embarcación, con los otros alcanzó la nave.
—¡La Marianna! —gritó de pronto, con acento de dolor.
El desgraciado velero, o a causa de una falsa maniobra, o empujado expresamente, se había destripado sobre las puntas de las escolleras en tan mal modo, de creerlo para siempre perdido.
Las rocas bastante puntiagudas, le habían roto la carena, causándole un desgarro tan enorme, que las olas entraban libremente en la bodega, retumbando contínuamente.
—¡A qué estado quedó reducido el pobre leño! —exclamó Yanez, que parecía no menos conmovido que el Tigre de la Malasia—. ¿La habrán obligado a arrojarse sobre estas escolleras? ¿Y su tripulación?
—Hay una escala de cuerda a babor —dijo Tremal-Naik—. Subamos.
—Preparen las armas —comandó Sandokan—. Puede haber ingleses a bordo.
—¡Listos! —dijo Yanez.
Subió primero, por consiguiente Sandokan, luego los otros, teniendo en mano los fusiles y las pistolas.
Un silencio de muerte reinaba sobre la nave, ¡pero qué desorden sobre la toldilla...! Se veían cajas y barriles destripados por todas partes, fusiles y espingardas desparramados, luego en la proa un agujero enorme que parecía hubiese sido producido por alguna granada.
La escotilla mayor estaba abierta y abajo, en la profundidad de la bodega, se oía al agua bramar densamente.
—No hay nadie aquí —dijo Yanez.
—¿Qué habrá sucedido con mis marineros? —se pregunta con ansiedad Sandokan—. ¿Y la carga que tenía la nave? Me parece que la bodega ha sido vaciada.
En aquel instante sobre la cima del escollo, contra el que se apoyaba la Marianna, se oyó una voz gritar:
—¡El capitán...!
Sandokan y Yanez habían alzado vivamente la cabeza, mientras los malayos, por precaución, armaban rápidamente las carabinas.
Un hombre de piel oscura y semidesnudo, descendía rápidamente la roca, teniendo en mano un parang, cuya ancha hoja centelleaba vivamente con los rayos de la luna.
En pocos instantes alcanzó la amura de babor y brincó a cubierta, diciendo:
—Lo esperaba, capitán.
—¡Tú, Sakkadana! —exclamaron a una voz Yanez y Tremal-Naik, reconociendo en él al piloto de la Marianna.
—¿Qué ha sucedido aquí? —preguntó Sandokan.
—Hemos sido sorprendidos ayer a la noche por una nave a vapor, que nos ha obligado a arrojarnos sobre estas escolleras, habiéndose producido dos desgarros bajo la línea de flotación. He escapado viendo llegar a su crucero.
—¿Ha saqueado la Marianna su tripulación...?
—Sí, Tigre de la Malasia. Ha sacado las armas y las municiones.
—¿Y tus compañeros dónde están...?
—Han ganado el Sadong.
—¿Y tú te has quedado?
—No había más lugares en la chalupa, habiendo sido la otra rota por una bala de cañón.
—¿No se han abocado con los jefes de los dayak?
—Sí —respondió el piloto—, hace ocho días, pero nada hemos podido concluir. El rajá, sospechando de ellos, ha hecho encarcelar por precaución a una buena parte y a otros los ha exiliado lejos de las fronteras.
—¡Maldición! —exclamó Yanez—. He aquí una noticia que no me esperaba. ¡Adiós esperanzas...!
—Quizá hemos tardado demasiado —dijo Sandokan—. El rajá se ha prevenido.
—¿Qué haremos ahora, Sandokan...?
—No nos queda más que luchar en el mar —respondió el Tigre de la Malasia—. Regresaremos hacia el norte, ya que el grueso de los aliados se encuentra en las aguas de Sarawak y reanudaremos la guerra contra las naves mercantes, acarreando a las líneas de navegación el mayor daño posible. Si es necesario, nos apresuraremos hasta los mares de la China. ¡A bordo, amigos...! No perdamos tiempo.
Estaban por volver a descender a la chalupa, cuando oyeron un tiro de cañón retumbar a bordo del Rey del Mar.
Sandokan se había sobresaltado.
—¿Señalarán a la flota de los aliados? —se preguntó.
—Supongo —respondió Yanez—. Veo que se mueve y que apunta la proa hacia nosotros..
—¡Miren! —gritó Tremal-Naik.
Hacia el oeste una luz vivísima iluminaba el horizonte que poco antes estaba todavía oscuro.
La flota de los aliados, compuesta de una media docena de naves, se movía velozmente para impedir al crucero hacerse a la mar.
—¡Pronto, a bordo! —gritó el Tigre de la Malasia.
Se dejaron deslizar uno detrás del otro abajo por la cuerda y la chalupa se movió velozmente hacia el Rey del Mar, que por su parte se movía a su encuentro.
Las naves enemigas, aún cuando estuviesen lejos, habían abierto fuego y los cañonazos se sucedían a los cañonazos y algunos proyectiles se hundían a pocas docenas de metros de la embarcación. Dentro de algunos minutos aquellas masas metálicas debían llegar a destino.
El Rey del Mar, no obstante, estaba a pocos cables. Maniobró a modo de cubrir a la chalupa de los tiros de los artilleros adversarios, oponiendo a los proyectiles sus poderosos flancos, luego la escala fue bajada de un solo golpe.
El ingeniero Horward, Darma y Surama con Kammamuri habían salido de la torreta de popa, gritando:
—¡Pronto...! ¡Pronto...! ¡Suban...!
Algunos marineros ya habían bajado los aparejos para izar la chalupa.
Yanez, Sandokan, Tremal-Naik y sus compañeros se lanzaron sobre la escala, después de haber asegurado los ganchos.
—¡Finalmente! —exclamó el norteamericano—. Creía que no arribaban a tiempo.
—¡A sus puestos los artilleros! —gritó Sandokan—. ¡Doble timonel a la caña del timón...!
—Tendremos trabajo para desembarazarnos de la escuadra; no obstante somos fuertes y veloces —dijo Yanez.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

El rayo o destello verde es un fenómeno óptico atmosférico que se observa poco después del ocaso o poco antes del amanecer. Se hizo conocido a partir de la novela de Julio Verne “Le Rayon vert” (1882) de la cual Salgari seguramente se inspiró para la escena.

Higrométrico: Dicho de un cuerpo: Que varía sensiblemente de condiciones con el cambio de humedad de la atmósfera.

Cenit: Intersección de la vertical de un lugar con la esfera celeste, por encima de la cabeza del observador.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 6 mi equivalen a 9,66 km; 2 mi equivalen a 3,22 km.

Escandallar: “Scandagliare” en el original, es sondear, medir la profundidad del mar con el escandallo.

Bajíos: “Bassifondi” en el original, son elevaciones del fondo en los mares, ríos y lagos.

Escandallos: “Scandagli” en el original, es la parte de una sonda, que lleva en su base una cavidad rellena de sebo y sirve para reconocer la calidad del fondo del agua mediante las partículas u objetos que se sacan adheridos.

Caleta: Entrada de mar, más pequeña que la bahía.

Escotilla mayor: “Boccaporto maestro” en el original, abertura en la cubierta para servicio del buque cerca del palo mayor.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario