jueves, 20 de julio de 2017

XXVII. El crucero del Rey del Mar


Cuarenta y ocho horas después, el Rey del Mar, que había tomado la dirección del poniente para esperar el paso de las naves provenientes de la India y de las grandes islas de Java y de Sumatra, dirigidas a los mares de la China y del Japón, a ciento cincuenta millas del grupo de Bunguran avistaba un penacho de humo.
—¡Nave a vapor! —había señalado Kammamuri, que estaba de guardia sobre las cofas del trinquete.
Sandokan que estaba almorzando con sus amigos y con el ingeniero de máquina, se había apresurado a subir al puente, después de haber lanzado el comando:
—¡Reaviven el fuego! ¡A las piezas los artilleros de las torretas!
La tripulación entera también había subido a cubierta, sin excluir a la guardia de franco, nadie podía predecir con qué nave el Rey del Mar estaba por encontrarse.
Hallándose el crucero otra vez a tan breve distancia de las costas de Borneo, podía darse el caso de que se encontrase imprevistamente de frente a alguna nave de guerra con rumbo para Labuan o Sarawak.
El Tigre de la Malasia, armado de un potente catalejo, escrutaba atentamente el mar. Por el momento no se veía mas que una columna de humo destacarse contra el luminoso horizonte, pero la nave no debía tardar en aparecer, ahora que el Rey del Mar se movía a su encuentro con una velocidad de doce nudos y seis décimas.
—¿Y bien, Sandokan? —preguntó Tremal-Naik que lo había alcanzado.
—Un poco de paciencia, mi querido —respondió el formidable pirata.
—¿Y si aquella nave no fuese inglesa?
—Se saluda y se la deja ir no queriendo ponernos en guerra con el mundo entero.
—¿La ves?
—Comienzo a discernirla y me parece que es un piróscafo mercante, ya que no veo la larga cinta roja de las naves de guerra. Su arboladura ya despunta sobre el horizonte. Bastará un cartucho de fogueo para detenerla. Haz preparar por Sambigliong cuatro chalupas con algunas metralletas y armar a sesenta hombres.
—¿La abordaremos? —preguntó Kammamuri.
—Sí, si es inglés, como me parece. Nuestro crucero comienza bien, mejor de lo que esperaba y no hace mas que pocos días que hemos comenzado las hostilidades.
La distancia desaparecía rápidamente, continuando el Rey del Mar aumentando su velocidad, a fin de estar listos para impedir la fuga al piróscafo que parecía ser un buen caminante. Los centinelas sobre la plataforma habían ya reconocido la bandera desplegada sobre el asta de popa y un inmenso grito había saludado aquella noticia.
—No me había engañado —dijo Sandokan—. Aquella es inglesa.
Inspeccionó rápidamente las chalupas, que ya habían sido bajadas hasta las troneras y a los sesenta hombres que debían ocuparlas, casi todos malayos; luego hizo dirigir el crucero sobre el piróscafo, de modo de cortarle el camino.
Aquella nave que debía provenir probablemente de los puertos de la India, era un gran piróscafo de dos mil o quizá más toneladas, con dos mástiles y dos chimeneas. Sobre la toldilla se veían numerosas personas atestadas en las amuras, atraídas por la presencia de aquel leño de guerra que corría velozmente a su encuentro. A mil metros, Sandokan hizo desplegar en el mesana su bandera, luego disparar un cartucho de fogueo, que significaba:
—¡Deténganse!
Una súbita confusión se había manifestado a bordo del piróscafo con aquella inesperada intimidación. Se veían marineros y pasajeros precipitarse hacia la proa, entre ensordecedores clamores que llegaban claro al leño corsario.
Ciertamente la visión de aquella bandera, ya conocida en los mares de la Malasia, debía haber producido una profunda impresión a todos, tanto más que el Rey del Mar había continuado su carrera como si hubiese querido golpear con el espolón a la pobre nave.
Por algunos minutos se vio al piróscafo virar ahora a babor y ahora a estribor, como si estuviese indeciso sobre el camino a tomar y sobre qué hacer, pero una bala lanzada por una de las piezas de caza y que pasó sobre su puente con estruendo amenazador, lo decidió a detenerse.
—¡Máquina en retroceso! —había comandado Sandokan—. Al agua las chalupas y los hombres de desembarco a los puestos. A ti el comando, Yanez.
El portugués se ciñó el sable que Sambigliong le había llevado, se colgó a los flancos las pistolas y descendió en la chalupa más grande junto a Tremal-Naik.
El piróscafo se había detenido a ochocientos metros, juzgando inútil toda resistencia contra aquel formidable crucero que habría podido echarlo a pique con pocas descargas.
Clamores ensordecedores se alzaban entre los pasajeros atestados sobre la toldilla, creyendo quizá que hubiese tocado su última hora.
Las cuatro chalupas, montadas por sesenta hombres armados de carabinas y campilán, se habían hecho rápidamente a la mar, dirigiéndose hacia el piróscafo, mientras los artilleros del Rey del Mar apuntaban dos piezas de las torres de babor, listas para desencadenar un huracán de fuego y hierro al mínimo indicio de resistencia por parte de los ingleses.
Habiendo llegado las chalupas a treinta pasos, Yanez dio imperiosamente la orden a los marineros ingleses de bajar la escala, amenazando en caso contrario con hacer fuego.
A bordo había un poco de indecisión y de confusión. Algunos marineros habían aparecido sobre las amuras armados de fusiles, como si hubiesen tenido la intención de oponer resistencia, luego los gritos furiosos de los pasajeros que no querían exponerse al peligro de ser echados a pique por la formidable artillería del corsario, los habían enseguida obligado a retirarse y la escala había sido bajada de un golpe solo.
Yanez, seguido por Tremal-Naik, Kammamuri y doce hombres, se lanzó sobre la plataforma desenvainando el sable.
El comandante del piróscafo lo esperaba, circundado por sus oficiales, mientras los pasajeros, una cincuentena de personas por lo menos, se agolpaban detrás, mudos y aterrorizados.
Era un bello hombre, de estatura superior a la media, de rostro enérgico y bronceado por el sol de los trópicos, con cabellos morenos y barba rizada, un bello tipo de marinero, en fin.
Viendo aparecer a Yanez, con el sable desenvainado, palideció, luego frunció el ceño.
—¿A qué honor debo su visita? —preguntó con voz temblorosa.
—¿Ha visto los colores de nuestra bandera? —preguntó en cambio el portugués, saludando irónicamente.
—Sé que los piratas de Mompracem tenían un estandarte rojo con una cabeza de tigre, hace un tiempo.
—Entonces permítame avisarle que los piratas han declarado la guerra a su nación y al rajá de Sarawak.
—Me habían asegurado que no corseaban más.
—Y era verdad, señor mío. Su gobierno ha provocado a los tigres de Mompracem y aquellos han retomado las armas.
—En conclusión, ¿qué quiere usted?
—Otorgarle veinte minutos para embarcarse en las chalupas y echar a pique su nave.
—¡Esta es una piratería!
—Llámela como mejor le plazca, eso no me interesa —respondió Yanez—. U obedecen o se hunden: ¡Escoja!
—Otórgueme algunos minutos a fin de interrogar a mis oficiales.
—Le he concedido veinte, después nos retiraremos y el crucero abrirá fuego, estén o no estén a bordo. Apresúrese, porque tenemos prisa.
El capitán que se contenía a duras penas, llamó a consejo a sus oficiales, luego dio la orden de poner en el mar las chalupas y de hacer descender ante todo a los pasajeros.
—Cedo a la fuerza, no pudiendo resistirles —dijo luego a Yanez—. No obstante, apenas hayamos arribado a Natuna o a Bunguran informaré telegráficamente al gobernador de Singapur.
—Nadie se lo impedirá —respondió Yanez—. Mientras tanto, le hago observar que han transcurrido diez minutos y que permito a los pasajeros y a su tripulación llevar con ellos lo que poseen.
—¿Y la caja de a bordo?
—No sabemos qué hacer con ella: si le disgusta perderla, tómela.
Los marineros mientras tanto habían puesto en el agua todas las lanchas, después de haberlas provisto de víveres para varios días, remos y velas.
A una orden de su capitán, el embarque comenzó, haciendo primero descender a las mujeres, luego a los pasajeros. Últimos fueron los oficiales que llevaban los documentos de navegación y la caja.
—Inglaterra vengará este acto de piratería —dijo el capitán del piróscafo que parecía vivamente emocionado.
Yanez saludó sin responder.
Cuando la nave fue despejada, los malayos de las chalupas subieron a bordo, mientras la chalupa a vapor del Rey del Mar se acercaba rápidamente.
Las carboneras fueron abiertas y la descarga del combustible, no obstante muy escasa, debiendo el piróscafo hacer escala y renovar las provisiones en Saigón, comenzó rápidamente.
Dos horas después los malayos dejaban la nave. Las chalupas montadas por la tripulación inglesa estaban aún a la vista.
—Dos cañonazos a la línea de flotación —había comandado Sandokan.
Poco después dos granadas desfondaban las planchas de babor del piróscafo, abriendo dos desgarros inmensos, a través de los cuales se precipitó enseguida el líquido elemento.
Cuatro minutos después el piróscafo desaparecía en los abismos del mar de la Sonda, con un estruendo horrendo, habiendo estallado las dos máquinas, y el Rey del Mar reanudaba el crucero, alejándose hacia el sudoeste.
La mañana siguiente un velero inglés, sufría igual suerte, después de haberlo privado de una parte de su carga consistente en pescado seco destinado a los puertos de Hanói, y varias otras naves, a vela y a vapor, fueron a hacerle compañía en los profundos báratros.
El crucero batía tranquilo las líneas de navegación, corseando desde las costas de Borneo hasta estar a la vista de las Islas Anambas, cortando el camino a las naves provenientes del estrecho de Malaca y dirigidas a los mares de la China y del Japón.
Ya más de treinta naves habían sido echadas a pique a tiros de cañón o incendiadas causando daños enormes a las compañías de navegación, cuando un día un prao borneano que había sido abordado, informó a aquellos formidables destructores que una escuadra compuesta por varias naves de guerra había sido vista en las aguas de Natuna.
Debía ser seguro aquella de Singapur, enviada a cañonear la nave corsaria. El mismo día Sandokan, Yanez, Tremal-Naik y el ingeniero Horward tuvieron un consejo y decidieron interrumpir el crucero y moverse sin demora sobre Sarawak, a buscar a la Marianna que debía esperarlos en la desembocadura del Sadong.
Quizá los dayak, sus antiguos aliados, habían comenzado a invadir el sultanato; por consiguiente era un buen momento para asaltar al rajá por el lado del mar y hacerle pagar cara su cooperación en la conquista de Mompracem.
Por consiguiente, el Rey del Mar, que tenía las carboneras e incluso parte de la bodega llena de combustible, puso rumbo hacia el sudeste, deseando Sandokan hacer antes punta hacia su isla, para averiguar si los ingleses la tenían todavía.
Había dado la orden de proceder con la máxima velocidad, de modo que el crucero devoraba milla tras milla. Por cuarenta y ocho horas navegó hacia las costas borneanas, sin tener malos encuentros, aún cuando todos estuviesen convencidos de que una gran escuadra batía aquellos mares para sorprenderlos.
Hacia el ocaso del segundo día, el Rey del Mar llegaba a la vista de Mompracem, el antiguo refugio de los tigres de la Malasia.
Fue con una profunda conmoción que Sandokan y Yanez volvieron a ver su isla, donde por tantos años habían hecho temblar, con sus praos, al poderoso leopardo inglés.
Cuando llegaron al cabo oriental, dentro del cual se abría la pequeña rada, la noche había ya descendido hacía algunas horas, pero una luna espléndida permitía discernir la alta peña sobre la cual un día se agitaba orgullosa la temida bandera del Tigre de la Malasia.
La casa que había servido de asilo a los dos jefes de la piratería, no se veía más. En su lugar había sido erigido un fortín, probablemente poderosamente armado para impedir a los últimos tigres errantes por el mar reconquistar su cueva. También en el fondo de la rada se divisaban confusamente obras de defensa, bastiones y cercos altísimos.
Sandokan, apoyado en el coronamiento de popa, con la mirada turbia y la frente oscurecida, miraba su peña sin hablar; no obstante, por la expresión de su rostro se entendía fácilmente que su corazón debía en aquel momento sangrar.
Yanez que estaba cerca, le puso una mano sobre el hombro, diciéndole:
—Un día la reconquistaremos, ¿verdad Sandokan?
—Sí —respondió el pirata, tendiendo amenazadoramente el puño hacia la isla—. Sí, aquel día los echaremos a todos al mar sin misericordia.
Volvió la mirada hacia el mar que centelleaba soberbiamente bajo los rayos de la luna.
—Me agarra un deseo furioso de destruir todo —dijo luego—. Vuelvo a ver sangre delante de mis ojos.
Casi en el mismo instante, se oyeron hacia la proa gritos:
—¡Allá! ¡Allá! ¡Miren!
Sandokan y Yanez se habían precipitado hacia la amura de babor viendo a los hombres de guardia lanzarse a través de la toldilla:
—¡Fanales! —había exclamado el portugués.
—¡La sangre que buscaba! —gritó Sandokan, en cuyo corazón parecía que de pronto se hubiesen despertado los antiguos instintos de ferocidad.
Hacia levante, en dirección de las Islas Romades, cuyas cimas se delineaban todavía, seis puntos luminosos, cuatro verdes y rojos, casi a ras del agua y dos blancos a lo alto, aparecían claro.
—Son dos naves a vapor —dijo Yanez—, y apostaría a que vienen de Labuan.
—Tanto peor para ellos —dijo Sandokan, tendiendo los puños hacia aquellos puntos luminosos—. ¡Pagarán por Mompracem! Da la orden de alimentar las calderas.
—¿Qué quieres hacer, Sandokan? —preguntó el portugués impresionado por el rayo siniestro que brillaba en los ojos del formidable hombre.
—Echarlos a pique con todos aquellos que los montan.
—Sandokan, no olvides que nosotros somos corsarios y no más piratas. Y luego no sabemos todavía si aquellas son naves de guerra o mercantes y si agitan la bandera inglesa.
En vez de responder, el Tigre de la Malasia comandó apagar los fanales, hacer tocar el “todos a cubierta” y dirigir el crucero hacia las dos naves. A las once de la noche el Rey del Mar viraba de bordo a sólo quinientos metros de los dos piróscafos que, ignorantes del tremendo peligro que los amenazaba, navegaban a breve distancia el uno del otro, a poco vapor.
—Parecen dos transportes —dijo Yanez—. Escucha, Sandokan.
De los entrepuentes iluminados, se alzaban redobles de tambores, toques de trompetas y cantos. Parecía que soldados se divirtiesen, aprovechando la espléndida velada y la tranquilidad del mar. El viento que soplaba del septentrión llevaba aquellos clamores hasta el puente del Rey del Mar.
—Son soldados ingleses de Labuan que vuelven a la patria —dijo Yanez—. ¿Oyes, Sandokan? Hemos oído otra vez estas canciones en los campamentos ingleses de la India, durante el asedio a Delhi.
—Sí, son soldados —respondió el Tigre de la Malasia con extraño acento—. Ríen y saludan a la patria lejana y la muerte en cambio está por caerles encima.
—No hables así, amigo.
—¿Y no piensas tú, Yanez, que aquellos hombres me han echado de la isla, después de haber hecho estragos con mis valientes?
Se había erguido en toda su altura, con el rostro animado por una cólera terrible, los ojos llameantes. El antiguo pirata, el formidable Tigre de la Malasia que por tantos años había bañado de sangre aquellos mares, despertaba.
—Sí, rían, canten, dancen entrelazados: ¡Son danzas fúnebres! Mañana, a los primeros albores, su risa se le congelará en los labios. Demasiado pronto han olvidado a mi pequeño pueblo, suprimido y degollado en las playas de mi isla. ¡El vengador está aquí y los espía!
El Rey del Mar, virado de bordo, se había puesto a seguir silenciosamente a las dos naves manteniéndose a una distancia de una milla.
Ya no podían escapar, no pudiendo competir con un caminante de aquella fuerza. Habrían podido arribar a las Romades, que estaban entonces cerquísima e intentar arrojarse hacia la costa, pero también en tal caso no habrían logrado salvarse.
Sandokan, inclinado sobre la amura, no despegaba la mirada de ellos. Parecía calmado, sin embargo, terribles pensamientos de venganza, de estragos, de sangre, debían atormentar todavía su cerebro.
—¿Quién me impediría —dijo de pronto— caer como un buitre sobre ellos y mandarlos estrellados al fondo, a golpes de espolón? ¿Y no estaría en mi derecho? ¡El mar custodia bien los secretos que se le confían y nadie más sabría nada!
—No lo harías, por humanidad, Sandokan —dijo Yanez.
—¡Humanidad! Palabra vacía de sentido en la guerra. ¿Tal vez los ingleses se han acordado, cuando decretaban a sangre fría la conquista de nuestra isla y el exterminio de nuestro pequeño pueblo? ¿Qué queda hoy de los Tigres de Mompracem? ¿De aquellos Tigres que rindieron a estos ingleses tan gran servicio, liberándolos de la infame secta de los thugs? En agradecimiento aquellos ávidos traperos de los océanos nos han asido a traición nuestra isla, asaltándonos de noche, diez veces superiores, como si fuésemos bestias feroces, ¡y tú Yanez, hablas de humanidad! ¿Crees que si mañana una escuadra inglesa cayese sobre nosotros o sobre nuestros praos, nos perdonarían? No, nos echarían a pique y nos mandarían a dormir el sueño eterno en los abismos del mar de la Malasia.
—Nosotros podremos defendernos, Sandokan, disputar la victoria, mientras que aquellas dos naves nada podrían oponer a nuestra formidable artillería y a nuestro espolón.
—Es verdad, señor Yanez —dijo una voz detrás de ellos.
Sandokan se había volteado impetuosamente y se encontró delante de Darma.
—Tú no lo apruebas, porque...
No concluyó la frase, que debía aludir al amor de la joven con el anglo-indio.
—Que prueben defenderse también ellos, Darma —dijo luego, cambiando el tono.
—No podrían, señor Sandokan —rebatió la joven—. Quizá haya sobre aquellas dos naves quinientos o seiscientos pobres jóvenes que suspiran el momento de volver a ver su patria y de abrazar a sus viejos padres. No haga llorar a tantas madres, usted que siempre ha sido generoso.
—También mis hombres, los viejos Tigres de Mompracem han llorado la noche que eran echados de su isla —dijo Sandokan, con ira reprimida—. Que lloren entonces sus mujeres de Inglaterra.
Sandokan se había separado de la amura volviéndose hacia las dos torres de popa de cuyas troneras salían las extremidades de dos grandes piezas de caza, amenazando el horizonte. Estaba por abrir la boca para hacer desencadenar aquellos dos monstruos de bronce, cuando Darma posó su mano sobre la boca del formidable pirata:
—¿Qué está por comandar mi generoso protector? —preguntó la anglo-india.
—La señal del estrago. Quiero cambiar aquellos cantos joviales en un inmenso alarido de angustia y muerte. Que el mar abra sus báratros y engulla a los conquistadores de mi isla.
—No lo hará, señor Sandokan —respondió Darma, con voz firme—. Piense que un día podría ser asaltado por fuerzas superiores y vencido. ¿A quién de nosotros perdonarían los vencedores?
—Mientras, no debes olvidarte, Sandokan —añadió Yanez con voz grave—, que a bordo tenemos dos niñas, Surama, la primera mujer que he amado y esta niña que por salvarla hemos emprendido una guerra contra los thugs y cumplido mil prodigios. Ni siquiera ellas escaparían a la rabia de los vencedores. ¿Querrías con este acto inhumano volverlas nuestras cómplices?
El Tigre de la Malasia había cruzado los brazos, mirando ahora a Darma y ahora a Surama, que avanzaba lentamente en aquel momento, descendiendo del puente de mando. El destello terrible que poco antes relampagueaba en sus ojos, poco a poco se apagaba.
De pronto tendió la mano a Yanez, sin hablar, sacudió dos o tres veces la cabeza, luego se puso a pasear, deteniéndose de vez en cuando a mirar las naves que continuaban su rumbo, pasando de largo por las Romades.
El Rey del Mar las seguía siempre, manteniendo la distancia.
La noche transcurrió sin que Sandokan se hubiese tomado un momento de reposo. Había continuado paseando en cubierta, entre las torres, sin nunca abrir la boca.
Cuando no obstante los primeros albores comenzaron a extenderse por el cielo, hizo acelerar la marcha del crucero, comandando a los artilleros tomar sus puestos de combate.
Con una rápida maniobra se puso a pocos cables de las dos naves e hizo izar su bandera, apoyándola con el disparo de un cartucho de fogueo.
Alaridos agudísimos se habían alzado de los dos transportes, cuyos puentes se habían atestado de soldados, pálidos de terror.
—Pónganse en facha y ríndanse a discreción o los hundo —había hecho señalar Sandokan. Al mismo tiempo había hecho apuntar la artillería de su nave, lista para hacer cumplir al pie de la letra la amenaza.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Los seis fanales a los que hace referencia en los buques son: verde a derecha o estribor, rojo a izquierda o babor y blanco sobre el trinquete en la proa. Seguramente estaría viendo ambos buques de adelante, para poder apreciar los tres fanales que llevaban cada uno. Cuando dice que hay cuatro verdes y rojos, en el original omite la palabra “cuatro”.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 150 mi equivalen a 241,40 km.

Bunguran: “Burguram” y luego “Banguram” en el original, es un pequeño archipiélago de Indonesia, situado en el Mar de la China Meridional, al noroeste de Sarawak. En la actualidad la administración del archipiélago depende de las Islas Natuna.

Nudos: 1 kn = 1,852 km/h. Por lo tanto, 12,6 kn equivalen a 23,34 km/h.

Cartucho de fogueo: “Colpo in bianco” en el original, es un cartucho que se emplea sin bala para adiestramiento de la tropa, salvas, etc.

Natuna: Archipiélago de Indonesia, situado en el Mar de la China Meridional, al noroeste de Sarawak, muy cerca de las Islas Bunguran.

Saigón: Nombre con el que se conocía hasta 1975, a la actual Ciudad Ho Chi Minh, es la ciudad más grande de Vietnam. En vietnamita se escribía “Sài Gòn”.

Hanói: “Hainau” en el original, es la actual capital de Vietnam. No estoy del todo seguro de este ajuste, pero es bastante similar fonéticamente y está en relación a las posibles rutas comerciales.

Báratros: Del latín barăthrum, y este del griego βάραθρον, es una forma poética de llamar al infierno como lugar de castigo eterno. O también en mitología hace referencia al infierno como lugar que habitan los espíritus de los muertos.

Islas Anambas: “Isole Anaba” en el original, archipiélago de Indonesia, localizado en el Mar de la China Meridional entre las dos partes principales de Malasia y Kalimantan.

Estrecho de Malaca: Es un largo estrecho de mar del sudeste de Asia localizado entre la costa occidental de la península malaya y la isla indonesa de Sumatra. Es un importante corredor marítimo que une, al norte, el mar de Andamán, mar marginal del océano Índico, y al sur el mar de la China Meridional.

Hacer punta: Dirigirse o encaminarse el primero a una parte.

Islas Romades: No existen referencias actuales, sin embargo, aparecen en el mapa “Die Ostindien Inseln” (1870) de Berghaus, Hermann y F. Von Stulpnagel. Estarían ubicadas a unos 250 km al oeste de Labuan, aproximadamente.

Pónganse en facha: “Mettetevi in panna” en el original, es parar el curso de una embarcación por medio de las velas, haciéndolas obrar en sentidos contrarios.

Ríndanse a discreción: Entregarse sin capitulación al arbitrio del vencedor.

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