jueves, 6 de julio de 2017

XXVI. El retorno del Rey del Mar


Ensordecedores clamores y varios tiros de mosquete habían respondido al retumbar de la pieza de artillería. No obstante, no eran gritos de guerra, sino de alegría, signo evidente de que no se trataba del Rey del Mar, sino de la nave inglesa esperada.
Yanez y sir Moreland, tranquilizados por la amenaza del centinela, habían intentado treparse hasta el techo donde se veía una rendija; no obstante, habían debido renunciar a causa de la altura de las paredes.
—¡Bah! —dijo el anglo-indio—. Será una espera de pocos minutos.
—¿Será una nave perteneciente a la flotilla de Labuan? —preguntó Yanez.
—Lo supongo. Parece que mis compatriotas han desembarcado; ¿no oye esos hurras?
—Si, la población los saluda.
—Dentro de poco la comedia se convertirá en farsa, con gran estupor de aquel estúpido gobernador que se ha obstinado en no creerme un capitán auténtico. Los gritos se aproximan, mis compatriotas vienen a liberarnos.
—Los isleños supondrán en cambio que vienen a colgarnos —dijo Darma.
—Son capaces de haber preparado las cuerdas —dijo Yanez, bromeando.
Un rumor de voces se había oído hacia la puerta. Un momento después las trancas caían al suelo y un destello de luz invadía el almacén. El gobernador había aparecido en el umbral, junto a un hombre joven aún, con larga barba rubia y ojos azules y que llevaba puesto el uniforme de teniente de marina.
Detrás de ellos se veía un pelotón de marineros armados para la guerra, bayonetas encajadas, circundados por numerosos isleños.
—¡He aquí los piratas! —había gritado el viejo, indicando a los prisioneros—. Merecen diez brazas de cuerda y bien enjabonada. ¡Arréstelos!
Con un inmenso estupor el teniente, en vez de hacer avanzar a sus marineros, se había precipitado hacia sir Moreland con los brazos abiertos, gritando:
—¡Comandante! ¡Es posible! ¡Usted vivo todavía! ¿Sueño?
—¡No, mi querido Leyland! —exclamó sir Moreland—. Soy precisamente yo, en carne y hueso. ¡Abrázame, amigo mío!
Mientras el teniente y el capitán se precipitaban el uno contra el otro, el gobernador, completamente desconcertado por aquel inesperado golpe de escena, se rascaba furiosamente la cabeza, repitiendo:
—¡Pero si es un aliado de los piratas! ¡Mírelo, mírelo bien, señor teniente! ¡Lo engaña también a usted!
El teniente, sin cuidarse de las protestas del viejo, ni de las imprecaciones y los gritos de estupor de los isleños, había preguntado:
—¿Cómo es que se encuentra aquí, capitán, mientras se lo creía hundido junto con su nave? ¿Aquí, a tanta distancia de Sarawak?
—¿No se lo han dicho los marineros dejados libres por el corsario?
—Sí, pero nadie había prestado fe a sus palabras.
—Señor Leyland, ¿qué ha venido a buscar aquí?
—Al corsario.
—¡Han llegado demasiado tarde y luego no les aconsejaría medirse con aquella nave! ¡Se necesita más que un crucero! ¿Quiere un consejo de verdadero amigo? Hágase enseguida a la mar y evite encontrarse con el Rey del Mar de los tigres de Mompracem. Vayamos a bordo y luego le relataré todo, pero deje antes que le presente a dos amigos: miss Darma Praat y su hermano.
El gobernador, viendo al teniente ofrecer la mano al portugués, estalló como una bomba.
—¡Lo engañan! —aulló—. ¡He aquí el pirata que nos ha saqueado! ¡Cuélguelo!
—Silencio, vieja corneja —dijo sir Moreland—. Son negocios que no le conciernen, ya que el carbón no era de su propiedad.
—¿Y nuestras bestias?
—Haga cobrar la letra de cambio en Pontianak —dijo Yanez, irónicamente.
—¿Qué historia es esta, capitán? —preguntó el teniente.
—Más tarde te daré mayores explicaciones —respondió sir Moreland—. Haz proteger a esta miss y a su hermano por tus marineros.
—¡Cuélguelos! —aullaba el gobernador, enfurecido—. ¡Son todos piratas!
—¡Silencio! —tronó el teniente impaciente—. Si estos señores, como usted afirma, son piratas, el consejo de guerra los juzgará. Marineros, formen un cuadrado y a bordo enseguida.
—¡Señor teniente! —gritó el viejo.
—Basta, he comprendido, serán juzgados. Adelante, línea cerrada.
Los marineros, una treintena, todos espléndidamente equipados, cerraron sus filas alrededor de sir Moreland, Yanez y la joven y descendieron hacia la playa, seguidos por el gobernador y por la población que comentaba, poco favorablemente, la conducta del teniente, creyendo de buena fe que quería proteger a vulgares piratas.
En la pequeña cuenca había tres chalupas y fuera, un bellísimo crucero de pequeñas dimensiones, todo pintado en negro, que navegaba entre los dos promontorios, manteniéndose a vapor.
El capitán, el teniente, Yanez y Darma embarcaron en la más grande chalupa junto a diez marineros, mientras los otros tomaban lugar en las otras dos.
Con pocos golpes de remo las chalupas atravesaron la distancia, abordando la escala de estribor que había permanecido bajada.
—Capitán —dijo el teniente, cuando sir Moreland llegó a cubierta, saludado por los hurras estrepitosos de la tripulación—, toda mi nave está a su disposición.
—No pido mas que un camarote para mí y uno para cada uno de mis compañeros. Juzgará usted, comandante de la nave, si podría tratarlos como prisioneros de guerra, no obstante, después de que me haya escuchado. Miss Darma, señor de Gomera, espérenme.
Mientras la nave se hacía a la mar, el capitán y el teniente descendieron al castillo de popa donde tuvieron una larga entrevista.
Cuando volvieron a subir, sir Moreland estaba sonriente y parecía muy contento.
—Miss, señor de Gomera —dijo acercándose a ellos—, ustedes no serán conducidos a Labuan, porque la nave debe dirigirse a Sarawak sin demora.
—Donde seremos entregados al rajá —dijo Yanez.
—Es todo lo que podemos hacer, aún cuando hubiese deseado otra cosa —dijo el capitán con un suspiro.
—¿Y qué, sir Moreland? —preguntó Darma.
El anglo-indio sacudió la cabeza sin responder, luego ofreciendo el brazo a la joven y conduciéndola hacia la popa, le dijo con cierta agitación:
—Querría arrancarle una promesa, miss.
—¿Cuál, sir Moreland? —preguntó Darma.
—No embarcarse más sobre el Rey del Mar.
—¿Soy prisionera?
—El rajá la pondrá enseguida en libertad.
—Es imposible, sir: allí está mi padre y él no dejará el Rey del Mar. Su suerte está unida a la de los últimos piratas de Mompracem.
—Piense que un día me encontraré nuevamente delante de la nave de Sandokan y que quizá me tocará a mí echarla a pique y darle también muerte a usted, yo que daría en cambio toda mi sangre por usted. ¿Qué responde, miss Darma?
—Deje todo al destino, sir Moreland —respondió la joven.
—A pesar de todo me ama.
Darma lo miró, sin responder, sus ojos estaban húmedos.
—Dígamelo, Darma.
—Sí —murmuró ella, con una voz tan leve que pareció un soplo.
—¿Jura no olvidarme?
—Se lo juro.
—Tengo fe en nuestro destino, Darma.
—Y en cambio, yo temo que será fatal para ambos. Nuestro afecto ha nacido bajo una mala estrella, sir Moreland, lo siento —dijo la joven con voz triste.
—No hable así, miss Darma.
—Qué quiere, sir Moreland, veo oscuridad en nuestro porvenir. Me parece que una catástrofe no lejana nos amenaza a los dos. Esta guerra será fatal también para nosotros.
—Usted podría evitar este peligro, Darma. Eso está oculto en los abismos del Pacífico.
—¿Y en qué modo?
—Abandonando el Rey del Mar a su destino, ya se lo dije.
—No, sir Moreland. Mientras ondee la bandera de los tigres de Mompracem, Darma, la protegida de Sandokan y Yanez, no dejará la nave.
—¿Y no sabe entonces que todos ellos están destinados a perecer? Las mejores y más poderosas naves de la marina inglesa dentro de poco caerán por estos mares y barrerán fuera al corsario. Huirá, vencerá quizá otras batallas, sin embargo tarde o temprano deberá sucumbir bajo nuestra artillería.
—Se lo digo otra vez: nosotros sabremos morir como valerosos, al grito de: ¡Viva Mompracem!
—¡Bella y valiente, como una verdadera heroína! —exclamó sir Moreland, mirándola con admiración—. ¡Y el flujo de sangre será fatal a todos...!
Yanez en aquel momento, se había acercado con precipitación.
—¡Sir Moreland! —exclamó—. Una nave a vapor corre sobre nosotros. Ya ha sido señalada por el comandante.
—¡Será el Rey del Mar! —exclamó Darma.
—Se sospecha que sea una nave de guerra. Mire: los marineros se preparan para el combate.
La frente de sir Moreland se había oscurecido, mientras una rápida palidez se había extendido sobre su rostro.
—El Rey del Mar —murmuró con voz sorda—. Viene a romper mi felicidad.
El teniente lo había alcanzado, teniendo en mano un catalejo.
—Sir James —dijo—. Una nave muy grande, si no me engaño, apunta a nosotros.
—¿Será una de las nuestras? —preguntó el capitán.
—No, porque viene del noreste, mientras que nuestra escuadrilla se ha dirigido hacia Sarawak con la esperanza de encontrar al corsario en aquella dirección.
Un punto negro, que se agrandaba rápidamente, coronado por dos negras columnas de humo, había aparecido en el horizonte y parecía que se dirigía hacia el grupo de Mengalum, moviéndose a gran velocidad.
Sir Moreland había apuntado el catalejo y miraba con extrema atención.
De pronto el instrumento se le escapó de las manos:
—¡El Rey del Mar! —exclamó con voz rauca, mientras arrojaba sobre Darma una mirada llena de tristeza.
—¡Sandokan! —exclamó Yanez—. ¡Ni siquiera esta vez me colgarán!
—¿Es el corsario? —preguntó el teniente.
—Sí —respondió sir Moreland.
—Daremos batalla y lo hundiremos —dijo el teniente.
—¿Quiere hacernos echar a pique? Dentro de pocos minutos nave y hombres estarán en el fondo del mar de la Sonda. Se requiere más que un crucero de tercera clase para enfrentar a aquella nave, la más moderna, la más rápida y las más formidable de cuantas haya.
—Sin embargo, no me dejaré capturar sin combate —respondió el teniente.
—No lo querría ni siquiera yo, amigo; no obstante, creo que lo evitaremos. Las consecuencias serían para nosotros desastrosas.
—¿En qué modo?
—Haz bajar al agua una chalupa y deja que vaya primero a hablar con el Tigre de la Malasia. Ustedes perderán dos prisioneros, yo perderé mucho más, te lo juro, pero ustedes salvarán su nave y su tripulación.
—Le obedezco, sir James.
Mientras los marineros bajaban una ballenera, el Rey del Mar que avanzaba con una velocidad de doce nudos, caía sobre el crucero.
Sus potentes artillerías de las torres de proa, ya habían sido apuntadas y se preparaban para cubrir de fuego y acero al minúsculo enemigo y a echarlo a pique con la primera andanada.
La larga cinta roja, signo de combate, había subido ondeando sobre el mástil de proa, mientras la bandera roja de Mompracem, adornada con una cabeza de tigre era alzada sobre el de popa.
Sandokan, viendo al crucero inglés detenerse, izar la bandera blanca y bajar al mar una chalupa, había ordenado máquina en retroceso, deteniéndose a mil doscientos metros del adversario.
—Parece que el inglés no se siente lo suficientemente fuerte como para medirse con nosotros —había dicho a Tremal-Naik que lo había alcanzado en la torre—. ¿Querrá rendirse? No sabría qué hacer con aquella nave.
—Le tomaremos la artillería y las municiones, más allá del carbón —respondió el indio—. Podrán servirle a nuestros amigos dayak en Sarawak.
—Sí, sin embargo me desagradaría perder más tiempo —dijo el Tigre de la Malasia—. Debemos buscar a Yanez y a Darma.
—¿Esperas encontrarlos todavía en el escollo? —preguntó Tremal-Naik con angustia.
—No lo dudo. Los he visto arribar, antes de que la oscuridad cubriese aquel islote. ¡Oh! ¡Un capitán en la ballenera! ¿Vendrá a ofrecernos su espada? Habría preferido un combate, ya que siento un afán furioso por destruir todo.
—Tigre de la Malasia —dijo en aquel momento Sambigliong, que había apuntado un catalejo sobre la chalupa—. ¡Será posible! ¡Me engaño o será realmente él! ¡Mire! ¡Mire!
—¿Qué has visto?
—¡Es él, le digo, es él!
—¿Él quién?
—Sir Moreland.
—¡Moreland! —exclamó Sandokan, primero palideciendo y luego enrojeciendo, mientras un rayo de esperanza le brillaba en la mirada—. ¡Moreland a bordo de aquel leño! Entonces Yanez... Darma... ¿Cómo pueden encontrarse en aquella nave? Es imposible, te has engañado, Sambigliong.
—No, mire, nos ha divisado y nos saluda agitando la gorra.
Sandokan se había lanzado fuera de la torre.
Un grito de alegría se le escapó.
—¡Sí, es él, sir Moreland...!
La ballenera, bajo el impulso de doce remos, avanzaba rapidísimo.
En anglo-indio, de pie en popa, saludaba ahora con la gorra, sin abandonar la caña del timón.
—¡Bajen la escala! —gritó Sandokan.
La orden apenas había sido cumplida que la ballenera abordaba. Sir Moreland subió rápidamente a bordo, diciéndole con cierta frialdad:
—Estoy encantado de volver a verlo, señor, y de poderle dar una noticia que le agradará mucho.
—¿Yanez... Darma...? —gritaron a una voz Sandokan y Tremal-Naik.
—Están a bordo de aquella nave.
—¿Por qué no los ha conducido aquí? —preguntó Sandokan frunciendo el ceño.
El anglo-indio que se había vuelto extremadamente serio y que hablaba con voz casi imperiosa, respondió:
—Vengo para entablar tratativas, señor.
—¿Qué quiere decir?
—Que el comandante le entregará al señor Yanez y a miss Darma con la condición de que usted deje tranquila aquella nave, que como bien ve no estaría en grado de medirse con la suya.
Sandokan tuvo un instante de indecisión, luego respondió:
—Sea pues, sir Moreland. Sabré volver a encontrarla más tarde.
—Haga bajar la bandera de combate. El comandante comprenderá que usted ha aceptado su propuesta y le mandará enseguida a los prisioneros.
Sandokan hizo un signo a Sambigliong y pocos instantes después la cinta roja era hecha descender a cubierta. Casi en el mismo instante una segunda chalupa se separaba del flanco del pequeño crucero: estaban encima Darma y Yanez.
—Sir Moreland —dijo Sandokan—, ¿dónde los ha recogido aquella nave?
—En Mengalum —respondió el anglo-indio, sin quitar los ojos de la chalupa que se acercaba rapidísima.
—¿Se habían salvado sobre el escollo?
—Sí —respondió el capitán, que parecía haber perdido su habitual cordialidad y ser presa de profundas preocupaciones.
La segunda chalupa había llegado. Yanez y Darma habían subido precipitadamente la escala, cayendo uno en los brazos de Sandokan y la segunda en los de su padre.
Sir Moreland, palidísimo, miraba con ojos tristes aquella escena. Cuando se hubieron separado, se volvió hacia Sandokan, preguntándole:
—¿Y ahora me retendrá otra vez como prisionero?
El Tigre de la Malasia estaba por responder, cuando Yanez lo previno.
—No, sir Moreland, usted es libre. Vuelva a bordo del crucero.
Sandokan no había escondido un gesto de estupor. Probablemente no era aquella la respuesta que quería dar al anglo-indio, sin embargo no replicó.
—Señores —dijo entonces el anglo-indio con voz grave, mirando bien fijo al rostro de Sandokan y Yanez—, espero volver a verlos pronto, pero entonces seremos terribles enemigos.
—Lo esperamos —respondió fríamente Sandokan.
Se acercó a Darma y le tendió la mano, diciéndole con acento triste:
—Que Brahma, Shivá y Visnú te protejan, miss.
La niña que parecía profundamente conmovida, estrechó la mano sin hablar. Parecía tener un nudo en la garganta.
El anglo-indio fingió no ver las manos que Yanez, Sandokan y Tremal-Naik le ofrecían, saludó militarmente y descendió rápidamente la escala sin volverse atrás.
No obstante, cuando la chalupa que lo conducía hacia el pequeño crucero pasó delante de la proa del Rey del Mar alzó la cabeza y viendo a Darma y a Surama en el castillo, las saludó con el pañuelo.
—Yanez —dijo Sandokan, llevando aparte al portugués—. ¿Por qué lo has dejado ir? Él podía volverse un rehén valioso.
—Y un peligro para Darma —respondió Yanez—. Ellos se aman.
—No lo había notado. Es un bello joven y valeroso, tiene sangre anglo-india en las venas como Darma... ¿Quién sabe? Después de la campaña.
Estuvo un momento como inmerso en un profundo pensamiento, luego continuó:
—Comenzamos las hostilidades: arrojémonos sobre las vías de navegación e intentemos, mientras las escuadras nos buscan en las aguas de Sarawak, hacer el mayor mal posible a nuestros adversarios.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

En el original, sir Moreland le dice a Darma que “esso sta nascosto negli abissi dell’Atlantico”. Pero por la ubicación de la acción sería correcto decir que es el Océano Pacífico y no el Atlántico, por eso lo ajusté.

Braza: Medida de longitud, generalmente usada en la Marina y equivalente a 2 varas o 1,6718 m. Por lo tanto, 10 brazas equivalen a 16,72 m.

Corneja: Ave rapaz nocturna semejante al búho, pero mucho más pequeña que este, con plumaje en que domina el color castaño ceniciento, y en la cabeza dos plumas en forma de cuernos pequeños.

Nudos: 1 kn = 1,852 km/h. Por lo tanto, 12 kn equivalen a 22,22 km/h.

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