jueves, 29 de junio de 2017

XXV. La traición de los colonos


Durante toda la noche el huracán arreció con furia extraordinaria, acompañado por aguaceros torrenciales que fluyendo a lo largo de los flancos del gigantesco escollo, se precipitaban sobre la playa en forma de pequeñas cascadas, salpicando abundantemente a los tres náufragos.
Truenos ensordecedores retumbaban entre las tempestuosas nubes y en lo alto se sentía el viento rugir tremendamente sobre la veta del islote.
El mar estaba espantoso entre las tres islas. Montañas de agua se derramaban sin pausa sobre la playa, bramando alrededor de las escolleras, rebotando, encaballándose. La espuma, levantada por las ráfagas, llegaba hasta debajo de la peña donde se habían refugiado los tres náufragos, empujándola dentro para disgusto de Darma.
—Qué noche de horror —decía la niña, estrechándose encima de Yanez—. ¿Qué le habrá sucedido a nuestra nave? ¿Podrá el señor Sandokan hacer frente al huracán? ¿Qué dice usted, sir Moreland, que es también marinero?
—Su nave no correrá peligro —respondió el anglo-indio—, habrá sido arrastrada lejos, por cierto. El Tigre de la Malasia se habrá puesto forzosamente a la capa para escapar al huracán. Esta es la región de las tempestades.
—Entonces, quién sabe cuándo podré volver a ver a mi padre.
—Los huracanes son violentísimos en estas regiones, sin embargo no duran mucho —dijo Yanez—. El hecho es que su furia es tal que incluso las naves a vapor a menudo no pueden resistir. Por otra parte, aquí no se está demasiado mal y he pasado noches mucho peores. Pecado que mis cigarrillos se han vuelto inservibles. ¡Bah! Me desquitaré más tarde.
—Señor Yanez —dijo el anglo-indio—. ¿Los isleños nos habrán visto arribar?
—Es probable.
—¿No ha pensado que podrían venir a hacernos prisioneros para vengarse por el carbón que les han tomado?
—¡Por Júpiter! —exclamó el portugués—. Me hace inquietar, sir Moreland. Es más, debería llamarlos en su calidad de súbdito inglés y hacernos arrestar. Estaría en su derecho, siendo nosotros sus enemigos.
El anglo-indio lo miró sin responder, luego después de tiempo dijo, casi secamente:
—No lo haré, señor Yanez. Hoy le debo a usted agradecimiento, que me pesa bastante quizá, pero que no debo olvidar por ahora.
—Otro en su lugar quizá no dejaría escapar semejante ocasión.
—Que tendría escaso éxito, porque el Rey del Mar no tardaría en liberarlos o en vengarlos.
—Eso no lo dudo —respondió el portugués, riendo—. Vamos, dejemos esta conversación e intente descansar. Está mucho más cansado que yo y la noche será larga.
Darma y el anglo-indio realmente lo necesitaban, y en efecto, a pesar de los bramidos del mar y de los estrépitos formidables de los truenos, no tardaron en rendirse sobre el estrato de algas.
Yanez, más robusto y más habituado a las largas vigilias, permaneció de guardia.
Es más, de vez en cuando se alzaba y, sin preocuparse por los chorros de agua y los nubarrones de espuma que las olas lanzaban contra la roca, se apresuraba hasta la playa para mirar al mar.
Esperaba por cierto ver centellear en la oscuridad los fanales del Rey del Mar, esperanza vana, no obstante, porque ningún punto luminoso aparecía en aquel caos de olas bramantes.
El horizonte, cuando los rayos no lo iluminaban, estaba siempre oscuro, como si masas de alquitrán líquido cayesen de las nubes.
Hacia el alba parecía que la tormenta daba a entender que se alejaba hacia el este, o sea, la dirección tomada por el crucero. El viento había disminuido, aún cuando se lo oyese rugir siempre sobre la veta del gigantesco escollo.
Incluso las olas comenzaban a aplanarse un poco y no golpeaban más el escollo con la furia de antes.
Yanez, creyendo que Darma y el anglo-indio dormían aún, dejó el refugio para buscar el desayuno.
—Nos contentaremos con huevos de aves marinas —se había dicho—. Después de todo, no son tan feos como se cree.
Habiendo divisado sobre una especie de plataforma que se asomaba a cuarenta metros de altura, a numerosos pajarracos nidificar, el portugués comenzó a superar los escalones y las plataformas que por aquella parte volvían accesible, al menos hasta una cierta altura, al colosal escollo.
Había ya subido una quincena de metros, cuando llegaron imprevistamente gritos a sus oídos.
Yanez, bastante inquieto, se había vivamente volteado manteniéndose próximo a la punta de una roca.
Una chalupa de flancos anchísimos, entraba en aquel momento en la minúscula rada, maniobrada por media docena de isleños.
—¡Por Júpiter! —exclamó, dejándose deslizar rápidamente debajo de la roca—. ¡He aquí nuestros negocios estropeados! ¿Me harán pagar el carbón con una onza de plomo en la cabeza?
Llegado al piso se precipitó hacia el refugio, gritando:
—¡De pie, sir Moreland!
—¿Ha llegado el Rey del Mar? —preguntaron a una voz el capitán y Darma.
—Ha llegado otro —respondió Yanez—. Son los isleños que están por arribar.
—¿Lo han visto? —preguntó sir Moreland.
—Eso temo, encontrándome hace poco sobre las rocas.
—¿Dónde están? —preguntó Darma.
—Están girando las escolleras y dentro de poco estarán aquí.
—¿Nos harán prisioneros?
—Es probable —respondió el anglo-indio, mientras en su mirada brillaba un destello extraño.
—Voy a espiarlos —dijo Yanez, arrojándose entre las dunas de arena.
—Sir Moreland —dijo Darma, cuando estuvieron solos, viéndolo pensativo—. ¿Aquellos isleños se vengarán contra el señor Yanez?
—No tengo ninguna duda. Le harán pagar caro el carbón.
—Usted que lleva puesto el uniforme británico, puede salvarlo.
—¡Yo! —dijo el anglo-indio, sorprendido por aquellas palabras.
—¿No se opondrá a su arresto?
Sir Moreland miró a Darma cruzando los brazos. Su frente se había nublado y su rostro había asumido una expresión dura, casi salvaje, mientras en sus ojos destellaba una oscura llama.
—¿No lo hará, sir Moreland? —repitió la niña—. No olvide que aquel hombre lo ha arrancado de la muerte y que lo ha tratado no como a un enemigo, sino como a un huésped.
El capitán continuaba callado. Parecía que en su corazón se combatía una áspera batalla, por las diferentes expresiones de su rostro.
—Es mi adversario —dijo luego con voz sorda.
—¡Sir Moreland! No me haga perder la estima que tengo por usted. Yo también debo al señor Yanez mi vida y la de mi padre.
El anglo-indio había hecho un gesto como de cólera, que enseguida reprimió.
—Sea —dijo luego—, así no le deberé ningún agradecimiento.
Luego salió del refugio, presa de una viva agitación, murmurando con acento tétrico:
—Encontraré otro día.
Los hombres de la chalupa habían desembarcado en aquel momento, después de haberse armado de fusiles. Eran todos blancos y entre ellos estaba uno de los consejeros del gobernador.
Un hombre que ya debía haber divisado a Yanez, había superado la duna, detrás de la cual intentaba esconderse el portugués, gritando con voz amenazadora:
—¡Es inútil que te escondas, ladrón de mar! ¡Muéstrate!
El portugués no se había hecho repetir la invitación y se había alzado, diciendo con voz burlona:
—Buen día, señor, y gracias por su visita matutina.
—Tienes muchas agallas, ladrón —dijo el isleño—. ¿No es usted uno de aquellos que nos han sacado el carbón?
—¡Un ladrón! ¡De carbón! —exclamó el portugués—. ¿Qué quiere decir? No le entiendo.
—¿No formaba parte de la tripulación de aquella nave de piratas?
—¡Qué piratas! Soy un náufrago que jamás he despojado a nadie. Soy un gentilhombre.
—¡No, debe ser uno de aquellos ladrones!
Una voz que parecía llena de indignación, se levantó en aquel momento detrás de las dunas. Era sir Moreland que llegaba a paso de carrera.
—¿Es a nosotros que nos trata de ladrones? —gritó—. ¿Quién es usted que osa ofender a un capitán de la flota anglo-india y del rajá de Sarawak?
El isleño viendo aparecer a aquel nuevo personaje que llevaba puesto el uniforme de comandante, aún cuando estuviese reducido a un pésimo estado después del baño entre las olas aceitosas, se había quedado mudo.
—¿Qué quiere usted? ¿Por qué amenaza? —preguntó el anglo-indio afectando una soberbia cólera.
—¡Un capitán inglés! —había exclamado finalmente el isleño—. ¿Cómo es ésto?
Hizo portavoz con las manos y volviéndose hacia la playa, se puso a gritar:
—¡Eh! ¡Camaradas! ¡Vengan!
Otros cinco hombres, igualmente armados de viejos fusiles de avancarga, habían llegado a las dunas, tomando una actitud amenazadora. Viendo no obstante a sir Moreland, bajaron enseguida las armas, quitándose los sombreretes de hule.
—Capitán —reanudó el jefe—. ¿Cuándo ha arribado?
—Ayer a la noche junto con mi hermana y mi compañero. Hemos escapado a un tremendo naufragio —dijo sir Moreland.
—Los conduciremos a Mengalum y les ofreceremos generosa hospitalidad. Por otra parte no permanecerán mucho tiempo entre nosotros.
—¿Debe arribar alguna nave?
—Un pequeño leño de guerra que nos pareció inglés, ha sido señalado sobre las costas septentrionales de la isla. No obstante, habiendo estallado el huracán enseguida después de la partida de los piratas, debe haberlo rechazado mar adentro.
—¿Cuándo la han visto?
—Ayer a la tarde, un poco antes del ocaso. ¿Sería el suyo?
—No, porque el mío está hundido a cuarenta millas de aquí, varias horas antes de que llegase el otro.
—¿Daba caza al corsario?
—Lo intentaba.
—¡Qué desgracia! Si hubiese llegado antes... Aquellos ladrones no habrían osado importunarnos.
—Los capturaremos más tarde.
—Pero... disculpe capitán, ¿usted dice que este hombre es su amigo?
—Es verdad —dijo sir Moreland—. Se ha salvado junto a mí y mi hermana.
—Sin embargo se parece a uno de aquellos ladrones.
—Este hombre es un honesto comerciante de Labuan.
—¡Ah! —dijo el jefe de la chalupa.
Darma entretanto había llegado. Los isleños, viéndola, la saludaron cortésmente y la ayudaron a embarcarse. Yanez que había permanecido impasible, se había acomodado en proa intentando encender, sin conseguirlo, uno de sus cigarrillos.
No obstante, era una tranquilidad ficticia, es más, estaba muy preocupado por el inminente arribo de aquella pequeña nave de guerra anunciada por el isleño.
—Las cosas se embrollan —murmuraba—. Este anglo-indio se tomará sin duda el desquite, conduciéndome prisionero sobre aquella nave, si no me sucede algo peor. ¡Estos isleños me miran con unos ojos! Dudo que se hayan tragado el cuento de sir Moreland.
Mientras tanto, la chalupa se había apartado de la playa. Cuatro hombres habían tomado los remos, el quinto se había puesto en proa junto a Yanez y el jefe a la caña del timón.
Era este último un bello viejo muy barbudo y muy bronceado, que le recordaba a Yanez uno de los cuatro consejeros del gobernador.
Quizá no se engañaba, porque el isleño de vez en cuando fijaba sus ojos azules sobre el portugués y con verdadera obstinación. No obstante, no había, al menos hasta ahora, manifestado abiertamente ninguna desconfianza, ni tampoco hacia Darma, al contrario, le había ofrecido el lugar de honor en la popa y le había puesto sobre los hombros su casaca de hule, a fin de defenderla de las salpicaduras de las olas.
Fuera de la cuenca, el mar estaba todavía agitado. Frecuentes oleadas alzaban bruscamente la chalupa, sacudiéndola brutalmente y precipitándola imprevistamente en profundas depresiones.
Los remeros, no obstante, todos robustísimos y habituados a aquellas luchas que duran casi eternidades alrededor de esas islas, siempre golpeadas por las oleadas y por los vientos impetuosos del sur, luchaban vigorosamente, sin asustarse por el ímpetu de los golpes de mar.
Habiendo llegado a alta mar, fuera de las escolleras, izaron una pequeña vela triangular y la chalupa, mejor equilibrada, se puso a hilar con velocidad notable hacia Mengalum, ya no demasiado lejos.
Durante el viaje, los isleños no habían pronunciado una sola palabra. No obstante, a menudo el jefe miraba de reojo a los tres supuestos náufragos, deteniendo siempre la mirada en Yanez.
La travesía fue cumplida felizmente, aún cuando hacia Mengalum las olas se mostrasen más violentas que en otro lugar, y después del mediodía la chalupa arribaba en la extremidad de la pequeña bahía.
—Desciendan —dijo el jefe, ayudando a Darma—. Se encontrarán mejor aquí que sobre las rocas del islote.
Había pronunciado aquellas palabras con un acento casi burlón y que no había escapado a Yanez.
—Este zorro viejo debe haberme reconocido —murmuró el portugués—. Si no vuelve pronto el Rey del Mar la aventura, por cierto, no terminará bien para mí. Sir Moreland se ha puesto en un lindo embarazo.
Incluso el anglo-indio debía haberse percatado de haber jugado una pésima carta, porque parecía muy preocupado.
Los isleños tiraron sobre la playa la chalupa a fin de que no fuese afectada por la resaca que se hacía sentir violentísima incluso dentro de la cuenca, se arrojaron sobre los hombros los fusiles y alcanzaron solícitamente a los náufragos, circundándolos:
—¿A dónde nos conducen? —preguntó sir Moreland, que se ponía siempre más inquieto.
—A mi casa —respondió el jefe.
Ningún isleño había salido de las viviendas escalonadas a lo largo del declive. Probablemente no se habían dado cuenta del regreso de la chalupa o habían preferido permanecer en sus cabañas, volviendo a llover.
El jefe atravesó la plaza y condujo a los náufragos a una casita de bella apariencia, construida parte en madera y parte en piedra, sobre cuyo techo en punta ondeaba un trapo rojo, los restos de alguna bandera inglesa.
Abrió la puerta e invitó al inglés, Yanez y Darma a entrar, luego, mientras sus hombres armaban precipitadamente los fusiles, volviéndose hacia un viejo que estaba fumando en un ángulo, junto a la ventana, le preguntó, indicándole a Yanez:
—¿Señor gobernador, conoce a este hombre? Mírelo bien y dígame si no es uno de aquellos que nos robaron la provisión de carbón confiada por el gobierno inglés.
—¡Ah! ¡Bribón! —exclamó el portugués, furioso.
El viejo se había prontamente alzado mirando a Yanez que ya con su invectiva se había traicionado.
—¡Sí, es él quien nos ha impuesto la entrega del carbón! —gritó el gobernador—. Ahora no te nos escaparás, mi querido, te haremos colgar por los marineros ingleses y sobre el mástil más alto de su nave. ¡Pirata!
—¡Yo, pirata! —exclamó Yanez alzando el puño.
Sir Moreland estaba listo para intervenir.
—Nada de violencia cuando se encuentra aquí un capitán de Su Majestad la Reina de Inglaterra. Señor gobernador, este hombre es un corsario y no ya un pirata.
El viejo que parecía no haberse siquiera percatado, hasta entonces, de la presencia del anglo-indio, lo miró con estupor.
—¿Quién es usted? —preguntó.
—Mire el uniforme que llevo puesto y los grados que brillan aún sobre mis mangas.
—¿Ha arribado su nave?
—Mi nave ha sido hundida después de un terrible combate, mar adentro de Mengalum, por la artillería del corsario.
—¿No pertenece a aquella que ha sido señalada ayer por la tarde?
—No, porque he sido recogido sobre las escolleras del islote.
—¿Junto a este hombre? —preguntó el gobernador, cuyo estupor aumentaba.
—Sí, junto a él y a esta miss, salvada por nosotros durante el huracán.
—¡Y usted, capitán inglés, estaba junto con los corsarios! ¡Ahí! ¡Ahí! Usted es un muy hábil comediante, pero yo no soy tan tonto como para creer sus habladurías.
—Antes nos había contado que había naufragado —dijo uno de los isleños.
—Lo afirmo, por mi honor, que yo soy James Moreland, capitán de la marina anglo-india, y ahora a los servicios del rajá de Sarawak —dijo el joven comandante.
—Deme pruebas y entonces le creeré.
—No puedo darle ninguna por ahora habiendo mi nave ido a pique.
—¿Y este hombre? ¿Cómo se encuentra con usted, mientras que hace dos días estaba con aquellos piratas?
—Se ha salvado conmigo en una chalupa, durante el abordaje, mientras la nave corsaria era arrastrada al ancho mar por el huracán y la mía se hundía.
—¿Será en cambio usted el jefe de aquellos piratas en la piel de un inglés?
—¡Viejo! —aulló Yanez—. Termínela de llamarnos piratas. Este es un capitán anglo-indio.
—Son piratas.
—¿Qué te he tomado?
—El carbón.
—Era del gobierno y no tuyo.
—Y los animales.
—Que han sido pagados —rebatió Yanez que perdía su usual flema—. Tiene todavía en el bolsillo la letra de cambio de Pontianak, estoy seguro, mientras habríamos podido sacarles todo, sin pagar una sola libra esterlina.
—¿Y usted cree por eso los dejaré ir? —dijo el gobernador con una sonrisa irónica—. La nave inglesa no tardará en arribar y veremos qué sacará con aquel comandante. Espero verlo bailar con un buen calabrote al cuello, la última danza de la muerte.
—Y yo le digo lo que hará, por lo menos en cuanto a mí, me pedirá disculpas —dijo sir Moreland que también comenzaba a irritarse—. Le advierto, mientras tanto, que si usted toca un cabello a esta miss o a este hombre, haré bombardear su aldea por los cañones ingleses, palabra de James Moreland.
—Bien, bien —dijo el gobernador, siempre riendo—. Tan sólo permanecerán como nuestros prisioneros por derecho de guerra. ¡Ah! Señores piratas, pagarán el carbón que el gobierno inglés nos ha confiado y nuevamente los animales. No se burla a un hombre como yo.
—Sea, lo veremos —dijo sir Moreland—. Mientras tanto indique a la nave de guerra, si está aún a la vista de la isla, que tiene comunicaciones importantes que hacer.
—Parece que tiene mucha prisa por hacerse colgar —respondió el gobernador—. Haré lo posible por contentarlo.
Se volvió hacia su súbditos que habían asistido a la entrevista apoyados en sus mosquetes, diciéndoles:
—Se los confío y cuidado de que no huyan. Habrá un premio a ganar más allá del reconocimiento del gobierno inglés. Al almacén y cierren bien.
—Vamos —dijo el jefe, empujando rudamente a Yanez hacia la puerta—. La comedia ha terminado por ahora.
El anglo-indio, el portugués y Darma se dejaron conducir fuera, sin intentar ninguna resistencia que por otra parte habría sido inútil y peligrosa con aquellos hombres rudos y brutales, y habiendo atravesado nuevamente la plaza, fueron introducidos en una maciza construcción de piedra que debía servir de almacén a la pequeña colonia.
Era una gran estancia de una cincuentena de metros de largo, casi vacía en aquel momento, porque no se veían mas que montones de pescado seco y barriles conteniendo quizá aceite o grasa, con el techo sostenido por pilares de piedra blanda extraída de las colinas de la isla.
—¿Tienen hambre? —preguntó el jefe.
—No me desagradaría comer un bocado antes de ser colgado —dijo Yanez, burlonamente.
—Más tarde. Mientras tanto, les advierto que al primer intento de fuga haremos fuego contra ustedes.
Dicho esto cerraron la puerta, atrancándola desde afuera.
Sir Moreland, Yanez y Darma, menos espantados de lo que se podría suponer, se miraron los unos a los otros, casi sonriendo.
—¿Qué me dice de esta aventura, sir Moreland? —preguntó finalmente la joven.
—Que si la nave inglesa cruza realmente por aguas de la isla terminará pronto —respondió el capitán.
—Para usted, pero no para nosotros.
—¿Y por qué miss?
—¿Cuando los suyos sepan que somos corsarios no nos colgarán?
—O por lo menos nos conducirán a Labuan para ser juzgados —dijo Yanez—. Eso daría cierto placer a aquel gobernador que tiene viejos rencores contra mí.
—Intentaré evitar que esto suceda —respondió el capitán—. Sería peligroso, especialmente para el señor de Gomera.
—Lo pondremos en un grave embarazo, sir Moreland —dijo Darma.
—No lo creo, miss. Y luego, ¿quién me dice que el comandante de aquella nave no sea un amigo mío? En tal caso nos entenderemos fácilmente. El señor de Gomera se ha comportado hacia mí como un gentilhombre y yo no seré menos hacia él.
—¿Se ha olvidado la aventura nocturna en Rajang?
—Astucias de guerra, miss, y no he guardado rencor ni a usted, ni a sus protectores.
—Es demasiado bueno, sir Moreland.
—No soy ni mejor, ni peor que los otros. ¡Ah!
Un tiro de cañón había imprevistamente retumbado fuera, haciendo temblar las paredes del almacén.
—¡Una nave de guerra! —exclamó el anglo-indio.
—¿Es el Rey del Mar o aquella que esperan los isleños? —se preguntó Yanez.
—Lo sabremos pronto.
Ambos se habían lanzado hacia la puerta, percutiéndola a patadas y gritando:
—¡Abran! ¡Queremos ver a los ingleses desembarcar!
—¡Silencio! —tronó una voz amenazante—. ¡Si fuerzan la puerta hago fuego!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

A la capa: “Alla cappa” en el original, es disponer las velas de modo que la embarcación ande poco.

De avancarga: Dicho de un arma de fuego: Que se carga por la boca.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 40 mi equivalen a 64,37 km.

Calabrote: “Canapo”, es un cabo grueso hecho de nueve cordones colchados de izquierda a derecha, en grupos de a tres y en sentido contrario cuando se reúnen para formar el cabo.

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