viernes, 16 de junio de 2017

XXIV. La isla Mengalum


Toda la noche el Rey del Mar fue golpeado por las olas que subían incesantemente del sur, turbando todo el mar de la Sonda.
El viento no había dejado de aumentar, no obstante no era aún tan violento como para volver dificultosa la navegación del crucero, dotado de espléndidas cualidades náuticas, a pesar del peso enorme de su gran artillería y de sus torres blindadas.
A la mañana siguiente el tiempo se había vuelto más amenazador. Las oleadas seguían con furia, con las crestas espumantes, bramando densamente y rompiéndose con estrépito contra el espolón de la nave.
El viento, azotando sus cimas, levantaba verdaderas cortinas de agua que corrían a través del océano, danzando desordenadamente y derrumbándose contra la arboladura y las torres del Rey del Mar.
Enormes masas de vapores, cargadas de lluvia, hacían volteretas por el cielo, interceptando completamente la luz solar y proyectando sobre el océano sombras tétricas. Las aves marinas, verdaderos pájaros de las tempestades, se alzaban en bandas densas en los cabos o sobre las crestas de las olas, dejándose llevar por el viento, saludando a la tormenta con gritos ensordecedores.
Se veían gigantescos albatros correr entre las oleadas, luego alzarse bruscamente, describiendo giros fulmíneos; rompedores de hueso, caer en bandadas junto a los albatros ahumados, mientras en el aire hacían volteretas las fregatas.
No obstante, el Rey del Mar hacía frente espléndidamente al huracán, sobrepasando fácilmente las olas que lo asaltaban por la proa y que aullaban y bramaban sobre sus flancos. Sandokan y Yanez habían dado orden a Horward de activar las calderas, a fin de intentar llegar a Mengalum antes de que el huracán se desencadenase, sabiendo que el arribo entonces se volvería peligrosísimo.
A la noche la borrasca se desencadenaba con furor extremo, mientras el crucero no estaba aún a la vista del pico de la isla.
La prudencia aconsejaba mantenerse mar adentro, a fin de no exponer a la nave al peligro de verse sacudida contra alguna roca.
—Esperaremos a que se calme antes de acercarnos a Mengalum —había dicho Sandokan—. Tenemos aún combustible para un par de días.
El Rey del Mar había vuelto la proa hacia el poniente, no habiendo en aquella dirección ni bancos, ni escolleras. El huracán lo asaltaba entonces con violencia inaudita, imprimiéndole sacudidas espantosas.
Todos estaban en cubierta, incluso Darma y sir Moreland.
Las olas, verdaderas montañas móviles, se derramaban encima del crucero con bramidos ensordecedores, obstaculizándole la marcha y amenazando con arrastrarlo muy lejos de su rumbo.
—Una borrasca terrible —dijo sir Moreland a Darma que se mantenía reparada entre la torre de popa y la amura en el cofferdam—. Su nave tendrá mucho que hacer para librarse de ella.
—¿Hay peligro de hundirse? —preguntó la joven, no obstante sin manifestar ninguna aprensión en el tono de su voz.
—No, al menos por ahora, miss. El Rey del Mar es una nave a prueba de escollos y ninguna oleada podrá demolerla.
—Sin embargo, qué olas gigantescas.
—Enormes, miss. Y es aquí, en estos parajes, que alcanzan alturas espantosas. Retírese, no es su lugar aquí. Hay peligro.
—¿Si lo afrontan los otros, por qué yo debería escaparle?
—Son hombres de mar. Retírese, miss, porque ahora que el crucero se prepara para virar de bordo, las olas barrerán la popa y una oleada podría irrumpir en la torre.
—Lamento no poder admirar esta tormenta en toda su terrible rabia. ¡Ah! ¡Qué espectáculo! ¡Mire, sir Moreland, qué oleadas! Se diría que están por cerrarse sobre nosotros. Espere un minuto más.
—Cuidado, miss, las olas asaltan la popa. ¿Las ve?
El Rey del Mar, que se esforzaba inmensamente para mantenerse mar adentro, encontrándose frecuentemente sus hélices fuera del agua, parecía que se hubiese vuelto una miserable cáscara de nuez. Brincaba sobre las crestas, bandeándose de tal modo como para temer que de un momento a otro se desequilibre, luego se desplome en los abismos, de los que parecía que no fuese a salir más.
Los golpes de mar se sucedían sin tregua, rompiéndose contra las torres con miles de bramidos y barriendo la toldilla con grave peligro para los marineros, que eran abatidos contra las amuras y de vez en cuando incluso levantados.
Yanez y Sandokan parecía que se riesen de los furores del huracán. Agarrados a la balaustrada del puente de mando, calmos, impasibles, impartían las órdenes con voz tranquila.
Tenían ya demasiada confianza en su propia nave como para dudar de la victoria final.
Por otra parte, habían tomado todas las medidas para poder luchar ventajosamente con el huracán.
Habían redoblado el personal de máquinas y los timoneles, habían hecho doblar los cabos de las chalupas, atar las artillerías ligeras, asegurar a las grandes y cerrar todas las ventanillas y las escotillas, a fin de que ni una gota de agua pudiese entrar en la nave. Toda la noche el Rey del Mar valientemente hizo frente al huracán, sin alejarse demasiado de los parajes de Mengalum y, habiéndose hacia el mediodía del día siguiente calmado la furia del viento, reanudó su rumbo primitivo.
El cielo se mantenía aún amenazador y todo hacía creer que aquella tormenta debía tener más tarde una continuación.
—Apresurémonos a arribar en este momento de calma relativa —dijo Sandokan a Yanez y a Tremal-Naik—. Las carboneras están casi vacías y sería una grave imprudencia dejarnos tomar por otro huracán con las calderas apagadas.
La isla no debía estar lejos, porque el Rey del Mar, aún manteniéndose mar adentro por el tema de ser empujado contra aquella tierra o hacia las escolleras que la circundan, no se había desviado mucho hacia el oeste.
Y en efecto, hacia las diez de la mañana, habiéndose fragmentado las masas de vapores que se arremolinaban en el cielo, una montaña se delineó finalmente en el horizonte.
—¿Mengalum? —preguntó Tremal-Naik a Yanez que la observaba con el catalejo.
—Sí —respondió el portugués—. Apresuraremos la marcha y haremos enfadar a aquellos isleños y a su minúsculo gobernador.
El Rey del Mar aumentaba la carrera, consumiendo las últimas toneladas de carbón.
La montaña se agrandaba a vista de ojo. Tenía una cumbre cubierta por una densa vegetación bastante verde y en su base se divisaba, en un fragmento considerable, su portezuelo.
—Dentro de dos horas llegaremos —dijo Yanez al indio.
El portugués no se engañaba. No era todavía mediodía cuando el Rey del Mar se encontró de frente a la pequeña rada sobre cuya playa se divisaban grupitos de cabañas y de barcas encalladas.
—¡Sondeen! —había gritado Sandokan—. Quizá tengamos agua suficiente como para entrar.
Sambigliong con varios marineros provistos de sondas se habían dirigido a proa para medir la profundidad de las aguas, mientras el Rey del Mar moderaba rápidamente su velocidad.
Viendo aparecer a aquella gran nave, los habitantes, en su mayor parte de raza blanca, se habían precipitado fuera de sus cabañas y, creyendo que era inglesa, se habían apresurado a enarbolar sobre la antena de señales la preciosa bandera regalada por el almirante de la escuadra del mar Amarillo.
Eran una cincuentena entre hombres, mujeres y niños, que pateaban alegremente entre los fucos gigantes, que cubrían la orilla de la minúscula bahía, esperando quizá verse regalar un segundo banquete gargantuesco, como lo había ofrecido el almirante británico.
Sandokan, después de haber recomendado a los timoneles mantener al Rey del Mar cerca de la playa, había dado la orden de calar al mar la chalupa a vapor y las dos balleneras más grandes, habiendo oleada siempre fuertísima.
—Veo el carbón —había dicho a Yanez.
—Y yo a los bueyes apacentando en los recintos —había respondido el portugués.
—Esta carrera no habrá sido por consiguiente inútil —había concluido el Tigre de la Malasia—. Por lo menos aquí no tendremos que temer ninguna resistencia.
Treinta malayos, armados de fusiles y campilán, habían ya descendido a la chalupa, después de no pocas fatigas, a causa de las frecuentes oleadas.
Habiéndose puesto, el Rey del Mar, a través de las oleadas y habiendo arrojado una buena cantidad de aceite a sotavento y a barlovento, una cierta calma se había obtenido. Entre la nave y la isla, el agua se había allanado, a modo de volver fácil el arribo.
A un comando de Yanez, la chalupa a vapor había tomado a remolque a las dos balleneras, dirigiéndose rápidamente hacia la playa, donde se abría una pequeña cuenca llena de algas que llevaba a una segunda más amplia y absolutamente despejada.
La travesía se había cumplido en menos de cinco minutos.
Yanez que había asumido el comando de la expedición, desembarcó primero entre la minúscula población, preguntando por el gobernador.
—Soy yo, señor —respondió un viejo que llevaba puesto un uniforme de tambor mayor del ejército inglés desempolvado para la ocasión—. Estoy muy feliz de ver a un capitán de Su Majestad la Reina de Inglaterra.
—La Reina de Inglaterra no tiene nada que ver con nosotros, señor gobernador —respondió Yanez, mientras sus hombres desembarcaban y cargaban los fusiles—. Por otra parte, no soy un representante del Imperio Británico.
—¡Qué dice, señor! —exclamó el viejo descubriéndose la cabeza.
—Parece que carece de noticias frescas del resto del mundo.
—No arriban mas que pocas naves aquí, y los almirantes ingleses no se dejan ver más.
—Entonces tengo el desagrado de informarle que nosotros estamos en guerra con Inglaterra y que por eso debe considerarnos como sus enemigos.
—¡Y viene a conquistar la isla! —exclamó el gobernador, palideciendo—. ¿Quiénes son? ¿Holandeses quizá?
—Nosotros somos los tigres de Mompracem.
—He oído vagamente hablar.
—Tanto mejor, por otra parte tranquilícese. No tenemos la intención de destruirlos y mucho menos de apoderarnos de su isla, señor Griell.
—¿Y qué desea, entonces? —preguntó el gobernador con voz temblorosa.
—¿Los ingleses tienen aquí un pequeño depósito de carbón, verdad?
—Es verdad, pero no nos pertenece a nosotros, sino al gobierno de la Gran Bretaña. Por consiguiente, comprenderá que no puedo tocarlo sin haber recibido la orden del Almirantazgo.
—Aquella orden se la haré dar más tarde —respondió Yanez—. Por derecho de guerra aquel carbón, que ustedes no podrían defender, es nuestro. Entonces si quiere evitar un desastre, dentro de una hora deberá hacer traer aquí también agua dulce y víveres; pasado este tiempo mis hombres procederán a la destrucción de sus viviendas y de sus plantaciones.
—¡Señor! —exclamó el pobre gobernador—. Protesto contra esta violencia.
—Protestará al Almirantazgo que no ha pensado en mandar aquí una escuadra para defenderlos —dijo Yanez, con voz seca—. Vamos, espero con el reloj en la mano.
—¡Es una piratería!
—Llámela como quiera, no me da ningún fastidio. ¡Que todos se retiren o mis hombres harán fuego!
Aquella amenaza, formulada en lengua inglesa, obtuvo un éxito inmediato. La población, que ya miraba con recelo a los corsarios, temiendo una descarga, se había prontamente dispersado, refugiándose en las casas.
Solamente el gobernador, para no perder su dignidad, se había retirado último, después de haber llamado a consejo a tres o cuatro viejos colonos, seguramente los personajes más influyentes y más respetados de la isla.
Yanez, sin esperar las decisiones del gobernador, se había dirigido hacia el depósito de carbón, situado en la extremidad de la bahía, bajo un vasto cobertizo.
Había por lo menos seiscientas toneladas, provisión considerable, pero cuyo transporte a bordo precisaría mucho tiempo.
Fueron enviadas de nuevo a bordo las chalupas para conducir a tierra a otros ochenta hombres de refuerzo y la carga comenzó, a pesar del pésimo tiempo y de los furiosos aguaceros que se sucedían cada cuarto de hora.
Mientras los malayos y los dayak trabajaban febrilmente, Yanez se había sentado bajo el cobertizo con el reloj en mano y el cigarrillo entre los labios, decidido a actuar.
Había reunido cerca suyo a una docena de fusileros que no esperaban mas que una orden para ponerse a saquear las viviendas de los isleños y destruir las pocas plantaciones.
No obstante, no había transcurrido una hora, cuando se vieron a algunos colonos empujar hacia la pequeña bahía una cincuentena de cabras y otras tantas ovejas, animales de buen aspecto y de buena raza, que iban a suministrar a la tripulación del crucero de soberbios bistecs.
El gobernador, acompañado por sus consejeros, los precedía. El pobre hombre parecía muy afligido, pero también muy indignado.
—Señor —dijo, acercándose a Yanez—. Cedo a la fuerza, no obstante elevaré mis quejas al Almirantazgo.
El portugués en vez de responder extrajo del portafolios una hoja y se la dio.
—¿Qué es esto? —preguntó el gobernador, con sorpresa.
—Una letra de cambio por quinientas libras esterlinas en oro que podrá hacer efectivo en Pontianak donde tenemos nuestros banqueros. Estos animales pertenecen a su administración y le pagamos; el carbón pertenece al gobierno inglés y se lo tomamos. Ahora déjenos tranquilos y no se ocupe más de nosotros.
—Habría preferido mantener mis animales, mucho más útiles que su dinero —respondió el gobernador, fastidiado.
Habría quizá querido añadir alguna otra palabra; pero viendo a los marineros alzar los fusiles, se batió prudentemente en retirada junto con sus consejeros.
Mientras tanto, otros hombres habían desembarcado y otras chalupas habían llegado, y manteniéndose el mar relativamente tranquilo entre la playa y el Rey del Mar, haciendo este de muro de contención al irrumpir de las olas con su masa, la carga del combustible comenzó con febril actividad.
Todos se apresuraban, porque hacia adentro el mar arreciaba, rompiéndose con rabia contra las escolleras y el tiempo no daba signos de despejarse, siendo que el embarque de aquella masa de combustible debía necesitar muchas horas.
Durante toda la jornada y buena parte de la noche, montes de combustible fueron precipitados en las carboneras.
A la mañana siguiente, Yanez, habiendo sido subrogado por Tremal-Naik, y estando el mar un poco calmado, si bien el tiempo estuviese siempre amenazador, hizo la proposición a sir Moreland de hacer una excursión a uno de los dos islotes que flanqueaban Mengalum, para hacer una matanza de aves marinas a fin de variar el menú a bordo. Encontrándose Surama indispuesta, por causa del mal de mar que la atormentaba, le fue ofrecido a Darma de acompañarlos, tanto más que la joven era una valiente cazadora.
A mediodía, después del almuerzo, el anglo-indio, el portugués y la niña, armados de fusiles de caza, se embarcaban sobre la pequeña ballenera, dirigiéndose hacia el islote del poniente, un escollo enorme que alcanzaba su cumbre a setecientos u ochocientos pies de altura y que por tres lados caía casi a plomo.
Sobre las cornisas se veían bandadas de aves nidificando. Eran en su mayoría albatros blancos y negros, los que aún cuando vivían juntos en islotes desiertos, mantenían una línea de división que se veía a primera vista, dado el color de sus plumas. No obstante, no faltaban muchas otras aves marinas, bastante mejores por el lado comestible.
Yanez que dirigía la chalupa, en menos de media hora desembarcó al anglo-indio y a Darma en la base del escollo donde se prolongaba un trecho de playa de algunos centenares de metros.
Atada la embarcación detrás de una línea de rocas que la defendían de los asaltos de las olas, los dos cazadores y Darma se treparon por los flancos de la peña, fusilando vigorosamente a las grandes aves que se arremolinaban sobre sus cabezas en bandas tan densas como para oscurecer de vez en cuando los rayos del sol.
Albatros blancos y negros, súlidos, rompedores de huesos, gaviotas y golondrinas de mar caían en gran número sobre la playa de abajo, no tomándose ni siquiera la molestia de abandonar las cornisas sobre las que nidificaban.
La caza se prolongó hasta el ocaso, para gran diversión por parte de sir Moreland, que era también un tirador valiosísimo, luego, habiéndose el mar agitado y habiéndose el viento alzado violentísimamente, pensaron en regresar.
Estaban por embarcarse, cuando oyeron la sirena del crucero silbar repetidamente.
—Nos llaman —dijo Yanez—. La carga está terminada y el Rey del Mar se prepara para hacerse a la mar.
De pronto frunció el ceño, mirando fijo las olas que se derramaban con extrema violencia contra el escollo.
—¿Habremos cometido una gran imprudencia al tardar tanto? —se preguntó—. ¡Qué feo mar!
—Apresurémonos, señor Yanez —dijo sir Moreland, mirando con inquietud a Darma—. Tendremos quehacer para volver a bordo.
La sirena del crucero continuaba silbando y se veía a los marineros hacer vastas señas.
—Parece que nos invitan a no hacernos a la mar —dijo Yanez—. ¿Más allá de las escolleras el mar estará peor de lo que creemos? ¡Bah! ¡Intentémoslo!
Aferró los remos e impulsó resueltamente la chalupa fuera del pequeño seno, pero apenas hubo sobrepasado la línea de los escollos, una ola inmensa, una verdadera montaña de agua se derribó sobre ellos y por poco nos los sumergió.
Casi en el mismo instante vieron al crucero, ser asaltado por una segunda oleada, aún más enorme, alzada desde el sur, y rechazado bruscamente fuera de la desembocadura de la rada de Mengalum. Aquel terrible golpe de mar debía haber partido las cadenas de las anclas.
—¡Señor Yanez! —gritó Darma espantada—. ¡El Rey del Mar huye!
Nuevas montañas de agua se derramaban con extremo furor, entre las islas y el crucero, mientras la noche calaba casi de golpe, envolviendo todo en su negro manto.
—Volvamos, señor Yanez —dijo sir Moreland—. El crucero es rechazado fuera y...
No terminó la frase. Una oleada enorme se había precipitado sobre la chalupa, poniéndola de cabeza y arrojando a todos al agua.
Yanez, rápido como un rayo, había tenido apenas tiempo de arrancar el salvavidas pegado al banco de popa y de aferrar por un brazo a Darma.
Apenas vuelto a flote, después de haber pasado la oleada, se vio frente al anglo-indio que se apoyaba también sobre un salvavidas, aquel de proa.
—¡Ayúdeme, sir Moreland! —gritó.
Darma se le había escapado, pero la falda de percal azul que llevaba puesta había aparecido a pocas brazas de ellos, luego la larga cabellera disuelta por la ola.
El portugués, valiosísimo nadador, con dos poderosas brazadas había llegado a tiempo para aferrar la vestimenta.
—¡Sir, ayúdeme! —repitió con voz sofocada.
El capitán llegaba, debatiéndose desesperadamente. Parecía que en aquel supremo instante hubiese recuperado de golpe todas sus fuerzas.
Mientras con el izquierdo apretaba el salvavidas, pasó el brazo derecho bajo el cuello de la joven, alzándole la cabeza.
—Miss... agárrese... estamos aquí... con el señor Yanez... la salvaremos.
Darma sintiéndose aferrar y realzar, había abierto los ojos. Estaba pálida como una hoja, y por su mirada transparentaba un profundo terror.
Viendo el salvavidas que el anglo-indio le empujaba hacia ella, se había agarrado con suprema energía.
—Usted... sir... —balbuceó.
—Y también yo, Darma —dijo Yanez—. ¡No lo dejes! He aquí una ola que nos embiste.
—¡Una cuerda! —gritó el capitán—. Ate el salvavidas.
—Mi cinturón —respondió el portugués—. ¡A usted... tómelo! Cuidado... la ola...
El anglo-indio, con una rapidez maravillosa había unido los dos anchos anillos de corcho. Había hecho apenas el nudo que una ola gigantesca se abatía encima de ellos.
Instintivamente los dos hombres habían estrechado entre ellos a la joven, sosteniéndola con un brazo.
Se sintieron envolver, luego empujar a lo alto entre un torbellino de espuma que los cegaba, por consiguiente precipitar en un abismo espantoso que parecía no tener más fondo.
—¡Señor Yanez... sir Moreland! —gritó la joven—. ¿A dónde bajamos?
—Coraje, miss —respondió el capitán—. La tierra no está lejos y las olas nos empujan. He aquí que remontamos otra ola.
—El islote está frente a nosotros, a menos de quinientos metros —dijo Yanez— sir Moreland, ¿podría resistir?
—Eso espero —respondió el capitán.
—¿Y su herida?
—No se preocupe... está bien fajada y casi cerrada... ¡Otra ola!
Otra oleada los tomó por debajo, los levantó hasta casi tocar las nubes, luego volvió a precipitarlos con vertiginosa rapidez.
—Dios... qué golpes —dijo Darma.
—No abandone el salvavidas —dijo el capitán—. Nuestra salvación está en estos anillos de corcho.
—¿Y el Rey del Mar se ve aún?
—Desapareció, arrastrado fuera por el huracán —respondió Yanez—. No tema, Sandokan y Tremal-Naik no nos abandonarán. ¡He aquí el escollo! ¿No seremos estrellados entre las rocas? Sir Moreland, no deje de impulsar.
El capitán no respondió. Miraba hacia el enorme escollo, cuya veta estaba cubierta por nubes tempestuosas y sobre cuyos flancos se arrastraban los relámpagos.
De improviso mandó un grito de alegría.
—La... la... calma... ¡El aceite! —exclamó—. ¡Brahma nos protege!
¿Había enloquecido el anglo-indio? No, sir Moreland había visto bien. Las olas, delante de ellos, se aplanaban, como por obra de magia, disolviéndose de golpe.
Durante el embarque del carbón, Sandokan había hecho derramar alrededor de la nave algunos barriles de aceite a fin de obtener un poco de calma y permitir a las chalupas cargadas abordarlo.
Aquel estrato aceitoso, arrastrado quizá por alguna corriente, se había acumulado delante del terrible escollo, formando una zona brillante, larga de varios kilómetros y ancha de algunos cables.
Se conocen ya las milagrosas propiedades que tienen las materias grasas para calmar las olas. No teniendo el viento ningún control sobre ellas, y no siendo penetrables ni por el aire, ni por el agua, donde son desparramadas, los golpes de mar se disuelven y como mucho forman largas oleadas sin romperse, totalmente inocuas.
Algunos barriles, e incluso menos, bastan a menudo para obtener una especie de calma alrededor de las naves, teniendo el aceite la propiedad de extenderse a grandes distancias. Aquel esparcido por la tripulación del Rey del Mar, en aquellas catorce o quince horas, había sido tanto como para hacer reinar cierta tranquilidad entre las tres islas.
—Sí, el aceite —había respondido Yanez—. Otra ola y llegaremos a la zona tranquila.
La nueva oleada sobrevenía bramando y aullando. Era alta de por lo menos quince metros, toda crestas espumantes y ancha de varias millas.
Aferró a los tres náufragos, los sacudió sobre sus cimas, luego los arrojó adelante, pero apenas tocada la zona aceitosa perdió imprevistamente su ímpetu y se deslizó debajo del estrato, transformándose como por encanto en una oleada larga, privada de toda violencia.
—¡Estamos salvados! —gritó el portugués— sir Moreland, un esfuerzo más y llegaremos al islote.
El anglo-indio lo miró sin abrir la boca. Estaba palidísimo y una rauca respiración le salía de los labios contraídos.
Quizá la herida, apenas cicatrizada, se había reabierto a causa de los incesantes esfuerzos y de la prolongada inmersión y su energía se agotaba rápidamente.
—Sir —dijo Darma que se había dado cuenta—. Usted está mal.
—No es nada... la herida... —respondió el capitán con voz quebrada—. ¡Bah! Resistiré... cerca... de usted... miss... La tierra está... allí...
Las olas que seguían, los empujaban dulcemente hacia el escollo, cuya masa imponente sobresalía a menos de un cable.
El océano estaba tranquilo o casi en aquel lugar, en las márgenes del estrato aceitoso, se enfurecía siempre tremendamente.
Olas monstruosas seguían con estrépitos horrendos, mientras que sobre ellos el viento rugía tremendamente, compitiendo con los truenos que retumbaban entre las nubes.
Los náufragos, ahora ya casi a salvo de los furores de la borrasca, se adentraban siempre entre el estrato aceitoso, abriéndose paso entre enormes cúmulos de algas.
Las olas las habían arrancado en gran número, empujándolas luego hacia la escollera y acumulándolas alrededor de sus escarpadas playas.
—Apresurémonos, sir Moreland —dijo Yanez que nadaba con vigor, remolcando las dos boyas—. Estas aguas saturadas de aceite dejan nuestra vestimenta en pésimas condiciones. ¡Otra que balleneros y cazadores de focas!
—Sí, apurémonos —respondió Darma—. Sir Moreland está extenuado.
—No lo niego —respondió el anglo-indio, quien resistía con inmenso esfuerzo.
—Otro menos robusto y menos enérgico que usted, a esta hora se habría ido a pique —dijo Yanez—. ¡Ah! ¡Siento las algas bajo mis pies! Dejémonos llevar por la ola.
La suerte los había empujado hacia la playa donde habían cazado las aves marinas.
Pocos grupos de hierbas marinas, aquellas llamadas por los isleños becabunga, se veían surgir entre las grietas de las peñas; más arriba en cambio nada, solamente la desnuda roca de color negruzco, como si torrentes de peces hubiesen caído de las altísimas cimas del escollo.
Empujados por una última oleada, los tres náufragos fueron depositados, casi dulcemente, sobre el guijarral. Justo a tiempo porque sir Moreland estaba por rendirse.
Yanez ayudó a Darma a superar la playa, luego al anglo-indio que era incapaz de sostenerse.
—¡El salvavidas! —balbuceó sir Moreland.
—¡Ah, sí! Es verdad —respondió Yanez—. Son demasiado preciosos como para perderlos.
Volvió a bajar a la playa y los sacó fuera del agua, asegurándolos a la punta de una roca.
—¿Cómo se siente, sir Moreland? —preguntó afectuosamente Darma.
—Un poco débil, miss, pero todo pasará. La herida afortunadamente no se ha reabierto.
—Busquemos algún refugio —dijo Yanez—. El Rey del Mar, con el huracán que aumenta en alta mar, no podrá volver muy pronto.
—¿Correrá algún peligro, señor Yanez?
—No creo, Darma. Resistirá maravillosamente también a esta segunda prueba. Afortunadamente ha completado a tiempo su provisión de combustible.
—De modo que estaremos obligados a pasar la noche aquí —dijo Darma.
—Nadie vendrá a molestarnos: no habrá panteras negras sobre esta roca. Refugiémonos bajo esta saliente y esperemos el alba.
El portugués tomó una brazada de algas y se dirigió hacia una peña, cuya cima sobresalía mucho hacia adelante formando un refugio suficiente como para mantener a cubierto a los tres náufragos.
Sir Moreland y Darma lo habían seguido, llevando otras algas para formar un jergón.

NOTAS AL PIE DE PÁGINA DE SALGARI

Fucos: Un tipo de algas pardas.


ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Largo capítulo. ¡Qué macana que se mandó Yanez!

Albatros ahumados: “Sule fuligginose” en el original, su nombre científico es Phoebetria fusca y fueron descritos en el capítulo anterior.

Fregatas: Es un género de aves suliformes, el único de la familia Fregatidae, conocidas como rabihorcados o fragatas. Viven en zonas tropicales de los océanos Pacífico y Atlántico.

Cofferdam: Palabra en inglés, así en el original, con la que se denomina al “compartimento estanco”, o sea, a la sección de un buque que puede quedar aislada de las adyacentes, especialmente ante la inundación del agua, mediante el cierre de puertas y escotillas adecuadas.

Balaustrada: Serie u orden de balaustres, y, por ext., barandilla o antepecho.

Sondeen: Echar el escandallo al agua para averiguar la profundidad y la calidad del fondo.

Sondas: Cuerdas con un peso de plomo, que sirven para medir la profundidad de las aguas y explorar el fondo.

Mar Amarillo: Es la parte norte del mar de la China Oriental que se convierte en parte del océano Pacífico.

Fucos: “Fuchi” en el original, son algas pardas de ramificación dicótoma abundante en las costas, que se utiliza industrialmente para la obtención de agar-agar y yodo.

Gargantuesco: Relativo a Gargantúa, personaje de Rabelais. Que tiene algunos de los rasgos que caracterizan a este personaje gigante e insaciable. En el capítulo anterior había dicho que el primer banquete había sido “pantagruélico”, en referencia a Pantagruel, hijo de Gargantúa.

Sotavento: La parte opuesta a aquella de donde viene el viento con respecto a un punto o lugar determinado.

Barlovento: Parte de donde viene el viento, con respecto a un punto o lugar determinado.

Tambor mayor: Maestro y jefe de una banda de tambores.

Almirantazgo: Órgano superior de la Armada.

Letra de cambio: Documento mercantil dotado de fuerza ejecutiva, por el cual el librador ordena al librado que pague en un plazo determinado una cantidad cierta en efectivo al tomador o a quien este designe.

Pies: 1 pie = 0,3048 m. Por lo tanto, 700 pie equivalen a 213,36 m; 800 pie equivalen a 243,84 m.

Cables: 1 cable = 185,2 metros.

Becabunga: “Beccalunga” en el original, también conocida como verónica acuática (Veronica beccabunga), es una planta de la familia de las plantaginácea, originaria de Europa y el norte de África. Se utiliza como planta medicinal como depurativa y diurética.

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