jueves, 1 de junio de 2017

XXIII. En el mar de la Sonda


Seis días después, el Rey del Mar, que había navegado siempre a velocidad reducida, para economizar el valioso combustible, llegaba a Tanjung Datu, aquel vasto promontorio que cierra hacia el poniente el golfo, o mejor dicho, el mar de Sarawak.
La Marianna ya estaba ahí, escondida dentro de una pequeña rada, reparada por altísimas escolleras que la volvían invisible a las naves que pasaban mar adentro.
La comandaba uno de los más viejos piratas de Mompracem, que había tomado parte en todas las empresas del Tigre de la Malasia y de Yanez, un hombre de muchísima confianza y de un valor extraordinario, tanto como guerrero, como marinero.
Según las órdenes recibidas, tenía buen cargamento de armas y municiones, para abastecer al Rey del Mar en caso de que hubiese tenido necesidad, pero en cuanto al carbón, apenas había podido juntar una treintena de toneladas, habiendo los ingleses de Labuan, después de la declaración de guerra de Sandokan, acaparado todo lo que se encontraba en la ciudad de Brunéi, la capital del sultanato de Brunéi.
Aquella partida de combustible podía servir apenas para un par de días a la nave y, manteniendo una velocidad reducidísima, sin embargo, enseguida fue embarcada y estibada en las carboneras.
Temiendo ser siempre perseguido, Sandokan se apresuró a dar las últimas órdenes al comandante de la Marianna. Debía dirigirse sin demora al Sadong, remontar el río hasta la ciudad homónima, fingiéndose una tranquila nave mercante batiendo la bandera holandesa, abocarse a los jefes dayak que habían tomado parte de la deposición de James Brooke, tío del actual rajá, dispensarles las armas y las municiones y poner a hierro y fuego a las fronteras del estado, por consiguiente esperar en la desembocadura del río el regreso del Rey del Mar.
Algunas horas después, mientras la Marianna se preparaba para ponerse a la vela, el crucero dejaba Tanjung Datu, remontando a velocidad moderada hacia el noreste, a fin de alcanzar Mengalum y proveerse abundantemente en aquel depósito carbonífero destinado a las naves que se dirigían a los mares de la China.
Siete días después, habiendo siempre mantenido una velocidad moderadísima, para no encontrarse corto de combustible en el caso de un encuentro con alguna escuadra enemiga, el Rey del Mar, que se había mantenido siempre bastante lejos de las costas, pasaba a través del banco de Vernon. El mismo día sir Moreland hacía su primera aparición sobre el puente, sostenido por el doctor.
Estaba todavía muy pálido y muy débil, no obstante su herida se había casi enteramente cicatrizado, merced a su robustísima constitución y a los cuidados asiduos del buen norteamericano.
Era una mañana espléndida y no demasiado calurosa, habiendo el Rey del Mar abandonado las ardientes calmas del trópico hacía algunos días. Una fresca brisa soplaba del sur, encrespando la inmensa superficie del mar de la Sonda y murmurando dulcemente entre los obenques metálicos del crucero. Numerosos pájaros, la mayoría petreles, agilísimas aves marinas, de vuelo ligero, remolineaban sobre la nave, junto a las phoebetria fusca, las más pequeñas de las diomedeidae, de plumas negrísimas, persiguiendo a los peces voladores que los voraces dorados expulsaban de su elemento, obligándolos, para salvarse, a separarse con largos vuelos sobre las olas.
Viendo aparecer al anglo-indio, apoyado en el brazo del norteamericano, Yanez que paseaba en el puente junto a Surama, se había apresurado hacia su encuentro.
—Finalmente está aquí restablecido —le dijo—. Estoy muy contento, sir Moreland. A los hombres de mar les hace mucho mejor el aire libre del puente que el de los camarotes.
—Sí, estoy bien, señor Yanez, gracias a los cuidados y a las atenciones de este buen doctor —respondió el capitán.
—Desde este momento considérese como nuestro huésped y no más como un prisionero. Usted es libre de hacer aquello que mejor le plazca y de ir a donde quiera. Nuestra nave no tendrá secretos para usted.
—¿Y no teme que pueda abusar de su generosidad?
—No, porque lo creo un gentilhombre.
—Piense que un día nos encontraremos otra vez uno frente a otro como terribles enemigos.
—Combatiremos lealmente.
—¡Ah! Eso sí, señor Yanez —dijo sir Moreland, con cierta aspereza.
Luego, después de haber arrojado una larga mirada sobre el mar y de haber aspirado ruidosamente el aire marino, dijo:
—Ustedes han dejado la región ardiente. Esta es brisa del norte. ¿A dónde vamos, si no le molesta decirme?
—Muy lejos de Sarawak.
—¿Huyen entonces de los parajes frecuentados por las naves del rajá?
—Por ahora sí, porque debemos renovar nuestras provisiones.
—Entonces tienen puertos amigos.
—No, a nosotros nos bastan los de los enemigos para aprovisionarnos —respondió el portugués, sonriendo—, sir Moreland, acomódese donde mejor crea y respire un poco de esta brisa.
El anglo-indio se inclinó dando las gracias y subió al alcázar donde había visto a Darma sentada en una mecedora puesta bajo la tienda extendida a la altura de las grúas.
La joven fingía leer un libro, pero en cambio bajo los largos párpados, no había dejado de mirar al capitán.
—Miss Darma —dijo sir Moreland, acercándose a la joven—. ¿Me permite sentarme cerca suyo?
—Lo esperaba —respondió la hija de Tremal-Naik, sonrojándose ligeramente—. Estará mejor aquí que en su camarote, donde se sofoca.
El doctor Held ofreció al convaleciente una silla, luego encendió un cigarrillo y fue a alcanzar a Yanez que se divertía en observar, junto a Surama, los saltos de los pobres peces voladores perseguidos por los dorados y en el aire, por las aves marinas.
El anglo-indio permaneció algunos instantes silencioso, mirando a la joven, más bella que nunca, en su largo albornoz de percalina azul provisto de encaje, luego dijo con un tono de voz en el cual se sentía una extraña vibración:
—Qué felicidad encontrarme aquí, después de tantos días de cautiverio y otra vez junto a usted, mientras había tenido el temor de no volverla a ver más después de su fuga de Rajang. Me la han jugado bien, miss.
—¿No ha guardado ningún rencor hacia mí, sir Moreland, por haberlo engañado?
—Ninguno, miss: estaba en su derecho de recurrir a alguna astucia para recuperar la libertad. No obstante, habría preferido mantenerla como mi prisionera.
—¿Por qué?
—No lo sé: me sentía feliz junto a usted.
El capitán suspiró largo, luego con voz triste dijo:
—Sin embargo, el destino me impondrá olvidarla.
Darma, oyendo aquellas palabras, se había vuelto palidísima, también dijo:
—Sí, sir Moreland, será necesario inclinarse ante las adversidades del destino.
—Y sin embargo —reanudó el capitán—, no sé qué haría para romper los decretos del destino.
—No se olvide, sir, que entre nosotros está la guerra y que esta nos dividirá por siempre. ¿Qué dirían mi padre, Yanez y Sandokan si supiesen que he aceptado la mano de uno de sus enemigos? ¿Y qué dirían los suyos, cuyo odio hacia nosotros es aún más profundo, más encarnizado, más despiadado? ¿Ha pensado en ello, sir Moreland? ¿Usted, uno de los más brillantes y valerosos oficiales de la marina del rajá a quien su patria ha armado el brazo para suprimirnos sin misericordia, casarse con la protegida de los piratas de Mompracem? Ve bien que la cosa sería imposible: un sueño que jamás podrá volverse realidad, porque el abismo que nos separa es demasiado profundo.
—Nuestro amor lo colmaría, porque el amor no tiene patria, si...
—Querría que así fuese —dijo Darma con voz triste—, sir Moreland, olvídeme. Un día usted será libre, olvídese de mí, retome el mar y obedezca a la voz del deber que le pide nuestro exterminio. Olvídese que sobre esta nave se encuentra una niña que usted ha amado y que también lo ha amado y haga tronar, sin misericordia, su artillería sobre nosotros, échenos a pique y háganos saltar por el aire. Nuestra suerte ya está escrita con letras de sangre sobre el gran libro del destino y todos nosotros estamos dispuestos a sufrirla.
—¡Yo matarla a usted! —exclamó el anglo-indio—. A todos los otros sí, pero no a usted.
Había pronunciado aquellas palabras “los otros” con tal acento de odio, que Darma lo miró con espanto.
—Diría que usted tiene secretos rencores contra Yanez y Sandokan y también contra mi padre.
Sir Moreland se había mordido el labio, como si estuviese arrepentido de haber dejado escapar aquellas palabras, luego reanudó rápidamente:
—Un capitán no puede perdonar a aquellos que lo han vencido y que le han hundido la nave. He sido deshonrado y es necesario que me tome una revancha un día u otro.
—¿Y los ahogaría a todos? —preguntó Darma con espanto.
—Habría sido mejor que yo hubiese ido a pique con mi nave —dijo el capitán, evadiendo la pregunta formulada por la joven—. Aquel alarido terrible que me persigue no lo habría oído más.
—¿Qué dice, sir Moreland?
—Nada —respondió el anglo-indio con voz sorda—. Nada, miss Darma. Fantaseaba.
Se había alzado, poniéndose a pasear con agitación, como si no sintiese más los dolores que debía producirle la herida no completamente cicatrizada aún.
El doctor Held, que estaba un poco lejos, viéndolo tan agitado, se le había acercado.
—No, sir Moreland —le dijo—. Semejantes esfuerzos pueden producir graves consecuencias y yo, por ahora, se lo prohibo. Mi vigilancia sobre usted aún no ha cesado.
—¿Qué importa si mi herida se reabre? —dijo el anglo-indio—. Si mi vida debiese escapar por aquel desgarro, estaría más contento. Por lo menos todo habría terminado.
—No lamente haber sido salvado, sir —dijo el doctor, tomándolo bajo el brazo y volviéndolo a conducir hacia el castillo de popa—. ¿Quién puede decir lo que nos reserva el porvenir?
—Amargura y nada más —respondió el capitán.
—Sin embargo ayer parecía contento de estar todavía vivo.
El anglo-indio no respondió y se dejó conducir al camarote, habiéndose levantado un viento fresquísimo.
El Rey del Mar, mientras tanto, continuaba su carrera hacia el noreste, manteniendo una velocidad de siete nudos.
Al mediodía Yanez y Sandokan habían hecho el punto y habían constatado que una distancia de ciento cincuenta millas separaba a su nave de Mengalum, distancia que podían superar en poco más de veinticuatro horas sin forzar las máquinas.
Ambos tenían prisa por llegar, porque el tiempo daba señas de descomponerse rápidamente, aún cuando a la mañana hubiese parecido espléndido.
Algunos cirros blancuzcos, que subían del sur, habían ya aparecido y avanzaban lentamente; era seguramente la vanguardia de vapores mucho más densos y a los dos piratas no le gustaba dejarse sorprender por alguna borrasca en aquellos parajes llenos de bancos y escolleras aisladas.
Y en efecto el mar de la Sonda, tan abierto a los vientos fríos del sur y del oeste, y uno de los peores, porque se forman en aquellos lugares oleadas tan gigantescas, que no se encuentran en otros, ni siquiera en el Pacífico. Y luego Mengalum no podía ofrecer un seguro asilo para una nave tan grande, no teniendo mas que un minúsculo puerto, accesible sólo a los praos.
Las aprensiones de los dos viejos lobos de mar iban a tener una confirmación muy pronto.
En efecto, a la tarde el sol se había puesto entre un denso velo de vapores de color muy oscuro y la brisa se había cambiado en un viento más bien fuerte y bastante fresco.
La calma que reinaba sobre el mar se había roto. Las olas subían de vez en cuando del sur y corrían, bramando sordamente, contra el crucero, levantándolo bruscamente.
—Tendremos mar fuerte mañana —dijo Yanez al doctor Held, que había vuelto a subir a cubierta—. El Rey del Mar bailará terriblemente si se desencadena un huracán. He hecho ya un crucero en estos parajes y sé cuán terribles se vuelven en el momento en que soplan los vientos del sur o del oeste.
—Se alzan olas monstruosas, ¿verdad, señor Yanez?
—¡De quince metros y a veces incluso de dieciocho y qué longitudes que tienen!
—Pero Mengalum no debe estar lejos.
—Sería mejor evitarla, más bien a encontrarse cerca de ella, mi querido señor Held. Mengalum no es más que un gran escollo y los otros dos islotes que lo flanquean, dos puntas rocosas.
—Una residencia poco envidiable para sus habitantes.
—Sin embargo no parecen descontentos de su tierra, aún cuando estén, se podría decir, completamente aislados del resto del mundo, no viendo sino muy raramente alguna nave. Y en efecto aquel depósito de carbón no es renovado mas que cada dos o tres años.
—Se dice que es la colonia más minúscula que existe en nuestro globo.
—Es verdad doctor, porque su población no asciende ni siquiera a cien personas. El año pasado no eran mas que noventa y nueve. Es cierto que años anteriores había llegado a los ciento veinte habitantes.
—¿Y por qué han disminuído?
—Por causa de una tremenda tormenta que empujó las olas a través de la isla, derribando muchas casas y llevándose a numerosos habitantes.
—¿Y por qué los sobrevivientes no han abandonado la isla?
—Parece que aman bastante su suelo ingrato e inseguro y luego creo que en ningún otro lugar podrían gozar de tanta libertad. Aún cuando pertenezcan a razas diversas, habiendo ingleses, norteamericanos, malayos, bugineses, macasares y chinos, viven en perfecta armonía y en pie de una completa igualdad. Es más, se puede decir que aquellos isleños han resuelto el famoso problema social y con satisfacción general, porque son regidos por una especie de comunismo. Su jefe es el más viejo habitante de la isla, con poderes limitados. Trabajan en comunidad, se instruyen de manera recíproca, y no conocen el valor del dinero, que para ellos representa una mera curiosidad. Incluso las mujeres, que son mucho más numerosas que los hombres, se han adaptado a los trabajos masculinos, a fin de obviar el peligro de que pueda haber más personas necesitadas de ser alimentadas que trabajadores obligados a alimentarlos.
—¡Una isla maravillosa! —exclamó el doctor.
—Bajo cierto aspecto, es verdaderamente admirable —dijo Yanez.
—¿Hace muchos años que está poblada?
—Desde 1810, porque antes no había mas que bandas de aves marinas. Un desertor inglés, cierto Granvill, fue el primero en arribar junto a un compatriota suyo y a un norteamericano. Más prepotente que los otros dos, con un edicto se proclamaba rey de la isla y de los dos islotes vecinos. No obstante, parece que aquello no les traería buena suerte, porque cuando en 1818 el gobierno inglés enviaba una nave a tomar posesión, no vivía mas que el norteamericano. Era poseedor de mucho oro, moneda completamente inútil entre aquellas rocas y que habría podido gozar en su patria. Sin embargo, invitado a regresar a Norteamérica, opuso un rechazo categórico. Poco a poco desembarcaron malayos y también bugineses e ingleses. En 1865 la población aumentó de golpe en aquella época, habiendo un corsario norteamericano desembarcado cuarenta prisioneros, atrapados durante la Guerra de Secesión. Aquel aumento de población volvió muy dura la vida a los isleños, habiéndose olvidado el corsario de desembarcar víveres, no obstante, poco a poco la colonia prosperó y continuó aumentando. Quizá a esta hora, el señor Griell, que es el actual gobernador de la isla, tiene más de un centenar de súbditos.
—Un pequeño rey.
—Que se mantiene en su reino, especialmente después de la visita recibida por un almirante inglés de la escuadra de la China que lo ha investido del supremo poder, por encargo de la Reina de Inglaterra.
—¡Imagínese qué honores habrá recibido aquel almirante!
—No, señor Held, los honores ha debido hacerlos él, ofreciendo a la colonia un banquete pantagruélico, del cual los conocedores de la isla conservan inmortal recuerdo, seguido por muchos dones, entre ellos una bandera inglesa que Griell conserva celosamente.
—Veré con placer aquel pequeño reino. Esperemos tener una buena acogida —dijo el doctor.
—Lo dudo —respondió Yanez—, porque aquellos isleños intentarán no ser desprovistos del carbón que consumen en gran parte. No obstante, sabremos calmarlos teniendo argumentos muy persuasivos. Que llamen también en su ayuda a los ingleses y los rechazaremos. Estamos en guerra y se la haremos a todos los súbditos ingleses, sin excepción.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

La historia referida por Salgari para Pulau Mengalum está basada (o calcada) en los hechos que sucedieron a comienzos del S.XIX en la isla Tristan da Cunha (Tristán de Acuña), ubicada en el Atlántico sur, a mitad de camino entre Ciudad del Cabo y Montevideo (ver Wikipedia).

Mar de Sarawak: En realidad se trata del mar de la China Meridional. Seguramente Salgari hace referencia a la parte de dicho mar, que baña las costas del estado de Sarawak.

Banco de Vernon: Este banco está registrado en la actualidad, se ubica en las coordenadas 5°46’N 115°03’E (bien al norte de la isla de Labuan) y posee una profundidad menor a 11 metros.

Petreles: “Petrelli” en el original, es un ave palmípeda, muy voladora, del tamaño de una alondra, común en todos los mares, donde se la ve a enormes distancias de la tierra, nadando en las crestas de las olas, para coger los huevos de peces, moluscos y crustáceos, con que se alimenta. Es de plumaje pardo negruzco, con el arranque de la cola blanco, y vive en bandadas, que anidan entre las rocas de las costas desiertas.

Phoebetria fusca: “Phoebetrie fuliginose” en el original, es el albatros ahumado (“albatro fuligginoso” en italiano). Habita en todos los océanos del hemisferio sur, mide 85 cm de largo y 2 m de envergadura y llega a pesar entre 2,1 y 3,4 kg. Es de color castaño ahumado, con tonos más oscuros a los lados de la cabeza, y una mancha semicircular blanca por detrás y encima del ojo. Tiene pico negro, y una amplia cola en forma de diamante. Se alimenta de calamares, crustáceos, peces y carroña.

Diomedeidae: “Diomedee” en el original, es la familia de aves marinas conocida comúnmente como albatros. Están entre las aves voladoras de mayor tamaño.

Albornoz: Bata de tela de toalla.

Percalina: Percal (tela de algodón blanca o pintada más o menos fina, de escaso precio) de un solo color.

Nudos: 1 kn = 1,852 km/h. Por lo tanto, 7 kn equivalen a 12,96 km/h.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 150 mi equivalen a 241,40 km.

Bugineses: “Bughisi” en el original, es un grupo étnico conformado por 6 millones de personas, principalmente, de las provincias de Célebes Meridional, la tercera más grande de Indonesia.

Macasares: “Macassaresi” en el original, son los habitantes de Macasar, la capital y mayor ciudad de la provincia de Célebes Meridional, en Indonesia. Se encuentra al sur de la isla de Célebes, en el estrecho de Macasar.

Granvill: Este personaje, en la historia de Tristán de Acuña, sería el marinero norteamericano Jonathan Lambert quien se autoproclamó soberano de las “Islands of Refreshment”. Por otro lado, el nombre elegido por Salgari puede estar relacionado con Pieter Willemszoon Groen (Peter William Green), un pescador que fue soberano de la isla. “Granvill” podría derivar de “gran Bill” o “gran William” o también de “Green Bill”.

Guerra de Secesión: Fue una guerra civil desarrollada en Estados Unidos de América entre 1861 y 1865, entre los estados del norte del país (la Unión) y los estados del sur (los Confederados). Durante el conflicto, la marina de la Unión impuso un bloqueo que creó una grave escasez de material bélico y bienes de consumo en la Confederación.

Pantagruélico: Dicho de una comida: En cantidad excesiva.

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