martes, 23 de mayo de 2017

XXII. Los misterios de sir Moreland

Un viejo experto artillero, de larga barba entrecana, con la espalda cuadrada, avanzó con aquel balanceo particular de los viejos lobos de mar.
—El capitán que nos ha vendido esta nave me ha dicho que eres un famoso artillero —dijo Sandokan, mientras el experto se quitaba de la boca el trozo de cigarro que estaba masticando y saludaba con gravedad.
—Los ojos son aún buenos, comandante —respondió el viejo.
—¿Serías capaz de mandar una bala a aquel curioso que intenta acercársenos? Si lo tocas o lo hundes tendrás cien dólares de premio.
—No le pido, comandante, mas que hacer detener al Rey del Mar por cinco minutos.
—Te pido un tiro de experto.
—Lo intentaré, comandante.
El punto negro, vuelto ya una tira muy visible, entraba entonces en la segunda zona fosforescente.
—¿Lo ve? —le preguntó Sandokan.
—Debe ser una de aquellas feas bestias inventadas por mis compatriotas, que llevan un torpedo fijo a un asta —dijo el viejo—. Son peligrosas si se arriman.
—¡A tu puesto!
Yanez ya había dado el comando de máquina en reversa.
El Rey del Mar, transportado por el propio impulso, había continuado su carrera por doscientos metros, a pesar de que las hélices funcionaban furiosamente en sentido contrario, luego se había detenido, conservando una inmovilidad absoluta, estando el océano perfectamente tranquilo.
El experto artillero ya se había colocado detrás de una de las grandes piezas de caza.
Un silencio profundo reinaba en la toldilla de la nave. Todos esperaban ansiosamente el tiro, teniendo las miradas fijas en la chalupa que hilaba a todo vapor en medio de la fosforescencia, intentando acercarse secretamente al crucero.
De pronto, el profundo silencio fue roto por un grito que salía de la torre.
—¡Listo!
La chalupa a vapor debía encontrarse entonces a alrededor de mil quinientos metros del Rey del Mar. Su casco negro destacaba claramente sobre la luminosa superficie de las aguas.
Una detonación resonó, mientras un destello rompía la oscuridad. Por algunos instantes se oyó en el aire un rauco silbido que rápidamente se debilitaba. El proyectil, de buen calibre, se alejaba rasurando las olas.
De repente resonó a la distancia una detonación. Una llama se alzó sobre la chalupa torpedera, seguida de un nubarrón de chispas.
Casi en el mismo momento la fosforescencia cesaba bruscamente. Las noctilucas, las medusas y las anémonas de mar, espantadas quizá por aquel estruendo, se habían prontamente hundido en las profundidades misteriosas del mar.
—¡Tocada! —gritó Sandokan.
Un grito de triunfo se había alzado a bordo del crucero. El viejo experto artillero había avanzado hacia Sandokan con el rostro alegre.
—Comandante —le dijo—. He ganado mis cien dólares.
—No, doscientos —corrigió el Tigre de la Malasia.
De pronto dio algunos pasos adelante, exclamando:
—¡Saccaroa! ¡Lo sospechaba! Como sea: ¡Los haré correr!
Algunos puntos luminosos, apenas distinguibles, habían aparecido en el horizonte un momento después de la inmersión de los moluscos fosforescentes.
No debían ser ya las estrellas, para los ojos de aquellos marineros envejecidos en los océanos; debían ser fanales de naves, probablemente de naves de guerra lanzadas sobre las huellas del Rey del Mar.
—¿Será la escuadra del rajá, o la de Labuan? —había preguntado Yanez.
—Me parece que aquellas naves vienen del septentrión —respondió Sandokan—. Apostaría a que la inglesa intenta unirse con la de Sarawak. Alguien les habrá informado que batimos este mar y se han puesto en caza.
—Esto daña nuestros proyectos.
—Es verdad Yanez, porque estaremos obligados a huir hacia el norte. El Rey del Mar es poderoso, pero no tanto como para enfrentar a una escuadra.
—¿Qué intentarás hacer?
—Aplazar para tiempos mejores la destrucción de los depósitos de carbón de Sarawak y remontar hasta el Tanjung Datu, para encontrar a la Marianna, luego arrojarnos sobre las líneas de navegación, después de habernos provisto de combustible en Mengalum. Cuando la escuadra venga a buscarnos a los parajes de Labuan, volveremos a hacer las cuentas con el rajá y con el hijo de Suyodhana.
—Has nacido gran almirante —dijo Yanez, riendo.
—¿Me apruebas?
—Completamente. ¿Y la Marianna?
—La mandaremos a esperarnos en la desembocadura del Sadong y encargaremos a su tripulación armar a nuestros viejos amigos, los dayak.
—Hilemos entonces pronto, hermanito. Las naves se acercan.
—¡Señor Horward! —gritó Sandokan—. ¡A todo vapor!
—Iremos a tiro forzado, comandante —respondió el norteamericano.
El Rey del Mar había recuperado el impulso. Toneladas de carbón habían sido vertidas en las calderas y las máquinas funcionaban rabiosamente, imprimiendo al casco un estremecimiento sonoro.
Todos habían subido a cubierta, incluso Darma y Surama. Podía ser que de un momento a otro, alguna nave despegada del grueso y mandada en exploración hacia el levante, se encontrase imprevistamente delante del crucero y todos querían estar listos para empeñar la lucha.
En aquella dirección no obstante no se veía brillar ningún fanal.
Sandokan, Yanez y Tremal-Naik, erguidos sobre el puente de mando, miraban atentamente los puntos luminosos que parecían haber cambiado de posición. De seguro los comandantes ingleses, viendo al corsario huir hacia el noroeste habían cambiado el rumbo con la esperanza de capturarlo.
La distancia no obstante, en vez de disminuir, aumentaba minuto a minuto no pudiendo aquellas naves, aún forzando el fuego, competir con el velocísimo corsario.
Después de una hora de carrera furiosa, los puntos luminosos se habían vuelto casi invisibles.
—Creo que es tiempo de retomar nuestro rumbo hacia el noroeste —dijo Sandokan a Yanez—. Los ingleses continuarán persiguiéndonos hacia el norte.
Hizo apagar todos los fanales, luego el Rey del Mar, después de haber descrito una gran curva, se dirigió nuevamente hacia el noroeste.
La maniobra debió ser completamente exitosa, porque por algunos minutos se vieron los fanales brillar en la oscura línea del horizonte, para luego desaparecer.
—¡Vamos! —dijo Yanez con tono satisfecho—. Todo va bien y podemos ir a dormir algunas horas. El descanso ha sido bien ganado.
Cuando el alba surgió, el mar estaba completamente desierto. No se veían mas que aves marinas revolotear entre las oleadas, alzadas con la brisa matutina. El Rey del Mar había reducido su marcha a ocho nudos, siendo el combustible demasiado precioso como para derrocharlo.
Sandokan, a los primeros rayos del sol, había vuelto a la cubierta un poco ansioso, aún cuando no tuviese ninguna duda sobre el éxito de la maniobra nocturna.
—Los hemos engañado bien —dijo a Yanez, que lo había alcanzado junto con Darma—. Alcanzaremos Tanjung Datu sin tener malos encuentros. A propósito, ¿qué habrá pensado sir Moreland del cañonazo que hemos disparado?
—El doctor Held me ha dicho que se había inquietado mucho, temiendo que alguna nave hubiese sido echada a pique —respondió Yanez.
—Vamos a verlo.
—¿Me permiten ir con ustedes? —preguntó Darma.
—No encuentro ningún inconveniente —respondió Sandokan—. Es más, estará contento de volver a ver a su graciosa prisionera. Ven, niña.
—Esto le agradará a él y... también a ti —añadió Yanez, en voz baja arrimándose a la joven.
Cuando descendieron en el castillo de popa, sir Moreland ya estaba despierto y charlaba con el médico.
Viendo aparecer a Darma detrás de Sandokan y de Yanez, una viva llama animó la mirada del anglo-indio y por algún instante no le quitó de encima los ojos.
—¡Usted, miss! —exclamó—. ¡Cuán contento estoy de volver a verla!
—¿Cómo está, sir Moreland? —preguntó la joven, sonrojándose.
—¡Oh! La herida va cicatrizando rápidamente, ¿verdad doctor?
—Dentro de ocho o diez días estará completamente cerrada —respondió el norteamericano—. Una curación verdaderamente milagrosa.
—Habría preferido no verle herido, sir Moreland —dijo Darma.
—Entonces no me habría por cierto encontrado aquí —respondió el anglo-indio—. Me habría dejado hundir junto a mi nave, junto a la bandera de mi patria.
—Estoy muy contenta de que le hayan arrancado de la muerte.
El joven capitán la miró sonriendo, luego dijo:
—Gracias miss, pero...
—¿Qué quiere decir, sir Moreland?
—Que habría estado más contento si se hubiesen salvado también mi nave y mis marineros. ¡Ah! Miss, no esperaba tener que sufrir tan desastrosa derrota y por parte de sus protectores. Sin embargo, créalo, no lamento mi cautiverio.
—Sir Moreland —dijo Sandokan—, ¿sabe que esta noche las naves inglesas casi nos han sorprendido?
—¿La escuadrilla de Labuan? —exclamó el herido con emoción.
—Supongo que fue aquella, pero hemos logrado engañarla y sustraernos fácilmente al peligro.
—Sin embargo, no se ilusione con poder tener siempre tal fortuna —dijo el anglo-indio—. Un día, cuando menos lo piense, se encontrará delante de un hombre que quizá no le dará cuartel.
—¿Quiere aludir al hijo de Suyodhana? —preguntó Sandokan.
—No puedo explicarme más. Es un secreto que no puedo traicionar —respondió el anglo-indio.
—No puede ser mas que él —dijo Yanez—, aún cuando usted haya afirmado no saber nada de nuestro obstinado y misterioso adversario.
Sir Moreland parecía que ni siquiera lo hubiese oído. Miraba a Darma con una sensación de profunda angustia.
Sandokan, Yanez y la joven se entretuvieron algunos minutos todavía en el camarote, intercambiando algunas palabras con el doctor, luego se despidieron.
No obstante, antes de que la joven saliese, sir Moreland le dijo, mirándola con cierta tristeza:
—Espero, miss, volver a verla pronto y que no quiera considerarme siempre como un enemigo.
Cuando la joven salió, el anglo-indio permaneció por largo tiempo alzado, teniendo los ojos fijos sobre la puerta del camarote y los brazos cruzados sobre el pecho, en actitud pensativa, luego se volvió a poner cómodo, diciendo al doctor, con un largo suspiro:
—Qué triste cosa es la guerra. Arroja el odio incluso entre dos corazones que podrían latir juntos con el mismo afecto.
—Y el suyo habría latido bastante, ¿verdad, sir Moreland? —dijo el norteamericano sonriendo.
—Sí, doctor, se lo confieso.
—¿Por miss Darma?
—¿Por qué debería esconderlo?
—Una bella y valiente joven, digna de su padre y de usted.
—Y que jamás será mía —dijo sir Moreland, con acento extraño—. El destino ha excavado entre nosotros, sin nuestra culpa, un abismo que ninguno podrá jamás colmar.
—¿Por qué motivo? —preguntó Held, estupefacto por el tono que parecía tener en sí mismo angustia y odio profundo—. Estos hombres son enemigos del rajá, y de los ingleses y no ya suyos.
Sir Moreland miró al norteamericano sin responder. Su rostro, no obstante, en aquel momento había asumido una expresión tan terrible como para golpear vivamente al norteamericano.
—Se diría que hay un secreto en su vida —dijo el doctor.
—Maldigo el destino, eso es todo —respondió el joven con voz sorda.
Luego, cambiando bruscamente el tono, dijo:
—Doctor, ¿a dónde nos conduce el comandante?
—Va al noroeste, por ahora.
—¿A Sarawak quizá?
—Puede ser, sir.
—¿Querrá desembarcarme?
—¿Lo lamentaría?
—Quizá sí.
—¿Por dejar a miss Darma?
—Por otros motivos más graves —respondió el anglo-indio.
—¿Cuáles, si es lícito saberlo?
—Porque el rajá me lanzará nuevamente contra ustedes y quizá me competerá a mí cumplir el doloroso deber de darles el golpe mortal y de sumergir a la mujer que amo —dijo Moreland.
—Aquel día puede estar muy lejos.
—Yo creo lo contrario, porque su nave no podrá estar eternamente en el mar, ni abastecerse siempre de víveres, municiones y combustible, sin tener un puerto amigo.
—El océano es inmenso, sir.
—Sí, es verdad, pero cuando diez o veinte naves surquen por todas partes este océano y encierren, como en un cerco de hierro, a su crucero, ¿qué esperanza les quedará? Admiro la audacia de estos piratas de la Malasia, como admiro su nave, una obra maestra de la ingeniería naval, sin embargo permítame dudar del buen éxito de su crucero. Que pueda causar graves daños a la marina inglesa o dar muchos fastidios al rajá, no lo niego, siendo su Rey del Mar el navío más rápido que ahora exista y quizá el mejor armado, no obstante no durarán mucho.
—Estos formidables corsarios no tienen la pretensión de mantener en jaque, por muchos años, a las escuadras inglesas, sir Moreland. Saben perfectamente la suerte que les espera y no ignoran que un día sus cadáveres irán a dormir el sueño eterno en los oscuros valles del mar de la Sonda o al fondo de algún espantoso abismo.
—¿Y también miss Darma lo sabe? —preguntó el anglo-indio con un estremecimiento.
—Lo supongo, sir Moreland.
—¡Ah! ¡Desembárquela! ¡Sálvela!
—Aquí combaten su padre y sus protectores, a los cuales debe la vida, por cuanto se me dijo, y no los dejará —respondió el norteamericano.
Sir Moreland se pasó una mano por la frente, luego dijo como hablando para sí:
—Sería mejor que mañana las escuadras reunidas hundiesen todo, incluído a mí. ¡Por lo menos estaría acabado y no oiría nunca más el grito de sangre que reclama venganza!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Cien dólares en aquella época (1868) se corresponden con aproximadamente USD 1.720 de 2015.

Experto artillero: “Mastro cannoniere” en el original. Artillero, es el individuo que sirve en la artillería del Ejército o de la Armada. Ajusté la traducción de “mastro” a “experto”.

“...una de aquellas feas bestias inventadas por mis compatriotas, que llevan un torpedo fijo a un asta...”: Se trata de un buque torpedero, o sea, un buque relativamente pequeño y rápido diseñado para portar y lanzar torpedos durante un combate naval. Los primeros diseños consistían en los torpedos unidos al buque mediante un mástil, y en atacar en forma de ariete. Fueron utilizados por primera vez en la Guerra de Secesión (EE.UU.) en 1861.

Saccaroa: La exclamación utilizada por Sandokan no tiene ninguna traducción o definición. Es simplemente una invención de Salgari. Según la Edizione annotata: Il primo ciclo della Jungla (Mario Spagnol, 1969), esta palabra podría derivar del urdu “shakria”, que significa gracias.

[Río] Sadong: “Sedang” en el original, es el actual río Batang Sadong, que desemboca en la bahía de Sarawak, al este de la ciudad de Kuching.

Nudos: 1 kn = 1,852 km/h. Por lo tanto, 8 kn equivalen a 14,82 km/h.

Miss: Así en el original. Palabra en inglés que significa señorita.

Mar de la Sonda: En realidad es el mar de la China Meridional o mar de la China. Es parte del océano Pacífico; comprende el área limitada por la costa oriental asiática, desde Singapur al estrecho de Taiwán, y las islas de Borneo y el archipiélago de las Filipinas.

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