martes, 16 de mayo de 2017

XXI. La caza al Rey del Mar


Un momento después, habiendo hecho embarcar a los sobrevivientes del crucero en una chalupa provista de víveres suficientes como para poder alcanzar Rajang, sin que corriesen el peligro de sentir la estrechez del hambre, el Rey del Mar se lanzaba a través del golfo de Sarawak con la proa al sur.
Reinaba una calma casi completa, soplando muy raramente las brisas en aquellas regiones candentes, regiones bastante temidas por los veleros que a menudo se encontraban inmovilizados por largas semanas. Solamente de vez en cuando una oleada larguísima, retumbante, llegaba del este hinchándose gradualmente y después de haber pasado bajo el crucero, sacudiéndolo bruscamente, se perdía en la dirección opuesta. Pasada no obstante aquella oleada, que provenía quizá de las lejanas costas de las islas de la Sonda, el océano retomaba su inmovilidad.
Ninguna nave se divisaba en alta mar, ni al este, ni al oeste, ni al norte, ni al sur. En cambio, abundaban las aves tropicales, incansables volteadoras que se encuentran incluso a varios centenares de millas de las costas. Eran nubarrones de súlidos y de Procellaria cinerea, especie de proceláridos que, cosa bastante extraña, llevan casi siempre, pegadas a las plumas del abdomen, crustáceos marinos, los pequeñísimos cirrópodos, obligándoles a vivir así, a su pesar, en el aire. No obstante, parece que no se encuentran demasiado incómodos en aquellos viajes aéreos, porque no parece que sufrieran.
Sobre el mar se veían aparecer, de vez en cuando, suspendidas entre dos aguas, a un metro bajo la superficie, largas filas de espléndidas medusas, en forma de paraguas transparentes que se dejaban blandamente transportar por el flujo. O bien se veían deslizar delante del espolón de la nave, rápidos como flechas, a los Pontoporia, los más pequeños delfines de la especie, armados de un larguísimo rostro y a los grandes dorados de espléndidas escamas de color azul y amarillo oro, enemigos encarnizados de los peces voladores, dotados de una voracidad increíble y que cuando son capturados, antes de morir pierden sus brillantes colores volviéndose grisáceos.
El Rey del Mar hilaba rápido, sobrepasando los diez nudos, moviéndose directamente hacia la costa de Sarawak para ir a destruir los depósitos de carbón de la escuadra del rajá.
Era verdaderamente una espléndida nave, dotada de extraordinarias cualidades marineras, a pesar de sus corazas, sus torres y su artillería; una verdadera nave corsaria absolutamente moderna, la única quizá que hubiese podido emprender aquel terrible crucero contra la poderosa flota inglesa, sin un puerto en el que encontrar refugio.
—¿Pues bien, Tremal-Naik? —preguntó Sandokan que entonces había vuelto a subir a cubierta después de haber hecho una breve visita a sir Moreland—. ¿Qué me dices de nuestro Rey del Mar?
—Que es el mejor y más poderoso crucero que haya visto: una verdadera maravilla —respondió el indio entusiasmado.
—Sí, son buenos constructores los norteamericanos. Hace veinte años recurrían al extranjero para formar sus flotas y ahora con sus construcciones vencen a todos. Sólidas y poderosas, he aquí como son sus naves hoy día. Con esta, daremos que hacer a nuestros adversarios.
—¿Y si Inglaterra nos lanzase encima a las mejores naves de su flota? ¿Has pensado en esto, Sandokan?
—Los haremos correr, mi querido —respondió el Tigre de la Malasia—. El océano es vasto, nuestra nave es la más rápida, y transportes ingleses que asaltar para privarles de su carbón encontraremos siempre. No tengo la pretensión de poder continuar indefinidamente esta guerra, sino hasta el día en el cual hayamos causado enormes daños a nuestros adversarios, tales de hacerles lamentar el día en el que nos han echado de nuestra isla.
Encendió su espléndido narguile, tomó bajo el brazo al indio y después de haber paseado por algunos minutos entre la caña del timón y las torres de popa, dijo:
—¿Sabes que el capitán está mejorando?
—¿Sir Moreland? —preguntó Tremal-Naik.
—Sí, a pesar de la horrible herida, no tiene mas que una ligera fiebre. El señor Held está sorprendido y creo que tiene razón. ¡Qué fibra maravillosa tiene aquel hombre!
—¿Te ha reconocido?
—Sí, hace un momento.
—Debe haber quedado sorprendido al verse en tu mano. Por cierto, no creía volver a encontrarse tan pronto con sus antiguos prisioneros. ¿Duerme?
—Sí, tranquilamente.
—¿No nos dará fastidios aquel hombre?
—Puede ser, tengo planes para él.
—¿Cuáles?
—No sé todavía, nada por ahora —dijo Sandokan—. Pensaré en qué podrá sernos útil. Intentamos ante todo hacerlo amigo. Bien nos debe un poco de agradecimiento por haberlo arrancado de la muerte.
—Adivino tu pensamiento —dijo Tremal-Naik—. Esperas tener de él alguna noticia sobre el hijo de Suyodhana.
—Es verdad —respondió Sandokan—. Combatir a un enemigo desconocido, que no se sabe dónde se encuentra, ni qué está tramando, inquieta bastante. ¡Bah! Un día u otro se develará, se mostrará, supongo, y aquel día el Tigre devorará también al cachorro de la India.
El doctor Held en aquel momento había aparecido en la puerta del castillo de popa. Aquel norteamericano, que como hemos dicho, había aceptado las propuestas hechas por Sandokan, propuestas que podían costarle no obstante la vida, era un bello joven de veintiséis o veintiocho años, alto, bastante delgado, de mirada inteligentísima y viva, con la frente espaciosa y el rostro rosado como el de una niña, adornado con una pequeña barba rubia cortada en punta.
—¿Y entonces, señor Held? —le preguntó Sandokan moviéndose solícitamente a su encuentro.
—Ahora ya respondo por su recuperación —respondió el médico—. Dentro de quince días aquel hombre estará perfectamente bien. Esos anglo-indios tienen la piel bien dura.
La campana que anunciaba el almuerzo interrumpió su conversación.
—A la mesa o Yanez se impacientará —dijo Sandokan.
Mientras descendían al salón del castillo de popa, el Rey del Mar continuaba su carrera hacia el sur-suroeste.
El océano estaba siempre desierto, recorriendo la nave una zona muy poco frecuentada por los veleros y piróscafos que normalmente se mantienen más al norte o más al sur, unos para evitar las calmas y otros para evitar los bancos submarinos que son numerosísimos alrededor de las costas de Borneo.
De vez en cuando una banda de aves bajaban sobre las cofas de los mástiles, tomando posesión y dejándose acercar por los marineros sin mostrar miedo.
Eran grandes pajarracos, especie de proceláridos gigantes, con las plumas morenas, llamados por los marineros rompedores de hueso y por los científicos osífraga, formidables pescadores, armados de un pico tan agudo y tan robusto que les permite enfrentar a los más grandes peces, golpeándoles mortalmente en el cráneo.
También algún espléndido albatros venía a dar volteretas alrededor de la nave, saludando a los marineros con gruñidos de cerdo y atravesando sin miedo la toldilla, a pesar de los fusilazos que disparaban los malayos.
Escasa caza no obstante, porque si bien parecen inmensos, midiendo sus alas en conjunto hasta tres metros y medio, y mucho si sus cuerpos pesan ocho o diez kilogramos, sin contar luego que sus carnes son coriáceas y están impregnadas de un pésimo olor a pescado.
De cualquier manera eran admirables en sus vuelos, siendo volteadores extraordinarios. En ciertos momentos permanecían casi inmóviles sobre el crucero, vibrando apenas sus gigantescas alas, luego partían como rayos y se metían en el mar a pescar los pequeños Cefalópodos, los loligo, de los cuales se nutrían preferentemente.
Las presas por otra parte no faltaban para aquellas avidísimas aves, porque las aguas del océano se mostraban extraordinariamente ricas en peces, con mucho placer también para los marineros que con redecillas o con arpones, a pesar de la rapidez del crucero, se las ingeniaban para capturarlos a fin de variar el menú de abordo.
Además de grandes bandas de dorados, de pequeños delfines y de serpientes de mar, largas de un metro, de forma cilíndrica, con la piel marrón oscura y la cola amarilla, se veían flotar un número ilimitado de diodon, peces bastante extraños, que habitan casi exclusivamente las zonas cálidas y que tienen el hábito de navegar con el vientre al aire y de hincharse hasta volverse completamente redondos.
Subían de los abismos del océano a centenares y centenares, mostrando sus espinas agudas que cubren sus cuerpos, haciéndoles asemejar a los erizos terrestres, con colores no obstante variados, blancos, violáceos o manchados de negro, mientras en medio de ellos desfilaban, con los tentáculos al viento a fin de aprovechar hasta el menor soplo de aire, largas filas de nautilos.
De vez en cuando un imprevisto terror se manifiesta entre todos aquellos habitantes del océano tropical. Los dorados desaparecían precipitadamente, los diodon, se desinflaban rápidamente, dejándose ir a pique; los nautilos replegaban sus tentáculos, volcaban su concha navegante que hasta ahora era como una ligera barcaza, y se sumergían.
Un enemigo terrible y avidísimo, se había bruscamente arrojado en medio de las bandas con la formidable boca abierta de par en par, erizada de dientes agudos como los de los tigres. Era un voraz carcharias, un tiburón de cinco o seis metros de longitud, que había disparado aquel imprevisto terror, un enemigo peligroso también para los hombres.
Con rapidez fulmínea engullía a los rezagados, luego desaparecía, siempre precedido por su piloto, un gracioso pececillo con la piel azul purpúrea, con rayas negras, no más largo de veinticinco centímetros y que sirve de guía a su formidable amo o protector.
No obstante, habiendo cesado el peligro, los dorados reaparecían jugueteando y los diodon se volvían a hinchar balanceándose sobre las olas y de las espléndidas conchas de los nautilos de bordes de madreperla se enderezaban los ocho tentáculos ligeramente redondeados en la extremidad.
Hacia el ocaso, cuando Sandokan y Yanez descendieron al camarote donde se encontraba el anglo-indio, constataron con placer que el herido se encontraba en mejores condiciones que a la mañana. La fiebre había casi cesado y de la herida, sabiamente cocida por el hábil norteamericano, no salía más sangre.
Cuando entraron, sir Moreland estaba hablando, con voz bastante clara, con el señor Held, solicitando información sobre el poder de la nave corsaria.
Viéndolos, el anglo-indio hizo un esfuerzo para alzarse y sentarse; Sandokan con un gesto se lo impidió.
—No, sir Moreland —dijo—. Está demasiado débil y por ahora debe evitar cualquier esfuerzo. ¿Verdad, mi querido Held?
—La herida podría reabrirse —respondió el doctor—. Le he prohibido, sir, hacer cualquier movimiento.
El anglo-indio ofreció la mano al norteamericano, a Yanez y a Sandokan, diciéndoles:
—Gracias por haberme salvado, señores, aún cuando hubiese deseado hundirme junto a mi nave y a mis desgraciados marineros.
—Siempre hay tiempo para morir para un marinero —respondió Yanez, sonriendo—. La guerra todavía no ha terminado, al contrario, para nosotros apenas ha comenzado.
Una nube oscureció la frente del anglo-indio.
—Creía que su misión terminaba con la liberación de aquella niña y su padre —dijo.
—No habría adquirido una nave de semejante poder para tal empresa —dijo Sandokan—. Mis praos habrían sido suficientes.
—¿De modo que continuarán corseando?
—Sí y mientras haya un solo hombre y una pieza de artillería servible.
—Los admiro, señores, pero creo que sus carreras terminarán pronto. Inglaterra y el rajá no tardarán en hacerlos perseguir por sus escuadras. ¿Cómo resistirían a semejantes ataques? El carbón les faltará y estarían obligados a rendirse o a hacerles echar a pique después de una inútil resistencia.
—Lo veremos...
Luego Sandokan, cambiando bruscamente el tono, preguntó:
—¿Cómo está, sir Moreland?
—Relativamente bien; el doctor me asegura que podré alzarme dentro de una decena de días.
—Me dará mucho placer verlo pasear sobre el puente de mi nave.
—De modo que cuenta con tenerme prisionero —dijo el anglo-indio, sonriendo.
—Incluso si quisiera devolverle la libertad en este momento no podría hacerlo, porque estamos muy lejos de la costa.
—¿Remonta hacia el norte?
—No, sir Moreland, vamos en cambio hacia el sur; deseo ver la desembocadura del Sarawak.
—Lo comprendo, señor. Intentará un golpe de mano sobre los depósitos de carbón del rajá.
—No lo sé aún.
—Señor Sandokan, desearía una explicación, si me lo permite.
—Hable, sir Moreland —respondió el Tigre de la Malasia—. Luego, si me lo permite, también le haré algunas preguntas.
—Desearía saber por qué ha involucrado en la guerra también al rajá de Sarawak.
—Porque estamos convencidos de que él es el protector del hombre misterioso que ha desencadenado en contra nuestra a los ingleses de Labuan y que en un solo mes nos ha causado tantos daños.
—¿Quién es ese?
Sandokan fijó sobre el anglo-indio una mirada agudísima, como si hubiese querido leerle hasta el fondo del corazón, luego dijo:
—Es imposible que usted, que pertenece a la marina del rajá, no lo haya conocido.
Algo, como un estremecimiento, pasó por el rostro de sir Moreland que permaneció por un instante mudo.
—No —dijo luego—, nunca he visto al hombre que usted alude. No obstante, he oído decir que un individuo misterioso, que parece poseer riquezas fabulosas, ha visitado al rajá, poniéndole a su disposición naves y hombres para vengar a James Brooke.
—¿Un indio, verdad?
—No lo sé —respondió sir Moreland—. Nunca lo he visto.
—¿Es aquel el hombre que ha impulsado a los ingleses y al rajá en contra nuestra?
—Así me han dicho.
—El hijo de un famoso jefe de los thugs indios.
—No le sabría decir.
—¿Y quiere medirse con los tigres de Mompracem?
—Y está también seguro de vencerlos.
—Caerá como ha caído su padre y como ha caído toda su secta —dijo Sandokan.
Un segundo estremecimiento pasó por el rostro del anglo-indio, mientras los ojos negrísimos relampagueaban como una llama. Estuvo otra vez un instante mudo, como si algún imprevisto pensamiento lo perturbara, luego dijo:
—El futuro lo dirá.
Luego, cambiando bruscamente de conversación, dijo:
—¿Están siempre a bordo aquel indio y su hija?
—No nos dejarán, porque su suerte está unida a la nuestra —respondió Sandokan.
Sir Moreland dejó escapar un suspiro y se abandonó sobre la almohada.
—Descanse tranquilo —le dijo Sandokan—. No sucederá nada esta noche.
Salió junto con Yanez y subió al alcázar. Surama y Darma estaban tomando aire, charlando con Tremal-Naik.
Viendo a Yanez, Darma se le acercó, interrogándolo con la mirada.
—Todo va bien —le susurró el portugués con su usual sonrisa.
—¿Podré visitarlo?
—Mañana nadie te lo impedirá, si...
La frase quedó cortada por el grito del vigía establecido sobre la cofa del trinquete:
—¡Humo en el horizonte! ¡Mire hacia el oeste!
Aquel grito había hecho brincar en pie a Sandokan, que entonces apenas se había sentado junto a Tremal-Naik y hecho acudir a la cubierta a toda la tripulación.
Sobre el cielo todavía ardiente, no habiéndose todavía el sol hundido completamente, se veía una sutil columna de humo alzarse en la limpia y tranquila atmósfera.
—¿Será alguna nave de guerra en busca nuestra? —preguntó Yanez—. ¿O un pacífico piróscafo con rumbo a Sarawak?
—Sospecho más que sea una nave de guerra —dijo Sandokan, que había apuntado un catalejo traído por Sambigliong—. ¡Ah! ¡Uf! Parece que se aleja hacia el oeste, el penacho de humo se ha doblado hacia nuestra parte.
—¿Nos habrá divisado? —preguntó Tremal-Naik, que los había alcanzado.
—Como nosotros nos hemos percatado de su presencia, es probable que su comandante haya visto también nuestro humo.
—Me viene una sospecha —dijo Yanez.
—¿Cuál?
—Que sea algún explorador.
—Es posible, Yanez —respondió Sandokan.
—¿Qué decides hacer?
—Seguirlo a distancia. Mañana, a los primeros albores, nos pondremos de cacería y tanto peor para ellos si pertenecen a las escuadras del rajá o de Labuan. Pasaremos la noche en cubierta.
La oscuridad que caía rapidísima no permitía divisar más aquel penacho de humo, pero el Rey del Mar había puesto rumbo al poniente para seguirlo en su rumbo.
Con sus poderosas máquinas estaba seguro de alcanzarlo antes del alba y de capturarlo o de hundirlo con su formidable artillería.
La guardia de franco, por precaución, había sido mantenida en cubierta, pudiendo darse que durante la noche graves acontecimientos ocurriesen.
—¡A doce nudos! —había comandado Sandokan—. Lo seguiremos de cerca.
El comando había sido apenas dado cuando el Rey del Mar volvía a partir con la proa al poniente.
La noche era espléndida, una verdadera noche tropical llena de fascinación y encanto, como solo se pueden ver en aquellas regiones de las calmas casi eternas.
Aún cuando el sol hubiese desaparecido por varias horas, parecía que hubiese dejado detrás de sí una porción de su luz, porque en el firmamento no reinaba una oscuridad completa. Un vago claror, pálido, de una transparencia increíble, reinaba allá arriba y se proyectaba sobre las aguas del océano, permitiendo a los hombres de guardia empujar la mirada a distancias infinitas.
Las aguas, de trecho en trecho, parecían incendiarse. De los profundos abismos del mar subían en batallones las medusas, mientras las espléndidas anémonas de mar entreabrían sus brillantes corolas rosadas, blancas, azules, amarillas y violetas, ondeando blandamente sus flecos fulgurantes.
En medio de aquellas oleadas de luz submarina, de vez en cuando se veían deslizar a los monstruos, que propagaban el terror y la confusión entre aquellos moluscos.
Ahora eran los carcharias, los peligrosos y siempre hambrientos tiburones; ahora los calamares gigantes de pico de loro, con los ojos glaucos y fijos y los tentáculos cubiertos de ventosas. Ahora en cambio, una masa enorme aparecía bruscamente a flote, lanzando a lo alto chorros llameantes y volviendo a caer luego con una zambullida densa.
Era una balaenoptera de dorso negro verdoso, larga de una quincena de metros, cetáceo todavía bastante común en los mares intertropicales, a pesar de la caza encarnizada de las naves balleneras.
Sandokan y Yanez, aún cuando la jornada hubiese sido bastante ardua y ningún peligro, al menos aparentemente, amenazase su nave, no se habían recostado. No era ya para gozar de aquella espléndida noche, ni para admirar los fulgores variopintos de las anémonas de mar, espectáculo ya demasiado conocido por ellos, viejos navegantes de los mares de la Malasia.
Un secreto temor los retenía en el puente. Caminaban con cierta agitación, deteniéndose con frecuencia para fijar su mirada hacia el poniente.
Aquel humo les preocupaba vivamente, temiendo que aquel leño fuese la vanguardia de alguna flotilla.
—¿Has notado algo? —preguntó Yanez, hacia la medianoche, viendo a Sandokan detenerse por décima vez y apuntar el catalejo hacia el oeste.
—Juraría haber visto, hace algunos minutos, un punto blanco, resplandeciente, brillar en la dirección donde ha desaparecido aquel penacho de humo —respondió el Tigre.
—¿El fanal de trinquete de aquella nave o una estrella?
—No, Yanez: ni el uno ni la otra.
Luego, después de una breve pausa, reanudó:
—¿Crees que la escuadra de Labuan no nos busca? No habrá permanecido por cierto inactiva en Victoria, después de nuestra declaración de guerra.
—Con la velocidad que poseemos, no nos será difícil dejarla atrás.
—Y el carbón nos faltará pronto —respondió Sandokan—. Nuestras carboneras están ya medio vacías.
—Nos abasteceremos a expensas del rajá.
—Si podemos llegar a la desembocadura del Sarawak.
—¿Qué temes?
Sandokan no respondió. Miraba atentamente siempre hacia poniente, recorriendo toda la línea del horizonte. De pronto bajó el catalejo.
—Un destello —dijo.
—¿Dónde, Sandokan?
—Ha brillado en la dirección tomada por aquella nave. Me parece un destello de luz eléctrica.
—Sí, señor —confirmó el norteamericano Horward, que por un momento había dejado la sala de máquinas—. Lo he divisado también yo.
—¿Aquella nave se habrá correspondido con alguna otra? —preguntó Yanez.
—Es lo que temo —respondió Sandokan—. Afortunadamente el horizonte es claro y veremos enseguida al enemigo. Señor Horward, dé órdenes en la máquina para que se preparen para llevar nuestra velocidad a catorce nudos. Tengo curiosidad por saber si podrá competir con nosotros.
El norteamericano apenas había transmitido el comando, cuando un nuevo resplandor relampagueó en la dirección de antes. Parecía que una lámpara eléctrica de gran poder, hubiese proyectado un amplio haz de luz sobre el océano.
Un momento después una sutilísima cinta de humo se alzó sobre el horizonte.
—Un cohete —dijo Yanez—. Son dos naves que se corresponden y una debe ser la que ha huido a nuestro movimiento. Señala desde luego nuestro rumbo.
—Señor Sandokan —dijo el norteamericano—. Si no me equivoco veo un punto negro avanzar sobre el océano. Está atravesando un trecho de agua fosforescente.
—¡Un punto! Entonces no puede ser una nave.
—Y que se mueve con rapidez extraordinaria, según parece.
—¿Será alguna chalupa a vapor?
Alargó nuevamente el catalejo, manteniéndolo horizontal por algunos minutos. El punto negro, que se agrandaba rápidamente, había atravesado la zona fosforescente confundiéndose con el color oscuro de las aguas, pero más adelante había una segunda formada por millares de noctilucas, anémonas de mar y medusas.
—Sí, parece una gran chalupa a vapor —dijo Sandokan—. No está mas que a dos mil metros. La mandaremos a hacer compañía a las medusas. ¡Experto Steher!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

En este capítulo Salgari se despacha con una variada terminología de fauna marina.

Súlidos: “Sule” en el original, es una familia de aves suliformes conocidas vulgarmente como alcatraces, de color predominantemente blanco cuando adulta, pico largo y alas apuntadas y de extremos negros. Es propia de mares templados.

Procellaria cinerea: “Prionfinus cinereus” en el original, es la pardela gris, ave acuática, palmípeda, parecida a la gaviota, pero más pequeña. Posee un manto marrón grisáceo y vientre blanco.

Proceláridos: “Procellarie” en el original, son una familia de aves marinas pelágicas del orden de las Procellariiformes que agrupa a los petreles (o patines), pardelas, fardelas, abantos marinos, fulmares y patos petreles.

Cirrópodos: “Cirripedi” en el original, dicho de un crustáceo marino: Que tiene el cuerpo rodeado de un caparazón compuesto de varias placas calcáreas, entre las cuales puede sacar los cirros, es hermafrodita, y libre y nadador mientras es larva, pero en estado adulto vive fijo sobre los objetos sumergidos, por lo común mediante un pedúnculo, siendo parásito en algunas especies; por ejemplo, el percebe o la bellota de mar.

Pontoporia: “Prontoporia” en el original, es un género de delfines del cual solamente existe el “Pontoporia blainvillei” o “franciscana”, “tonina” o “delfín del plata”. Es un delfín de río —aunque habita en aguas saladas— de pequeño tamaño que se encuentra en la costa atlántica de Argentina, Uruguay y sur de Brasil.

Dorados: “Dorate” en el original, se trata de la especie Coryphaena hippurus, pez marino de la familia peces-delfín que pueden alcanzar el metro de longitud.

Nudos: 1 kn = 1,852 km/h. Por lo tanto, 10 kn equivalen a 18,52 km/h; 12 kn equivalen a 22,22 km/h; 14 kn equivalen a 25,93 km/h.

Narguile: Pipa para fumar muy usada por los orientales, compuesta de un largo tubo flexible, del recipiente en que se quema el tabaco y de un vaso lleno de agua perfumada, a través de la cual se aspira el humo.

Osífraga: “Quebranta huesos” en el original. Se trata del Macronectes giganteus, conocido como “abanto marino antártico”, “petrel gigante antártico” o “petrel gigante común”. Es del tamaño de un albatros con una envergadura de casi dos metros de longitud. El nombre con el que se lo denomina en italiano es “Ossifraga del sud”. En castellano, “ossifraga” se traduce como “osífraga”, o sea, quebrantahuesos.

Albatros: Ave marina de gran tamaño, plumaje blanco y alas muy largas y estrechas. Es muy buena voladora y vive principalmente en los océanos Índico y Pacífico.

Cefalópodos: Se dice de los moluscos marinos que tienen el manto en forma de saco con una abertura por la cual sale la cabeza, que se distingue bien del resto del cuerpo y está rodeada de tentáculos largos a propósito para la natación y provistos de ventosas.

Loligo: Es un género de calamares (Teuthida) y uno de los grupos Myopsina más representativos y ampliamente distribuidos.

Diodon: Miembros de la familia Diodontidae, es el género al que pertenece la especie que se conoce como pez erizo.

Nautilos: “Nautilus” en el original, es un molusco cefalópodo tetrabranquial, propio del océano Índico, con numerosos tentáculos sin ventosas, provisto de una concha dividida interiormente en celdas, en la última de las cuales se aloja el cuerpo del animal.

Carcharias: “Charcharias” en el original, es un género de elasmobranquios lamniformes de la familia Odontaspididae que se encuentran en ambos lados de las costas del océano Atlántico, pero más notablemente en el océano Índico Occidental y en el golfo de Maine. Es más conocido como tiburón toro y poseen una longitud de entre los 2,1 y 3,7 metros.

“...gracioso pececillo con la piel azul purpúrea...”: Es el Naucrates ductor, de la familia de los carángidos, conocido como “pez piloto”, acompaña a los barcos y los tiburones, al parecer para alimentarse de sus parásitos y restos de comida.

Anémonas de mar: Pólipo solitario antozoo, del orden de los hexacoralarios, de colores brillantes, que vive fijo sobre las rocas marinas. Su cuerpo, blando y contráctil, tiene en su extremo superior la boca, rodeada de varias filas de tentáculos, que, extendidos, hacen que el animal se parezca a una flor.

Corolas: Segundo verticilo de las flores completas, situado entre el cáliz y los órganos sexuales, y que tiene por lo común vivos colores. Salgari utiliza un término de la botánica para referirse a un animal que efectivamente tiene un parecido con la planta anémona.

Calamares gigantes: Se tratan de los Architeuthis, género de cefalópodos del orden Teuthida. Son animales marinos de inmersión profunda que alcanzan dimensiones extraordinarias; recientes estimaciones sugieren un máximo de 10 m para los machos y hasta 14 m para las hembras. La boca se parece bastante al pico de un loro.

Balaenoptera: Es un género de cetáceos, conocido comúnmente como rorcual.

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