miércoles, 3 de mayo de 2017

XX. Sir Moreland


La agonía del crucero, agonía terrible y espantosa había comenzado.
El monstruo humeante consumía vanamente sus últimas fuerzas intentando aún, con los últimos tiros de su artillería, golpear de muerte a su formidable adversario que lo había vencido.
Aquella espléndida nave que representaba quizá la unidad más fuerte de la escuadra del rajá de Sarawak, no era más que un montón de escombros que las llamas ya de a poco devoraban, mientras el agua la invadía para arrastrarla a los profundos abismos del mar.
Sus flancos, destrozados por las granadas y los obuses perforadores de la poderosa nave norteamericana, estaba como una criba; sus amuras y mástiles no estaban más; sus baterías no ofrecían más ningún refugio a los últimos sobrevivientes.
Llamas gigantescas irrumpían furiosamente a través de las escotillas abiertas de par en par y por los desgarros de la cubierta, con densos fragores, alargándose desmesuradamente y lanzando al aire nubarrones de chispas y nubes de humo que formaban por encima de la nave como un inmenso paraguas.
El crucero se hundía lentamente, capeando, no obstante sus artilleros no cesaban de disparar con las últimas piezas que quedaban aún en batería, mientras sus fusileros mantenían todavía, aún cuando reducidos a menos de la mitad, un fuego vivísimo con las carabinas, brincando como tigres a través de la cubierta llameante y animándose con hurras salvajes.
A pesar del fuego de la nave que se hundía, fuego por otra parte mal dirigido por la agitación de los tiradores, la chalupa a vapor y las tres balleneras del Rey del Mar habían sido enseguida caladas al agua, para recoger a los últimos sobrevivientes en el momento en que la nave les habría faltado bajo sus pies.
Yanez había asumido el comando de la barcaza que había sido equipada con catorce remeros, faltando el tiempo de encender la caldera; Sambigliong comandaba en cambio las otras.
Darma y Surama que habían subido a cubierta, viendo las llamas envolver a la desgraciada nave, gritaban:
—¡Sálvelos! ¡Sálvelos, señor Yanez! ¡Se hunden!
Las cuatro chalupas se habían hecho rápidamente a la mar, moviéndose hacia el crucero. Los pocos hombres que aún montaban la nave, viendo que sus adversarios se movían en su auxilio, habían cesado el fuego y comenzaban a arrojarse al agua para huir de las llamas y evitar el peligro de saltar por el aire.
La barcaza fue la primera en abordar al crucero. Yanez, sin cuidarse del humo y de la lluvia de chispas, subió rápidamente la escala que habían bajado y se lanzó hacia el puente de mando junto a una media docena de malayos.
Intentaba salvar a sir Moreland, ante todo, si las granadas del Rey del Mar lo habían perdonado.
Estaban abriéndose paso entre los escombros y los cadáveres que obstruían la cubierta, cuando ocurrió una explosión en proa que los arrojó a todos al mar.
El golpe fue tan fuerte que Yanez, que había sido proyectado cerca de una ballenera, se desvaneció. Afortunadamente los malayos lo habían visto caer al agua y tuvieron tiempo de pescarlo casi enseguida y de llevarlo a la barcaza que se había arrimado.
El crucero, destripado en proa, descendía rápidamente, Sambigliong y los hombres de las chalupas que habían enseguida subido a bordo, volvían a descender precipitadamente, llevando heridos que habían sustraído, con grandes peligros, a los torbellinos de fuego.
La nave descendía. Su amuras muy pronto desaparecieron y las olas invadieron bruscamente la cubierta barriéndola del alcázar a la roda y sofocando de un solo golpe las llamas.
La barcaza y las balleneras huían a toda fuerza de remos mientras alrededor de la nave se ensanchaba un remolino gigantesco.
La bandera de Sarawak mostró aún por un momento, a los rayos del sol, sus colores, luego se hundió.
¡Todo estaba terminado! El crucero descendía, entre los bramidos del vórtice gigante, en los abismos del golfo.
Las cuatro chalupas, escapadas a tiempo de la atracción del remolino generado por la nave, superada una gigantesca muralla líquida que se extendía con mil fragores sobre el mar, volvían apresuradamente hacia el Rey del Mar que humeaba a quinientos metros del lugar del desastre.
La superficie del golfo estaba llena de pecios y cadáveres.
Cajas, barriles, pedazos de placas y de tabiques ondeaban en todas las direcciones.
Sambigliong enseguida se había ocupado del portugués, mientras otros se afanaban alrededor de un joven oficial que había sido salvado en el momento en el que la nave estaba por desaparecer y que parecía hubiese sido gravemente herido, teniendo la chaqueta empapada de sangre.
Yanez afortunadamente no había reportado ninguna lesión en el estallido. Más que nada había quedado aturdido por el inesperado vuelo y por el estruendo producido por la explosión.
Y en efecto, al primer sorbo de ginebra hecho tragar por el malayo, volvió en seguida en sí y abrió los ojos.
—¿Cómo se siente, señor Yanez? —le preguntó Sambigliong con aprensión.
—Estoy desconcertado y machacado, pero me parece que nada se ha roto —respondió el portugués, esforzándose por sonreír—. ¿Y la nave?
—Hundida.
—¿Y sir Moreland?
—Está aquí, en la ballenera. Lo hemos salvado de milagro.
Yanez se alzó sin tener necesidad de la ayuda del malayo.
El joven comandante del crucero yacía sobre el fondo de la barcaza, con el pecho desnudo, el rostro palidísimo y manchado de sangre y los ojos cerrados.
—¡Muerto! —exclamó.
—No, puede estar seguro, pero la herida que ha presentado en el costado debe ser grave.
—¿Quién lo ha golpeado? —preguntó Yanez con ansiedad—. ¿Tú, Sambigliong?
—¡Yo! No, señor Yanez, es la explosión que lo ha reducido a este estado. Algún fragmento de granada le ha abierto el costado.
—¡Pronto! ¡A bordo!
—Ya estamos, señor Yanez.
Las cuatro chalupas habían abordado al Rey del Mar junto a la escala que ya había sido bajada.
Fue dejado el lugar a la barcaza.
Dos hombres tomaron delicadamente al comandante del crucero siempre desvanecido y con las debidas precauciones subieron la escala, seguidos por Yanez y catorce marineros del crucero, los únicos sobrevivientes arrancados a las olas.
Sandokan, que había asistido impasible a la destrucción de la nave adversaria, los esperaba en la cima de la escala.
Viendo al capitán y a los marineros del rajá, se quitó el turbante, diciendo con voz grave:
—Honor a los valerosos.
Luego estrechó silenciosamente la mano a Yanez.
Darma que se encontraba a algunos pasos junto a Surama, palidísima, profundamente conmovida por la horrible escena desarrollada ante sus ojos, había avanzado hacia los marineros que transportaban al desgraciado comandante.
—¿Está muerto, verdad? —preguntó con voz quebrada.
—No —respondió Yanez—. No obstante, parece que la herida es grave.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó la joven.
—Silencio —dijo Sandokan—. Abran paso al valiente desafortunado. Lleven al comandante a mi camarote.
Con un gesto que no admitía réplica, detuvo a Darma y a Surama, luego siguió a los marineros al castillo de popa, junto con Yanez y Tremal-Naik.
El médico de abordo, un norteamericano que, como los maquinistas y contramaestres cañoneros, había aceptado la oferta hecha por Sandokan de permanecer a bordo hasta el final de la campaña, enseguida había acudido.
—Venga, señor Held —le había dicho Sandokan—. El comandante del crucero parece bastante grave.
—Haré lo posible por salvarlo, señor —había respondido el norteamericano.
—Cuento con usted.
Entraron al camarote, donde sir Moreland ya había sido depuesto sobre el rico lecho del pirata.
—Esperen mis órdenes en el corredor —dijo Sandokan a los dos marineros—, y que los enfermeros estén listos.
El médico había desnudado enteramente a sir Moreland. No tenía más que una sola herida, aquella al costado, pero era horrible.
El proyectil que lo había golpeado, algún fragmento de granada por cierto, había desgarrado la carne por una longitud de veinte centímetros, cavando una especie de surco. La sangre fluía a borbotones por la laceración, amenazando con desangrar rápidamente al herido.
—¿Qué me dice, señor Held? —preguntó Yanez, mirándolo fijamente como si hubiese querido adivinarle el pensamiento.
—La herida es más dolorosa que grave —respondió el médico—. Ha perdido mucha sangre, no obstante este inglés es robusto.
—¿Podría garantizarme su recuperación?
—La vida de este hombre no corre ningún peligro, se lo aseguro.
Sandokan estuvo un momento en silencio, mirando el apagado rostro del inglés, luego dijo como hablando para sí:
—Mejor así: este hombre podría un día sernos útil.
Estaba por salir, cuando un profundo suspiro, seguido de un rauco gemido, escapó de los labios descoloridos del inglés.
El doctor había puesto las manos sobre la herida para reunir los dos bordes y a aquel contacto el comandante del crucero se había estremecido, luego abierto los ojos.
Dio alrededor una mirada medio apagada, deteniéndola primero sobre el doctor, luego sobre Yanez, que estaba en la otra parte del lecho.
Sus labios se entreabrieron, luego murmuró con un hilo de voz:
—¡Usted...!
—No hable, sir Moreland —dijo el portugués—. El doctor se lo prohíbe.
El comandante hizo con la cabeza un gesto negativo, luego recogiendo todas sus fuerzas, dijo todavía y con voz más clara aún cuando quebrada:
—Mi... espada... ha quedado... en... mi... nave...
—No la habría aceptado, señor —dijo Sandokan—. Sólo lamento que se haya hundido con la nave, porque no puedo restituírsela. Usted es un valeroso y lo estimo.
El joven con un esfuerzo supremo alzó la mano derecha ofreciéndosela a su adversario que se la estrechó delicadamente.
—¿Mis... hombres? —preguntó otra vez sir Moreland, mientras una rápida conmoción le alteraba el rostro.
—Los hemos salvado... basta, no se fatigue.
—Gracias... —murmuró el herido.
Luego se abandonó cerrando los ojos: estaba nuevamente desvanecido.
—A usted, doctor —dijo Sandokan.
—No lo dude, señor, lo cuidaré como si fuese su hijo. ¡A mí los enfermeros!
Mientras los hombres solicitados entraban con desinfectantes, rollos de algodón fenólico y numerosas botellitas, Sandokan retomó lentamente las escaleras, con Yanez y Tremal-Naik, subiendo a cubierta.
Darma que los esperaba sobre la puerta del castillo de popa, se aproximó al portugués.
—Señor Yanez —le susurró, esforzándose por poner su voz firme.
El portugués la miró por algunos instantes sin responder, luego sonrió y le estrechó silenciosamente la mano.
—¿Lo salvarán? —preguntó Darma con angustia.
—Eso espero —respondió Yanez—. ¿Te interesa mucho aquel joven, Darma?
—Es un valeroso...
—Si y algo más también.
—¿Si se recupera, lo tendrán prisionero?
—Veremos qué decide Sandokan; pero es probable.
Darma alcanzó a Surama que se había apartado un poco, mientras Yanez se acercaba a Sandokan que estaba hablando animadamente con Tremal-Naik.
—¿Qué te parece aquel joven? —le preguntó.
—¿Es aquel el que comandaba el fuerte Macrae?
—Sí —respondieron a una voz Tremal-Naik y Yanez.
—Aquel hombre tiene agallas —dijo Sandokan—. Ha sido una verdadera fortuna para nosotros capturarlo. Si el rajá tuviese una media docena de aquellos comandantes nos daría demasiado que hacer. Aquel no debe ser un inglés de pura sangre. Es demasiado moreno.
—Me ha dicho que su madre sola era inglesa —dijo Tremal-Naik.
—¿Tomaba parte de la flota anglo-india antes?
—Sí, como teniente, así me dijo una tarde.
—¿Qué haremos con él? —preguntó Yanez.
—Lo mantendremos como rehén —respondió Sandokan—. Un día podría sernos útil. En cuanto a los otros prisioneros los haremos embarcar en una chalupa y los dejaremos libres de alcanzar la costa.
—¿Y ahora, a dónde dirigirás tus empresas? —preguntó Tremal-Naik.
—Yanez y yo hemos ya formado nuestro plan de guerra —respondió Sandokan—. Nuestro primer, mejor dicho principal proyecto, es el de no dejarnos sorprender por las escuadras de Sarawak ni por las inglesas. Es cierto que procurarán reunirse para aplastarnos de un solo golpe; si encontramos el modo de tener siempre carbón a nuestra disposición, con la velocidad con la cual está dotado el Rey del Mar podremos reírnos del rajá y también del gobernador de Labuan.
—Es precisamente por esto que les aconsejaría, ante todo y antes de que tenga lugar la reunión de las dos escuadras, intentar un golpe contra los depósitos de carbón que se encuentran en la desembocadura del Sarawak —dijo Tremal-Naik.
—Es eso lo que intentaremos —respondió Sandokan—. Iremos luego a destruir aquellos que los ingleses tienen en el islote de Mengalum. Privados de sus suministros, tendremos un buen juego sobre los unos y sobre los otros y podremos arrojarnos sobre las líneas de navegación y dar un golpe mortal al comercio inglés con China y Japón. ¿Aprueban mi idea?
—Sí —respondieron a una voz Yanez y Tremal-Naik.
—No obstante, tengo otro proyecto —continuó Sandokan después de un breve silencio—. Alzar a los dayak de Sarawak. Entre ellos tenemos viejos amigos, aquellos que nos ayudaron a derribar a James Brooke. Querría mandarles una buena carga de armas a fin de que puedan ponerse en campaña. Con nosotros en el mar y aquellos terribles cortadores de cabeza a nuestras espaldas, el rajá y su aliado, el hijo de Suyodhana, no se encontrarán por cierto en un lecho de rosas.
—¿Supones que el hijo del jefe de los thugs se encuentra con el rajá? —preguntó Tremal-Naik.
—Estoy seguro —respondió Sandokan.
—Y yo también —añadió Yanez.
—¿Le han dado una cita a la Marianna? —preguntó Tremal-Naik.
—¡Nos espera en Tanjung Datu con una carga de carbón, municiones y armas!
—¿Eso estará ya?
—Eso supongo.
—Entonces vayamos a Sarawak —concluyó Tremal-Naik.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

En este capítulo nuevamente Salgari se refiere a Sambigliong como dayak y no como malayo, tal como ocurriera en el capítulo IX de Los piratas de la Malasia. Lo ajusté como aquella vez.

Estaba como una criba: Estar muy roto y lleno de agujeros.

Capeando: “Cappeggiando” en el original, es disponer las velas de modo que la embarcación ande poco; mantenerse sin retroceder más de lo inevitable cuando el viento es duro y contrario; sortear el mal tiempo con adecuadas maniobras. Seguramente Salgari lo haya utilizado de forma figurativa al difícil movimiento que se realiza en esta situación.

Ginebra: “Ginepro” en el original, cuya traducción literal sería “enebro”, un arbusto de la familia de las cupresáceas, de tres a cuatro metros de altura, con tronco ramoso, copa espesa, hojas lineales de tres en tres, rígidas, punzantes, blanquecinas por la cara superior y verdes por el margen y el envés, flores en amentos axilares, escamosas, de color pardo rojizo, y por frutos bayas elipsoidales o esféricas de cinco a siete milímetros de diámetro, de color negro azulado, con tres semillas casi ovaladas, pero angulosas en sus extremos. Se utiliza como aromatizante para la ginebra, por eso opté por esta traducción.

Algodón fenólico: “Cotone fenicato” en el original, es un algodón con fenol, un alcohol derivado del benceno, obtenido por destilación de los aceites de alquitrán, que se usa como antiséptico en medicina.

Mengalum: “Mangalum” en el original, llamada también “Pulau Mengalum”, o sea, “Isla Mengalum”, pertenece al estado Sabah de Malasia y está bastante alejada de la costa. Actualmente es un destino popular entre los turistas chinos que visitan Sabah.

Tanjung Datu: “Capo Tanjong-Datu” en el original, como hemos comentado en el capítulo anterior “tanjung” significa “cabo” en malayo, por lo que la traducción literal sería “cabo cabo Datu”. Este cabo divide Malasia de Indonesia, al oeste de Sarawak.

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