lunes, 17 de abril de 2017

XVIII. Un audaz golpe de mano


Viendo entrar a Yanez, en aquel uniforme con el que no estaban acostumbrados, Tremal-Naik y la niña se habían alzado de repente con la boca abierta listos para mandar aquel grito de sorpresa, natural por otra parte, que el audaz portugués tanto temía. Una mirada fulmínea suya lo detuvo a tiempo en sus labios.
Afortunadamente el capitán Moreland, que volvía la espalda a la puerta y que al alzarse se había enganchado la correa del sable en el respaldo de la silla, no había podido sorprender aquella mirada imperiosa.
Dio medio giro sobre sí mismo y examinó al portugués que había llevado la mano derecha sobre la visera del casco de corcho cubierto de franela blanca, saludando militarmente.
El capitán era un bello joven, de quizá veinticinco años, de estatura bastante alta y esbelto, con dos ojos negrísimos, que parecía tuviesen dentro fuego, una pequeña barba negra que le daba un aspecto orgulloso y, como había dicho el sargento de la barcaza, tenía la piel bastante bronceada. Se podría decir que tenía en las venas más sangre india o malaya que europea, a pesar de la pureza de sus facciones que eran más caucásicas que indias.
—¿De dónde viene, señor teniente? —le preguntó en purísima lengua inglesa, después de que lo hubo mirado bien.
—Vengo de Kabong a traerle víveres de parte del gobernador. ¿No me esperaba, capitán?
—Sí, había hecho pedir provisiones que aquí no se pueden encontrar.
—¿Botellas y productos europeos?
—Es verdad —respondió el capitán—, pero no era necesario que para enviarme aquellos me mandasen también un oficial. Bastaban algunos soldados.
—No confiaba en comunicarle las noticias que estoy encargado de darle oralmente.
—¿Noticias?
—Y graves, sir Moreland.
—¿Es el comandante de la guarnición de Kabong, usted?
—Sí, capitán.
—No es inglés, usted.
—No, un español por varios años a los servicios del rajá de Sarawak.
—¿Qué tiene para decirme?
Yanez hizo señas a Tremal-Naik y a Darma que estaban inmóviles, de pie, mirándolo con creciente estupor, no obstante sin dejar escapar una seña cualquiera que pudiese alarmar al capitán.
—Tiene razón —dijo sir Moreland, sonriendo—. Son mis prisioneros.
Se volvió hacia Tremal-Naik y Darma y les dijo con perfecta cortesía:
—Permítanme que me ausente algunos minutos.
—¡Uf! ¡Uf! —murmuró Yanez entre dientes—. Los trata más como huéspedes que como prisioneros. ¿Qué puede haber debajo?
Siguió la mirada del capitán y lo vió fijarse repetidamente sobre la niña que bajó los ojos, mientras un ligero rubor le coloreaba las mejillas.
—¡Ah! ¡Diablos! —pensó el portugués, frunciendo levemente el ceño—. ¿La sangre anglo-india se entiende quizá? ¡Sería curioso!
El capitán había abierto una puerta lateral e introdujo a Yanez en un elegante gabinete amueblado a lo indio, con ricos tapetes, muebles ligeros, pequeños divanes de tela oriental bordados en oro y con grandes jarrones de bronce con relieves, colocados en los ángulos.
Una lámpara con globo un poco opaca y azulada, esparcía una luz un poco velada sobre los tapetes haciendo centellear sus bordados de plata.
—Nadie podrá oírnos, teniente —dijo el capitán, después de haber cerrado la puerta con llave y de haber dejado caer una pesada cortina de brocado antiguo.
—¿Sabe, capitán, que los tigres de Mompracem han declarado la guerra a Inglaterra y al rajá de Sarawak su protector? —dijo Yanez.
—Hemos sido informados ayer por un mensajero del rajá —respondió sir Moreland—. ¡Pero aquellos están locos!
—No quizá tanto como cree —respondió Yanez—. Recuerde que fue Sandokan el que derribó a James Brooke cuando estaba al colmo de su poder y se lo creía invencible.
—Aquellos eran otros tiempos, teniente. ¡Y luego, desafiar a Inglaterra! ¿Ignoran pues que su poder naval es temido incluso por los estados europeos? Aquellos locos harán algún crucero en estas aguas con sus praos, luego se desparramarán a los primeros cañonazos.
—He aquí donde se engaña, sir Moreland. No es con sus veleros que han emprendido la guerra. Ayer ha sido vista una gran y poderosa nave a vapor, humear a veinte millas mar adentro de Kabong y que tenía sobre el pico la bandera roja de los tigres de Mompracem.
El capitán se había sobresaltado.
—¿Aquí, ya? —exclamó.
—Y parece que se dirigen hacia el oeste.
—¿La ha encontrado usted?
—No, capitán.
—¿Qué vienen a hacer aquí? ¿Sabrán que mi nave está anclada en la segunda desembocadura del Rajang?
—El gobernador de Kabong cree en cambio que tienen como objetivo asaltar el fortín de Macrae para liberar a los dos prisioneros y es por eso que me ha mandado aquí para advertirle de enviarlos enseguida donde él. Tengo el encargo de conducirlos con la barcaza a vapor que está estacionada en la rada.
—Estarán más seguros a bordo de mi nave.
—Los expondría al riesgo de una grave batalla y siendo muy problemática su victoria, el gobernador preferiría que se los mandase. Parece que tal deseo lo ha manifestado también el rajá por cuanto he podido saber. Debe tener como rehenes a aquellas dos personas para frenar a Sandokan en su audacia e impedirle volver a intentar la insurrección de los dayak del interior, que ya han sido sus aliados en los tiempos de James Brooke.
Sir Moreland había permanecido en silencio, como si fuese presa de una viva preocupación; luego, después de algunos instantes de silencio, dijo con un tono peculiar que no escapó al portugués:
—Yo también mantengo prisioneros por eso a Tremal-Naik y a Darma.
Se pasó con un movimiento nervioso una mano sobre la frente y mandó un suspiro.
—Fatalidad del destino —dijo luego, como hablando para sí.
Yanez lo observaba atentamente, pensando:
—Qué diablos... ¿Es que este anglo-indio habrá sido herido por los ojos de Darma? Gracias a Dios es un bello joven, lleno de fuego y de impulso y parece leal. ¿Si intentase rascarle dulcemente la garganta?
—Capitán —dijo—, ¿qué decide entonces?
—El gobernador de Kabong puede tener razón —respondió sir Moreland, después de otro breve silencio—. Los prisioneros podrían serme un estorbo a bordo de mi nave y luego no se sabe nunca cómo termina una batalla, especialmente cuando se está en medio de aquellos terribles piratas. Tengo confianza plena en la robustez de mi navío y en el valor de mis hombres, escogidos con cuidado y también en el poder de mis cañones que son de los más modernos; pero no conozco las fuerzas de nuestros adversarios y podría suceder lo peor. ¿Usted cree que ellos saben dónde se encuentra mi Sambas?
—¿Es el nombre de su nave?
—Sí —respondió el capitán.
—En Kabong se cree que el Tigre de la Malasia y Yanez saben donde se encuentra anclada y no se duda que de un momento a otro la asalten.
—Entonces le confiaré a usted los dos prisioneros; ¿pero responderá por su salvación?
—Seguiré la costa pasando detrás de los arrecifes. El agua no es abundante en aquellos canales internos y las naves de los piratas de la Malasia no podrían seguirme. Respondo plenamente por ellos, capitán.
—Es mejor que aproveche la oscuridad.
—Es lo que quería proponerle, sir Moreland —dijo Yanez, que frenaba con gran penuria la alegría interior.
—¿Cuántos hombres tiene?
—Diez aquí y dos en la rada.
—Se servirá de la barcaza a vapor, así al alba podrá llegar a Kabong.
—¿Y usted, capitán?
—Saldré al mar e iré a buscar al Tigre de la Malasia. Anhelo medirme con aquel hombre.
—¿Lo odia?
—Es un pirata que es tiempo de domar —se limitó a responder el capitán—. Sígame.
Volvió a abrir la puerta y reingresó en el salón donde se encontraban aún Tremal-Naik y Darma.
—Prepárense para partir —dijo, mirando particularmente a la niña.
—¿A dónde quiere trasladarnos, capitán? —preguntó Tremal-Naik.
—He recibido la orden de hacerlos conducir a Kabong.
—¿Alguien amenaza el fortín?
—No puedo responder a esta pregunta.
Yanez fingió aprobar con un gesto.
Sir Moreland hizo señas a los dos prisioneros de irse a vestir, luego destapó una botella y llenó dos copas ofreciéndole una al portugués.
—¿Usted me asegura que no se dejará capturar, verdad? —preguntó el anglo-indio, después de haber vaciado la suya.
—Si veo algún peligro me arrojaré a la costa, capitán —respondió Yanez.
—¿Son valerosos sus hombres?
—Son los mejores de la guarnición de Kabong. ¿Cuándo tendré el honor de volver a verlo?
—Zarparé al alba y me moveré enseguida hacia la ciudadela, a no ser que los piratas de la Malasia me detengan. Sin embargo tengo confianza en vencerlos.
Yanez esbozó una sonrisita irónica.
—Se lo deseo, capitán —dijo luego—. Es hora de terminar con aquellos orgullosos y peligrosos corredores del mar.
Tremal-Naik y Darma habían regresado en aquel momento. El primero se había cubierto la cabeza con un inmenso turbante y la segunda se había arrojado sobre los hombros una mantilla de seda blanca que la envolvía toda.
—Los escoltaré hasta la playa —dijo el capitán—, aún cuando ningún peligro los amenace.
Yanez, oyendo aquellas palabras, frunció levemente el ceño.
—¿Llevará consigo hombres? —murmuró, bastante contrariado con aquella propuesta—. ¡Bah! Los reduciremos como se debe apenas estemos en vista del mar.
Salieron todos juntos al patio, donde se encontraban siempre alineados los diez piratas, apoyados en sus carabinas. Viendo aparecer al capitán, presentaron las armas con una coordinación que sorprendió al mismo Yanez.
—Son hombres sólidos —dijo sir Moreland, después de haberlos observado uno por uno—. Vamos.
Cuatro piratas formaron la vanguardia, detrás se pusieron Yanez y Tremal-Naik, luego Darma con el capitán a cierta distancia, por consiguiente los otros seis. Los primeros llevaban el fanal y tres antorchas para iluminar el camino, estando el cielo cubierto por un denso velo de vapores que interceptaban completamente aquel vago claror que proyectan los astros, especialmente a través de la limpia atmósfera de las regiones ecuatoriales.
Un profundo silencio reinaba en las llanuras debajo de la pequeña colina, roto solo por el paso ligero del pelotón. Incluso la resaca parecía que se hubiese calmado a causa quizá del reflujo.
Yanez callaba, pero intercambiaba de vez en cuando una mirada con Tremal-Naik y lo chocaba con el codo, como para recomendarle la máxima prudencia. Detrás de él el capitán decía alguna palabra, en voz baja, a la niña, que el portugués no lograba captar por más que aguzara el oído.
Los piratas, mudos como peces, con el dedo en el gatillo de las carabinas, los seguían listos para al primer comando arrojarse contra el capitán.
Habiendo descendido la pequeña colina, el pelotón avanzó en medio de las plantaciones y, dado que el sendero era estrecho, Yanez aprovechó para alejarse del capitán.
—Estate listo para todo —susurró a Tremal-Naik, cuando creyó que el capitán no lo podía oír más.
—¿Y Sandokan? —preguntó en voz baja el indio.
—Nos espera mar adentro.
—A qué riesgo te has expuesto, Yanez.
—Era necesario intentarlo de golpe y porrazo. Sin ustedes no habríamos estado libres de comenzar las hostilidades.
—¿Con el capitán qué harás? Te pido su libertad, porque nos ha tratado más como huéspedes que como prisioneros.
—No tengo ninguna intención de matarlo. Sería una cobardía asesinarlo. ¿Quién es aquel hombre?
—Un inglés al servicio del rajá, y que antes tomaba parte en la marina india.
—¡Él, inglés, con aquella piel tan bronceada y aquellos ojos! No, lo creo un anglo-indio más bien.
—También a mí me ha venido la sospecha; sea como fuere, se ha comportado hacia nosotros como un verdadero gentilhombre.
—Callado: he aquí el mar.
Se arrimó a los cuatro piratas que lo precedían, entre los que se encontraba Sambigliong y les susurró algunas palabras.
—Está bien —respondió el antiguo maestre de la Marianna—. Yo me ocuparé.
Pocos minutos después llegaban a la playa del mar, allí donde la chalupa se encontraba enarenada. A tres o cuatro cables la barcaza humeaba. El maquinista norteamericano no había perdido su tiempo por lo que parecía.
—Empujen al agua la chalupa —comandó Yanez.
Mientras cuatro hombres cumplían las órdenes, los otros se habían dispuesto alrededor del grupo formado por Tremal-Naik, Darma y el capitán.
Sambigliong es más, se había puesto detrás de este último.
Apenas Yanez vio la chalupa flotar, se arrimó a sir Moreland que estaba cerca de Darma y le tendió la mano, diciéndole:
—Confíe en mí, capitán: conduciré los prisioneros a salvo.
Al mismo tiempo estrechó la mano del anglo-indio con tal fuerza como para hacerle crujir los dedos y paralizarle el brazo.
Mientras lo tenía, impidiéndole de tal modo que desenvainase el sable, Sambigliong aferró por el medio del cuerpo al capitán y con un golpe solo lo derribó.
Sir Moreland había mandado un grito de furor:
—¡Ah! ¡Miserables!
Los piratas se habían precipitado sobre él y en menos de lo que se diga le habían atado las manos detrás de la espalda y lo habían privado del sable y las pistolas que llevaba en el cinturón.
Apenas pudo permanecer de pie, habiéndole dejado las piernas libres, intentó arrojarse sobre Yanez que lo miraba, sonriendo silenciosamente.
—¿Qué significa esta agresión? —gritó, pálido de ira—. ¿Quiénes son ustedes?
Yanez se sacó el casco y saludándolo irónicamente, le respondió:
—Tengo el honor de presentarle los saludos de mi amigo, el Tigre de la Malasia.
—¿Quién es usted?
—Yanez de Gomera, sir Moreland.
La sorpresa fue tal, que el joven capitán fue por algunos instantes incapaz de pronunciar una palabra.
—Yanez —dijo finalmente, mirándolo casi con terror—. ¡Usted es el compañero del Tigre de la Malasia!
—Tengo ese honor —respondió el portugués.
El capitán giró la mirada hacia Darma. La niña no había mandado un grito, ni había hecho un gesto durante aquel imprevisto ataque. Había permanecido inmóvil y silenciosa, a cinco pasos del anglo-indio, aún cuando su palidez traicionara cierta angustia.
—Máteme entonces, si lo osa —dijo volviéndose nuevamente hacia Yanez.
—Nos llaman piratas, pero sabemos ser generosos quizá más que los otros —respondió el portugués—. Si yo hubiese caído en las manos del rajá, a esta hora me habría hecho fusilar; yo, señor, en cambio le perdono la vida.
—Lo que yo habría pedido —dijo Tremal-Naik.
—Y que no hubiese rechazado —añadió Yanez.
—¿Qué quiere hacer de mí, entonces? —preguntó el capitán con los dientes apretados.
—Dejarle libre para volver a Macrae, señor.
—Podría arrepentirse de semejante generosidad, porque mañana le daré caza con mi nave.
—Y encontrará en su camino a un adversario digno de usted —respondió Yanez—. Si quiere esperar a la tripulación de la barcaza, dentro de pocos minutos estará aquí.
—¿Se han rendido aquellos miserables?
—Los hemos sorprendido y no podían medirse con nosotros. Capitán, buenas noches y buena suerte.
—Nos volveremos a ver más pronto de lo que cree.
—Eso esperamos, sir Moreland. ¡Arriba, embarquen!
Tremal-Naik tomó por la mano a Darma, que jamás había abierto la boca y la llevó dulcemente hacia la chalupa haciéndola sentar a popa, luego embarcaron todos los otros, mientras el capitán paseaba nerviosamente en la playa, intentando cortar las cuerdas que le ataban las manos.
La chalupa se hizo en seguida a la mar dirigiéndose hacia la barcaza que humeaba siempre y que tenía en proa el fanal encendido.
Darma, después de haber estrechado melancólicamente la mano al portugués y de haberle agradecido con una sonrisa, se había apoyado con un codo en el banco de popa y tenía la mirada fija sobre la orilla. Incluso el capitán había dejado de pasear. Erguido sobre un médano de arena miraba la chalupa alejarse y quizá no era a la chalupa lo que miraba.
—Pues bien, Tremal-Naik, ¿qué me dices del golpe y porrazo? —preguntó Yanez, riendo.
—Que ustedes son demonios —respondió el indio—. No dudaba que un día u otro habrían venido a salvarnos, pero no tan pronto. ¿Cómo supiste que nos habían conducido a Macrae?
—En Labuan; más tarde te contaré todo lo que ha sucedido después de su rapto. Sabe mientras tanto que tenemos una de las más poderosas naves del mundo y que nos preparamos para hacer la guerra al rajá de Sarawak y a Inglaterra, para vengarnos de habernos expulsado de Mompracem.
—¿Tanto osan?
—Y debo añadir algo más que te asombrará.
—¿Qué?
—Que aquel peregrino que nos dio tanto quehacer era un emisario del hijo de Suyodhana.
—Tú dices...
—Cuando estemos a bordo del Rey del Mar te explicaremos mejor. Querría ahora saber si alguien te dijo alguna vez que Suyodhana tuviese un hijo.
—Nunca le he oído hablar y luego, como jefe de los thugs, no podía casarse. ¿De modo que ha sido él quien nos llevó a la guerra?
—Parece, y apoyado por los ingleses y por el rajá de Sarawak.
—¿Y cómo los ingleses pudieron haber otorgado protección al hijo de un thug para que venga a medirse con nosotros que hemos extirpado a aquella plaga que deshonraba la India?
—Es un misterio que no hemos logrado explicar.
—¿Y dónde se encuentra aquel hombre?
—He aquí otro misterio, mi querido Tremal-Naik. Esperamos encontrarlo en algún lugar y darle el final de su padre. ¡Señor Horward!
La chalupa había llegado junto a la barcaza y el norteamericano había subido prontamente a cubierta.
—¿Todo bien, señor Yanez?
—Mejor no podía ir. ¿Tiene la máxima presión?
—Desde hace una hora.
—¿Y los prisioneros?
—Parecen conejos.
—A bordo, muchachos.
Ayudó a Darma a subir a la barcaza, luego todos se subieron sobre la toldilla.
—Apresurémonos —dijo Yanez.
Hizo desatar uno a uno a los indios que formaban la tripulación de la barcaza, hizo resbalar en los bolsillos del sargento un puñado de libras esterlinas y les hizo descender en la chalupa diciéndoles:
—El capitán Moreland los espera en la playa. Llévenle mis saludos y mi agradecimiento por la bella barca a vapor que me ha regalado. Señor Horward, a todo vapor.
El norteamericano hizo silbar repetidamente la máquina, como un irónico saludo a los indios de la chalupa, y la barcaza, desembarazada del ancla, hiló rápidamente hacia la salida de la bahía.
Yanez, habiendo confiado la caña del timón a Sambigliong, se había colocado en proa junto a Tremal-Naik y escrutaba atentamente la oscuridad para intentar discernir la nave de Sandokan, que debía navegar a no mucha distancia de la costa.
Debiendo no obstante tener los fanales apagados no era cosa fácil descubrirla.
—La habrá llevado más adentro a no ser que haya habido novedades durante mi ausencia —dijo Yanez a Tremal-Naik que lo interrogaba—. Por un prao que venía de Labuan hemos sabido que una escuadrilla de cruceros ingleses ha dejado Victoria para darnos caza.
—¿Sandokan los habrá encontrado?
—Habríamos oído el cañón y luego Sandokan no es hombre de dejarse sorprender, especialmente con la nave que posee. Veo allá abajo escoria encendida alzarse. ¡Es el Rey del Mar! ¡Señor Horward, cargue las válvulas!
La barcaza, que era realmente una buena andadora, avanzaba siempre más rápido sobre el oscuro mar, dejando a popa una estela que de vez en cuando se volvía luminosa por efecto de un principio de fosforescencia.
De pronto una masa enorme, que se deslizaba sobre las aguas con un sordo fragor, apareció delante de la chalupa a vapor bloqueándoles el camino, mientras una voz formidable gritaba:
—¡Apunten la pieza de proa!
—¡Alto! —había comandado prontamente Yanez—. Eh, Sandokan, baja la escala. ¡Somos los tigres de Mompracem que vuelven!
La barcaza, que había aminorado la marcha, abordó la enorme nave junto a la aleta de estribor, bajo la escala que había sido bajada de un golpe solo.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto 20 mi, equivalen a 32,19 km.

Dayak del interior: Se trata del grupo Bidayuh que habita en su mayor parte en Sarawak (Malasia) y poseen su propio idioma. Su nombre significa “habitantes de la tierra”. Durante la colonia inglesa (a partir de James Brooke) se los denominaba “Land Dayak”. Los antropófagos eran los Iban (Sea Dayak o dayak de la costa) y no los Bidayuh como indica el texto.

Cables: 1 cable = 185,2 metros. Por lo tanto, 3 cables equivalen a 555,6 m; 4 cables equivalen a 740,8 m.

“...golpe y porrazo...”: “...colpo di testa...” en el original. En realidad la traducción literal sería “golpe de cabeza” o “cabezazo”, pero no refleja el sentido de la expresión. En italiano por “colpo di testa” se entiende un comportamiento o acción inesperada realizada sin haber evaluado racionalmente las consecuencias. En tanto, según la RAE, la definición de “...de golpe y porrazo...” es “precipitadamente, sin reflexión ni meditación”.

Aleta: “Anca”, en el original, es la parte del costado de un buque comprendida entre la popa y el punto que corresponde a la primera parte de la batería.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario