lunes, 27 de marzo de 2017

XVI. La declaración de guerra


La flotilla del Tigre de la Malasia, a pesar de huir ante el enemigo, se batía furiosamente, respondiendo vigorosamente con las cuatro piezas de caza fijadas sobre la toldilla de la Marianna y las grandes espingardas de los praos.
Se componía de ocho veleros, provistos de velas inmensas y montados por tripulaciones numerosas, pero solo el montado por el Tigre, que era también más grande que el que Yanez había perdido en el Kabatuan, estaba en grado de hacer, al menos por algún tiempo, cabeza a los adversarios. Los otros no eran mas que simples navíos malayos, un poco más grandes que los praos comunes, sin batanga y provistos en cambio de puente y amuras bastante altas para mejor proteger a los fusileros.
La escuadra enemiga, que debía haber echado antes a los tigres de Mompracem de su isla, era mucho más fuerte y estaba también mejor armada, componiéndose de dos pequeños cruceros que batían bandera inglesa, de cuatro cañoneras y de un bergantín de tonelaje casi igual al de la Marianna.
Sin embargo, aquellas diversas naves no osaban abordar los veleros de Sandokan y tenían mucho que hacer para enfrentarse a las formidables descargas de la mosquetería de los piratas, a las piezas de caza y a los tiros de metralla de los praos que barrían, como huracanes mortales, sus puentes.
La aparición imprevista de la magnífica y poderosa nave norteamericana, había interrumpido por un momento la pugna y suspendido el combate, ignorando tanto los perseguidos como los perseguidores a qué nación pertenecía, no habiendo sido izada ninguna bandera sobre el mástil de popa, ni en la galleta del mesana.
Una voz formidable que se alzó del puente de mando de la nave, advirtió a los tigres de Mompracem que tenían un formidable protector.
—¡Viva Sandokan! Hurra por Mompracem.
Luego siguió el comando:
—¡Fuego en andanada sobre los ingleses!
Las siete piezas de babor de la nave norteamericana, todas piezas de gran calibre, y de largo alcance, se inflamaron casi al mismo tiempo, con un fragor espantoso que repercutió hasta en el fondo de la bodega, haciendo temblar incluso los puntales, y aquella tempestad de proyectiles se desplomó encima de uno de los pequeños cruceros desarbolándolo de un golpe solo, destrozándole el flanco de estribor y haciéndole estallar las calderas. Un huracán de fuego y humo irrumpió enseguida de la sala de máquinas, seguido de un fragor formidable que parecía producido por el estallido de las cajas de municiones y de los barriles de pólvora.
La nave, detenida de golpe, se inclinó sobre el flanco herido, mientras la tripulación se arrojaba al agua, aullando.
—Pues bien, señor de Gomera —dijo el norteamericano que estaba cerca, en el puente de mando—. ¿Qué piensa de su artillería?
—Se lo diré más tarde —respondió el portugués—. Arrojémonos entre los praos y las cañoneras y demos batalla. ¡Artilleros! ¡Fuego de estribor! ¡Abajo el bergantín!
Una segunda descarga siguió a aquel comando, mientras los praos de los tigres de Mompracem se reparaban detrás de la nave norteamericana, descargando sus gruesas espingardas.
El bergantín, que se había adelantado para proteger con sus piezas de caza al otro crucero, recibió tal andanada que todas sus amuras se destrozaron, mientras el palo mayor, cortado a dos pies sobre la toldilla, se precipitaba a través de la proa con un horrendo estruendo, desfondando parte del castillo y matando o lisiando a una media docena de gavieros.
Alaridos formidables se alzaron de los puentes de los praos del Tigre de la Malasia, mezclados con poderosas descargas de metralla. Los piratas de Mompracem se tomaban su desquite y merced a la ayuda de aquella nave poderosa, sobre cuyo pico había sido enseguida desplegada la bandera del antiguo corredor de los mares, toda roja con tres cabezas de tigre, infligían a su vez a los asaltantes victoriosos una dura lección.
Las cañoneras, viéndose impotentes de sostener el fuego contra tan terrible adversario, que poseía artillería de una potencia y de un calibre casi desconocido en aquella época, habiendo recogido a prisa los marineros del crucero y arrojado una amarra al bergantín que se encontraba en la imposibilidad de reponer la vela, se batieron rápidamente en retirada en dirección de Mompracem, saludados por una última descarga hecha por las piezas de caza de la Marianna y por las espingardas de los praos.
Mientras tanto, un hombre había descendido sobre la plataforma de la escala de la nave norteamericana, que había sido enseguida bajada y se había lanzado sobre la cubierta cayendo entre los brazos abiertos de Yanez.
Era de estatura más bien alta, estupendamente desarrollado, con una cabeza bellísima, de aspecto orgulloso y enérgico, con la piel bastante bronceada, los ojos negrísimos que parecía tuviesen dentro fuego y la cabellera espesa, ensortijada y negra como el ala de un cuervo, que le caía sobre los hombros. La barba en cambio, aparecía un poco entrecana mientras sobre la frente se dibujaban algunas arrugas que no debían ser precoces.
Vestía a lo oriental, con una casaca de seda azul con bordados de oro y mangas amplias, estrechada a la cintura por una alta faja de seda roja sosteniendo una espléndida cimitarra y dos pistolas de cañones larguísimos y con arabescos y las culatas taraceadas de marfil y de plata; tenía pantalones anchos, altas botas de piel amarilla con punta realzada y sobre la cabeza un pequeño turbante de seda blanca con un penacho sostenido por un diamante grande como una nuez.
Una bellísima niña, que llevaba puesto un traje típico de mujer india, los seguía.
—¡Sandokan! —había exclamado Yanez, estrechándolo al pecho—. ¡Tú, derrotado! ¡Y también tú, mi Surama!
Un destello ardiente relampagueó en la mirada del comandante de la escuadrilla de los veleros, mientras su rostro asumía una terrible expresión de odio y al mismo tiempo de dolor.
—Sí, derrotado por segunda vez y otra vez por el mismo enemigo —dijo luego con voz sorda—. ¡Echado de Mompracem! Por cierto, no la habría dejado para hacerles un favor, Yanez.
—¿Todo perdido?
—Han destruído todo, aquellos perros. Las aldeas están en llamas, la población ha sido masacrada sin perdonar ni a las mujeres, ni a los niños, con la ferocidad bien conocida de los ingleses cuando se sienten más fuertes y se encuentran delante de gente de color. Incluso nuestra casa no subsiste más.
—¿Pero por qué este asalto imprevisto?
Sandokan, en lugar de responder había vuelto la mirada alrededor, mirando la toldilla de la magnífica nave que se cubría de marineros norteamericanos.
—¿Dónde has encontrado este crucero? —preguntó luego—. ¿Qué has hecho en estos días? ¿Y Tremal-Naik? ¿Y Darma? ¿Y la Marianna? ¿Y quiénes son estos hombres blancos que toman parte en la defensa de los tigres de Mompracem?
—Han sucedido cosas gravísimas, hermanito mío, después de mi partida para el Kabatuan —respondió Yanez—. Pero antes de que te relate aquello, dime a dónde te dirigías ahora.
—En tu búsqueda, ante todo, luego en un nuevo asilo. No faltando las islas al norte de Borneo donde poder posarse y prepararse para la venganza —dijo Sandokan—. El Tigre de la Malasia hará oír otra vez su rugido sobre las playas de Labuan e incluso sobre aquellas de Sarawak.
Yanez hizo una seña al capitán que estaba firme a pocos pasos, en espera de recibir las órdenes del nuevo propietario de la nave, luego, después de haberlo presentado a Sandokan, le dijo:
—¿Dónde es que desea desembarcar, capitán?
—Posiblemente en Labuan, donde me será más fácil encontrar embarcaciones para Pontianak y luego tengo dos hombres allá abajo que podrían darle valiosa información, señor de Gomera. Permanecerán a su disposición hasta que los necesite, todo el personal de máquina que ha aceptado su propuesta y dos contramaestres artilleros, a fin de instruir a sus malayos en el servicio de las piezas. Estaría muy contento con permanecer en su compañía y tomar parte de la campaña, que no dudo, iniciarán contra aquellos señores de las banderas rojas en cuartos.
—Avancen lentamente sobre Labuan de modo de poder llegar de noche. Los praos podrán seguirnos sin dificultad, siendo el viento fresco —ordenó Yanez.
Luego, habiendo pasado un brazo bajo el derecho de Sandokan, lo llevó hacia la popa y descendieron ambos en el castillo, seguidos por la joven india.
En aquel momento las cañoneras, el bergantín y el crucero desaparecían entre la niebla del horizonte.
—Cuéntame qué ha sucedido con Mompracem, ante todo —dijo Yanez, mientras destapaba una botella de güisqui y miraba fijo sonriendo a Surama—. ¿Por qué te han caído encima? Kammamuri que había llegado a la granja de Tremal-Naik me había contado que el gobernador de Labuan deseaba tomarte la isla.
—Sí, y con el pretexto de que mi presencia constituía un continuo peligro para aquella colonia e incitaba a los piratas borneanos —respondió Sandokan—. No obstante, no creí que empujase las cosas más allá contra nosotros, que hemos rendido a Inglaterra tan gran servicio desembarazando a la India de la secta de los thugs. Sin embargo, hace cuatro días un mensajero inglés me trajo la orden de despejar la isla dentro de cuarenta y ocho horas, bajo la amenaza de echarnos por la fuerza. Escribí entonces al gobernador que la isla por más de veinte años había sido ocupada por mí y que por derecho me pertenecía y que el Tigre de la Malasia era tal hombre de defenderla por largo tiempo; cuando he aquí que ayer a la noche, sin ninguna declaración de guerra, me veo caer encima la escuadra que tú has tratado tan bien, mientras otra, compuesta por pequeños veleros, desembarcaba en la orilla occidental cuatro compañías de cipayos con cuatro baterías de artillería.
—¡Canallas! —exclamó Yanez, indignado—. ¡Nos han considerado como si fuésemos otra vez piratas!
—Peor, como antropófagos —dijo Sandokan, con voz temblorosa—. A medianoche las aldeas sorprendidas estaban en llamas y sus habitantes masacrados con inaudita ferocidad, mientras la escuadra abría un fuego terrible contra nuestras trincheras de la pequeña bahía, destruyéndome buena parte de los praos. Aún cuando tomado entre dos fuegos, entre las piezas de las naves y las baterías de los cipayos, he resistido desesperadamente hasta el alba, rechazando más de catorce ataques; luego, cuando vi que toda resistencia era inútil, me he embarcado con los restos de mis bandas y a golpes de cañón me he abierto paso entre los cruceros y las cañoneras, logrando huir a tiempo.
—¿Y ahora que vas a hacer?
El Tigre de la Malasia alzó la mano derecha agitándola como si empuñase algún arma y se preparase a dar un golpe mortal, luego, contrayendo los labios como la bestia de la que llevaba el nombre, dijo con un estallido de ira espantoso:
—¿Qué pienso hacer? Como hace veinte años he hecho temblar Labuan, volveré a esparcir el terror sobre todas sus costas. Declaro la guerra a Inglaterra y a Sarawak juntas.
—¿O al hijo de Suyodhana?
Sandokan había dado un sobresalto.
—¿Qué has dicho, Yanez? —gritó, mirándolo con profunda sorpresa.
—Que el hombre que ha levantado a los dayak del Kabatuan, que ha hecho mover al gobernador de Labuan y al de Sarawak para echarnos de Mompracem es el hijo del Tigre de la India que tú has matado en Delhi.
Sandokan había permanecido mudo: parecía que aquella inesperada revelación lo hubiese fulminado.
—¡Tenía un hijo, el jefe de los estranguladores indios! —exclamó finalmente.
—Y muy hábil y muy resuelto y decidido a vengar la muerte de su padre —añadió Yanez—. Nosotros hemos perdido ya nuestra isla, todas las granjas de Tremal-Naik han sido destruidas y aquel querido amigo y Darma se encuentran en su mano.
—¡Te los han raptado! —gritó Sandokan.
—Después de un combate terrible que habría terminado con la muerte de todos, sin el arribo providencial de esta nave.
Sandokan se había puesto a girar por el salón con los saltos de una bestia encerrada en una jaula, la frente borrascosamente fruncida y las manos arrugadas sobre el pecho.
—Cuéntame todo —dijo de pronto, deteniéndose delante del portugués y vaciando de un trago solo un jarro de güisqui.
Yanez, lo más brevemente que pudo, le relató las diversas aventuras que le tocaron después de la partida de Mompracem y que nosotros ya conocemos.
Sandokan lo había escuchado en silencio, sin interrumpirlo.
—¡Ah! ¿Esta nave es nuestra? —dijo cuando Yanez hubo terminado—. ¡Está bien, le haremos guerra a Inglaterra, a Sarawak, al hijo de Suyodhana, a todos!
—¿Y con nuestros praos qué harás? No podrían seguir a esta nave que hila como un pez vela. ¿Quieres hundirlos?
—Los mandaremos a la Bahía Ambong. Allí tenemos amigos y tomarán en consigna nuestros veleros hasta nuestro regreso, manteniendo una tripulación solo sobre la Marianna.
—¿Quién nos seguirá?
—Podríamos tener necesidad de ellos más tarde.
Dejaron el castillo y subieron a cubierta, donde Kammamuri, el valiente maratí, y Sambigliong los esperaban.
La nave hilaba a pequeño vapor hacia oriente, seguida a breve distancia por la Marianna de Sandokan y por los dos praos que tenían el viento a favor.
A lo lejos se perfilaban débilmente las alturas de Labuan, doradas por los últimos rayos del sol, próximo ya al ocaso.
A las nueve de la noche el crucero se detenía a media milla de la playa, de frente al lugar donde habían desembarcado a los dos marineros pudiendo darse que la señal fuese hecha aquella misma noche.
Ninguno había encendido los fanales, ni siquiera la poderosa nave a fin de no atraer la atención de las cañoneras inglesas de guardia en la isla.
Habían transcurrido cuatro horas, cuando un cohete verde, se alzó sobre la cima de una escollera. Yanez, Sandokan, el norteamericano y la joven india que estaban charlando en el puente de mando, sentados en mecedoras, se habían bruscamente alzado.
—¡La señal de mis hombres! —había exclamado el yankee—. Sabía que aquellos dos eran astutos y que no habrían perdido su tiempo en las tabernas de Victoria.
A un comando suyo un marinero lanzó un cohete rojo al cual los dos norteamericanos respondieron enseguida con otro de igual color.
Poco después una sutil línea oscura se separaba de la escollera, dejando detrás una estela fosforescente. El mar, saturado de noctilucas, brillaba bajo los golpes de los remos como si chorros de azufre fundido corrieran bajo la chalupa.
Yanez había hecho bajar la escala.
Diez minutos después la embarcación abordaba la gran nave y los dos norteamericanos subían apresuradamente.
—¿Entonces? —preguntaron a una voz Yanez y el comandante, con ansiedad.
—Lo hemos conseguido más allá de nuestras esperanzas, señores —respondió uno de los dos.
—Apresúrate y explícate, Tom —dijo el yankee—. ¿Sabes dónde han sido conducidas aquellas personas?
—Sí, capitán. Lo he sabido por un compatriota nuestro que montaba aquella chalupa a vapor de la cual le ha hablado el señor —dijo, indicando a Yanez.
—¿Se ha detenido en Labuan aquella chalupa? —preguntó el portugués.
—Solo pocos minutos para renovar la provisión de carbón y para desembarcar a nuestro compatriota a quien una bala le había destrozado el brazo —respondió el marinero—. Me dijo aquel hombre que a bordo había un indio, una niña y cinco malayos.
—¿Y a dónde los han conducido?
—A Rajang, en el fortín de Macrae.
—¡En el sultanato de Sarawak! —exclamó Sandokan—. ¿Entonces ha sido aquel rajá el que los ha hecho raptar?
—No, señor. Nuestro compatriota nos ha dicho que ha sido un hombre que se hace llamar el Rey del Mar pero que parece que tiene el apoyo, más o menos oculto, del gobernador de Labuan y del rajá.
—¿No sabe quién es ese? —preguntó Yanez.
—Él mismo lo ignora, no habiéndolo visto jamás. Pero sin embargo ha asegurado que aquel hombre es poderoso y que es amigo del rajá —dijo el marinero.
Se volvió hacia el comandante norteamericano:
—¿Quiere desembarcar aquí? —le preguntó.
—Preferiría más bien aquí que en otra costa.
—¿No tendría molestias por parte de los ingleses, después de lo que ha hecho?
—Nadie me conoce, señor, y luego soy súbdito norteamericano y los ingleses no osarán molestarme. Por otra parte, inventaré un cuento cualquiera para explicar mi presencia sobre las costas de Labuan: un naufragio, por ejemplo, sucedido mar adentro, la captura de mi nave por parte de los piratas borneanos o alguna otra cosa. No se moleste por mí.
—¿Le podría encargar depositar una carta en la oficina postal de Victoria para el gobernador de Labuan?
—Figúrese si le negaría tal favor, señor.
—Le advierto que se trata de una declaración de guerra.
—Me lo había imaginado —respondió el norteamericano—. Me cuidaré de no advertir al gobernador que yo la he echado al buzón.
—Yanez —dijo Sandokan, volviéndose al amigo—, retira de mi caja, que se encuentra en mi camarote de la Marianna, mil libras esterlinas que regalarás a la tripulación norteamericana y haz preparar las chalupas a fin de que desembarquen. Desciendo un momento al castillo para escribir la carta para el gobernador.
Cuando volvió sobre el puente, la tripulación norteamericana que debía dejar la nave, excluido el personal de máquina y los dos contramaestres artilleros que habían ya firmado el reclutamiento, lo saludó con un formidable:
—¡Hurra al Tigre de la Malasia! ¡Hurra! ¡Hip! ¡Hip! ¡Hip!
Sandokan reclamó con un gesto un breve silencio, luego de haber hecho subir a bordo de la nave a los comandantes de los praos y a la mayor parte de sus cachorros, leyó en voz alta:
Nosotros Sandokan, apodado Tigre de la Malasia, ex príncipe de Kinabalu y Yanez de Gomera legítimos propietarios de la isla de Mompracem, notificamos al señor gobernador de Labuan que desde hoy le declaramos la guerra a Inglaterra, al rajá de Sarawak y al hombre que por ellos es protegido.

De a bordo del Rey del Mar, 24 de mayo de 1868.
Sandokan y Yanez de Gomera.
Un alarido terrible, salvaje, se desencadenó como un huracán en los pechos de los terribles tigres de Mompracem.
—¡Viva la guerra! ¡Muerte y exterminio a los casacas rojas!
—Señor —dijo el comandante norteamericano, tendiendo a Sandokan la mano derecha—, le auguro de dar a aquel prepotente de John Bull una dura lección. Del poder de la nave que le he vendido, respondo plenamente y ninguna otra que se encuentre en estos mares podrá hacerle frente. No obstante, antes de dejarlos le quiero hacer una solicitud y darle un consejo.
—Hable —dijo Sandokan.
—La nave no posee más que ciento cincuenta toneladas de carbón, provisión que, aunque economizada, no podrá durarle más de un mes. Sírvase lo más que pueda de las velas, porque después de su declaración de guerra, tendrá cerrados los puertos holandeses y del Sultanato de Brunéi que se mantendrán indudablemente neutrales y que se rehusarán a proveerlo.
—Ya había pensado en esto —respondió Sandokan.
—Mande, por consiguiente, antes de que la guerra estalle, a su Marianna a cargar carbón a Brunéi y dele una cita en algún punto de la bahía de Sarawak a fin de que su nave no se quede sin combustible en lo mejor de la batalla. El carbón para ustedes no será menos valioso que la pólvora, recuérdelo.
—En caso de necesidad iré a saquear los depósitos que los ingleses tienen en ciertas islas para el abastecimiento de sus escuadras —respondió Sandokan.
—Y ahora, señores, buena suerte —dijo el norteamericano, estrechando enérgicamente las manos a los dos antiguos piratas de Mompracem.
Puso la carta en el portafolios y descendió la escala.
Su tripulación había ya tomado puesto en las embarcaciones que estaban guiadas por numerosos piratas.
La escuadrilla se hizo enseguida a la mar, después de otro ensordecedor hurra.
Media hora después, las embarcaciones, habiendo desembarcado la tripulación norteamericana en la playa de Labuan, regresaron.
La Marianna y los praos habían soltado las velas, listos para zarpar para el norte y alcanzar el puerto amigo de Ambong, con tripulaciones reducidas, habiendo, la mayor parte de sus marineros, pasado al crucero.
—Y ahora —dijo Sandokan, cuando hubo dado las últimas órdenes a los comandantes de los leños y estos se pusieron en marcha—, vamos a liberar a Tremal-Naik y a derribar el poder del rajá de Sarawak, a sus aliados y protectores.
Un momento después, el Rey del Mar, como había sido bautizada la poderosa nave norteamericana, se lanzaba a todo vapor hacia el sur, para alcanzar la bahía de Sarawak.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Cuando Sandokan cuenta que le escribió al gobernador de Labuan, en el original dice que hace 20 años que está en la isla. Sin embargo, llevaba más de 20, por lo que ajusté la traducción.

En el capítulo XV, en el texto original, Yanez les dice a los marineros norteamericanos desembarcados en Labuan que él va a lanzar un cohete verde para indicar su posición. Sin embargo, en este capítulo, los que lanzan el cohete verde son los marineros, al que Yanez responde con uno rojo. De ahí el cambio en la traducción, ya comentado.

Qué casualidad que en otro 24 de mayo, pero de 1915, Italia le declara la guerra al Imperio Austrohúngaro en el contexto de la Primera Guerra Mundial.

Con este capítulo termina la primera parte de esta novela, espero que la hayan disfrutado.

Bergantín: Buque de dos palos y vela cuadrada o redonda.

Galleta: “Pomo” en el original, es un disco de bordes redondeados en que rematan los palos y las astas de banderas. En italiano también se lo conoce como “formaggetta”, que es el diminutivo de “queso”.

Mesana: “Mezzana” en el original, es el mástil que está más a popa en el buque de tres palos.

Pies: 1 pie = 0,3048 m. Por lo tanto, 2 pie equivalen a 0,61 m.

Escuadrilla: Escuadra compuesta de buques de pequeño porte.

Contramaestres: “Quartiermastri” en el original, para la Marina Real es el marinero cuya función es la de timonel, o sea, la persona que gobierna el timón de la nave. En puerto es responsable de la seguridad.

Cipayos: “Sipai” en el original, es el soldado indio de los siglos XVIII y XIX al servicio de Francia, Portugal y Gran Bretaña.

Pez vela: “Pesce veliero” en el original, son dos especies de la familia de Istiophoridae que habitan en el océano Atlántico, golfo de México, océano Pacífico y océano Índico. Poseen una aleta dorsal en forma de vela, llegan a medir 3 metros de largo y a pesar más de 100 kg. Llegan a superar los 100 km/h.

Bahía Ambong: Bahía del noroeste Sabah, Borneo, en el distrito de Tuaran.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 0,5 mi equivalen a 0,80 km;

Victoria: Es la actual capital del Territorio Federal de Labuan, Malasia. Está situada al norte de la costa de Borneo.

Noctilucas: Protozoo flagelado, marino, de cuerpo voluminoso y esférico y con un solo flagelo, cuyo citoplasma contiene numerosas gotitas de grasa que al oxidarse producen fosforescencia. A la presencia de este flagelado se debe frecuentemente la luminosidad que se observa en las aguas del mar durante la noche.

Rajang: “Redjang” en el original, es un pequeño poblado que está sobre el margen del río del mismo nombre en el reino de Sarawak, frente a la ciudad de Kuching.

Fortín de Macrae: “Fortino di Sambulu” en el original, lo cambié por “Macrae” para darle consistencia a la historia, porque a partir del siguiente capítulo siempre lo nombran de esta manera. No encontré referencia a ninguno de los dos supuestos fortines.

Kinabalu: “Kini-Ballon” en el original, se trata de la actual ciudad Kota Kinabalu, capital del estado de Sabah, Malasia. Está ubicada en la costa noroeste de Borneo, frente al mar del Sur de China. El Monte Kinabalu, al este de la ciudad, le dio su nombre.

John Bull: Es la personificación nacional del Reino Unido y, en particular, de Inglaterra, especialmente en el humor gráfico político. Habitualmente, se representa como un hombre de mediana edad, rechoncho y vestido con atuendo propio de la clase media en el período georgiano británico.

Sultanato de Brunéi: “Sultanato del Borneo” en el original. Fue un sultanato malayo, centrado en Brunéi en la costa del norte de la isla de Borneo en el sureste de Asia. El reino fue fundado en a principios del siglo VII, y empezó siendo un pequeño reino marítimo y comercial gobernado por un rey nativo hindú o pagano. Los reyes de Brunéi se convirtieron al islam alrededor del siglo XV, después del cual se extendieron por áreas costeras del noroeste de Borneo y del sur de Filipinas, antes de su declive en el siglo XVII.

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