miércoles, 15 de marzo de 2017

XV. ¡Fuego en andanada!


El indio no había opuesto la mínima resistencia, es más, la sonrisa irónica que le rozaba los labios no había siquiera desaparecido. Parecía que aquel hombre estuviese absolutamente seguro de sí y que ni siquiera la perspectiva, no por cierto agradable, de tener que soportar la tortura, había sacudido su fuerte ánimo de sectario fanático.
Cuando se encontró sobre la toldilla, extendido sobre una mesa y sólidamente atado en modo de impedirle hacer el mínimo movimiento, incluso entonces su seriedad no fue menos.
Miró con ojos tranquilos a los marineros que habían formado un círculo alrededor de él, luego al capitán y a Yanez, diciendo a éste último con su usual acento burlón:
—¿Y ahora me arrojarán a los peces?
—Tenemos algo mejor, señor estrangulador —dijo el norteamericano—. ¿Le duele la herida?
El estrangulador alzó los hombros con desprecio.
—No le doy ninguna importancia a aquel rasguño —dijo con voz cortada—. ¿Me toma por un niño?
—Mejor así. Traigan un par de cubos y el embudo.
Tres marineros volvieron, trayendo cuanto había sido pedido. El embudo era aquel que usaba el pañolero para llenar los toneles, un utensilio macizo de boca bastante ancha para tapar completamente la boca del indio.
—¿Quiere confesar? —preguntó por última vez el norteamericano—. Me ahorrará una tortura inútil, porque no podrá resistir.
—No —respondió secamente el estrangulador.
—¿Ni siquiera si te prometiese un día la libertad? —preguntó Yanez, a quien le repugnaba recurrir a los medios extremos.
—Aquel día yo no estaría más vivo.
—Actúe —dijo el norteamericano.
Todos se habían estrechado alrededor de la mesa. Solo el timonel había permanecido detrás de la rueda y los fogoneros delante de los hornos.
Dos marineros introdujeron en la boca del indio la extremidad del embudo, teniéndolo bien firme, mientras un tercero le vertía lentamente el agua contenida en el cubo.
El estrangulador, obligado a beber para no morir sofocado, había intentado con un esfuerzo desesperado, romper las ataduras para alejar el embudo. Había enseguida comprendido que no habría podido resistir largo tiempo a aquella tortura que hasta entonces jamás había conocido.
Sin embargo, decidido a resistir hasta lo último, incluso a morir, no hizo ningún acto que pudiese hacer suponer al norteamericano y al portugués que estaba dispuesto a confesar.
El líquido continuaba fluyendo al estómago y su vientre se hinchaba a golpe de vista. Sus facciones demostraban una congoja extrema, los ojos parecían que quisieran salírsele de las órbitas y respiraba afanosamente por la nariz, con un estertor siniestro, lúgubre.
—¿Confesará? —le preguntó el norteamericano que asistía, frío, impasible, a aquella escena, haciendo señas al marinero que tenía el cubo de detenerse.
El thug hizo con la cabeza un feroz gesto de negación y sus dientes chirriaron sobre el tubo de hierro del embudo.
Otro par de litros de agua fluyeron por el tubo. El martirizado, con el rostro congestionado, los ojos ya espantosamente exorbitados, el estómago enormemente dilatado, dio de pronto un brusco sobresalto.
Era su rendición.
—Basta —había dicho Yanez, con náuseas—. Basta.
El embudo fue retirado. El thug aspiró largo el aire, luego con voz estertórea murmuró:
—¡Asesinos!
—¡Oh! No morirá por un poco de agua —dijo el norteamericano—. No se puede resistir, esto es verdad, pero no se corre ningún peligro si no se continúa. ¿Hablará?
El indio estuvo un momento silencioso, luego viendo al norteamericano hacer señas a los marineros de recomenzar, una horrible expresión de espanto se difundió en su rostro.
—No... no... más —balbuceó.
—¿Quién es el hombre que te ha mandado aquí? Habla o recomenzamos —dijo Yanez.
—Sindhya —respondió el indio.
—¿Quién es ese? ¿Y tú, sobre todo, quién eres verdaderamente?
—Soy... soy... el preceptor... de Sindhya... lo he criado... yo... yo... el amigo... fiel... de Suyodhana...
—¿Y ese Sindhya? —insistió Yanez que veía al indio girar los ojos y respirar siempre más afanosamente.
—Habla o volvemos al agua —dijo el norteamericano.
—Es... es... el hijo... de... Suyodhana —barboteó el estrangulador.
Un grito de estupor había escapado de los labios de Yanez, Kammamuri y Sambigliong. ¡Suyodhana había dejado un hijo! ¿Era posible? ¿El jefe de los sectarios, que menos que los otros habría podido amar a una mujer, él que encarnaba sobre la Tierra a la Trimurti de la religión hindú, como un día la pequeña Darma había encarnado a Kali, la sanguinaria divinidad, había tenido su romance, como un mortal cualquiera?
Yanez se había inclinado sobre el indio, para pedirle mayores explicaciones y se dio cuenta de que el pobre hombre había perdido el conocimiento.
—¿Muere? —preguntó, volviéndose al norteamericano—. No ha confesado todo y es necesario saber a dónde se encuentra el hijo del terrible estrangulador y a dónde han conducido a Tremal-Naik y a Darma.
—Déjelo digerir tranquilamente el agua —respondió el yankee—. Esta tortura no mata, si es suspendida a tiempo y mañana este hombre estará tan bien como ustedes y yo. Hagámoslo devolver al camarote y dejemos que duerma.
—Está desvanecido.
—Se encargará el médico de abordo hacerlo volver en sí. No tema, señor de Gomera. Esta noche o mañana, sabremos todo lo que desean saber.
Hizo una seña a los dos marineros y estos levantaron al indio, que no daba más signos de vida y lo llevaron al entrepuente.
—Pues bien, señor de Gomera —dijo el norteamericano, volviéndose a Yanez que parecía bastante preocupado y pensativo—. Parece que no está demasiado contento con las novedades que ha aprendido. ¿Es un hombre peligroso, el hijo del jefe de los estranguladores?
—Puede volverse —respondió Yanez—, no sabiendo ni dónde se encuentra, ni quién sea, ni de cuáles medios disponga. La guerra sorda pero implacable, que nos hizo hasta ahora, demuestra que aquel Sindhya debe poseer la energía y la ferocidad del padre. Es necesario que sepa dónde se esconde.
—¿No estaba entonces entre los dayak que los han asaltado?
—No me parece. No estaba mas que aquel peregrino a la cabeza de la insurrección, de esto estamos seguros. Si hubiese estado algún otro indio a esta hora lo habríamos sabido.
—¿Será realmente poderoso aquel Sindhya?
—Los hechos lo demuestran. Ha sido él el que armó a los dayak, el que instigó a los ingleses y quizá incluso al sobrino de James Brooke. Estoy seguro de que debe disponer de riquezas incalculables.
—Y el oro es el nervio de la guerra —dijo el norteamericano.
—Y debe haber armado algunas naves también.
—Que la suya hundirá sin esfuerzo, señor de Gomera. Nadie podrá desafiar impunemente su artillería que es la más moderna y la más formidable que hasta ahora conozca y que incluso la marina de mi país está adoptando. ¡Qué pecado no poderle hacer compañía!
—Señor Yanez —dijo en aquel momento Kammamuri, que hasta entonces había permanecido en silencio y no menos pensativo que el portugués—, ¿qué me dice de esta inesperada revelación?
—Que jamás habría supuesto que íbamos encontrarnos otra vez frente a los thugs indios. Tú que has sido su prisionero algún tiempo, ¿nunca has oído decir que Suyodhana tuviese un hijo?
—No, señor Yanez, y luego si los thugs lo hubiesen sabido, su jefe habría perdido su influencia. Él debe haberlo hecho criar muy lejos de los Sundarbans, a desconocimiento de todos, para ocultar su propia culpa. Un jefe como él no pudo amar a una mortal: su corazón no debía latir mas que por la sanguinaria diosa y por ninguna otra mujer.
—¿Crees que la comunidad de los thugs fuese muy rica?
—Me fue dicho que podía disponer de tesoros fabulosos y que solo Suyodhana sabía dónde estaban colocados.
—Destruidos los sectarios, seguramente las riquezas habrán sido recogidas por Sindhya.
—Es probable, señor Yanez —respondió el maratí.
—¡Y ahora viene a desafiarnos para vengar a su padre! —dijo el portugués, como hablando para sí—. Como el Tigre de la Malasia ha vencido y matado al Tigre de la India abatirá también a su cachorro.
—Me sorprende no obstante —dijo el norteamericano— como él, hijo de un estrangulador, ha logrado procurarse el apoyo de los ingleses, si es verdad cuanto ustedes saben.
—¿Sabe usted bajo qué nombre o qué título se esconde? —preguntó Yanez—. No habrá sido tan tonto como para decir al gobernador de Labuan que es un secuaz de Kali. Necesito saber dónde se encuentra y su preceptor me lo dirá, aunque deba torturarlo hasta que muera.
—Bastará amenazarlo con una nueva bebida —dijo el norteamericano—. No resistirá, lo verá y lo soltará todo. Señor de Gomera, vaya a descansar un poco. Debería estar bastante cansado, después de tantas emociones. Sus marineros duermen ya como lirones.
El portugués, que por dos noches no cerraba los ojos, siguió el consejo del norteamericano y descendió al castillo de popa con Kammamuri, arrojándose vestido como estaba en un catre.
Mientras tanto, la nave continuaba su rumbo hacia el sudoeste, manteniéndose a una docena de millas de la costa. Devoraba sus quince nudos, velocidad absolutamente extraordinaria en aquella época, en la cual los mejores piróscafos, sin excluir a los cruceros, no lograban normalmente recorrer más de doce.
Mar adentro no aparecía ninguna nave; hacia la costa, bastante sinuosa y mellada por minúsculas bahías, navegaban lentamente algunos praos montados probablemente por pescadores, siendo las aguas que bañan aquella gran isla riquísimas en peces.
Al mediodía el Nebraska —tal era el nombre del magnífico vapor— avistaba ya la isla de Tiga y apuntaba directamente hacia el cabo Nosong, que forma la extremidad de una vasta isla separada de tierra firme por un estrecho canal que desemboca en la vasta bahía de Brunéi.
A las cuatro, Labuan, la colonia inglesa, a la cual Sandokan por tantos años había dado quehacer, amenazando con el exterminio de sus primeros colonos, estaba a la vista hacia el sur. Casi en el mismo instante la voz del norteamericano despertaba bruscamente a Yanez.
—¡En pie, señor de Gomera! —había gritado el comandante.
Había en la voz un cierto tono, que hizo brincar enseguida en pie al portugués. Incluso el rostro del norteamericano estaba bastante oscuro.
—¿Tiene alguna mala nueva que comunicarme? Me parece turbado, señor Brien.
—¡By God! —blasfemó el yankee rascándose rabiosamente la cabeza—. No me lo esperaba, señor Yanez.
—En fin, ¿qué hay de nuevo?
—Hay... hay... que aquel maldito indio se ha ido al otro mundo sin completar sus confesiones.
—¡Muerto!
—Tenía algún terrible veneno escondido en un anillo. ¿Recuerda que tenía uno en el dedo medio, con un gran corindón?
—Sí, me parece haberlo visto.
—He encontrado el corindón levantado y debajo de él un pequeño espacio vacío que debía contener algún grano de quién sabe qué sustancia tóxica y ha quedado fulminado ante los ojos del marinero de guardia —dijo el norteamericano.
Yanez había hecho un gesto de cólera.
—¡Muerto, llevando a la tumba el secreto que más me oprimía! —exclamó con los dientes apretados—. ¿Cómo haremos para saber dónde aquella chalupa a vapor ha conducido a Tremal-Naik, Darma y a mis hombres? ¡Maldición! La estrella que por tantos años nos ha protegido, comienza a ofuscarse. ¿Será el principio del fin?
—No se desanime, señor Yanez —dijo el norteamericano—. No los habrán aún comido a sus amigos. Si no los han matado enseguida, quiere decir que los raptores habían recibido la orden de trasladarlos a algún lugar.
—¿Y a dónde?
—He aquí el punto oscuro, por ahora.
Yanez, que en aquella desgraciada expedición varias veces había perdido la calma, se había puesto a pasear por el camarote presa de una vivísima agitación.
¿Qué hacer? ¿Qué resolver? ¿Dónde dirigir las búsquedas? Eran los pensamientos que turbaban su mente.
—¿Dónde nos encontramos ahora, señor Brien? —preguntó de pronto deteniéndose delante del norteamericano.
—A la vista de las costas de Labuan, señor de Gomera.
—¿Cuándo podremos llegar a Mompracem?
—Entre las diez y las once de la noche.
—Haga meter al agua una chalupa con víveres y armas para dos hombres y que arribe en Labuan.
—¿Qué quiere intentar, señor de Gomera?
—Me ha venido una sospecha.
—¿Y cuál?
—La chalupa a vapor se ha dirigido hacia el sur, sin entrar en la bahía de Kabatuan, que mis praos habían ya sobrepasado.
—¿De modo que usted cree?
—Que han conducido a Tremal-Naik, a Darma y a mis hombres a Labuan.
—¿Y querría desembarcar a un par de sus malayos a fin de que vayan a informarse?
—Y recogerlos más tarde.
—Dos hombres blancos tendrían mayores probabilidades y hay a bordo de aquellos que tienen agallas. Basta pagarles.
—Tendrán lo que pidan.
—Sígame, señor Yanez.
Cuando subieron a cubierta, las playas de Labuan eran perfectamente visibles, no distando más que una docena de millas.
El norteamericano hizo armar una chalupa, llamó a dos marineros, dos californianos altos como granaderos y les informó del deseo expresado por el portugués.
—Y ofrezco cien libras esterlinas a cada uno si consiguen darme noticias de mis amigos —añadió Yanez.
—Iremos incluso al infierno —respondió uno de los dos marineros.
—A capturar a Belcebú, si lo quisiera, señor comandante —dijo el otro.
—Dentro de dos días a más tardar vendré a recogerlos.
—¿De noche? —preguntó Bob.
—Sí, y señalarán su presencia con un cohete verde.
—Que el diablo nos lleve si no lo logramos, señor comandante —respondió el primero.
La chalupa estaba lista. Los dos californianos descendieron y enseguida se hicieron a la mar arrancando hacia la isla, mientras el Nebraska reanudaba apresuradamente su rumbo, dirigiéndose hacia el poniente.
Un poco más tarde el estrangulador, después de que el médico había constatado estar verdaderamente muerto, era arrojado al mar encerrado dentro de una hamaca y con una bala de cañón a los pies, a fin de sustraerlo a la voracidad de los tiburones, que se mantienen generalmente al ras del agua.
A las ocho de la noche el Nebraska, que no había aminorado la velocidad, se encontraba ya a medio camino entre Labuan y Mompracem. El mar estaba siempre desierto y la luna surgía lentamente en el horizonte, reflejándose en él.
Una calma absoluta reinaba alrededor de la nave. Ninguna ondulación encrespaba la superficie que parecía de aceite.
Yanez, Kammamuri y Sambigliong, desde el castillo de proa, espiaban ansiosamente el horizonte, impacientes por avistar la alta peña sobre la que se elevaba la morada del Tigre de la Malasia, mientras el norteamericano, que había retomado momentáneamente el comando de la poderosa nave, paseaba sobre el puente de mando.
—¡Qué sorpresa para Sandokan viéndonos llegar con semejante refuerzo! —dijo Sambigliong—. Hemos perdido la Marianna y regresamos con una nave que vale por veinte.
—Que les causará problemas a Sindhya y a sus aliados, si verdaderamente los tiene —respondió Yanez.
—¿Los ingleses se habrán contentado con una simple amenaza, capitán?
—Es bastante lo que nos han hecho comprender de irnos lejos de Mompracem.
—Y la última amenaza era grave, señor Yanez —dijo Kammamuri—. Jamás había visto a Sandokan tan preocupado hasta entonces.
—¿Se preparaba para la resistencia?
—Sí, señor Yanez.
De pronto el portugués palideció.
—¿Si llegásemos demasiado tarde? —preguntó con ansiedad—. No es posible que hayan podido vencer en tan breve tiempo a Sandokan. Tiene hombres de hierro y naves y cañones y baterías formidables. Las solas fuerzas de Labuan no serían suficientes para tal empresa. Dentro de una hora sabremos qué ha sucedido.
Se había puesto, como era su costumbre, cuando un pensamiento lo atormentaba, a pasear por el castillo, con las manos hundidas en los bolsillos y el cigarrillo apagado entre los labios.
Pasaron quince o veinte minutos. Sólo dieciocho o veinte millas separaban al Nebraska de Mompracem.
De pronto, hacia el poniente, se oyó un estruendo lejano, que se propagó sobre el mar retumbando siniestramente.
Yanez había interrumpido bruscamente su paseo, mientras el norteamericano descendía precipitadamente del puente de mando.
—¡Un tiro de cañón! —había exclamado Yanez.
—Y viene de Mompracem, señor de Gomera —dijo el norteamericano, subiendo al castillo—. El viento nos sopla de frente.
—¿Los ingleses habrán asaltado la isla?
—Pero estamos nosotros y les mostraremos el poder de nuestra artillería. ¡Hombres de máquina! A marcha forzada y carguen las válvulas lo más que puedan. ¡Hombres de las piezas! ¡A sus puestos!
Una segunda detonación retumbó en aquel momento, más clara que la primera, seguida poco después por una serie ininterrumpida de disparos más o menos sonoros.
No se podían engañar. En el horizonte, en la dirección de Mompracem, se combatía una áspera batalla.
Yanez y el norteamericano se habían lanzado al puente de mando, mientras los artilleros cargaban apresuradamente las piezas de la cubierta y de las baterías y se redoblaba el personal de máquina.
—¿Estamos listos? —preguntó Brien al oficial de guardia que había inspeccionado rápidamente todas las piezas.
—Sí, comandante.
—Doble reserva al timón y a cubierta la guardia de franco.
Las detonaciones continuaban con un fragor creciente. Se oían aquellas secas de las pequeñas piezas y aquellas poderosas y más prolongadas de la artillería de gran calibre.
Yanez, un poco pálido por la emoción, pero calmo, había apuntado un catalejo hacia poniente, mientras la nave corría como una golondrina de mar, dejando detrás una interminable estela espumosa.
—¡Humo al horizonte! —gritó de pronto el portugués—. Hay naves a vapor allí abajo. Son naves inglesas, no tengo dudas. ¡Pronto! ¡Pronto!
—Corremos el peligro de saltar por el aire, señor de Gomera. No podemos forzar más las calderas.
Un humo blanquecino, que la luz lunar mostraba perfectamente, se alzaba hacia Mompracem. Los tiros se reiteraban. Se combatía furiosamente en aquella dirección.
Luego comenzaron a divisarse los destellos de las artillerías. Se inflamaban en una vasta zona, como si un gran número de naves combatiese.
—¡Nuestros praos! —aulló de imprevisto Yanez, separando el ojo del catalejo—. El Tigre de la Malasia se aleja hacia el norte. ¡Malditos! ¡Una vez más los ingleses nos han vencido!
El norteamericano le había arrebatado de la mano el catalejo.
—Sí, los praos —dijo luego— y cañoneados por cañoneras. Navegan al norte.
—¡Cañoneros! —gritó Yanez— ¡Listos para fuego en andanada! ¡Masacren aquellas naves!
El Nebraska avanzaba rápido, a modo de interponerse entre los veleros que huían siempre disparando, con la Marianna de Sandokan a la cola que se inflamaba como un volcán y las pequeñas naves a vapor que los perseguían con descargas formidables.
—Henos aquí en pleno baile —dijo el norteamericano—. ¡Jóvenes! ¡Fuego en andanada!

NOTAS AL PIE DE PÁGINA DE SALGARI

“...mientras un tercero le vertía lentamente el agua contenida en el cubo”: Esta tortura crudelísima, fue largamente utilizada por los soldados norteamericanos del general Smith contra los insurrectos de las Islas Filipinas.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

La terrible tortura aplicada al peregrino está ampliamente documentada a lo largo de la historia. El límite humano son 7 litros de agua por día, a razón de 1,5 litros por hora como máximo. Superado este límite se corre el riesgo de morir por hiperhidratación.

Cuando Yanez les dice a los dos marineros que señalen su presencia con un cohete verde, en el texto original, es él quien dice que lo va a hacer. Sin embargo, en el próximo capítulo, son los marineros los que hacen primero la seña. De ahí el ajuste en la traducción para darle coherencia.

Pañolero: “Cambusino” en el original, marinero encargado de uno o más pañoles.

Trimurti: Término sánscrito (“tres formas”) que hace referencia a los tres dioses principales de la mitología hindú: Brahma, Visnú y Shivá. Representan, respectivamente, el principio de la creación, de la conservación y de la destrucción.

Yankee: Así en inglés, en castellano se escribe “yanqui” y es una forma coloquial de decir “estadounidense”.

Sundarbans: “Sunderbunds” en el original, es parte del golfo de Bengala y constituye el bosque más grande de manglar (hábitat formado por árboles tolerantes a la sal) del mundo. Fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1997. Se extiende a través de Bangladés y la India abarcando 139.500 ha.

Lirones: Mamífero roedor muy parecido al ratón, de unos 30 cm de largo, de los que casi la mitad corresponden a la cola, larga y peluda, con pelaje espeso, gris oscuro en las partes superiores y blanco en las inferiores, que vive en los montes, alimentándose de los frutos de los árboles, a los que trepa con extraordinaria agilidad, y pasa todo el invierno aletargado.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 12 mi equivalen a 19,31 km; 18 mi equivalen a 28,97 km; 20 mi equivalen a 32,19 km.

Nudos: 1 kn = 1,852 km/h. Por lo tanto, 15 kn equivalen a 27,78 km/h; 12 kn equivalen a 22,22 km/h.

Nebraska: El nombre del crucero podría hacer referencia al USS Nebraska (BB-14), un acorazado de la marina de los Estados Unidos construido en en 1904 en Seattle. Si bien esta fecha es bastante posterior a la de la acción, hay que recordar que Salgari comenzó a escribir esta novela en ese mismo año. El USS Nebraska (foto que ilustra el capítulo anterior) poseía 14 piezas de artillería importantes (contra las 12 indicadas en la novela) y otras tantas más y alcanzaba los 19 nudos (en lugar de los 15,6 nudos que declara el capitán Brien).

Bahía de Brunéi: “Baia di Bruni” en el original, es una bahía muy accidentada, con una superficie de aproximadamente 250.000 ha, compartida entre los estados de Brunéi Darussalam y los Estados del Este de Malasia de Sarawak y Sabah. Una cadena de islas, incluyendo la gran isla malaya de Labuan forman el límite entre la bahía y el mar de la China Meridional.

Corindón: Piedra preciosa, la más dura después del diamante. Es alúmina cristalizada, y hay variedades de diversos colores y formas.

General Smith: Se trata del general Jacob Smith (29/1/1840 — 1/3/1918) que participó de la guerra filipino-estadounidense (4/2/1899 — 16/4/1902) donde ordenó un ataque indiscriminado contra la población civil que causó entre 2.500 y 50.000 víctimas. Sus órdenes eran: “kill everyone over the age of ten” (matar a todos los mayores de diez años) y hacer de la isla “a howling wilderness” (un desierto que grita).

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