viernes, 3 de marzo de 2017

XIV. La nave norteamericana


La derrota de los tigres de Mompracem era ya cuestión de minutos.
El prao de Tremal-Naik, estrechado por la chalupa a vapor y por dos barcas dobles, con la proa desquiciada que bebía agua en cantidad, había sido enseguida tomado por asalto a pesar de la desesperada resistencia de la tripulación y estaba por desaparecer en los abismos del mar.
Yanez, con una emoción fácil de comprenderse, había visto a Tremal-Naik, Darma y los pocos sobrevivientes ser arrastrados a la chalupa de vapor, que enseguida se había hecho a la mar hacia el sur, hilando velozmente sin más ocuparse de la batalla.
Sobre el segundo prao no quedaban más que siete hombres, mientras que el jong tenía tres veces más y llevaba grandes piezas en comparación a la única y vieja espingarda. Además las barcas dobles acudían de todas partes para terminarlo y ayudar al gran velero.
No quedaba más que rendirse o dejarse hundir. Ya una andanada de metralla había hecho caer a pedazos las dos velas de juncos, quitando así a Yanez toda esperanza de poder alcanzar la isla que se encontraba aún a ocho o diez cables de distancia y de salvarse bajo las densas florestas.
No obstante, los siete valerosos no habían cesado de hacer fuego, quemando fríamente sus últimos cartuchos. El portugués les daba el ejemplo, disparando sin pausa, con una calma maravillosa, sin quitarse de los labios su último cigarrillo que se había prometido terminar antes de irse al otro mundo.
El jong, que había conservado todas sus velas, corría encima del pobre prao inmovilizado, para abordarlo o para demolerlo con un vigoroso golpe de espolón. Había suspendido el fuego de sus artillerías, juzgando inútil derrochar las municiones, tan seguro ya estaba de tener fácilmente al alcance a aquel puñado de valientes.
—Arriba, tigres de Mompracem —gritó Yanez, viendo que la tripulación del velero preparaba los garfios de abordaje—. ¡Una descarga más y luego mano a los parang! Seremos nosotros los que saltaremos sobre el puente del jong.
Aquellos siete demonios que preferían la muerte a la rendición, habían descargado sus carabinas y empuñado los pesados sables, cuando una violenta detonación retumbó detrás de ellos, propagándose por el lejano horizonte.
Un instante después una nube de humo se alzaba sobre la popa del jong y el palo mayor cortado de golpe por el estallido de algún obús, caía pesadamente a cubierta, junto a la inmensa vela que llevaba, cubriendo a los combatientes como bajo un inmenso sudario.
Yanez, sorprendido de que alguien pudiese acudir en su ayuda y justo en aquel momento, cuando parecía que el final estuviese ya próximo, se había vivamente volteado.
Una magnífica nave a vapor, de grandes dimensiones, formidablemente montada por hombres vestidos de blanco, europeos sin duda, giraba en aquel momento la punta septentrional de Gaya, dirigiéndose velozmente al lugar de la pugna.
—¡Amigos, cachorros! ¡Estamos salvados! —gritó mientras un segundo obús rompía el timón del jong y un tercero partía en dos una de las chalupas dobles.
Con un salto fue hacia la amura de popa y haciendo portavoz con las manos, gritó repetidamente:
—¡A mí, europeos!
Un cuarto tiro de cañón, que abrió una falla enorme a la línea de flotación del jong, fue la respuesta; los hombres que montaban aquella soberbia nave debían haberse percatado que sobre el prao había un hombre blanco, un hombre perteneciente a su raza que corría un extremo peligro y, sin pedir explicaciones, cañoneaban bravamente al gran velero, que estaba en cambio montado por salvajes.
Sobre el puente de mando se veían algunos oficiales hacer gestos, como para tranquilizar al portugués.
Las chalupas dobles, viendo avanzar a aquel coloso de hierro, se habían apresurado a escapar hacia la isla, abandonando al jong a su suerte, tanto más que no tenían ni siquiera el apoyo de la chalupa a vapor, desaparecida ya hacia el sur con los prisioneros.
El velero, golpeado ya por tres obuses, se había inclinado sobre un flanco, embarcando agua por el desgarro que debía haber sido gravísimo. Sus hombres, después de haber descargado sus piezas contra la nave, comenzaban a saltar al agua para no ser atraídos por el remolino.
—¡Amigos! —gritó Yanez—. ¡A los remos! ¡Vamos a buscar al peregrino!
Mientras la nave a vapor ponía en el agua dos chalupas, montadas por dos docenas de hombres armados de carabinas, los piratas de Mompracem, apoderándose de los remos, empujaron al prao junto al jong que comenzaba a sumergirse.
A bordo no habían quedado más que los muertos y algún herido. Todos los otros nadaban desesperadamente hacia la isla, donde ya habían llegado las chalupas dobles.
Yanez, Kammamuri y Sambigliong se izaron rápidamente a bordo del velero, lanzándose hacia el alcázar donde suponían se encontraba el peregrino.
No se habían engañado. Su misterioso e implacable adversario, yacía sobre una vieja vela, con los puños estrechados sobre el pecho, comprimiéndose una herida producida probablemente por la bala de la carabina de Yanez. No estaba muerto, porque apenas se vio cerca de aquellos tres hombres, con un arrebato imprevisto se alzó sobre las rodillas y quitando del cinturón una pistola de cañón larguísimo, intentó hacer fuego. Kammamuri, a riesgo de recibir la descarga en pleno pecho, se le había arrojado rápidamente encima, arrancándole el arma.
—Creíamos que había muerto —dijo el maratí—, pero ya que te volvemos a encontrar aún vivo te enviaremos al infierno.
Había vuelto el arma contra el peregrino y estaba por romperle el cráneo, cuando Yanez le contuvo el brazo.
—Es más valioso vivo que muerto —le dijo—. No cometamos la tontería de terminarlo. Sambigliong, toma a este hombre y llévalo al prao. ¡Rápido, el jong se hunde!
El velero continuaba inclinándose sobre el flanco desgarrado, amenazando con volcarse. Yanez y sus compañeros saltaron sobre el prao, mientras una de las chalupas arrojaba un cabo para remolcarlo hacia la nave que se había detenido a dos cables de distancia.
Toda la tripulación, que era bastante numerosa, había subido sobre la amura del vapor, siguiendo con viva curiosidad la operación de salvataje.
—¡Son europeos! —había exclamado Yanez, apenas hubo terminado de atar al peregrino—. ¿Serán ingleses?
—Por lo menos hablan inglés —dijo Kammamuri, que había oído un comando dado por el oficial que guiaba la chalupa.
—Sería cómico que debamos nuestra salvación a enemigos no menos encarnizados que los dayak.
Luego, con un profundo suspiro, añadió:
—¿Y Tremal-Naik? ¿Y Darma? ¿Qué habrá sucedido con ellos? ¡Ah! ¡Dios mío!
—La chalupa a vapor ha desaparecido hacia el sur, señor Yanez.
—¿No se ha dirigido a la desembocadura del Kabatuan? ¿Estás seguro?
—Segurísimo: no han sido entregados a los dayak.
—¿Pero entonces quiénes eran esos? ¿A dónde los habrán conducido?
Una sacudida lo interrumpió. El prao había chocado contra la plataforma inferior de la escala que había sido enseguida bajada.
Un hombre en los cincuenta años, sólidamente plantado, con una pequeña barba entrecana cortada en punta, que llevaba puesto un uniforme de paño azul oscuro con botones dorados y una gorra con galón, esperaba sobre la plataforma superior.
Yanez primero brincó sobre los escalones y subió rápidamente, diciendo al comandante de la nave, en inglés:
—Gracias, señor, por su ayuda. Unos minutos más y mi cabeza iba a aumentar la colección de aquellos terribles cazadores de cráneos.
—Estoy muy feliz, señor, de haberlo salvado —respondió el comandante, tendiéndole la mano derecha y dándole un apretón vigoroso—. Cualquier otro hombre blanco, por otra parte, habría hecho otro tanto. Con aquellos bribones no se puede tener misericordia, no hay medias tintas.
—¿Tengo el honor de hablar al comandante?
—Sí, señor...
—Yanez de Gomera —respondió el portugués.
El comandante había tenido un sobresalto. Tomó a Yanez por una mano, llevándolo a la toldilla para dejar el paso libre a Sambigliong y a los otros que llevaban al peregrino y se puso a mirarlo con viva curiosidad, repitiendo:
—¡Yanez de Gomera! Este nombre no me es nuevo, señor. ¡By God! ¿Sería usted el compañero de aquel hombre formidable que hace unos años ha destronado a James Brooke, el exterminador de piratas?
—Sí, soy aquel.
—Estaba en Sarawak el día en el que Sandokan entró con los guerreros de Muda Hashim y sus invencibles tigres. Señor de Gomera, estoy muy feliz de haberle prestado un poco de ayuda. ¿Pero qué querían estos hombres de usted?
—Es una historia un poco larga de contar. ¿Dígame, señor, ustedes no son ingleses?
—Me llamo Harry Brien y soy norteamericano de California.
—¿Y esta nave que está así poderosamente armada, mejor que un crucero de primera clase?
—¡Oh mucho mejor! —dijo el norteamericano, sonriendo—. Creo que hasta ahora no hay una segunda en toda la Malasia y en el Pacífico. Fuerte, a prueba de escollos, con artillería formidable y rápida como una golondrina de mar.
Se volvió hacia los marineros que estaban a su alrededor, interrogando curiosamente a los compañeros del portugués, mientras el médico de abordo prodigaba las primeras curaciones al peregrino, de cuyo pecho salía un hilo de sangre.
—Denle comida a estas valientes personas —les dijo—. Y usted señor de Gomera, sígame al castillo de popa. ¡Ah! ¿Qué debo hacer con su prao?
—Abandónelo a las olas, comandante —respondió el portugués—. No vale la pena remolcarlo.
—¿Dónde desea que los desembarque?
—Lo más cerca de Mompracem que le sea posible, si es tan amable.
—Lo conduciré directamente a aquel lugar, se encuentra casi en mi rumbo y lo visitaré con gusto. Venga, señor de Gomera.
Se dirigieron hacia popa y descendieron al castillo, mientras la nave, después de que los marineros hubieron izado las dos chalupas y cortado las amarras del prao, reanudaba su carrera hacia el sur.
El comandante hizo llevar una comida fría al salón de popa e invitó a Yanez a asaltarla.
—Podemos charlar también comiendo y bebiendo —dijo amablemente—. Mi cocina está a su disposición, señor de Gomera, lo mismo que mi bodega particular.
Cuando la comida fue terminada, el norteamericano conocía ya todas las desgraciadas aventuras tocadas a su comensal en tierra de los dayak, por obra del misterioso peregrino e incluso la peligrosa situación en la que se encontraba Sandokan.
—Señor de Gomera —dijo, ofreciéndole un manila perfumado—, quisiera proponerle un negocio.
—Diga, señor Brien —respondió el portugués.
—¿Sabe a dónde estaba por dirigirme?
—No lo sabría adivinar.
—A Sarawak para intentar vender esta nave.
Yanez se había alzado, presa de una visible conmoción.
—¡Usted quiere vender su nave! —exclamó—. ¿No pertenece a la marina de guerra norteamericana?
—De ninguna manera, señor de Gomera. Había sido construida en los astilleros de Oregón, por cuenta del sultán de Samarinda, que quería vengar, por lo que me dijeron, a su padre muerto por los holandeses en la sangrienta derrota infligida a estos predadores hace muchos años.
—En 1844 —dijo Yanez—. Conozco aquel reino.
—El sultán había ya girado a los constructores un anticipo de veinte mil libras esterlinas, prometiendo el pago completo a la entrega de la nave, y un importante regalo si conseguía desafiar impunemente a las naves holandesas. No hemos escatimado y, como ha podido observar, este piróscafo vale más que un crucero de primera clase. Desgraciadamente cuando conduje la nave a la desembocadura del Koti, fui informado que el sultán había sido asesinado por un pariente, por instigación de los holandeses, por lo que parece, para evitar una nueva campaña. Su heredero no quiere saber nada de la nave, abandonando el anticipo hecho.
—Ese de ahí es una bestia —dijo Yanez—. Con semejante piróscafo habría podido hacer temblar incluso al sultán de Varani.
—Desde Ternate he telegrafiado a los constructores y me han encargado ofrecerla al rajá de Sarawak o a algún sultán. Señor de Gomera, ¿querría adquirirla? Con ésta usted puede volverse el rey del mar.
—¿Cuesta? —preguntó Yanez.
—Negocios son negocios, señor —dijo el norteamericano—. Los constructores piden cincuenta mil libras esterlinas.
—Y yo, señor Brien, les ofrezco sesenta mil, pagaderas en el banco de Pontianak, a condición de que me deje al personal de máquina al que ofreceré doble paga.
—Son gente que no se rehusará, aventureros de la más bella raza, dispuestos a cerrar y abrir una válvula y a disparar el fusil.
—¿Acepta?
—¡By God! Es un negocio de oro, señor de Gomera, y no lo dejaré escapar.
—¿Dónde quiere desembarcar con su tripulación?
—En Labuan posiblemente, para tomar el postal que va a Shanghái, de donde encontraremos fácil embarque para San Francisco.
—Cuando estemos en Mompracem haré poner a su disposición un prao a fin de que lo desembarque en aquella isla —dijo Yanez.
Extrajo una libreta que mantenía celosamente escondida en una faja que llevaba bajo la camisa, se hizo dar una pluma y puso la firma en varios billetes.
—He aquí los chèques, por sesenta mil libras esterlinas, pagaderos a la vista en el banco de Pontianak, donde Sandokan y yo tenemos un depósito de tres millones de florines. Señor Brien, desde este momento la nave es mía y asumo el comando.
—Y yo, señor de Gomera, de comandante me vuelvo un pacífico pasajero —dijo el norteamericano, recogiendo los chèques—. Señor de Gomera, visitemos la nave.
—No lo necesito, me ha bastado una mirada para juzgarla. Sólo deseo conocer el número de las bocas de fuego.
—Catorce piezas, de las cuales cuatro son de treinta y seis, una artillería absolutamente formidable.
—Me basta: debo ocuparme del peregrino. O él me dice dónde la chalupa ha conducido a Tremal-Naik y a Darma o lo martirizo hasta que exhale el último suspiro.
—Conozco un medio infalible para obligarlo a hablar, lo he aprendido de nuestros pieles rojas —dijo el norteamericano—. ¿Siempre rumbo a Mompracem, señor de Gomera?
—Y a tiro forzado —respondió el portugués—. Es probable que en este momento Sandokan esté por medirse con los ingleses y no tiene más que praos.
—Y usted, señor de Gomera, tiene a disposición una nave como para echar a todos a pique. ¡Piezas de 36! Harán saltar las cañoneras de Labuan como juguetes.
Dejaron el castillo y subieron a cubierta. La nave hilaba a todo vapor hacia el sudoeste, con una velocidad absolutamente desconocida en los piróscafos de aquella época.
Quince nudos y seis décimas. ¿Quién habría podido competir con aquel piróscafo norteamericano que hilaba como una golondrina de mar o poco menos? Yanez estaba entusiasmado.
—¡Es un rayo! —había dicho a Harry Brien—. Con semejante nave, ni los ingleses de Labuan, ni el rajá de Sarawak me dan miedo. ¡Sandokan, si quisiera, podría declarar la guerra incluso a Inglaterra!
Kammamuri en aquel momento se le acercó, diciéndole:
—Señor Yanez, la herida del peregrino no tiene ninguna importancia. Su bala debe haber golpeado antes algo duro, probablemente la empuñadura del talwar, que aquel hombre llevaba en el cinturón y le ha golpeado solamente de rebote, raspándole una costilla.
—¿Dónde está?
—En un camarote de proa.
—Señor Brien, ¿quiere acompañarme?
—Estoy con usted, señor de Gomera —respondió el norteamericano—. Intentemos arrancar el velo que esconde aquel misterioso personaje.
Descendieron al pasillo de babor de proa y entraron en una pequeña estancia que servía de enfermería.
El peregrino yacía sobre un catre, protegido por Sambigliong y por un marinero de la nave.
Era un hombre en los cincuenta años delgadísimo, de piel bastante bronceada, con las facciones finas como las de los indios de las altas castas y los ojos negrísimos, penetrantes, animados por un fuego siniestro.
Tenía los pies y las manos atadas y conservaba un mutismo feroz.
—Capitán —dijo Sambigliong a Yanez—, he visto recién el pecho de este hombre y he divisado un tatuaje representando una serpiente con una cabeza de mujer.
—He aquí la prueba de que él es verdaderamente un thug indio y no ya un árabe mahometano —respondió Yanez.
—¡Ah! ¡Un estrangulador! —exclamó el norteamericano, mirándolo con vivo interés.
El prisionero oyendo la voz de Yanez se había sobresaltado, luego había alzado la cabeza, viéndolo fijo con una mirada llena de odio.
—Sí —dijo—, soy un thug, un amigo devoto de Suyodhana, que había jurado vengar en Tremal-Naik, en Darma, en ti y más tarde en el Tigre de la Malasia, la destrucción de mis correligionarios. He perdido la partida cuando creía haber vencido: mátenme. Habrá alguien que pensará en vengarme más pronto de lo que creen.
—¿Quién? —preguntó Yanez.
—Este es mi secreto.
—Que yo te arrancaré.
Una sonrisa irónica rozó los labios del estrangulador.
—Y me dirás también a dónde aquella chalupa a vapor ha conducido a Tremal-Naik, Darma y a mis cachorros escapados del fuego de tus lela.
—¡Eso no lo sabrás nunca!
—Despacio, señor estrangulador —dijo el norteamericano—. Permítame advertirle que conozco un medio infalible para hacerle hablar. No se resisten ni siquiera los pieles rojas, que son de una terquedad increíble.
—Usted no conoce a los indios —respondió el thug—. Me matará, pero no arrancará una sílaba.
El norteamericano se volvió hacia su marinero diciéndole:
—Prepara sobre el puente un par de mesas y un barril de agua.
—¿Qué quiere hacer, señor Brien? —preguntó Yanez.
—Ahora lo verá, señor de Gomera. Dentro de dos minutos este hombre hablará, se lo prometo.
—Ustedes —añadió volviéndose a Sambigliong y a Kammamuri—, tomen a este hombre y llévenlo a cubierta.

NOTAS AL PIE DE PÁGINA DE SALGARI

“—En 1844 —dijo Yanez...”: En 1844, un piróscafo de guerra holandés, mandado por el gobernador de Macasar a castigar a los piratas de Kutai, dio una terrible lección a aquel sultanato. Ardieron miles de casas de la capital, impuso una recompensa de 120.000 florines, en resarcimiento por los daños sufridos por las naves mercantiles asaltadas y los tomaron de rehenes hasta el pago completo de las sumas fijadas.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

La traducción literal del título del capítulo sería “La nave americana”, sin embargo utilicé “norteamericana” en su lugar, para indicar correctamente el origen de dicho buque.

Cuando Yanez dice “En 1844. Conozco aquel reino”, en realidad en el original dice “isola”, o sea, isla. Sin embargo la zona a la que hacen referencia no es una isla —más allá de estar en Borneo—, por lo que ajusté la traducción.

Los hechos sucedidos en 1844 que comenta Salgari, fueron motivados porque el Reino Kutai Kartanegara se negaba a comerciar con los europeos en sus términos. Primero los ingleses, al mando de James Erskine Murray, intentaron imponerse, pero fueron derrotados en el mar, muriendo Murray. Finalmente ese mismo año, los holandeses comandados por ‘t Hooft, consiguieron doblegarlos. Sin embargo no mataron al sultán Aji Muhammad Salehuddin, sino que el 11 de octubre lo obligaron a firmar un acuerdo comercial.

Cables: 1 cable = 185,2 metros. Por lo tanto, 2 cables equivalen a 370,4 m; 8 cables equivalen a 1.481,6 m; 10 cables equivalen a 1.852 m.

Obús: Proyectil disparado por una pieza de artillería.

¡By God!: Así en el original, “¡Por Dios!” en inglés.

Golondrina de mar: “Rondine marina” en el original, conocido como charrán común (Sterna hirundo), es una especie de ave Charadriiforme de la familia Sternidae. Es un ave marina de distribución circumpolar en regiones templadas y subárticas de Europa, Asia, este y centro de Norteamérica. Es un gran migrador, pasando el invierno en océanos tropicales y subtropicales.

Samarinda: “Shemmeridan” en el original, es la capital de Kalimatan Oriental, Indonesia, isla de Borneo ubicada sobre el río Mahakam. Anteriormente pertenecía al Reino Kutai Kartanegara.

[Río] Kutai: “Cotti” en el original, es otro nombre con el que se conoce al río Mahakam. Fluye por 920 km en las tierras altas de Borneo, hasta su desembocadura en forma de delta sobre el estrecho de Macasar, al este de la isla.

Varani: “Varauni” en el original. Según el libro “Il Politecnico. Repertorio di Studj Applicati alla Prosperità e Coltura Sociale, Volume VI” (Luigi Di Giacomo Pirola, 1843), Brunéi es una alteración de Varani. Por lo que el sultanato de Varani no es otro que el sultanato de Brunéi.

Ternate: Puede tratarse de la isla Ternate perteneciente al archipiélago las Molucas en el Océano Pacífico o bien de un pequeño municipio de Filipinas.

Pontianak: Actualmente es la capital de la provincia de Borneo Occidental en Indonesia. Anteriormente fue capital del sultanato del mismo nombre. Estuvo controlada por los holandeses y fue centro de extracción de oro y del comercio con Kalimantan Occidental y la ciudad de Kuching, capital de Sarawak.

Chèques: Así en el original. Nótese el acento grave sobre la primera letra “è”. No es un error, sino que la palabra está en francés y significa... “cheques”.

Nudos: 1 kn = 1,852 km/h. Por lo tanto, 15,6 kn equivalen a 28,89 km/h.

Macasar: “Macassar” en el original, es la capital y mayor ciudad de la provincia de Célebes Meridional, en Indonesia. Se encuentra al sur de la isla de Célebes, en el estrecho de Macasar.

Kutai: “Koti” en el original, es una región histórica de Kalimatan Oriental donde habitan dayak que llevan el mismo nombre. Actualmente existen 3 regencias que llevan el nombre Kutai.

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