miércoles, 22 de febrero de 2017

XIII. La retirada a través de las florestas


Con los resplandores del incendio, que aclaraban toda la llanura, el maratí había divisado una columna de dayak que avanzaba a paso de carrera a lo largo del margen de la floresta, intentando acercarse inadvertida. Debía ser la última reserva del peregrino, que movía a la caza de los fugitivos.
Alguno debía haberlos visto atravesar la llanura y había dado la alarma antes de que desaparecieran bajo los bosques.
Yanez y Tremal-Naik con una sola mirada se persuadieron de que no había caso en empeñar una lucha, aunque el grueso de los enemigos se encontraba, al menos por varias horas, en la imposibilidad de tomar las armas.
—¡Son al menos un centenar y la mayor parte armados de fusiles! —había exclamado el portugués—. Encomendémonos a nuestras piernas y carguemos a los heridos más graves sobre los caballos. A tierra Tremal-Naik, y también tú Kammamuri, y tú, Sambigliong, forma un pelotón que proteja la retirada.
Los seis heridos fueron subidos a los tres caballos que quedaron libres, el cuarto era aquel montado por Darma, y el pelotón se lanzó a la carrera bajo la floresta, huyendo hacia el poniente.
Sambigliong, con ocho hombres escogidos entre los más ágiles y robustos, se había puesto a la retaguardia para aminorar, con alguna descarga, el impulso de los perseguidores.
Tenían una ventaja de un kilómetro y procuraban mantenerla, haciendo esfuerzos desesperados para no quedarse atrás.
Aquella carrera desenfrenada bajo las gigantescas plantas duró una buena hora, luego Yanez y Tremal-Naik, habiendo encontrado un matorral densísimo, comandaron la parada a fin de no hacerles perder completamente el aliento a sus compañeros.
Aquel lugar se prestaba también oportunamente para una válida defensa en el caso de que los dayak lograsen descubrirlos, estando el matorral formado por durián de tronco enorme que podían protegerlos muy bien.
Todo ruido había cesado. No oían más los gritos de los perseguidores lanzados sobre sus rastros. ¿Se habían detenido, no osando adentrarse bajo la floresta o avanzaban a paso de lobo para sorprenderlos?
—Esperémoslos aquí —había dicho Yanez—. Si han perdido nuestros rastros los volverán a encontrar indefectiblemente y prefiero fusilarlos entre estos colosos, a que nos caigan encima en otro lugar más descubierto. Si podemos infligirles otra lección, aquellas sanguijuelas nos dejarán tranquilos hasta que no se les haya pasado la borrachera a los otros. ¿Es terrible la resaca del brem, verdad, Tremal-Naik?
—Dura por lo menos veinticuatro horas —respondió el indio.
—Con semejante ventaja llegaremos a la orilla del mar antes que ellos.
—Siempre y cuando no desciendan el Kabatuan con las piraguas. He aquí el peligro.
—¿Es más corto el camino del río?
—Mucho, Yanez.
—No había pensado en eso. Bah, si nos asaltan en el mar nos defenderemos. Todo depende de tener un par de praos.
—Los encontraremos, señor Yanez —dijo Kammamuri—. En la aldea donde he alquilado uno para dirigirme a Mompracem, he visto varios. No tendrán inconvenientes, aquellos pescadores, en vendernos un par.
Aguardaron más de una hora dentro del matorral, esperando en vano el arribo de los dayak.
Seguros de que hubiesen perdido sus rastros o que hubiesen regresado hacia sus campamentos decidieron, después de un breve consejo, reanudar la marcha.
Colocaron a la niña y a los heridos en el centro de la columna y se adentraron resueltamente en la inmensa floresta que Kammamuri afirmaba se extendía casi sin interrupción hasta la orilla del mar.
Toda la noche prosiguieron la marcha, siempre con el temor de ser alcanzados por los cortadores de cabezas y al despuntar el sol improvisaron un campamento sobre la orilla de un riachuelo que debía ser algún afluente del Kabatuan.
Sus aprensiones iban poco a poco calmándose y comenzaban a esperar poder alcanzar el mar sin otros combates y embarcarse para Mompracem.
Y en efecto también aquel día pasó tranquilo. De la columna lanzada sobre sus rastros no hubo ninguna novedad.
Por otros tres días continuaron adentrándose a través de la interminable floresta, habitada solamente por algún tranquilo tapir y por alguna banda de babirusas y hacia el ocaso del quinto subían los primeros contrafuertes de las Montañas de Cristal, la gran cadena costera que se prolonga de norte a sur a breve distancia de las riberas occidentales de la inmensa isla.
No obstante la espesura de los bosques, el encuentro de no pocas panteras negras y de mawas, aquellos gigantescos simios de pelaje rojizo, dotados de una fuerza prodigiosa, también aquella travesía fue cumplida sin graves peligros.
En la tarde del sexto día, después de haber avistado el mar desde las más altas cordilleras de la cadena, descendían en un valle estrechísimo, que debía conducirlos a la costa.
Marchaban por cuatro horas, en el más profundo silencio, en fila india, tan estrecho era el pasaje y lleno de rocas enormes, cuando gritos lejanos los detuvieron de golpe.
—¿Los dayak? —había preguntado Yanez, volviéndose rápidamente.
Una descarga retumbó en aquel momento sobre el margen superior del valle y una tropa numerosísima de hombres apareció, descendiendo precipitadamente los flancos selvosos de las cuestas.
—¡Pillos! —exclamó Yanez, furioso—. ¡Nos han seguido para aplastarnos en este lugar!
—Capitán —dijo Sambigliong—, prosiga hacia la costa con los heridos, la señorita Darma, Tremal-Naik y una pequeña escolta. Kammamuri me ha asegurado que el mar no está más que a tres millas de distancia.
—¿Y tú? —preguntaron Tremal-Naik y el portugués.
—Yo, señor, junto con los otros, impediremos el paso a estos bribones hasta que haya preparado los praos. Si no los detenemos, nos aplastarán a todos en esta garganta y ninguno de nosotros volverá a ver nunca más Mompracem. Pronto, señores, el enemigo nos cae encima.
—¿Puedes resistir media hora? —preguntó Yanez.
—También una hora, capitán. Allá abajo —dijo el valeroso maestre de la Marianna, indicando otra roca que se erguía justo en medio del vallecito—, nos mantendremos firmes por largo tiempo.
—Sí, mi valiente —dijo Yanez con voz conmovida—. Apenas oigas tronar nuestras carabinas, repliégate hacia la costa. Los praos o las chalupas estarán listas. ¿Hay una aldea verdad, Kammamuri, en la desembocadura de este cañón?
—Sí señor Yanez. ¡Está habitada por pescadores y las barcas no faltan! ¡Rápido, señores! Entre nosotros y el tigre daremos qué hacer a los dayak.
Las primeras balas llegaban ya, silbando siniestramente en la garganta y astillando las rocas. Alguna podía golpear a la niña.
—¡Hasta pronto! —gritaron Yanez y Tremal-Naik, lanzándose detrás de los caballos que se habían puesto a trotar llevando a Darma y a los heridos.
—¡A mí, amigos! —dijo Sambigliong, volviéndose a sus hombres—. ¡Hagamos frente a estos pillos! ¡Allá, todos sobre aquella peña! Ven, Kammamuri.
Eran veinte, habiéndose despegado ocho para escoltar a Yanez y Tremal-Naik, todos bien armados y bien provistos de municiones.
En pocos saltos alcanzaron la peña que bloqueaba casi ininterrumpidamente el cañón y se escalonaron entre las rocas, reparándose detrás de las protuberancias. Darma, el tigre domesticado, el amigo fiel del maratí, estaba con ellos, listo para probar sus garras sobre las carnes de los dayak.
La columna enemiga había ya descendido al valle, a quinientos pasos del escollo. Estaba compuesta por un centenar y medio de hombres, la mayor parte armados de mosquetes y carabinas, la flor ciertamente de las fuerzas del maldito peregrino.
Viendo a los tigres de Mompracem, a los malayos y a los javaneses de la granja ocupar la cima de la peña, en vez de moverse directamente al asalto, los guerreros se dispersaron entre los arbustos que cubrían el fondo del cañón y abrieron un fuego violentísimo con la esperanza de desanidar a los defensores.
—Amigos —gritó Sambigliong, volviéndose a sus hombres—, les advierto que debemos resistir hasta que oigamos la señal que nos dará el hombre blanco. No cuenten los muertos y no economicen los cartuchos.
—¡Fuego! —aulló Kammamuri que ocupaba justo la cima de la peña.
Una descarga nutrida partió de detrás de las rocas, abatiendo de un golpe solo un pequeño pelotón de enemigos, que, despreciando el peligro, se movía audazmente hacia adelante, sin tomar ninguna precaución. Estaba compuesto por una docena de hombres y ninguno había permanecido en pie.
—Comenzamos bien, Sambigliong —gritó Kammamuri—. Por Shivá y Visnú, deberemos mandar a su encuentro a otro puñado de hombres.
Los dayak, vueltos furibundos por la destrucción total de su vanguardia, no habían dudado en responder con descargas formidables, que atronaban profundamente en el estrecho valle.
Por algunos minutos el tiroteo fue intensísimo por ambas partes, luego los dayak, comprendiendo que no lograrían nunca rechazar, con los fusiles, a los defensores de la peña que se mantenían bien escondidos, se reunieron en varios pelotones para tomar por la fuerza aquella formidable posición.
Habiendo empuñado los campilán, se lanzaron, con su ímpetu habitual, al ataque, aullando para infundir mayor terror a los enemigos, pero no habían llegado aún a la base de la peña que el fuego de los cachorros, malayos y javaneses, los obligó a detenerse para retomar los fusiles.
—¡Amigos! —gritó Sambigliong a sus valientes que no abandonaban sus puestos, aún cuando muchos hubiesen sido ya heridos—. ¡He aquí el momento terrible! ¡Sepan morir como héroes!
Los dayak por segunda vez se habían precipitado al asalto, apoyándose con un fuego vivísimo.
A pesar de las enormes pérdidas que sufrían, habían comenzado a treparse por las rocas, vociferando siempre, brincando como simios, impacientes por apoderarse de las cabezas de aquellos obstinados defensores y por vengarse de tantas derrotas sufridas.
El pelotón guiado por Sambigliong y Kammamuri resistía tenazmente. ¡La lucha se hacía terrible! Era un batallar salvaje, feroz, inhumano.
Los hombres caían mandando alaridos furiosos, intentando aún ofender con el fusil o con el campilán o con el parang a los adversarios.
Sambigliong y Kammamuri veían con angustia disminuir siempre más su pelotón. ¡Todos aquellos que se encontraban a mitad de la peña habían sido decapitados por los pesados sables de los asaltantes o fusilados en sus puestos y la señal aún no se oía! ¿Qué podía haber sucedido a Yanez? ¿Los praos de los pescadores no habían aún regresado al puerto? Era eso lo que se preguntaban con ansiedad extrema Kammamuri y Sambigliong, que ya se veían impotentes para frenar al ataque.
Los dayak subían siempre, desafiando intrépidamente la muerte y haciendo centellear sus terribles campilán. Casi no hacían más fuego, tan seguros estaban de la victoria.
Sambigliong, viendo dar sablazos a sus hombres que se habían escondido a dos tercios de la subida, mandó un grito tonante:
—¡Kammamuri! ¡Lanza al tigre!
—¡A ti, Darma! —aulló el maratí—. ¡Descuartiza!
La bestia, que durante aquel intenso tiroteo había permanecido escondida detrás de una roca, gimoteando sordamente y erizando el pelo, a aquel comando brincó hacia adelante con un “aug” espantoso y cayó sobre un hombre que estaba decapitando a un javanés, clavándole los dientes en la nuca.
Los dayak, viendo desplomárseles encima aquella bestia, que parecía querer devorarlos a todos, se habían precipitado a lo loco abajo de la roca, recargando precipitadamente sus mosquetes.
Viéndolos retroceder, Darma había enseguida abandonado al primer hombre para arrojarse sobre otro. Con un segundo impulso cayó encima de uno de los fugitivos, derribándolo de golpe, cuando una descarga vivísima lo golpeó.
La pobre bestia se había bruscamente realzado sobre sus patas posteriores, permaneciendo en aquella posición algunos instantes, luego se abatió, mientras Kammamuri mandaba un alarido desesperado:
—¡Mi Darma! ¡Me la han matado!
Casi en el mismo instante se oyeron a lo lejos tres disparos.
—¡La señal! ¡La señal! —gritó Sambigliong—. ¡Retirada!
Del pelotón no quedaban más que once hombres. Todos los otros habían caído bajo las balas y los campilán de los dayak y sus cuerpos yacían sobre las pendientes de la peña, privados de las cabezas.
Sambigliong aferró a Kammamuri que estaba por descender hacia el tigre, a riesgo de hacerse fusilar y lo arrastró consigo, diciéndole:
—Está muerto: déjalo.
Se habían precipitado a carrera desesperada por el cañón, mientras una segunda descarga retumbaba hacia la costa.
Yanez debía tener mucha premura. El pelotón con una carrera fulmínea recorrió toda la garganta, bajo una granizada de balas, habiendo los dayak reanudado la persecución y desembocó en una pequeña llanura en cuya extremidad se alzaban quince o veinte cabañas, plantadas sobre palos. Más allá retumbaba el mar.
—Señor Yanez —gritaron Sambigliong y Kammamuri, viendo los pequeños praos anclados delante de una minúscula aldea, con las velas ya desplegadas, listas para hacerse a la mar.
El portugués salía en aquel momento de una cabaña, acompañado por Tremal-Naik y por la niña, mientras su escolta arrimaba los dos pequeños leños a la orilla.
—¡Pronto! —gritó Yanez, viendo a los sobrevivientes atravesar, siempre corriendo, la pequeña llanura.
Pocos minutos después, extenuados y ensangrentados, empapados de sudor, se precipitaban sobre la orilla.
—¿Y los otros? —preguntaron a una voz Yanez y Tremal-Naik.
—Todos muertos —respondió Kammamuri con voz angustiada—; incluso el tigre, nuestro bravo Darma.
—¡Sea condenado aquel perro peregrino! —gritó el indio, sobre cuyo rostro se transparentaba un intenso dolor—. ¡También mi tigre está perdido!
—¿Y los dayak? —preguntó Yanez.
—Dentro de poco estarán aquí —dijo Sambigliong.
—Rápido, embarquémonos. Tú sobre el más grande, Tremal-Naik, con tu hija y la escolta. A mí el otro con Kammamuri y los sobrevivientes.
Se embarcaron rápidamente y los dos leños se hicieron a la mar, mientras la población del suburbio oyendo los gritos de los dayak se salvaba precipitadamente en los bosques cercanos.
El viento era favorable, de modo que los dos praos con pocas bordadas salieron de la pequeña bahía, hilando rápidamente hacia el sudoeste, no queriendo alejarse demasiado de la playa, al menos por el momento.
Los dayak llegaban entonces a la orilla de la bahía, pero demasiado tarde. La presa tan añorada otra vez se les escapaba y justo en el momento en el que creían tenerla finalmente en las manos.
No sabiendo en quién desahogarse, habían dado fuego a la aldea.
—¡Canallas! —exclamó Yanez, que tenía la caña del timón—. Si tuviese todavía a mi Marianna les daría tal lección que no se olvidarían más. ¡Quizá no todo esté terminado entre nosotros y ustedes y quién sabe si un día no los reencontremos sobre nuestros pasos y entonces ay de su peregrino!
Los dos pequeños leños, empujados por un fresco viento del septentrión, estaban ya lejos y estaban girando el cabo Gaya, para entrar en la bahía de Sepanggar, en la cual desemboca el Kabatuan.
Eran dos pequeños praos pesqueros, con grandes velas formadas de mimbre trenzado, bajos de casco, privados de puente y con la batanga para poder apoyarse mejor y resistir a las ráfagas sin correr el peligro de volcarse.
Aquel montado por Tremal-Naik, la niña y los ocho hombres de la escolta era un poco más grande y llevaba por armamento un lela; aquel de Yanez en cambio no tenía mas que una vieja espingarda colocada sobre un caballete fijado sobre la proa.
—Pésimos veleros —dijo Sambigliong, después de un rápido examen—. Son tan viejos como yo.
—No había mejores, mi bravo cachorro —respondió Yanez—. Es más, ha sido una verdadera fortuna encontrarlos y por poco no se deciden aquellos pescadores a vendernoslos.
—¿Nos movemos enseguida a Mompracem?
—Costearemos hasta Nosong, antes de emprender la travesía. No hay que fiarse mucho de estas barcazas que absorben agua como las esponjas.
—Estoy impaciente por llegar, capitán.
—Y yo no menos que tú, Sambigliong. ¿Qué habrá sucedido allá abajo, después de las noticias traídas por Kammamuri? ¡Cómo deseo saberlo!
—¿El Tigre estará combatiendo contra los ingleses?
—No me asombraría: Sandokan no es hombre de bajar la bandera y de ceder a las pretensiones del gobernador de Labuan sin oponer una feroz resistencia. ¡Cómo lamento ahora el haber perdido mi nave! Con mi Marianna y la suya apoyados por los praos de guerra, habríamos podido dar que hacer a las cañoneras de Labuan.
—No es culpa mía, capitán Yanez —dijo Sambigliong.
—Tú has hecho demasiado para defender mi nave —respondió Yanez, con voz dulce—. No tengo ningún reproche para hacerte, mi valiente. Aceleremos hacia la costa e intentemos cortar camino lo más que podamos. Si el viento se mantiene, mañana a la noche arribaremos a Mompracem.
Había entonces bajado el sol y la oscuridad descendía rápida. El mar estaba calmo, con ligeras ondulaciones que no daban ningún fastidio a los dos pequeños leños que continuaban su rumbo hacia el sudoeste, manteniéndose a dos o tres cables el uno del otro.
Yanez, sentado a popa, sobre una gran piedra que servía de ancla, tenía la mano sobre la caña, consumiendo sus últimos cigarrillos, mientras la mayor parte de sus hombres roncaban distendidos en el fondo del leño.
Sólo cuatro velaban a proa, para la maniobra.
Ninguna luz brillaba sobre el mar, ya vuelto del color de la tinta. Incluso hacia la costa todo estaba oscuro. Solo hacia la Isla Sepanggar, que cierra hacia el poniente la bahía homónima, un punto rojizo brillaba, la antorcha quizá de algún pescador nocturno.
Más allá del cabo Gaya, el viento había venido casi a faltar y los dos veleros no avanzaban más que con extrema lentitud.
—Anhelaría encontrarme bien lejos de la bahía antes del alba —murmuró el portugués—. La desembocadura del Kabatuan por poco no ha sido fatal para mi Marianna.
Veló hasta la una de la mañana, luego no divisando nada sospechoso, cedió la caña a Sambigliong, tendiéndose bajo un banco, sobre una vieja vela de mimbre.
Un grito del maestre lo despertó bruscamente algunas horas después:
—¡A las armas! ¡Todos en pie!
Comenzaba entonces a alborear y los dos praos, que durante la noche habían caminado poquísimo, se encontraban hacia la punta septentrional de la Isla Gaya.
Yanez, oyendo el grito de su fiel maestre, había brincado rápidamente en pie, preguntando:
—¿Ahora bien, qué es? Que no se puede dormir un momento tranquilos y...
Se había bruscamente interrumpido, haciendo un gesto que traicionaba una viva ansiedad.
Un gran jong, un velero bastante más redondo y más largo de lo que acostumbran los praos, con dos velas triangulares, salía en aquel momento de la bahía, seguido por una media docena de chalupas dobles provistas de puente y por una chalupa a vapor que no llevaba ninguna bandera en el asta de popa.
—¿Qué quiere aquella flotilla? —se había preguntado el portugués.
Un tiro de meriam, partido del jong, disparando salvas, fue la respuesta. La flotilla intima a los dos praos a detenerse.
—¡Los dayak, señores! —gritó en aquel instante Sambigliong, que se había lanzado hacia proa para mejor observar los hombres que montaban el velero y las canoas dobles—. ¡Señor Yanez, viremos de bordo y arrojémosnos hacia la costa!
El portugués mandó una blasfemia.
—¡Otra vez ellos! —exclamó luego—. ¡Esto es el fin!
Era una locura intentar empeñar la lucha contra fuerzas tan poderosas y provistas de lela y de meriam y quizá también de espingardas. Huir era también imposible: la chalupa a vapor, que también estaba montada por hombres de color, malayos y dayak, no habría tardado en alcanzar a los dos viejos y pésimos veleros.
Arrojarse hacia la costa o mejor aún hacia la Isla Gaya que estaba cubierta de densas florestas, era la única salvación que le quedaba a los fugitivos.
—¡Atraquemos sobre la costa! —gritó Yanez—. Y armen los fusiles.
El prao de Tremal-Naik que se encontraba a siete u ocho cables del de Yanez, había ya virado de bordo y se movía solícitamente hacia Gaya.
Desgraciadamente el tiempo faltaba. El jong, se percató de las intenciones de los fugitivos, con una larga bordada se había interpuesto entre los dos praos, seguido enseguida por la chalupa a vapor y había comenzado a hacer fuego con sus lela, intentando abatir las maniobras.
—¡Ah! ¡Canallas! —había gritado Yanez—. Nos separan para destruirnos más fácilmente. Arriba, tigres de Mompracem, demos batalla y hundamos a todos antes de caer vivos en las manos de aquellos salvajes.
Aferró la carabina y fue el primero en abrir fuego, disparando sobre el puente del jong.
Sus hombres también habían empuñado las armas, disparando los mosquetes vigorosamente a la tripulación de la nave adversaria.
También sobre el prao de Tremal-Naik, aún cuando estuviese estrechado entre el gran velero y la chalupa a vapor que intentaba abordarlo, las carabinas tronaban furiosamente, intentando una suprema resistencia.
No iba a durar mucho aquella lucha tan dispar. Una andanada de metralla desarboló de un golpe sólo el prao del indio alisándolo como un pontón e inmovilizándolo, mientras que una pequeña granada, disparada por la pieza de artillería que montaba la chalupa a vapor hundía la roda, abriendo una falla enorme.
—¡Cachorros de Mompracem! —había gritado Yanez, que se había enseguida percatado de la desesperada situación en la que se encontraba Tremal-Naik. ¡Vayamos a salvar a la niña!
El prao viró por segunda vez a babor intentando acercarse al del indio, cuando vio cortar el camino por el jong.
El gran velero, cumplida su obra de destrucción, se había vuelto hacia el de Yanez, mientras la chalupa a vapor abordaba, con dos chalupas dobles de apoyo, el de Tremal-Naik que comenzaba a hundirse.
—¡Fuego sobre el puente, cachorros! —gritó el portugués—. ¡Al menos venguemos a los amigos!
Una voz con acento metálico, se alzó en aquel momento de la popa del jong:
—¡Ríndanse al peregrino de La Meca! ¡Les prometo salvar la vida!
El misterioso enemigo había aparecido sobre el alcázar con su turbante verde en la cabeza, empuñando una de aquellas cortas cimitarras indias llamadas talwar.
—¡Ah! ¡Perro! —gritó Yanez—. ¡También tú estás! ¡Toma!
Tenía en mano la carabina cargada. La apuntó e hizo fuego rápidamente.
El peregrino abrió los brazos, los cerró, luego cayó encima del timonel, mientras un altísimo alarido de furor se alzaba entre la tripulación del jong.
—¡Finalmente! —gritó Yanez—. ¡Y ahora fumemos nuestro último cigarrillo!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

¡Pobre Darma!

Babirusa: Cerdo salvaje que vive en Asia, aunque no se encuentra en la isla de Borneo, de mayor tamaño que el jabalí, cuyos colmillos salen de la boca dirigiéndose hacia arriba y luego se encorvan hacia atrás. Su carne es comestible.

Contrafuertes: Cadenas secundarias de montañas.

Montañas de Cristal: “Monti di Cristallo” en el original, era el nombre con el que entonces se conocía al Banjaran Crocker (Cordillera Crocker), la principal cadena montañosa de la isla de Borneo, por la cantidad de cristales que contiene. Poseen una altura promedio de 1.800 msnm y separan las costas este y oeste de Sabah.

Mawas: “Mias” en el original, palabra indonesia para designar al “orangután”.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 3 mi equivalen a 4,83 km.

Cabo Gaya: No encontré este cabo, sino la isla Gaya, comentada en el capítulo 1.

Bahía Sepanggar: “Baia di Sapangar” en el original, bahía sobre la que se extiende la actual ciudad de Kota Kinabalu, capital de Sabah, perteneciente a Malasia. Está ubicada frente a la isla del mismo nombre.

Nosong: Cabo que no aparece en los mapas actuales, ubicado al extremo sudoeste de la bahía Kimanis, frente a la isla Tiga.

Cables: “Gomene” en el original, es una unidad de longitud náutica utilizada para medir distancias cortas o la profundidad de un cuerpo en el agua. Es considerada arcaica e imprecisa y cayó prácticamente en desuso. Por definición, un cable es la décima parte de una milla náutica, o sea 185,2 metros. Por lo tanto, 2 cables equivalen a 370,4 m; 3 cables equivalen a 555,6 m; 7 cables equivalen a 1.296,4 m; 8 cables equivalen a 1.481,6 m.

Isla Sepanggar: “Isolotto di Sapangar”, es una isla ubicada en la bahía de Sepanggar, en Sabah. Sobre su costa este, se encuentra una pequeña comunidad de pescadores. Posee dos picos principales y está enteramente cubierta de una densa selva tropical.

Jong: “Giong” en el original, es la palabra malaya o javanesa para designar al junco. Es una especie de embarcación pequeña usada en las Indias Orientales. Posiblemente una de las embarcaciones a vela más antiguas que se conocen.

Talwar: “Tarwar” en el original, es un sable de la India, de hoja curva, principalmente de un solo filo y de empuñadura aplanada. Mide entre 70 y 90 cm de longitud.

Timonel: Persona que gobierna el timón de la nave.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario