jueves, 9 de febrero de 2017

XII. La orgía de los dayak


Diez minutos después Yanez y Tremal-Naik, asegurados de que los dayak habían desalojado también la zona arbolada y que todos se habían replegado a sus campamentos, seguros de no ser más molestados, al menos por aquella noche, dejaban la terraza para alcanzar al maratí.
El huracán estaba por calmarse. La negra nube se había desarmado y a través de un desgarro se mostraba la luna.
Sólo a lo lejos el trueno continuaba refunfuñando y se oía el viento ulular siniestramente bajo las densas florestas que circundaban la llanura.
Encontraron a Kammamuri en el comedor, sentado a la mesa, que dividía fraternalmente un pollo asado con el tigre.
—¿Ha terminado la batalla, amo? —preguntó, volviéndose a Tremal-Naik.
—Y espero que no tengan más deseos de regresar por algún tiempo —respondió el indio—. Es la segunda derrota que sufren.
—¿Qué nuevas traes de Mompracem? —preguntó Yanez, sentándose frente al maratí—. Estoy estupefacto por haberte visto llegar sin una escolta. Los hombres no faltan en Mompracem.
—Es verdad, señor Yanez, pero también allá son no menos necesarios que aquí —respondió el maratí.
El portugués e incluso Tremal-Naik habían hecho un gesto de estupor.
—Amo, señor Yanez, traigo de Mompracem graves noticias.
—Explícate mejor —dijo el portugués—. ¿Quién puede amenazar la cueva de los tigres de Mompracem?
—Un enemigo no menos misterioso que el peregrino, apoyado por los ingleses de Labuan y por el sobrino de James Brooke, el nuevo rajá de Sarawak.
Yanez había dejado caer un puñetazo tan formidable sobre la mesa, como para hacer tambalear los vasos y las botellas.
—¡También Mompracem amenazada! —exclamó.
—Sí, señor Yanez, y la cosa es más grave de lo que cree. El gobernador de Labuan ha notificado a Sandokan que debe prepararse para desalojar la isla.
—¿Nuestra Mompracem? ¿Y por qué motivo?
—Ha escrito al Tigre que la presencia de los antiguos piratas constituye un peligro permanente para la tranquilidad y para el desarrollo de la colonia inglesa; que la isla está demasiado cerca y demasiado defendida; y que en última instancia sirve de estímulo para los piratas borneanos que comienzan a alzar la cabeza y a correr el mar, contando con su apoyo.
—¡Mentira! Hace muchos años que hemos renunciado a nuestras correrías y no prestamos más apoyo a los borneanos, que vagan por los mares de la Malasia.
—¡Son infamias! —gritó Tremal-Naik—. ¿Esta es la recompensa que Inglaterra reservaba para los valerosos que han liberado a la India de los estranguladores? Tienen buenas razones para llamar a aquel gobierno el insaciable leopardo.
—¿Y Sandokan, qué ha respondido a aquel insolente gobernador? —preguntó Yanez.
—Que está listo para defender su propia isla y que no cederá ante ninguna amenaza.
—¿Y está fortificándose?
—Ha hecho enrolar a cien dayak de Sarawak y a esta hora los habrá recibido. Usted sabe que cuenta aún con fieles amigos entre los antiguos partidarios de Muda Hashim, el competidor de James Brooke, el exterminador de los piratas.
—Sí, hay allí personas que recuerdan aún que fuimos nosotros los que derribamos a Brooke y lo mandamos a Inglaterra sin una guinea —respondió Yanez—. ¿Y quién es que ha movido toda esta guerra? Aquí los dayak fanatizados por un peregrino que quiere la cabeza de tu amo; allá los ingleses incitados quién sabe por quién, ya que hasta hace pocas semanas vivíamos en buenas relaciones con el gobernador de Labuan.
—Y parece que también es de la partida el rajá de Sarawak, el sobrino de Brooke —añadió Kammamuri—. Una nave de aquel reino, sin ningún motivo plausible, ha hundido en estos días un prao de Sandokan dejando ahogar a la tripulación entera. Habiendo mandado a la Marianna a darles caza y a pedir al comandante explicaciones y reparaciones, por toda respuesta la tripulación recibió la intimación de seguirlo a Sarawak.
—Lo que no habrá hecho, supongo —dijo Tremal-Naik.
—No, pero tuvo que regresar más que a prisa a Mompracem bajo el fuego de una nave a vapor llegada imprevistamente para apoyar a la primera, y que llevaba también sobre el pico las banderas del rajá.
—Tremal-Naik —dijo Yanez que se había alzado y que paseaba nerviosamente por la sala—. Me viene una sospecha.
—¿Y cuál?
—Que toda esta conjura sea obra del rajá para vengar la caída de su tío y que haya acordado con el gobierno inglés. Ya somos una espina para Labuan, que está tan próxima a Mompracem y que hace muchos años por poco no la hemos expugnado y conquistado.
—No sólo eso, señor Yanez, hay otro en la partida —dijo Kammamuri.
—¿Y quién?
—¿Sabe qué me ha contado el ex sirviente de mi amo que me ha ayudado a atravesar los campamentos de los dayak y llegar aquí inadvertido?
—¿Qué? —preguntaron a una voz Yanez y Tremal-Naik.
—Que el peregrino que ha fanatizado a los dayak y que los ha armado y pagado largamente, no es un árabe, como se lo creyó hasta ahora, sino un indio.
—¡Un indio! —exclamaron los dos amigos.
—Y tengo que decirles algo más grave aún, que les hará abrir más grandes los ojos y comprender mejor con qué enemigo nos la estamos viendo. El ex sirviente ha añadido de haberlo sorprendido una noche en una cabaña arrodillado delante de una bacía llena de agua conteniendo pequeños peces amarillos, los mangos del Ganges, por cierto.
—¡Por Júpiter! —exclamó Yanez, deteniéndose de golpe, mientras Tremal-Naik brincaba en pie con el rostro alterado—. ¡Una bacía con peces dentro!
—Sí, señor Yanez.
—¡Entonces aquel hombre es un thug! —exclamó Tremal-Naik con acento de terror.
—Debe ser así porque solamente los estranguladores indios adoran a los mangos del Ganges que, según sus creencias, encarnan el alma de la diosa Kali —respondió Kammamuri.
Por algunos instantes en la sala reinó un profundo silencio. Incluso Darma, el soberbio tigre amaestrado, devoraba su cena sin gruñir más, como si hubiese comprendido la gravedad excepcional de la situación.
—Oigamos —dijo de pronto Yanez, que había recuperado enseguida su sangre fría—. ¿Quién es el hombre que te ha contado esto?
—Karia, un dayak que estuvo a nuestro servicio y que ahora se encuentra en el campo de los rebeldes, un hombre inteligentísimo que corseó los mares varios años. Un día le he salvado la vida, mientras un tigre estaba por devorarlo y ha conservado hacia mí un poco de agradecimiento. Ha sido él, como les dije, quien me hizo atravesar las líneas de los rebeldes.
—¿Dónde lo has encontrado? —preguntó Tremal-Naik.
—En la floresta, mientras intentaba acercarme inadvertido al kampung. En vez de traicionarme y entregarme al peregrino, me guió aquí, después de haberles advertido, con una flecha y una nota, de mi presencia.
—¿Podemos por consiguiente fiarnos de cuanto has narrado? —dijo Yanez.
—Plenamente; y luego jamás ha oído hablar de los thugs indios y ha quedado muy sorprendido cuando me oyó decir que si el peregrino adoraba a escondidas a los peces no era musulmán.
—Yanez —dijo Tremal-Naik, que era otra vez presa de una profunda agitación—, ¿qué piensas hacer?
El portugués, apoyado en la mesa, con una mano sobre la frente y la cabeza inclinada, parecía que meditase profundamente.
—Hemos sido estúpidos —dijo de pronto—. ¡Me pregunto cómo nunca hemos pensado que aquel condenado peregrino pudiese ser un thug! Sin embargo el odio que tiene contra ti, Tremal-Naik, que has raptado primero a su virgen de la pagoda y luego les has arrebatado también a tu hija Darma, que debía subrogar a su madre, debía bastar para abrirnos los ojos.
Luego, después de un breve silencio, añadió:
—Si no hubiésemos visto a Suyodhana, su jefe, expirar bajo el puñal de Sandokan, se podría creer que todo esto es obra suya, pero todos hemos constatado su muerte y hemos visto su cadáver arrojado a la gran fosa común junto a los rebeldes de Delhi.
—¿Quién puede ser aquel peregrino? ¿Uno de los lugartenientes de Suyodhana?
—Yanez, ¿qué debemos hacer? —preguntó por segunda vez Tremal-Naik—. Ahora que sabemos que está la mano de los thugs que creíamos para siempre aniquilados, temo por la vida de mi Darma.
—No nos queda mas que irnos lo más pronto de aquí y alcanzar a Sandokan. Aquí no tenemos nada más que hacer y Sandokan y yo sabremos compensarte largamente de lo que abandones en las manos de los dayak.
—Soy aún bastante rico y tengo, tú lo sabes, granjas también en Bengala. Quisiera en cambio saber cómo podremos huir con los asediantes en las costillas.
—El medio lo encontraremos. Se dice que la noche trae consejo. Ya que los dayak nos dejan un momento tranquilos, vamos a descansar. Sambigliong se encargará de disponer a los hombres de guardia. Quién sabe si mañana mi cerebro no encuentra alguna buena idea.
Seguros de que los asediantes, con el terrible revés recibido, no volverían para el desquite, los tres hombres que estaban cansadísimos se retiraron a sus habitaciones no ciertamente contentos, especialmente el portugués y Tremal-Naik, del mal cariz que tomaban las cosas.
La noche pasó tranquila. Los dayak, desanimados y también adoloridos por las graves pérdidas sufridas, no habían osado dejar más sus campamentos que debían rebosar de heridos.
Los hombres de guardia del kampung oyeron hasta el alba redoblar los tambores y los lamentos de los parientes de los muertos que quedaron en las fosas de la cerca, que nadie había quitado de allí.
A la mañana siguiente Yanez, que había dormido mal y poquísimo, angustiado por las tristes noticias traídas por el maratí, ya estaba en pié antes aún de que el sol hubiese despuntado en el horizonte.
Parecía que estuviese atormentado por alguna idea, porque, en vez de descender a la sala para hacerse servir el té como hacía todas las mañanas, alcanzó la azotea sobre la que existía todavía un pedazo de la torreta de madera que los artilleros enemigos habían demolido y de allí arriba se puso a observar atentamente las cercas y la disposición interna del kampung.
La granja formaba un vasto paralelogramo, cortado a la mitad por el bungalow y por los cobertizos y por una empalizada a modo de poder dividir la defensa.
La primera parte, donde se encontraba el rastrillo, comprendía los edificios de mampostería; la segunda las eras y las habitaciones de la servidumbre y de la guardia privada y los recintos de los animales. Fue aquella disposición, antes no atentamente notada, lo que impresionó al portugués.
—¡Por Júpiter! —murmuró, restregándose alegremente las manos—. Esto se presta maravillosamente a mi proyecto. Todo depende de la provisión de las bodegas de mi amigo Tremal-Naik. Si el brem abunda el golpe está hecho. Los dayak no son menos golosos que los negros y como a aquellos, los fuertes licores ejercen un encanto irresistible. ¡Peregrino perro! Te prepararé un golpe maestro.
Redescendió visiblemente satisfecho y encontró a Tremal-Naik y a Kammamuri en el salón, que estaban vaciando algunas tazas de té.
—¿Has encontrado alguna buena idea que nos permita irnos? —preguntó, volviéndose al padre de la niña.
—He atormentado en vano toda la noche a mi cerebro —respondió Tremal-Naik que parecía bastante abatido—. No habría más que un solo intento que hacer, un intento desesperado.
—¿Cuál?
—Abrirnos paso a través de las filas de los asediantes con los parang en puño.
—Y hacernos probablemente masacrar —respondió Yanez—. Treinta contra trescientos, teniendo ya diez o doce hombres heridos que no valdrán mucho en una lucha cuerpo a cuerpo; mal negocio.
—No he encontrado otro mejor.
—¿De cuántos jarros de brem dispones? —preguntó bruscamente Yanez.
—¿Para qué podría servirnos aquel licor? —preguntaron a una voz Tremal-Naik y Kammamuri mirándolo con sorpresa.
—Para hacernos escapar, amigos míos.
—Bromeas, Yanez.
—No, Tremal-Naik. Por otra parte el momento estaría mal escogido. ¿Estás bien provisto?
—Mis bodegas están llenas, proveyendo yo a todas las tribus de los alrededores.
—¿Los dayak son buenos bebedores, verdad?
—Como todos los pueblos salvajes.
—¿Si encontrasen a su paso un centenar de jarros de aquel licor, a su disposición, crees que se detendrían para vaciarlos?
—No se lo impedirían ni siquiera los cañones —respondió Tremal-Naik.
—Entonces, mis queridos amigos, el peregrino está jugado —dijo Yanez.
—No te comprendemos.
—¿El kampung está dividido en dos por la empalizada interna?
—Sí, lo he hecho expresamente construir para oponer mayor resistencia en el caso de que el enemigo hubiese podido forzar el rastrillo —respondió Tremal-Naik.
—La idea ha sido buena, amigo mío, y nos servirá magníficamente en este momento. Concentraremos todas nuestras defensas hacia las eras y las habitaciones de la servidumbre, dejando a los dayak el paso libre y abandonando el bungalow y las granjas.
—¡Cómo! —exclamó Tremal-Naik—. ¿Les cederás nuestras mejores obras de defensa?
—No nos servirían más desde el momento en que hayamos decidido evacuar la plaza —respondió Yanez—. Es más, derribaremos una parte de la cerca que da al rastrillo para atraer mejor a los dayak.
—La empalizada interna no es muy sólida.
—Me basta que resista algunas horas y luego los dayak no se cansarán de derribarla. Preferirán beber tu brem —dijo Yanez riendo—. Colocaremos en el patio todos los jarros que contiene tu bodega y verás que aquella barrera los detendrá mejor que cualquier otra.
—Se emborracharán, estoy seguro.
—Es lo que deseo; porque lo aprovecharemos para irnos, después de haber incendiado el bungalow y los cobertizos. Protegidos por la barrera de fuego, nadie nos molestará al menos por algunas horas.
—Tipu Saib, el Napoleón de la India, no sería por cierto capaz de tramar semejante plan.
—Aquel no era un tigre de Mompracem —dijo Yanez con fingida seriedad.
—Caerán en lazo los dayak.
—No lo dudo. Apenas se den cuenta de que el rastrillo está abierto y que las terrazas han sido abandonadas y desarmadas, no dudarán en asaltarnos. Bajo los arbustos espinosos no faltan los espías que se apresurarán en advertirles.
—¿Para cuándo el golpe? —preguntó Kammamuri.
—Todo debe estar listo para esta noche. La oscuridad nos será necesaria para huir sin ser vistos.
—A la obra Yanez —dijo Tremal-Naik. Tengo plena confianza en tu plan.
—¿Tienes un caballo para Darma?
—Tengo cuatro y buenos.
—Está bien, haremos correr a los dayak hasta la costa. ¿Cuánto has empleado tú, Kammamuri, en alcanzarla?
—Tres días, señor.
—Intentaremos llegar antes. Los pueblos de pescadores no faltan y algún prao o chalupas sabremos encontrar.
El audaz proyecto fue enseguida comunicado a los defensores del kampung y por todos aprobado sin objeciones. Por otra parte, no había nadie que no estuviese dispuesto a hacer un supremo intento para liberarse de aquel asedio que comenzaba a pesar y a desmoralizar a la pequeña guarnición.
Los preparativos comenzaron. Las espingardas fueron retiradas y emplazadas detrás de la empalizada interior, sobre terrazas apresuradamente construidas, estando la granja provista de madera, luego las bodegas fueron vaciadas llevando todo el brem al patio que se extendía delante del bungalow.
Habían más de ochenta jarros, con capacidad de dos e incluso tres hectolitros cada uno; tanto licor como para emborrachar a un ejército, siendo aquella mixtura fermentada, de arroz, azúcar y de jugos de palmas diversas, excesivamente alcohólica.
Hacia el ocaso, la guarnición derribó una parte de la cerca y después de haber aislado las terrazas, las incendió para mejor atraer a los dayak y hacerles creer que el fuego hubiese estallado en el kampung.
Terminados aquellos diversos preparativos y preparados los montones de leña bajo los cobertizos y en las estancias de planta baja del bungalow, abundantemente regadas de resinas y de caucho a fin de que ardiesen inmediatamente, la guarnición se retiró detrás de la empalizada en espera del enemigo.
Como Yanez había previsto, los asediantes atraídos por los resplandores del incendio que devoraba las terrazas contra las cuales habían hasta ahora infringido sus esfuerzos y quizá también advertidos por su avanzada oculta bajo los arbustos espinosos, de que las cercas habían sido desfondadas, no habían demorado en dejar sus campamentos para moverse a un último asalto.
Presa entre el fuego y los campilán, la guarnición del kampung no debía tardar en rendirse.
Caía la oscuridad cuando los centinelas que velaban sobre dos ángulos posteriores de la granja anunciaron al enemigo.
Los dayak habían formado seis pequeñas columnas de asalto y avanzaban a la carrera, mandando clamores ensordecedores. Se sentían ya seguros de la victoria. Cuando Yanez los vio entrar entre los arbustos, hizo dar fuego a los montones de leña acumulados bajo los cobertizos y en las estancias del bungalow, luego apenas vio que sus hombres estaban a salvo, hizo tronar las espingardas para simular una desesperada defensa.
Los dayak estaban entonces delante de la cerca. Viéndola en parte abatida tuvieron un momento de indecisión temiendo alguna emboscada, luego pasaron corriendo bajo las terrazas que terminaban de arder y se volcaron a lo loco en el kampung, aullando a grito pelado, listos para degollar a los defensores a golpes de campilán.
Yanez viéndolos lanzarse hacia los enormes jarros que formaban como una doble barrera delante del bungalow, había dado orden de suspender el fuego para no irritar demasiado a los asaltantes.
Viendo aquellos recipientes, los dayak por segunda vez se habían detenido. Un resto de desconfianza los contenía otra vez no sabiendo lo que pudiesen contener.
El alcohol que emanaba de las tapas, que habían sido expresamente desplazadas, no tardó en llegar a sus narices.
—¡Brem! ¡Brem!
Fue el grito que salió de todas las gargantas. Se habían precipitado sobre los jarros, arrancando las tapas y sumergiendo las manos en el líquido.
Alaridos de alegría estallaron enseguida entre los asaltantes. Una bebida se imponía, tanto más que los defensores habían suspendido el fuego.
¡Un sorbo, sólo un sorbo y luego adelante al ataque! Pero después de las primeras gotas todos habían cambiado de parecer. Era mejor aprovechar la inacción de la guarnición del kampung; por otra parte era infinitamente mejor, aquel ardiente licor, que las balas de plomo.
En vano los jefes perdían el aliento para hacerlos avanzar. Los dayak se habían convertido en ostras apegadas a su banco con la diferencia de que se habían incrustado a los jarros.
¡Ochenta jarros de brem! ¡Qué orgía! Jamás se habían encontrado en semejante fiesta.
Habiendo arrojado incluso los escudos y los campilán y bebiendo a más no poder, sordos a los gritos y a las amenazas de los jefes.
Yanez y Tremal-Naik reían alegremente, mientras sus hombres arrancaban sin demasiado ruido algunas tablas de la cerca para prepararse para la retirada.
Mientras tanto los cobertizos comenzaban a arder y de las ventanas del bungalow salían torrentes de humo negro.
Dentro de pocos instantes una barrera de fuego debía interponerse entre los asediantes y los asediados.
Los dayak no parecían preocuparse por el incendio que amenazaba con devorar entero el kampung.
Insaciables bebedores continuaban dando dentro de los jarrones, aullando, riendo, cantando, y retorciéndose como simios. Bebían con las manos, con los canastos destinados a contener las cabezas de los vencidos enemigos, con cáscaras de nueces de coco encontradas por el patio.
Sus mismos jefes habían terminado por imitarlos. El terrible peregrino después de todo estaba en el campo y no podía verlos. ¿Por qué no habrían aprovechado aquella abundancia, en el momento en que los asediados se mantenían tranquilos?
Y los hombres caían, como fulminados, llenos a reventar, alrededor de los jarros, mientras las llamas se alzaban altísimas haciendo llover sobre ellos una lluvia de chispas.
El bungalow era todo fuego y los cobertizos, llenos de provisiones, ardían como fósforos, iluminando a los bebedores.
Era el momento de irse. Los dayak quizá no recordaban más estar delante del enemigo, tan rápida había sido su borrachera.
—¡En retirada! —comandó Yanez—. Abandonen todo excepto las carabinas, las municiones y los parang.
Ayudando a los heridos, dejaron silenciosamente la empalizada, atravesaron la cerca y se lanzaron a carrera desenfrenada a través de la llanura, precedidos por Tremal-Naik y Kammamuri que cabalgaban al lado de Darma.
El tigre los seguía destacando con saltos inmensos, despavorido por la luz del incendio que se volvía siempre más intensa.
Habiendo alcanzado el margen del boscaje que se extendía hacia el poniente, el pelotón que se componía de treinta y nueve personas, incluidos siete heridos, se detuvo para tomar aliento y también para observar lo que sucedía en el kampung y en los campamentos de los dayak.
La granja parecía un horno. El bungalow que había costado tanto esfuerzo a su propietario, ardía de la base a la cima como una antorcha inmensa, dejando en el aire densas nubes de humo y destellos de chispas.
Las cercas habían también tomado fuego y se desplomaban junto con las terrazas. Se oían los estallidos de las espingardas que habían sido abandonadas todavía cargadas. Hombres rodeaban afanosamente arrastrando a los guerreros que se habían emborrachado y que corrían el peligro de ser quemados junto a los jarros de brem.
El peregrino debía haber tenido algunos pelotones de reserva para apoyar a las columnas de asalto en el caso de que no hubiesen logrado penetrar en el kampung y, no oyendo más ni disparos ni gritos de guerra, habían ciertamente acudido para ver qué había sucedido con sus compañeros.
—Que el infierno queme a todos aquellos canallas —dijo Yanez montando uno de los cuatro caballos que le había sido conducido por Tangusa—. Solo me desagrada irme sin haber podido poner las manos sobre aquel peregrino canalla. ¡Espero reencontrarlo un día en mi camino y entonces ay de él!
—¿Un día? —dijo de pronto Kammamuri, que había vuelto la mirada hacia el norte—. ¡Rápido, señores! ¡Hemos sido descubiertos y nos dan caza!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

En el texto original, el color de los mangos del Ganges es rojo, no amarillo. Lo modifiqué para ajustarlo a las descripciones de la novela Los misterios de la jungla negra.

Por otra parte, cuando Kammamuri dice que el peregrino no era musulmán, sino un thug, históricamente, la mayoría de los thugs de la India sí eran musulmanes.

Sobrino de James Brooke: Se refiere a Charles Anthony Johnson Brooke (3/7/1829 – 17/5/1917), rajá de Sarawak desde el 3 de agosto de 1868 y hasta su muerte. Nació en el pueblo Burnham-on-Sea, condado de Somerset, Inglaterra el 3 de julio de 1829, hijo del reverendo Francis Charles y de Emma Frances Johnson, hermana menor de James Brooke.

Gobernador de Lauban: Se refiere a Sir John Pope Hennessy (5/4/1834 – 7/10/1891), nacido en el condado de Cork, Irlanda, gobernador de la colonia británica de Labuan entre 1867 y 1872. Posteriormente fue gobernador de Sierra Leona, Barbados, Bahamas, Hong Kong y Mauricio.

Muda Hashim: “Muda Hassim” en el original, fue designado rajá de Sarawak en 1835 por su sobrino, el sultán de Brúnei Omar Ali Saifuddin II (1827-1852), para luchar contra la piratería y los insurgentes. En 1839, cuando llega Brooke por primera vez, Muda Hashim le solicita ayuda, pero el inglés se niega. Recién en 1841 termina por ayudarlo y en compensación recibe el gobierno de Sarawak. Posteriormente, en ese mismo año, Brooke recibe su título de rajá. Muda Hashim muere asesinado en 1846 por el hijo del sultán de Brúnei, cuando Brooke intentaba convertirlo, justamente, en el próximo sultán de Brúnei.

Bacía: Vasija.

Mangos del Ganges: Se trata del Polynemus paradiseus, perteneciente a la familia de los barbudos o Polynemidae. Son de color amarillo dorado, pueden alcanzar los 30 cm y se encuentran a lo largo de la costa de la India y en la desembocadura del Ganges.

Kali: “Kalì” en el original. En el hinduismo es una de las diosas principales, considerada consorte de Shivá. Representa el aspecto destructor de la divinidad.

Guardia privada: “Campiere” en el original, es una palabra en italiano que en Sicilia designa justamente a la guardia privada de una hacienda. No encontré una palabra en castellano que tenga un significado similar.

Tipu Saib: “Tippo Sahib” en el original, nombre con el que se conocía al sultán indio Fateh Ali Tipu (20/11/1750 — 4/5/1799). Luchó contra ingleses y franceses durante su reinado. Intentó abolir el hinduismo en favor del islam. También lo llamaban el Tigre de Mysore, por eso el comentario posterior de Yanez, sobre que no era un tigre de Mompracem.

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