viernes, 27 de enero de 2017

XI. El regreso de Kammamuri


Los dayak, convencidos de no estar en condiciones de tomar por asalto el kampung, después del desastroso intento realizado que había causado a sus filas pérdidas gravísimas, habían comenzado el verdadero asedio, esperando que el hambre obligase a los defensores a capitular.
Habían formado alrededor de la llanura cuatro campos atrincherados, para protegerse de una posible salida de los asediados, reforzándolos con trincheras levantadas ciertamente tras las instrucciones del peregrino que se develaba cada día más un hombre de guerra.
Además, habían llevado su artillería más adelante, excavando dos trincheras paralelas, molestando no poco a los asediados con un vivísimo cañoneo que, si efectivamente no causaba graves daños, obligaba a Yanez, Tremal-Naik y a sus hombres a una continua guardia, temiendo que fuese siempre el preludio de un nuevo asalto.
Cinco días habían pasado así, desde el primer intento de ataque, con gran derroche de municiones por parte de los dayak y mucho estruendo. El único éxito obtenido había sido la demolición de la torreta, que estando demasiado expuesta, había caído pieza a pieza, obligando a los defensores a retirar la espingarda y a abandonar aquel emplazamiento.
Yanez comenzaba a aburrirse. Hombre de acción e inquieto, a pesar de parecer el hombre más flemático del mundo, encontraba que la cosa iba para largo y que incluso los cigarrillos, que consumía en cantidad prodigiosa, no bastaban para distraerlo.
A pesar de todo no faltaba nada en el kampung. Los almacenes estaban bien provistos, los cobertizos estaban llenos de gabà, aquel bellísimo arroz que cultivan los javaneses y que supera en largo por mucho al de Rangún, en el recinto interior las gallinas selváticas hurgaban en gran número listas para ofrecerse a los estómagos de los asediados sin protestar; no carecían de frutas y las bodegas estaban llenas de enormes vasijas de barro repletas de brem, aquel fuerte licor obtenido de la fermentación del arroz mezclado con azúcar y jugos de varias palmas. ¿Qué más? La guarnición podía, en las horas más calurosas del día, saciarse con una buena kelapa, aquella bebida refrescante encerrada en las nueces de coco, habiendo plantas de aquella especie alrededor de la era y fumar sin escatimar el delicioso cortado, aquellos perfumados cigarros de Manila y los rokok javaneses, pequeños cigarrillos enrollados en una hoja seca de nipa, que son tan agradables.
—¿Qué te falta como para aburrirte, amigo? —le preguntó sobre el caer del quinto día el indio, viendo que Yanez aparecía más aburrido que nunca—. Creo que ninguna guarnición se ha encontrado entre tanta abundancia.
—Esta calma me extenúa —había respondido el portugués.
—¡Calma la llamas! ¡Pero si la artillería del enemigo truena de la mañana a la noche!
—Para agujerear simplemente los tablones que jamás han hecho mal a nadie y que no protestan.
—¿Querrías que las balas agujereasen a nuestros hombres?
—Tienes toda la razón, mi querido Tremal-Naik, sin embargo querría irme de aquí.
—No hay más que alzar el rastrillo. No obstante en tu lugar preferiría pasear alrededor del bungalow —respondió el indio riendo—. Creo que tu intranquilidad depende de la absoluta falta de noticias de Sandokan.
—También eso es verdad. Querría saber cómo se desarrollan las cosas en Mompracem y suspiro el retorno de Kammamuri.
—Dale el tiempo necesario.
—Ya debería estar aquí.
—La región que ha debido atravesar para alcanzar la costa no es siempre segura, mi Yanez, y pudo haber encontrado en el camino no pocos obstáculos. Subamos a la terraza del rastrillo y vayamos a dar una mirada a los asediantes antes de que el sol se ponga.
Dejaron el salón donde habían apenas terminado la cena en compañía de Darma y se dirigieron hacia la cerca.
Los hombres de guardia, que eran los javaneses, tocándoles aquella noche vigilar, estaban terminando su comida nocturna, a horcajadas de los parapetos devorando con envidiable apetito sus platos extravagantes.
Ellos le entraban, sin preocuparse por las balas de los enemigos que de vez en cuando se metían en los tablones con sordo fragor, al belacan, aquel hediondo mejunje formado por camarones y pequeños pescados conservados dentro de vasijas de barro y dejados fermentar hasta pudrirse; o al udang, una especie de pasta formada por crustáceos secados y luego reducidos a polvo; o a las empanadas de laron, formadas con larvas de termitas, un plato escogido y sabrosísimo para los paladares javaneses y malayos.
Parecía que el asedio no hubiese aún estropeado el apetito de aquellos valientes, por el trabajo enérgico que cumplían sus dientes negros como clavos de olor, por el abuso del sirih y del betel.
Yanez y Tremal-Naik apenas habían subido al parapeto, cuando notaron en los campos de los dayak un cierto movimiento.
Los jefes con sus numerosos guerreros reunidos alrededor, parecían darles discursos encendidos, a juzgar por el agitar furioso de los brazos, mientras que en otros lugares se ejecutaban las danzas guerreras de los campilán y los kris. El sol en aquel momento estaba por ponerse entre un denso nubarrón negro que parecía saturado de electricidad y que tenía los márgenes color cobre.
—¿Un ataque y un huracán? —se preguntó Yanez que aspiraba el aire que se había vuelto extremadamente seco—. ¿Qué me dices, Tremal-Naik?
—Una tormenta que la tendremos esta noche —respondió el indio, que miraba también el nubarrón que se ensanchaba visiblemente.
—Con acompañamiento de fuego celeste y terrestre. Estoy seguro que los dayak, cansados de cañonear inútilmente nuestras cercas, aprovecharán la tromba de agua para venir al ataque.
—Y el momento no sería en absoluto mal escogido. Se dispara mal cuando se tiene el agua en el rostro.
—Cubramos las terrazas, Tremal-Naik. En media hora nuestros hombres pueden alzar cobertizos para reparar al menos a los artilleros. ¡Por Júpiter! ¿Esta vez nos tomarán realmente?
—Mientras tengamos caucho no lo creo.
—Haz llenar todas las ollas que poseas.
—Voy a dar la orden —respondió el indio descendiendo precipitadamente.
Yanez estaba por dirigirse hacia el ángulo de la cerca, donde se encontraba una espingarda, cuando una flecha lanzada probablemente por un sumpitan, o sea por una cerbatana, silbó delante de él plantándose contra uno de los palos que sostenían la azotea.
—¡Ah! ¡Traidores! —exclamó Yanez, brincando hacia el parapeto con una pistola en mano.
Miró bajo las plantas, mientras Sambigliong que estaba poniendo en batería la espingarda, habiéndose percatado del peligro que había amenazado al portugués, acudía armado de una carabina.
Ninguna rama se agitaba, ni ningún rumor turbaba el silencio que reinaba bajo los arbustos espinosos que flanqueaban la cerca.
—¿Lo ha visto al bribón, capitán? —preguntó el maestre.
—Debe haber escapado enseguida —respondió Yanez.
—Y quizá aquella flecha estaba envenenada con el jugo del upas.
—Veamos —dijo el portugués, dirigiéndose hacia el palo.
De pronto se le escapó un grito de estupor.
—¡Una flecha mensajera! —exclamó.
En la extremidad del dardo, cuyo barril era solidísimo, había divisado algo blanco, como un pedazo de papel enrollado alrededor de la caña.
—Entonces no se trata de un intento de asesinato de mi respetable persona —dijo.
Arrancó la flecha, cuya punta, formada por una espina agudísima, se había fijado profundamente en la madera y rompió el hilo que mantenía al papel estrechado alrededor de la caña.
—Señor Yanez —dijo Sambigliong—, ¿los dayak se servirán ahora de flechas para mandar las cartas a destino? He aquí un servicio postal de nuevo tipo.
—¿Qué es entonces? —preguntó en aquel momento Tremal-Naik, que ya había dado las órdenes y regresaba con Darma.
—Un cartero desconocido me ha enviado esta carta en la punta de una flecha —respondió Yanez—. ¿Contendrá una intimación de rendición?
Desenvolvió con precaución el papel que estaba cubierto de caracteres groseros, les arrojó una mirada, luego mandó un grito de alegría:
—¡Kammamuri!
—Mi maratí —exclamó Tremal-Naik—. ¡Lee, lee Yanez!
Estoy en los alrededores del campo desde esta mañana —escribía el maratí en inglés— y esta noche intentaré introducirme en la granja con la ayuda de un ex sirviente que está ahora entre los rebeldes.

Deje colgar una cuerda del ángulo que da hacia el sur y prepárense para la defensa. Los dayak están listos para asaltarlos.
Kammamuri.
—¡Aquel bravo maratí está aquí! —exclamó Tremal-Naik—. Debe haber devorado el camino para haber llegado tan pronto.
—¿Estará solo? —preguntó Darma.
—Si tuviese cachorros en su compañía lo hubiese escrito —respondió Yanez.
—Tendrá por lo menos al tigre —dijo Tremal-Naik.
—¡A menos que se lo hayan matado! —dijo Yanez.
—¿Quién puede ser aquel ex sirviente que lo ayuda?
—Deben haber varios entre los rebeldes —respondió Tremal-Naik—. Tenía una veintena de dayak y no me quedó ni uno después de la aparición del peregrino.
—Señor Yanez —dijo Sambigliong—, yo me dirigiré esta noche hacia el ángulo que mira al sur.
—Tú serás más necesario aquí que allá —respondió el portugués—. ¿No has oído que los dayak se preparan para asaltarnos? Mandaremos a Tangusa con el piloto. Y ahora, amigos, preparémonos para sostener el segundo ataque, que será quizá más formidable que el primero y no olviden que si los dayak entran aquí, nuestras cabezas irán a enriquecer sus colecciones.
La noche ya había caído, una noche oscurísima, que nada prometía de bueno. La nube negra había invadido todo el cielo, cubriendo rápidamente los astros y hacia el sur relampagueaba.
Una calma pesada reinaba en la llanura y en las florestas. El aire era sofocante al punto de hacer difícil la respiración y tan saturado de electricidad que todos los hombres del kampung sentían una viva intranquilidad y un verdadero sentido de malestar.
También en los campos de los dayak todo estaba oscuro y de allí no provenía ningún rumor. Los lela y el meriam hacía algunas horas que no tronaban más.
Los defensores del kampung, después de haber construido apresuradamente los cobertizos para reparar las espingardas, se habían tendido sobre anchos parapetos en las terrazas, con las carabinas al alcance de la mano, escuchando ansiosamente los rumores de afuera.
Yanez, Tremal-Naik y una media docena de cachorros velaban sobre el rastrillo, donde habían emplazado también la boca de fuego que habían retirado de la torreta.
Ambos estaban un poco nerviosos y preocupados. Aquel silencio que reinaba en los campamentos de los dayak les producía mayor impresión que un fuego violentísimo.
—Preferiría un ataque furioso a esta calma —dijo Yanez que fumaba rabiosamente un cortado masticándole la punta—. ¿Avanzarán arrastrándose como serpientes?
—Es probable —respondió Tremal-Naik—. No se harán ver mas que cuando hayan atravesado la llanura y hayan llegado bajo las plantas.
—¿O esperarán el huracán para volver menos eficaces nuestras carabinas? Cuando aquí llueve es un diluvio el que se derrama.
—El caucho los calmará y sustituirá a las balas. Todos los cántaros disponibles están en el fuego.
El huracán mientras tanto se espesaba. Algún soplo de aire llegaba haciendo curvar las puntas de los arbustos espinosos con miles de crujidos; hacia el sur tronaba y relampagueaba. La gran voz de tempestad tocaba la carga.
De pronto un relámpago inmenso, semejante a una enorme cimitarra, cortó en dos a la enorme nube grávida de lluvia, luego le siguieron estruendos pavorosos. Parecía que allí arriba, en la bóveda celeste, se hubiese empeñado un duelo entre grandes cañones de marina o de costa y que carros cargados de láminas de hierro corriesen a lo loco sobre puentes metálicos.
Aquel estruendo duró dos o tres minutos con gran acompañamiento de relámpagos, luego las compuertas del cielo se abrieron y una verdadera tromba de agua se derramó furiosamente sobre la llanura.
Casi en el mismo instante se oyeron a los centinelas colocados en los ángulos de la cerca gritar:
—¡A las armas! ¡He aquí el enemigo!
Yanez y Tremal-Naik, que se habían recostado sobre el parapeto, habían brincado en pie.
—¡A las espingardas! —había gritado el portugués con voz tronante.
A la luz de los relámpagos, luz vivísima porque era un resplandor continuo, con incesante acompañamiento de truenos formidables, se veía a los dayak atravesar la llanura a carrera desenfrenada, en grupos, en pelotones, con sus gigantescos escudos alzados para protegerse del aguacero.
Parecían demonios vomitados del infierno y la ilusión, con aquel relampaguear que proyectaba sobre la tierra haces de luz ahora rojiza y ahora lívida, ahora cadavérica, era perfecta.
Las espingardas, que como dijimos habían sido cubiertas a tiempo con los cobertizos, habían comenzado a disparar furiosamente, segando las puntas de los arbustos espinosos antes de que la metralla cayese sobre la llanura.
Incluso los malayos, javaneses y los piratas que no estaban ocupados al servicio de las bocas de fuego, disparaban lo mejor que podían, acurrucados detrás de los parapetos, pero el agua que caía era tanta y tanta que la mayoría de las veces las carabinas eran un chasco.
La tormenta hacía la defensa extremadamente difícil con las armas de fuego, y no daba señas de calmarse, ¡al contrario! Es verdad que no debía durar mucho; los huracanes que estallan en aquellas regiones adquieren una intensidad espantosa, de la que no pueden hacerse una idea, pero normalmente no se prolongan más allá de una media hora.
Es más, a veces cesan después de pocos minutos. ¡Sin embargo, qué furia en aquel brevísimo tiempo! Pareciera que el universo entero fuera a naufragar o que un incendio inmenso lo devorase, no obstante las trombas de agua que se derraman del cielo.
La nube negra parecía que se hubiese vuelto de fuego y que todos los vientos se hubiesen concentrado sobre la llanura que se extiende alrededor del kampung de Tremal-Naik.
Los árboles se torcían como si fuesen simples ramitas; los gigantescos durián que parecía que debiesen desafiar las más tremendas convulsiones terrestres y celestes, se desplomaban al suelo desarraigados por aquellas ráfagas irresistibles; los poderosos pombo se despojaban rápidamente de sus ramas; las gigantescas hojas de las palmas y de los bananos volaban por el aire como monstruosas aves.
Agua, viento y fuego se mezclaban compitiendo en violencia, mientras en lo alto, sobre la cima de la cúpula llameante, los truenos hacían oír la poderosa voz de la tempestad, sofocando completamente los estruendos del meriam, de los lela y de las espingardas.
Los defensores del kampung, aún cuando cegados por los relámpagos y ahogados bajo aquellos chorros de agua colosales, no perdían el ánimo y mantenían su fuego vivísimo ametrallando a las hordas salvajes que avanzaban vertiendo sus alaridos a los truenos del cielo.
—¡No se detengan! —gritaban sin pausa Yanez, Tremal-Naik y Sambigliong, que se encontraban bajo el cobertizo que reparaba la espingarda del rastrillo.
Los dayak que ya no sufrían grandes pérdidas, no marchando más en columna, tan pronto como llegaron bajo las plantas espinosas se pusieron a dar sablazos furiosamente con sus pesados campilán, para abrir un paso que les permitiese montar libremente al asalto de la cerca.
Todo su esfuerzo se había concentrado hacia el rastrillo que ya conocían. Era aquel el punto más sólido del kampung, pero también aquel que ofrecía mayor probabilidad de poder invadir la granja. Algunos pelotones se habían provisto de vigas pesadas para utilizarlas como arietes y desfondar los tablones de la cerca.
Yanez y Tremal-Naik, comprendiendo que estaban jugando su última carta, habían hecho acudir a todos los sirvientes del kampung con las ollas llenas de caucho. Aquel líquido terrible, una vez más, podía prestar mayores servicios que las armas de fuego.
Los dayak, que destrozaban rápidamente los arbustos espinosos, llegaban. Un pelotón después de haber abierto un ancho sendero, apareció bajo la cerca y asaltó resueltamente el rastrillo percutiéndolo poderosamente con un tronco de árbol impulsado hacia adelante por treinta o cuarenta brazos.
Una lluvia de caucho hirviendo, que cayó sobre sus cabezas, quemando a un tiempo sus cabellos y el pellejo, los obligó a abandonar precipitadamente la empresa.
Otro no tuvo mejor fortuna; pero llegaba el grueso que la metralla de las espingardas no había logrado contener.
Doscientos o trescientos hombres, vueltos furibundos por la obstinada resistencia que oponían los asediados, se volcaron contra la cerca apoyando en los parapetos grandes cañas de bambú para hacer la escalada a las terrazas. A los gritos de Yanez y Tremal-Naik, todos los hombres del kampung habían acudido a aquella parte, no dejando más que pocos artilleros en las espingardas.
Habían arrojado las carabinas, vueltas casi inútiles con aquel aguacero que no cesaba aún, y habían empuñado los parang, armas no menos pesadas y no menos afiladas que los campilán de los dayak.
Los asaltantes, no obstante las salpicaduras abundantes del líquido infernal, montaban intrépidamente al ataque con un coraje desesperado, mandando clamores horribles.
Los primeros que llegan sobre los parapetos, ruedan a la fosa de abajo con las manos cortadas o la cabeza partida, pero otros sobreviven dando formidables golpes de campilán para alejar a los defensores.
Se trepan como simios, sobre los bambúes o brincando el uno encima del otro formando pirámides humanas que ni siquiera el caucho, que continúa siendo vertido, consigue sacudirlos.
Mandan alaridos espantosos, su piel cae a jirones y humo, sin embargo aquellos fanáticos, incitados por la voz del peregrino que resuena en medio de las plantas espinosas, resisten con una tenacidad que hace palidecer a Yanez que comienza a perder buena parte de su confianza.
Los defensores del kampung, sobre todo los cachorros de Mompracem, no demuestran sin embargo menos tenacidad, ni menos coraje que los asaltantes.
Sus parang, maniobrados por brazos sólidos, cortan y mutilan horrendamente a aquellos que consiguen alzarse sobre los parapetos.
Mientras los dayak aullan:
—¡Alá! ¡Alá! ¡Alá! —Ni más ni menos que como los fanáticos musulmanes de las arenosas tierras de Arabia, los piratas de Yanez responden con no menos entusiasmo:
—¡Viva Mompracem! ¡Larga vida a los tigres del archipiélago!
La sangre fluye a borbotones. Los tablones de la cerca chorrean y las terrazas se enrojecen.
De una parte y de la otra combaten con igual furor, mientras el huracán arrecia todavía y suministra luz a los combatientes a fin de poder degollarse mejor.
La tenacidad y el coraje de los dayak, no logra mucho. Tres veces los guerreros del peregrino, todos desafiando el fuego de las espingardas colocadas en los ángulos que los toman de flanco con andanadas de clavos, los chorros de caucho y los parang que los mutilan, son mandados al asalto y han alcanzado e incluso sobrepasado los parapetos y tres veces se ven obligados a dejarse caer en las fosas ya llenas de muertos y de heridos.
—¡Un esfuerzo más! —aulla Yanez, que ve a los asaltantes vacilar—. Un esfuerzo más y pondremos en razón a estos testarudos.
Las espingardas redoblan el fuego y los malayos y javaneses, que habían tenido un momento de reposo, vuelven a cortar, mientras los servidores vierten las últimas ollas conteniendo caucho.
El ataque se modera, los dayak intentan por cuarta vez la escalada, no más con el impulso y el fanatismo de antes.
El miedo comienza a apoderarse de su ánimo. No invocan ni siquiera a Alá.
Sin embargo su último esfuerzo no es menos peligroso. Son aún un buen número, mientras que la guarnición ha disminuído no poco, expuesta al fuego de algunos tiradores escondidos bajo los arbustos.
Y luego el cansancio comienza a hacerse sentir. Los anchos sables pesan en las manos de los malayos y javaneses, excepto en las de los cachorros de Mompracem.
Los cortadores de cabezas vuelven a treparse, mientras sus compañeros que están en la fosa, intentan con un esfuerzo supremo abrir una brecha en el rastrillo percutiendo los tablones con las vigas.
Ay si los defensores pierden el ánimo. Se termina para todos. ¡Incluso para la graciosa Darma!
Yanez da vuelta la espingarda de modo que la metralla barra el parapeto, gritando al mismo tiempo a sus hombres que están por abalanzarse sobre los asaltantes que ya se preparan para brincar sobre las terrazas:
—¡Atrás... sólo un momento!
El tiro parte y la metralla barre de un ángulo al otro de la cerca, todo el parapeto, fulminando o lisiando a cuantos enemigos se encontraban encima.
Al mismo tiempo los sirvientes arrojan todas las calderas que aún quedaban sobre aquellos que se ensañan contra el rastrillo.
El humo se había apenas dispersado, cuando un tigre soberbio se arroja sobre el parapeto mandando un “aoung” ferocísimo, asiendo a un dayak que permanecía suspendido y milagrosamente ileso y le planta los dientes en el cráneo.
A la vista de aquel terrible carnívoro que los relámpagos incesantes muestran como si fuese pleno día, un terror invencible invade a los asaltantes.
Si incluso las bestias de la floresta acuden en ayuda del hombre blanco y del indio, quiere decir que los hombres son más poderosos que el peregrino de La Meca.
La retirada se convierte en pocos instantes en una fuga precipitada, desordenada. Los salvajes arrojan incluso los escudos y los campilán para correr más rápido.
Ninguno obedece a los jefes, ni a los gritos del peregrino que en vano perdía el aliento aullando:
—¡Adelante por Alá! ¡Mahoma los protege!
No eran después de todo tan tontos como para advertir que Alá y el Profeta no los habían protegido en absoluto.
Mientras escapaban a velocidad vertiginosa, espoleados por los tiros de las espingardas, un hombre se había lanzado sobre la terraza, moviéndose rápidamente hacia Yanez y Tremal-Naik. Era también aquel un bello tipo de indio de alrededor de cuarenta años, menos alto que Tremal-Naik y en cambio más robusto, de piel bronceada con ciertos reflejos de latón, que destacaba vivamente sobre su vestimenta blanca, con los ojos negrísimos y fieros y las facciones finas al mismo tiempo que enérgicas.
Viéndolo Yanez había mandado un grito de alegría:
—¡Kammamuri!
—¡Mi bravo maratí! —había exclamado por su parte Tremal-Naik.
—Llego demasiado tarde —respondió el recién llegado—, ¿verdad amo?
—A tiempo para ver los talones de los dayak —respondió Tremal-Naik.
—¿Has subido en este momento? —preguntó el portugués.
—Sí, señor Yanez, y ha sido un verdadero milagro que sus hombres no me hayan matado. Trepaba por la cuerda justo en el momento en que tiraban una andanada de clavos.
—¿Has estado en Mompracem?
—Sí, señor Yanez.
—¿Entonces has visto al Tigre de la Malasia?
—Lo he dejado hace siete días.
—¿Has llegado solo?
—Solo, señor Yanez.
—¿No has conducido ningún refuerzo?
—No.
—Ve a comer, que debes estar exhausto por las privaciones. Dentro de poco estaremos contigo —dijo Tremal-Naik—. Yanez, demos los últimos tiros a los fugitivos y tú, Darma —gritó, volviéndose hacia el tigre, que llevaba el mismo nombre que su hija—, deja aquel hombre y vete a la cocina.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Gabà: No encontré referencia ni traducción para este supuesto tipo de arroz.

Rangún: “Rangoon” en el original, es la ciudad más grande de Myanmar, y antigua capital del país. Las principales industrias durante el período colonial fueron el arroz y la madera.

Kelapa: “Kalapa” en el original, significa “coco” en indonesio.

Cortado: Así en castellano en el original, se refiere a los cigarros cuya perilla —extremo por donde se fuma—, no tiene rabillo o rabo.

Rokok: Significa cigarrillo en indonesio. Es el nombre malayo de un cigarro sutil pero no siempre pequeño. Odoardo Beccari, explorador y botánico italiano, cuenta haber fumado largos de hasta 30 centímetros. Actualmente se denominan así a los cigarrillos en malayo.

Nipa: Del malayo “nipah”. Planta de la familia de las Palmas, de unos tres metros de altura, con tronco recto y nudoso, hojas casi circulares, de un metro aproximadamente de diámetro, partidas en lacinias ensiformes reunidas por los ápices, flores verdosas, separadas las masculinas de las femeninas, pero todas en un mismo pedúnculo, y fruto en drupa aovada, de corteza negruzca, dura por fuera y estoposa por dentro, que cubre una nuez muy consistente. Abunda en las marismas de las islas de la Oceanía intertropical. De sus hojas se hacen tejidos ordinarios, y muy especialmente techumbres para las barracas o casas de caña y tabla de los indígenas.

Belacan: “Blaciang” en el original, es el nombre malayo que se le da a la pasta de gambas. Está preparada a base de camarones frescos que son picados hasta llegar a la consistencia de una pasta y son apilados para que fermenten durante varios meses. La pasta se desentierra y se fríe, para volver a ser presionada en prensas especiales. Se emplea como ingrediente de muchos platos, o ingerido sólo, acompañado de arroz.

Udang: “Ud-ang” en el original, significa camarón en malayo.

Laron: Significa termita en javanés.

Sirih: “Siri” en el original, es “paan” en indonesio. Es un preparado estimulante, psicoactivo de hoja de betel combinado con nuez de areca y/o tabaco curado. Se masca antes de escupir o tragar la saliva. Existen numerosas variantes, es usual agregar una pasta a base de cal para adherir las hojas.

Betel: Planta trepadora de la familia de las Piperáceas. Tiene cierto sabor a menta y estimula la producción de saliva. Es usado para prevenir diarreas y parásitos intestinales así como tos, asma y halitosis.

Sumpitan: Especie de cerbatana para flechas, utilizada por los indígenas de Borneo y las islas adyacentes.

Upas: Palabra de origen javanés que significa “veneno”. Se utiliza para designar al veneno extraído del látex del árbol Antiaris toxicaria de la familia de las moráceas.

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