viernes, 13 de enero de 2017

X. El asalto al kampung


En las islas malayas y también en las polinesias, la prueba del fuego es muy utilizada incluso hoy día, pero no sirve, como entre nosotros hace tiempo, para probar la inocencia de algún acusado o de un homicidio, o de un hurto, sino como una ceremonia religiosa.
Y en efecto no son mas que los sacerdotes que en ciertas épocas del año, para propiciarse las divinidades más o menos celestes, hacen el paseo no ya sobre carbones encendidos como los fanáticos indios, sino en cambio sobre piedras vueltas ardentísimas.
Aquella ceremonia se cumple generalmente sobre un piso pedregoso que mide generalmente tres metros de longitud y medio metro de ancho.
Los sacerdotes encienden los fuegos al alba y los mantienen hasta la tarde; luego, acompañados por algunos discípulos, despejan las cenizas y los tizones, pronuncian algunas palabras rituales que son indispensables según ellos, golpean con un ramo de dracaena el borde del brasero, por consiguiente avanzan sobre las piedras con los pies desnudos, atravesándolas lentamente.
La longitud del paso no está indicada, pero se supone que los pies deben tocar por lo menos tres veces y algunas veces incluso más.
¿Cómo hacen para resistir, y lo que es más, para salir incólumes de aquella prueba? ¡Misterio!
Ellos atribuyen su invulnerabilidad al mana, un poder misterioso que permite a los iniciados atravesar piedras ardientes sin reportar ninguna quemadura, poder que no es reproducido por ningún símbolo y que se puede transmitir simplemente con la palabra.
Como quiera que sea, el hecho es que salen de la terrible prueba absolutamente incólumes.
Un viajero europeo, el coronel inglés Gudgeon, ha querido hace algunos años intentar también la prueba junto a algunos de sus compañeros, en una isla del Océano Pacífico, durante una ceremonia religiosa, seguro de no librárselas sin dolorosas quemaduras. Pues bien, ¿lo creerías? ¡El valiente coronel salió de la prueba no menos ileso que los sacerdotes! Uno solo de sus compañeros, que también había recibido el mana, o sea aquel poder misterioso que como dijimos se transmite con la palabra, reportó quemaduras no leves, pero la culpa había sido toda suya, según los sacerdotes.
Él había tenido la culpa por mirar atrás, cosa que está severamente vedada para quien ha recibido el mana, una excusa evidentemente encontrada por los sacerdotes para salvar la dignidad del rito.
¿Cómo el coronel pudo resistir la prueba y atravesar aquellas piedras, que aún una hora después de cumplida la ceremonia estaban tan ardientes que arrojadas raíces de Ti se prendieron enseguida fuego? Los ingleses nunca lo supieron decir.
Contó que sintió solamente un gran calor por todo el cuerpo y algo en los pies, como ligeras sacudidas eléctricas y nada más, sacudidas no obstante que le duraron por siete u ocho horas sin interrupción. La piel de los pies en cambio no reportó ninguna quemadura.
En Nueva Zelanda las pruebas del fuego son en cambio más terribles y se dice que el don de poder resistir es privilegio solamente de miembros de ciertas familias y ciertas castas. En aquel lugar no se trata de atravesar un simple estrato de piedras, sino de pasear dentro de una especie de horno circular, del diámetro de una decena de metros y de permanecer veinte o treinta segundos.
La temperatura que reina en aquellos hornos es tan elevada que una vez, un viajero queriendo medirla, vio fundirse el marco metálico del termómetro y el mercurio salir todo. ¡Y advirtió que la graduación era de 200 grados!
¿Cómo pueden resistir aquellos hombres salamandra? También esto es un misterio; sin embargo resisten y salen de aquella terrible prueba perfectamente incólumes.
No era por consiguiente para maravillarse si también el misterioso peregrino de La Meca, que debía ser no obstante un hombre absolutamente extraordinario, había podido dar aquella prueba para fanatizar cada vez más a sus guerreros más que para impresionar a Yanez y a los defensores del kampung, demasiado astutos como para caer estúpidamente en la emboscada y ofrecer sus cabezas a los campilán de aquellos sanguinarios salvajes.
El desprecio hecho por el portugués, es decir, de pagar al peregrino como si se hubiese tratado de un histrión o de un clown, debía desencadenar la cólera, apenas reprimida, de los cortadores de cabezas y volver doblemente furioso al peregrino.
Y en efecto el parlamentario había apenas vuelto al campamento que un clamor espantoso resonó alrededor del kampung, clamor que parecía producido más por un centenar de bestias feroces que por seres humanos.
—Ahí están vueltos feroces como los monos rojos cuando comen pimenta —dijo Yanez, riendo—. Tendremos una guerra sin cuartel. ¡Bah! Nos defenderemos mientras tengamos un cartucho o hasta que no haya más dayak vivos.
Luego alzando la voz gritó:
—Muchachos míos, vayan a sus puestos y abofetéenlos lo más duro que puedan. No olviden que si caen en las manos de aquellos brutos lo mínimo que les puede tocar es perder la cabeza bajo un golpe de campilán.
Los cachorros de Mompracem, malayos y javaneses se habían precipitado a sus puestos de combate, resueltos a oponer la más encarnizada resistencia y a quemar hasta el último cartucho, porque la prueba del peregrino no había sacudido para nada su confianza.
Estaban por otra parte seguros de infligir a aquellas hordas bastante desordenadas una tremenda lección. Reparados detrás de la empalizada de madera de teca que podía desafiar el fuego de los lela e incluso del meriam y de tiradores escogidos, no temían un ataque, especialmente bajo la dirección de Yanez, que gozaba de no menos fama que el formidable e invencible Tigre de la Malasia.
Todos, sin contar a los cachorros de Mompracem, habían sido corredores de mar, la única profesión provechosa en aquellos países que aún cuando riquísimos no tenían, al menos entonces, comercio alguno.
Con aquellos hombres, resueltos a vender caro el pellejo, sabiendo que no tendrían cuartel, los dayak tendrían un hueso bien duro de roer.
Viendo a los asediantes reunirse alrededor de la cabaña del peregrino, cachorros, malayos y javaneses se habían apresurado a ocupar los ángulos de la cerca desde donde podían disparar con las espingardas a la llanura.
Yanez y Tremal-Naik en cambio habían permanecido sobre la terraza sobresaliente al rastrillo, seguros de que los dayak intentarían hacia aquel punto el esfuerzo supremo.
Habían puesto en batería a la espingarda más grande del kampung, servida por seis piratas de Mompracem y habían mandado a Sambigliong a la torreta, el mejor punto para barrer la llanura.
—Darma —dijo el portugués, viendo a los dayak formar las columnas de asalto—. Este no es tu lugar, aún cuando sepa que operas la carabina como un fusilero de marina. Dentro de poco los lela y el meriam de aquellos bribones lanzarán balas en abundancia sobre la cerca y no quiero que te expongas a semejante peligro.
—¿Cree entonces que el peregrino lanzará al ataque a sus hombres? —preguntó la niña.
—Mira, hay en este mundo hombres que no saben ser agradecidos.
—No le entiendo, señor Yanez.
—He pagado a aquel hombre por la diversión que nos ha ofrecido, con un anillo que no valía menos de mil florines en las manos de un hebreo, y he aquí que aquel pillo me recompensa con un ataque de armas blancas. ¿Vale la pena ser generoso en este perro mundo? Si yo le hubiese dado semejante regalo a un clown y a un histrión de mi país, estoy seguro de que me hubiese llevado sobre sus hombros incluso en España, tal vez por la sierra de Guadarrama. ¡Qué mundo villano...!
—¡Ah! ¡Señor Yanez! —exclamó Darma riendo—. Usted bromea incluso cuando está a punto de ir al reino de la oscuridad.
—¡Ries! —dijo el portugués—. ¡Tienes buena sangre niña mía! ¡Ríes mientras la muerte nos amenaza a todos!
—Con usted y sus cachorros no tengo miedo de los dayak.
Un tiro de cañón interrumpió el diálogo. Los asediantes habían hecho tronar su meriam.
La bala pasó, con un largo silbido, sobre la cerca y cayó por la otra parte del kampung sin haber causado ningún daño.
—Es necesario rectificar la mira, mis queridos, o no harán nada —dijo Yanez.
—Pronto Darma, retírate —dijo Tremal-Naik—. Las balas no respetan a nadie.
—Ni siquiera a las bellas niñas —añadió Yanez.
—¿Y deberé permanecer inactiva mientras ustedes tienen necesidad de gente? —preguntó Darma.
—Si tenemos necesidad de una carabina más te llamaremos —respondió Tremal-Naik—. En las estancias de planta baja del bungalow no correrás ningún peligro.
Cuatro tiros retumbaron en aquel momento, uno detrás del otro. Después del meriam habían hecho fuego los pequeños lela mandando sus balas contra las gruesas tablas de la cerca.
—Ve —repitió Tremal-Naik—, no lucharía bien si te viese aquí, expuesta al tiro de los artilleros. Ve, y cuida que los hornos de la cocina no se apaguen.
—¿Los hornos? —preguntó Yanez mientras Darma, habiendo besado al padre, descendía lentamente la escalera—. ¿Quieres ofrecer una comida a los asediantes?
—Sí, pero verás de qué tipo —respondió el indio—. Un verdadero plato infernal que los hará aullar como condenados. ¡He aquí que se mueven! A ti la espingarda, Yanez, que eres un artillero maravilloso.
—Los ametrallaré bien —respondió el portugués, arrojando fuera el cigarrillo y acercándose a la boca de fuego, cuyo cañón larguísimo amenazaba la llanura.
Los dayak que debían haber sido instruidos por el peregrino, habían formado cuatro columnas de asalto, de sesenta u ochenta hombres cada una y se movían resueltamente hacia el kampung, cubriéndose con sus inmensos escudos cuadrados, de pieles de tapir o de búfalo, armados solamente de campilán. Una quinta columna, formada exclusivamente por mosqueteros, estaba esparcida en cambio por la llanura, en cadena, para apoyar el ataque, junto a los lela y al meriam.
—El peregrino debe haber sido un soldado —dijo Yanez—. Sin embargo dudo que su táctica dé buen resultado. Cuando los dayak se lancen al asalto romperán sus filas. La disciplina militar no pudo haber hecho efecto en estos guerreros salvajes. ¡Música, adelante!
Los dayak comenzaban a disparar violentamente. Los tiros de cañón se alternaban con las descargas nutridas de carabinas, sin gran éxito, porque las gruesas tablas de madera de teca de las cercas no eran fáciles de desfondar y los defensores del kampung estaban bien protegidos por los parapetos.
Además los árboles espinosos que se extendían todo alrededor y que tenían ramas y follaje densísimo, no permitían a los fusileros enemigos ponerlos en la mira.
La espingarda colocada sobre la plataforma de la torrecilla había hecho el primer tiro contra la columna, que se movía hacia el punto donde se encontraba el rastrillo y su bala, de buen calibre, lanzada por Sambigliong, que era un hábil artillero, no había ido perdida.
—La primera gota de sangre ha sido derramada—dijo Yanez—. Esperemos que se convierta en un río.
De los cuatro ángulos del kampung los tigres de Mompracem, a los que se les había confiado el servicio de las espingardas, se disparaba con un crescendo ensordecedor.
No pudiendo aquellas bocas de fuego contrarrestar el tiro de los lela y sobre todo del meriam, disparaban contra las columnas, con balas de una libra, haciendo anchos vacíos.
Las carabinas indias, manejadas por los malayos y por los javaneses de la granja, todas de tiro larguísimo, apoyaban vigorosamente el fuego de las espingardas, poniendo a una dura prueba el coraje de los asaltantes.
Yanez no perdía tiempo. Disparaba un tiro de carabina cuya bala abatía casi siempre un hombre, luego brincaba a la espingarda apenas había sido recargada y ensartaba a la columna que avanzaba hacia el rastrillo, haciendo tiros verdaderamente maravillosos, que sorprendían al mismo Tremal-Naik y que arrancaban gritos de entusiasmo a los malayos y a los javaneses del kampung.
Los dayak, que no se sentían demasiado sostenidos por su artillería dirigida por pésimos tiradores, ni por sus fusileros, más hábiles en lanzar flechas que balas, intentaban apresurar el paso, animándose con alaridos ferocísimos y cubriéndose lo más que podían con sus escudos, como si no pudiesen ser atravesados por los proyectiles de las carabinas indias de los asediados. El fuego del kampung, vigorosísimo, los diezmaba efectivamente. Sus columnas sufrían pérdidas inmensas y sin embargo no se descompaginaban aún.
No obstante, cuando las espingardas comenzaron a descargar sobre ellos nubes de metralla, cubriéndolos de clavos y de fragmentos de hierro, se vieron oscilar y las líneas se abrieron aquí y allá.
—¡Adelante! —gritaba Yanez, que no se tomaba ni siquiera la molestia de repararse detrás del parapeto—. Denles adentro y terminaremos por mandarlos al infierno. ¡Ametrállenle las piernas!
Y el fuego aumentaba siempre, cubriendo las bandas de una verdadera lluvia de plomo, de hierro y clavos.
Tigres de Mompracem, malayos y javaneses competían en bravura y en audacia, resueltos a no permitir a los dayak llegar bajo la cerca y lanzarse al ataque.
Sobre todo las espingardas hacían verdaderos estragos arrojando a tierra, con cada descarga de metralla, a un buen número de hombres. No producían heridas mortales, es verdad, pero ponían a los guerreros fuera de combate, arruinándoles sus piernas.
No obstante, a pesar de las enormes pérdidas, aquellos obstinados salvajes no daban aún signos de detenerse. Es más, con un último impulso llegaron muy pronto delante de la zona arbolada, arrojándose valientemente en medio de las espinas donde se aplanaron para tomar un poco de reposo y para reordenarse antes de intentar el último esfuerzo.
—Aquella es verdadera carne de cañón —dijo Yanez cuya frente se había oscurecido—. No creía que pudiesen llegar tan cerca. Aunque es verdad que no están aún sobre la cerca y que si las espingardas se vuelven de momento inútiles, todavía las carabinas y las pistolas tendrán aún buen uso.
—No te inquietes, amigo mío —dijo Tremal-Naik—. Les he preparado una sorpresa que producirá sobre su piel mayor efecto que los clavos.
—Pero mientras tanto están abajo.
—Déjalos venir. Por otra parte las cercas son altas y las tablas de teca tan gruesas que sus campilán se embotarán sin lograr romperlas.
—Me inquieta el fuego de sus piezas.
—¡Tiran tan mal!
—¿Qué hacen? No los oigo más.
—Avanzan arrastrándose entre las espinas.
—¿Está bien asegurado el rastrillo?
—He hecho poner ganchos de hierro y nadie podrá alzarlo. ¡Aquí están!
Mientras los lela y el meriam continuaban tronando, abriendo en los tablones de la cerca algún agujero apenas suficiente para dejar pasar una mano y los fusileros avanzaban, siempre dispuestos en cadena, arrastrándose por el suelo y escondiéndose detrás de las pequeñas elevaciones de terreno y detrás de los troncos abatidos para escapar a las descargas de la espingarda colocada sobre el alminar, que no había cesado de hacer fuego, los asaltantes se abrían paso con precaución entre las plantas espinosas.
Estando casi totalmente desnudos y los matorrales y los arbustos densísimos y formidablemente armados de puntas agudísimas, la empresa era todo menos fácil y lo probaban los gritos de dolor que de vez en cuando mandaban los asaltantes, que no podían contener.
—Su carne se hace trizas —dijo Yanez, que inclinado sobre el parapeto, entre la abertura dejada por dos sacos de arena colocados delante de la espingarda, los espiaba—. Muerdan las espinas, mis queridos.
—Sin embargo pasan igualmente aquellos demonios. He aquí el primero que se arrastra a lo largo de la cerca.
—Y que no irá a contar a sus compañeros si es más o menos sólida —añadió el portugués.
Apuntó la carabina y disparó casi sin mirar. El dayak que había logrado, a costa de quién sabe cuántos pinchazos, atravesar aquella formidable barrera, se levantó de golpe sobre las rodillas alargando al mismo tiempo los brazos y cayó con el cráneo atravesado por el proyectil, mandando un alarido rauco.
—¡Fuego en medio de las plantas! —gritó Yanez—. Están debajo.
Luego haciendo girar la espingarda sobre el perno y bajando el cañón lo más que pudo, lanzó una andanada de metralla hacia los lados, mientras los cachorros de Mompracem, los malayos y los javaneses recomenzaban el fuego masacrando arbustos y asediantes a la vez. Vociferaciones espantosas se alzaron bajo las plantas, signo evidente de que no todos los tiros habían sido perdidos, luego una avalancha de hombres se derramó hacia el rastrillo asaltándolo a golpes de campilán, mientras los lela y el meriam redoblaban el fuego, intentando mandar sus balas sobre las terrazas para alejar a los defensores.
Tremal-Naik había mandado un largo silbido.
Enseguida se vieron salir de la cocina a ocho hombres que llevaban enormes calderos que esparcían alrededor un humo acre y denso.
Subieron rápidamente la escalera, deponiendo los calderos sobre la terraza sobresaliente al rastrillo.
—¡Por Júpiter! —exclamó Yanez, sintiéndose envolver por aquel humo que le arrancaba golpes de tos—. ¿Qué traes aquí?
—¡Protégete, Yanez! —gritó Tremal-Naik—. Deja el lugar a estos hombres.
—Pero los otros comienzan a trepar.
—El caucho hirviendo los hará volver a descender.
Los ocho hombres, armados de gigantescos cucharones, comenzaron a derramar el líquido humeante contenido en las calderas.
Alaridos, horribles, desgarradores, se alzaron enseguida de la base de la cerca. Los dayak, espantosamente quemados por el caucho hirviendo que era arrojado de lo alto de la cerca y sin ninguna economía, se habían arrojado como locos en medio de las plantas, huyendo precipitadamente.
Una media docena de ellos, que habían recibido las primeras paladas del terrible líquido, se agitaban y contorsionaban delante del rastrillo, aullando lúgubremente como lobos rabiosos.
—¡Por Júpiter! —exclamó Yanez, haciendo un gesto de horror—. ¡Este indio ha tenido una ocurrencia magnífica! ¡Cocina vivos a aquellos pobres diablos!
Los dayak huían también en otras partes, porque también desde aquellas terrazas los asediados habían comenzado a rociar a los que habían intentado escalar la cerca.
El fuego intenso de las espingardas y de las carabinas completaba la derrota de los asediantes que ya no pensaban mas que en ponerse fuera del alcance de las armas de fuego de los defensores del kampung y en refugiarse en sus campamentos.
En vano los fusileros habían intentado acudir en ayuda de las columnas de asalto que se replegaban confusamente. Una andanada de metralla lanzada por todas las espingardas los persuadió de seguir a los fugitivos.
Dos minutos después alrededor del kampung no quedaban más que los muertos y algún herido que estaba por exhalar el último suspiro.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

La temperatura del horno de Nueva Zelanda seguramente esté expresada en Celsius y el metal del marco del termómetro debería ser de estaño, cuya temperatura de fundición es de 232°C.

Nuevamente Tremal-Naik hace gala de sus dotes de torturador.

Dracaena: “Dracina” en el original, es un género de al menos 40 especies de árboles y de arbustos suculentos clasificados en la familia Asparagaceae.

Mana: Es la fuente de energía de la religión y la mitología en la Polinesia.

Gudgeon: Se trata del coronel inglés Walter Edward Gudgeon (4 de septiembre de 1841 — 5 de enero de 1920), un granjero, soldado, historiador y administrador colonial.

Ti: Especie Cordyline fruticosa, de la familia de las liláceas. Puede crecer hasta 4 m de altura y es nativa de Asia tropical. También se la conoce como planta de la buena suerte, palma lirio y planta Ti. Posee diversos usos, desde el ornamental, hasta la alimentación.

Histrión: Actor teatral.

Clown: Así en el original, significa “payaso” en inglés.

Pimenta: “Pimento” en el original, es un género de planta al que pertenece la pimienta de Jamaica (Pimenta dioica), uno de los alimentos de los monos aulladores rojos.

Sierra de Guadarrama: Alineación montañosa que pertenece al sistema Central, situada entre las sierras de Gredos y de Ayllón. Se extiende en dirección suroeste-noreste y en las provincias españolas de Madrid, al sureste, y Segovia y Ávila, al noroeste. Mide cerca de 80 km de longitud y su pico más alto es Peñalara con 2428 m. Hace de división entre las cuencas del Duero, al noroeste, y del Tajo, al sureste.

Libras: 1 lb = 0,45359237 kg.

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