martes, 3 de enero de 2017

IX. La prueba del fuego


Las hordas de dayak salían en aquel momento de las florestas en grupos, en pelotones, sin orden alguno, lanzados todos a carrera desenfrenada.
Aullaban como bestias feroces, agitando desatinadamente sus pesados campilán de acero relucientísimo y disparando al aire algunos tiros de fusil.
Parecían furibundos y probablemente lo estaban por no haber podido alcanzar y decapitar a los últimos defensores de la Marianna, que más descansados y quizá incluso más ágiles, habían logrado refugiarse en la granja antes que dejarse capturar.
—¡Por Júpiter! —exclamó Yanez que los observaba atentamente desde lo alto de la cerca—. Son un buen número aquellos bribones y aún cuando su instrucción militar deje mucho que desear, nos darán serios problemas.
—No son menos de cuatrocientos —dijo Tremal-Naik.
—¡Allí! Tienen también un parque de asedio —añadió el portugués, viendo salir del monte un gran pelotón que arrastraba una docena de lela y un meriam—. ¡Peregrino canalla! Parece que entiende de la guerra y que ha dedicado todo su cuidado a su artillería. ¡No marchan para nada mal, los artilleros! ¡Maniobran como conscriptos de tres meses!
—Y no tiran mal, se lo aseguro, capitán —dijo Sambigliong—. Golpeaban a la Marianna correctamente, tomándola enfilada de proa a popa.
—¿Aquel condenado peregrino habrá sido antes soldado? —se preguntó Yanez—. ¿Quién diablos puede ser aquel hombre misterioso?
—Yanez —dijo Tremal-Naik, mirándolo con cierta expresión—, ¿crees que podremos resistir largo tiempo?
—En artillería estamos debilitados en contra de ellos —respondió el portugués—, ahora que no tenemos más nuestras dos piezas de caza, pero antes de que los asediantes los monten para el asalto, nos darán tiempo y diezmaremos adecuadamente sus columnas, si quieren intentar expugnar a la fuerza nuestra fortaleza. Basta que los víveres y las municiones no nos vengan a faltar.
—Ya te he dicho que estamos bien provistos, especialmente de los primeros. Todos los cobertizos están llenos.
—Entonces nos mantendremos firmes hasta que vuelva Kammamuri. Sabiéndonos en peligro, Sandokan no tardará en mandarnos más ayuda. ¿Cuánto habrá empleado en alcanzar la costa?
—No menos de una semana.
—De modo que a esta hora debería estar en Mompracem.
—Lo espero, si los dayak no lo han matado —respondió Tremal-Naik.
—¡Uf! ¡Asaltar a un hombre que es escoltado por un tigre! Nadie habría osado atacarlo. Por consiguiente, a fin de cuentas, dentro de una quincena podría estar aquí. Nos mantendremos firmes hasta entonces y mientras tanto intentaremos divertir a los dayak haciéndolos bailar a tiro de metralla.
—¿Y si Sandokan no nos mandase ayuda?
—En tal caso, mi querido amigo, nos iremos —respondió Yanez, con su calma habitual.
—¡¿Con todos estos asediantes?!
—Veremos si dentro de quince días serán tan numerosos. No carguemos ya las espingardas con papas y las carabinas con huevos de passeri. Terminemos nuestra inspección, mi querido Tremal-Naik, y veamos de fortificar los puntos más débiles. Debemos resistir y resistiremos.
Mientras reanudaban la vuelta, los dayak habían acampado alrededor de la granja, manteniéndose fuera del alcance de tiro de las espingardas, construyendo rápidamente, con ramas y hojas de banano, cabañas para repararse de los ardientes rayos del sol, mientras sus artilleros levantaban sin demora pequeñas trincheras formadas por tierra y piedras y emplazaban sus piezas de modo de poder batir la granja todo alrededor. Aquellos cañones no podían causar por consiguiente daño a las macizas tablas que formaban la cerca, siendo la teca una madera durísima que ofrece una gran resistencia, sin embargo cuando Yanez, habiendo terminado la inspección, subió sobre la torrecilla con Tremal-Naik y Sambigliong, para dominar toda la llanura, no pudo frenar un gesto de malhumor.
—Aquel peregrino debe haber sido un soldado —repitió—. Los dayak no hubiesen nunca pensado en levantar trincheras, ni excavar fosas para repararse de los tiros de los adversarios.
—¿Lo ves? —preguntó en aquel momento Tremal-Naik.
—¿A quién?
—Al peregrino.
—¡Cómo! ¿Osa mostrarse?
—Míralo allí, de pie sobre aquel tronco de árbol que los artilleros han hecho rodar delante del meriam para reforzar la trinchera.
Yanez miró atentamente en la dirección indicada, luego, habiendo sacado de un bolsillo un binocular marino, lo apuntó.
Sobre el tronco estaba un hombre muy alto y muy enjuto, vestido todo de blanco, con alamares de oro, zapatos rojos con punta realzada como usan los ricos borneanos de Brunéi y la cabeza defendida por un amplio turbante de seda verde que le bajaba hasta los ojos.
Parecía que tuviese cincuenta o sesenta años. Su piel era bastante bronceada, pero no tan oscura ni opaca como la de los malayos y de los dayak e incluso sus facciones, que Yanez distinguía muy bien, eran mucho más finas y más perfectas que las de aquellas dos razas dominadoras de las grandes islas malayas.
—Parece un árabe o un birmano —dijo Yanez, después de haberlo observado largo tiempo—. Un dayak no es por cierto y ni tampoco un malayo. ¿De dónde habrá caído ese?
—¿No lo has visto nunca? —preguntó Tremal-Naik.
—Hurgo y vuelvo a hurgar en mi memoria y me convenzo siempre más de que nunca he tenido nada que ver con aquel hombre —respondió el portugués.
—Sin embargo en algún lugar debemos haberlo visto. Su odio contra mí e incluso contra ustedes, habiendo oído contar que después de mí se ocuparía también de los tigres de Mompracem, debe haber sido motivado por algo.
—¡Ah! Le gustaría vérselas incluso con Mompracem —dijo Yanez, sonriendo—. Se ve que no conoce aún cuánto valen nuestros cachorros. ¡Que intente volcar sus hordas sobre las costas de nuestra isla! Verá cuántos dayak volverán a sus florestas nativas. ¡Ah! ¡La danza de la guerra! Mal indicio.
—¿Qué quieres decir, Yanez?
—Que los dayak se preparan para la lucha. Se exaltan antes con la danza cuando meten mano a los campilán. Sambigliong, ve a advertir a nuestros hombres de estar listos y haz llevar las espingardas a los cuatro ángulos de la granja, a fin de que podamos batir todos los puntos del horizonte. Cuando los dayak se muevan, veremos nosotros en dirigir la defensa.
Un centenar y medio de guerreros, que tenían en ambas manos un sable, se habían separado del grueso en cuatro columnas avanzando hacia el kampung, para realizar la danza de la guerra.
Llegados a ciento cincuenta pasos de la cerca, mandaron un alarido altísimo, un alarido de desafío, luego formaron cuatro círculos, poniéndose a bailar desordenadamente.
En el centro habían depuesto sus campilán, cruzándolos los unos con los otros de modo de ocupar un vasto espacio, luego algunos habían extraído de los canastos que llevaban colgados al flanco, algunas cabezas humanas que parecían cortadas recientemente, colocándolas entre los grupos formados por los sables.
Viendo aquellas cabezas, Yanez había hecho un gesto de ira, a duras penas reprimido.
—¡Miserables! —había exclamado.
—¿Pertenecían a tus hombres, verdad mi pobre amigo? —dijo Tremal-Naik.
—Sí —respondió el portugués—. Deben haber pescado los cadáveres lanzados al río por la explosión, para apoderarse de sus cabezas. Nosotros no haremos lo mismo pero, por Dios, les corresponderemos sin ahorrar plomo.
—¿Quieres que los ametrallemos ya que están al alcance?
—No todavía. Debemos dejarles a ellos disparar el primer tiro.
Los dayak mientras tanto continuaban pateando como simios o como ebrios de delirio, aullando espantosamente, agitando los brazos y contorsionándose, mientras algunos ejecutantes percutían con mazas los tambores de madera cubiertos con piel de tapir.
Ahora los bailarines procedían a paso cadencioso, luego ejecutaban saltos como si pisotearan carbones encendidos, finalmente se daban a una carrera loca, empuñando cierto tipo de kris, como si persiguiesen enemigos en huida.
Aquella danza duró una buena media hora, luego, los guerreros exhaustos, jadeantes regresaron a sus campamentos.
Le sucedió un profundo silencio que se prolongó por algunos minutos, luego un alarido formidable, mandado por todos los combatientes, resonó en la llanura, propagándose bajo los bosques que la circundaban.
—¿Se preparan para el ataque? —preguntó Tremal-Naik a Yanez que había apuntado nuevamente el binocular.
—No: veo un hombre que sale de la cabaña habitada por el peregrino con una banderola verde fijada a una lanza.
—¿Nos manda un parlamentario?
—Parece —respondió el portugués.
—¿A proponernos la rendición?
—La paz no, desde luego.
Un dayak, algún famoso guerrero a juzgar por las largas plumas que le adornaban la cabeza y por la extraordinaria cantidad de brazaletes de latón que llevaba en los brazos y en los tobillos, había dejado el campo, seguido por otro que sostenía apenas uno de aquellos grandes tambores de madera que habían servido poco antes para acompañar a los bailarines.
—¡Maldito! —exclamó el portugués—. He aquí un parlamentario en toda regla; en vez de tener un trompetista tiene un tamborilero o mejor dicho un tambor. Aquel peregrino debe ser un hombre civilizadísimo. Descendamos, Tremal-Naik, y vayamos a oír qué nos manda a decir el generalísimo de los dayak.
Habían apenas dejado la torreta y alcanzado la terraza que se alzaba sobre el rastrillo, cuando el parlamentario llegó, pidiendo querer hablar con el hombre blanco.
—No soy yo el amo de este kampung —dijo el portugués, inclinándose sobre el parapeto y mirando con curiosidad al guerrero y a su tamborilero.
—No importa —respondió el parlamentario—. El peregrino de La Meca, el descendiente del gran Profeta, desea que me comunique solamente con el hombre blanco, el hermano del Tigre de la Malasia.
—¡Por Júpiter! —exclamó Yanez, riendo—. ¡Dos hermanos de colores distintos! Aquel peregrino debe ser un gran tonto.
Luego alzando la voz, prosiguió:
—Me dirás entonces qué tiene para decirme el descendiente del Profeta.
—Él te manda decir que les perdona por ahora la vida a ti y a tus hombres, a condición de que tú le cedas a Tremal-Naik y a su hija.
—¿Y para hacer qué con ellos?
—Para decapitarlos —respondió cándidamente el guerrero.
—Me dirías por lo menos por qué motivo.
—Alá así lo quiere.
—Dirás entonces que mi Alá en cambio no lo quiere y que he venido aquí para hacer respetar su deseo y que estoy listo para defender a mis amigos.
—Te repito que Alá y el Profeta han decretado la muerte de aquel hombre y aquella niña.
—Me tienen sin cuidado él y aquel peregrino embrollador que los ha fanatizado haciéndoles creer patrañas.
—El peregrino es un hombre que ha cumplido milagros ante nuestros ojos.
—Y no ante los míos y le dirás, es más, que lo desafío a hacerme alguno. Hasta que pruebe lo contrario no lo creeré mas que un intrigante que abusa de su credulidad o de sus instintos sanguinarios.
—Iré a contarle las palabras del hombre blanco.
—Sin prisa, ya que nosotros no la tenemos —dijo Yanez, irónicamente.
El tamborilero hizo resonar por tres veces su pesadísimo instrumento que resonó como el trueno oído a lo lejos, luego los dos salvajes volvieron hacia el campamento donde todos los guerreros parecían que lo esperasen con viva impaciencia.
—Aquel peregrino debe ser el más grande bribón que viva bajo este cielo —dijo Yanez a Tremal-Naik, cuando los dos parlamentarios se fueron alejando—. ¿Qué especie de milagro pudo haber cumplido aquel hombre para persuadir a los dayak de ser un semidios? Querría saberlo.
—Algo evidentemente debe haber hecho —respondió el indio—. No se les impone de un momento para el otro a estos salvajes que son por naturaleza desconfiados.
—¡Armas, dinero y milagros! —exclamó Yanez—. Con todo eso se doman incluso a los antropófagos de la Malasia. ¡Y no saber por qué causas aquel hombre se la toma con nosotros!
—Conmigo y con mi hija —corrigió Tremal-Naik.
—¿Por ahora y luego...? Y luego no me fiaría de las promesas de aquel impostor. ¡Uf! He aquí el parlamentario que regresa. Comienza a volverse molesto él y también su tambor. Si se muestra otra vez le haré tirar en las piernas una descarga de balas o de clavos.
—Hombre blanco —dijo el parlamentario, cuando llegó bajo la terraza—, el peregrino me manda a decir que cumplirá ante ti un milagro sorprendente que ningún otro hombre podría hacer, para demostrarles a ti y a tus hombres su invulnerabilidad.
—¿Quiere que pruebe sobre su cuerpo la penetración de las balas de mi carabina? —preguntó Yanez irónicamente.
—Él se propone ejecutar ante tus ojos la prueba del fuego y quiere mostrarte cómo saldrá incólume por la protección celeste de la que goza. Pide sólo que tú le concedas una zona de terreno en la proximidad del kampung, de modo que puedas observar bien.
—¿Y luego?
—¿No te basta?
—Pregunto qué hará después.
—Esperará tu decisión.
—¿Que sería?
—Entregarle en sus manos al indio y a su hija, porque después de semejante prueba no te quedará ninguna duda de que él es un semidios, contra el cual nadie podría luchar, ni tú, ni tus hombres y ni siquiera el Tigre de la Malasia, aún cuando se diga invencible.
—Ya que el peregrino es tan gentil de ofrecernos un espectáculo, dile que no nos oponemos. Nos servirá por lo menos de distracción.
—¿Tú no crees, hombre blanco, que el peregrino pueda experimentar semejante prueba?
—Te lo sabré decir cuando haya visto aquel milagro.
—¿Y te rendirás entonces?
—Eso no te lo puedo decir por ahora.
—Tus hombres se desarmarán en seguida y te abandonarán.
—Está bien: esperaré a que arrojen a ustedes sus fusiles —respondió Yanez con su sonrisa irónica.
No había transcurrido un cuarto de hora de que los parlamentarios habían regresado por segunda vez al campamento, cuando Yanez y Tremal-Naik, que no habían abandonado la terraza, curiosos por gozar con aquel milagro, vieron dos pelotones de dayak, formados por una quincena de hombres cada uno, todos desarmados, arrimarse al kampung llevando grandes cestos llenos de piedras, en su mayor parte planas, que debían haber recogido por cierto del lecho de algún arroyo.
Se detuvieron a cincuenta pasos de la terraza y se pusieron a disponerlos de modo de formar una especie de era, ancha de una media docena de metros y el doble de larga.
—Preparan el lecho del brasero —dijo Yanez a Tremal-Naik que lo interrogaba.
Repartidos los dos pelotones, avanzaron otros dos cargados de leños resinosos que acumularon sobre las piedras y que luego encendieron dejándolo inflamar por un par de horas. Yanez, Tremal-Naik y toda la guarnición, exceptuados los centinelas, habían asistido pacientemente a aquellos preparativos, manteniéndose al reparo de los árboles cuyas ramas frondosas proyectaban una fresca sombra sobre las terrazas construidas sobre la cerca para permitir a los defensores hacer fuego más cómodamente.
Los dayak, por lo que se podía entender, que procuraban mostrar al hombre blanco —ser superior para ellos— los milagros del peregrino, poco a poco se habían reunido alrededor de la hoguera, sin que los defensores del kampung se hubiesen tomado la molestia de protestar, habiendo avanzado todos inermes.
—He aquí una diversión que no gozaremos nunca más —había dicho Yanez— y que no producirá ningún efecto, al menos sobre mis cachorros.
—Y ni tampoco sobre mis malayos y javaneses —había añadido Tremal-Naik—. Ya que no creen en Alá como estos fanáticos imbéciles. ¿Quién pudo haber sido en dar a conocer a estos salvajes la religión mahometana?
—Los árabes antiguos, mi querido —respondió el portugués—. ¿No sabes que aquellos intrépidos navegantes conocían y recorrían estas regiones, cuando los europeos no sabían ni siquiera que existiesen en esta parte del globo las grandes islas malayas? Tú no conoces seguramente a Ptolomeo que vivió 166 años después del nacimiento de Jesucristo, el dios de los cristianos. No obstante, te puedo decir que por aquella época los árabes conocían perfectamente a los malayos, la Chersonesus Aurea donde se ubica la región de Ofir, que no sería otra que Sumatra; Glabadiva que es la actual Java; los Sátiros que son los Batak, los antropófagos. ¡Eh! ¡Mira, el peregrino avanza! ¿Aquel bribón se dejará quemar las plantas de los pies para dar a entender a sus fanáticos que es un semidiós, un ser superior, un verdadero descendiente del gran Profeta? Admiro su fuerza de ánimo.
—Y yo quisiera matarlo con un buen tiro —respondió Tremal-Naik.
—No cometamos semejante asesinato, amigo mío. Debemos ser los últimos en responder a las provocaciones. Somos personas civilizadas.
Un alarido inmenso les advirtió que el peregrino estaba por dejar el campamento a fin de mostrar al hombre blanco y a sus guerreros su invulnerabilidad y su poder de ser superior.
Darma, la gentil y graciosa anglo-india, había alcanzado a su padre y a Yanez. También los cachorros de Mompracem se habían reunido en la terraza, apoyando las carabinas en los parapetos, temiendo alguna sorpresa por parte de aquellos salvajes en los cuales no tenían ninguna confianza.
El peregrino avanzaba hacia el camino formado por las piedras, vueltas ardientes por dos horas de fuego continuo.
Tenía sobre la cabeza su turbante verde y el rostro escondido por un pequeño paño de seda de igual color. El cuerpo en cambio estaba envuelto en una especie de camisa bastante ajustada de nanquín amarillo, que le descendía hasta las rodillas y sus pies estaban desnudos.
—O aquel hombre es un gran charlatán o es una verdadera salamandra —dijo Yanez.
—Tal vez, ¿es que los faquires de la India no pasean sobre tizones ardientes en vez de sobre piedras al rojo? —dijo Tremal-Naik—. ¿No recuerdas la fiesta de Dharmarásh, donde has conocido a la adorable Surama, la sobrina del rajá de Goalpara?
—¡Por Júpiter! Sí que me acuerdo —respondió Yanez.
—También en aquella fiesta los fanáticos corrían sobre las brasas.
—Pero salían de aquel infierno cojos, mientras que este demonio de peregrino promete pasear sobre aquellas piedras calentadas a blanco sin ningún achaque.
—Lo veremos, Yanez, a menos que no sea un gran faquir.
—Abre los ojos, Darma —dijo Yanez, viendo a la niña inclinarse sobre el parapeto—. No me fío de aquellos bribones.
—¿Qué teme, señor Yanez?
—¡Eh! Un tiro de carabina es fácil dispararlo.
—No tienen ningún arma —respondió Darma.
—Sí, visible. Adelante, señor descendiente de Mahoma, muéstranos tu milagro.
El misterioso adversario de Tremal-Naik había llegado delante de la era adoquinada que debía proyectar un calor absolutamente intolerable.
Estuvo un momento recogido sobre sí mismo, con las manos alzadas y la mirada fija hacia occidente, o sea en dirección del lejanísimo sepulcro del Profeta, agitó un poco los labios como si recitase una plegaria, luego se lanzó resueltamente sobre las piedras, gritando por tres veces, con voz rimbombante:
—¡Alá! ¡Alá! ¡Alá!
Por consiguiente con paso seguro, insensible al ardiente calor que subía de las piedras, con los pies y las piernas desnudas, avanzó sobre la era, a pasos lentos, sin que se le escapase un movimiento que traicionase dolor alguno.
Los dayak, estupefactos, embrujados por semejante prueba, lo miraban con profunda admiración, alzando los brazos.
Aquel hombre para ellos debía ser absolutamente un semidiós, un verdadero descendiente del gran Profeta.
El peregrino habiendo cumplido la travesía se detuvo un momento, luego regresó sobre sus pasos, siempre calmado, siempre impasible, como si pasease sobre pasto más que sobre piedras que podían cocinar muy bien el pan.
—¡Ese debe ser un hijo del compadre Belcebú! —exclamó Yanez, que no podía menos que admirar el estoicismo de aquel hombre—. ¿Cómo pudo resistir aquel calor? Sin embargo sus pies están desnudos y aquí no pudo haber ningún truco.
—Aquel hombre debe ser insensible como una verdadera salamandra —respondió Tremal-Naik.
El peregrino, habiendo cumplido la segunda prueba, volvió el rostro enmascarado por el paño hacia Yanez, mirándolo por algunos instantes, luego se alejó a pasos lentos, dirigiéndose hacia su cabaña, mientras los dayak, presa de una verdadera exaltación, aullaban a grito pelado:
—¡Alá! ¡Alá! ¡Alá!
Algunos minutos después, mientras los guerreros alcanzaban sus campamentos, precipitándose hacia el peregrino, el parlamentario, acompañado por su tamboril, se presentaba por tercera vez bajo la terraza.
—¿Qué quieres ahora, hombre fastidioso? —le preguntó Yanez.
—Vengo a preguntarte si después de semejante prueba dada por el descendiente del gran Profeta te has decidido a rendirte —dijo el guerrero.
—¡Ah! Es verdad, debo darte una respuesta —dijo Yanez—. Dirás entonces al hijo o sobrino o tataranieto de Mahoma, que le agradezco por el interesante espectáculo que se ha dignado en ofrecer a nosotros, pobres incrédulos.
Luego quitándose, con un gesto soberbio, un magnífico anillo que llevaba en un dedo, lo arrojó al parlamentario estupefacto, añadiendo:
—¡Y esta es su recompensa...!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

El párrafo donde Yanez habla de Ptolomeo está extraído casi literalmente de la introducción del libro “Storia dell’ Oceania dai primi tempi noti fino al 1845” (Casimiro Enrici, 1847). Los nombres Chersonesus Aurea, Gladavia y los Sátiros, serían los nombres dados a las regiones indicadas por el mismo Ptolomeo en sus mapas y escritos.

Passeri: Es un suborden de aves passeriformes que se caracterizan por un gran desarrollo de los órganos de canto.

Alamares: Presillas y botones, u ojales sobrepuestos, que se cosen, por lo común, a la orilla del vestido o capa, y sirven para abotonarse o meramente para gala y adorno, o para ambos fines.

Brunéi: “Bruni” en el original, seguramente haga referencia al entonces Sultanato de Brunéi, o Varani, como se lo presentó en las novelas anteriores. Está ubicado al norte de la isla de Borneo.

Birmano: Natural de Birmania, hoy Myanmar.

Alá: “Allah” en el original, es el nombre que dan a Dios los musulmanes y, en general, quienes hablan árabe.

Era: Espacio de tierra limpia y firme, algunas veces empedrado, donde se trillan las mieses.

Ptolomeo: “Tolomeo” en el original, se trata de Claudio Ptolomeo, astrónomo, astrólogo, químico, geógrafo y matemático greco-egipcio. Desarrolló el modelo del Universo geocéntrico, donde el planeta Tierra estaba inmóvil, ocupaba el centro del Universo y los cuerpos celestes giraban a su alrededor. Vivió entre los años 90 o 100 hasta el año 170.

Chersonesus Aurea: “Chersoneso Aurea” en el original, es el nombre en latín (que significa “península de oro”) con el que los geógrafos griegos y romanos nombraban a la Península de Malaca, o península malaya o de Malasia, que incluye a Sumatra.

Región de Ofir: “Monte Ofir” en el original, es un puerto o región bíblica famosa por su riqueza. Existen diferentes teorías sobre su ubicación: Yemen, la costa africana del Mar Rojo, India e incluso Perú.

Glabadiva: No encontré la referencia en los mapas de Ptolomeo.

Sátiros: “Satiri” en el original. Realicé una traducción literal de la palabra, pero no encontré la referencia en los mapas de Ptolomeo.

Batak: “Battias” en el original, es uno de los pueblos del norte de Sumatra, con centro en el lago Toba.

Nanquín: Tela fina de algodón, de color amarillento, muy usada en el siglo XVIII y aun en el XIX, que se fabricaba en la población china del mismo nombre.

Dharmarásh: “Darma Ragia” en el original, es otro nombre con el que se conoce a Iudistira, uno de los cinco hermanos Pándava, hijo del rey Pandú y de la reina Kuntí. Es el protagonista principal de la guerra de Kurukshetra, componente esencial del texto épico-mitológico hindú Majabhárata. Por su piedad y moral se lo conoce como Dharmarásh, “el rey de la religión”.

Goalpara: Localidad perteneciente al estado de Assam, India.

Faquir: “Fakiro” en el original, en la India, asceta que practica duros ejercicios de mortificación.

Belcebú: También llamado “Beelzebub”, era el nombre de una divinidad filistea Baal Sebaoth (Deidad de los ejércitos) en hebreo. Adorada en épocas bíblicas en la ciudad filistea de Ecrón. Posteriormente sería asimilada a la tradición cristiana donde se la empleó para designar al Príncipe de los demonios, de acuerdo a la antigua costumbre hebrea de representar deidades ajenas en forma maligna.

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