jueves, 22 de diciembre de 2016

VIII. El estallido de la Marianna


Los dos hombres, visiblemente impresionados, salieron de la estancia y, habiendo subido a una escalera, se encontraron en una de las terrazas del bungalow sobre la que se alzaba una torrecilla o mejor dicho el alminar, siendo altísimo y sutilísimo, con una pequeña gradería eterna.
En pocos instantes alcanzaron la cima que terminaba en una pequeña plataforma circular, sobre la que se encontraba una gruesa espingarda de cañón larguísimo que debía golpear por aquella altura todos los puntos del horizonte.
El sol se había ya alzado difundiendo sobre la llanura sus rayos dorados, apenas salido y ya
ardentísimo, no habiendo en aquellas regiones ninguna frescura, ni siquiera en las primeras horas de la mañana.
Los dayak que asediaban el kampung, al aparecer la luz, se habían alejado seiscientos o setecientos metros, reparándose detrás de los grandes troncos de árboles expresamente derribados a fin de servirles a modo de trincheras móviles, pudiendo hacerlos mover adelante y atrás, a su preferencia.
Parecía que durante la noche hubiesen aumentado de número, porque, Tremal-Naik, apenas hubo lanzado una mirada alrededor, no pudo contenerse de exclamar:
—Ayer a la noche no eran tantos en torno nuestro.
Yanez estaba por preguntarle algo, cuando un segundo tiro de cañón se oyó retumbar a lo lejos, repercutiendo contra los cercos del kampung.
—¡Este estruendo viene del sur! —exclamó el portugués—. Son los cañones de caza de la Marianna que tiran. Los dayak han asaltado a mis hombres.
—Sí —confirmó el indio—, viene de la parte del Kabatuan. ¿Crees que puedan rechazar al enemigo, con las piezas que tienen a su disposición?
—Sería necesario conocer el número de los asaltantes. ¿De qué fuerzas dispone aquel maldito peregrino?
—Ha fanatizado a cuatro tribus y cada una debe haberle provisto no menos de ciento cincuenta guerreros.
—¿Y armados de fusiles?
—Sí, Yanez. Aquel hombre misterioso ha llevado consigo un verdadero arsenal e incluso lela y meriam. ¡Uf! ¡Otro disparo!
—¡Y estas son las espingardas! —exclamó Yanez, haciendo un gesto de rabia.
De la parte de la inmensa floresta que se extendía hacia el sur, llegaban a intervalos detonaciones más ligeras y más secas que debían ser producidas por piezas de cañón largo.
Luego los disparos aumentaron rápidamente de intensidad, formando un retumbar incesante, como si muchas piezas de artillería y muchas espingardas disparasen juntas.
Yanez se había puesto pálido y nerviosísimo. Paseaba alrededor de la plataforma como un león en la jaula, interrogando ansiosamente con la mirada todos los puntos del horizonte. También el indio era presa de una sobreexcitación vivísima.
Mientras tanto los tiros se sucedían a los tiros. Una batalla furiosa, terrible, debía haberse empeñado sobre el río entre la poco numerosa tripulación de la Marianna y las gruesas fuerzas del misterioso peregrino.
—¡Y no cesa! —exclamaba Yanez, que no se contenía más—. ¡Si fuese allí!
—Sambigliong es un valeroso que no se rendirá —respondió Tremal-Naik—. Es un viejo tigre que sabe mucho y sabe defenderse.
—No son más que dieciséis hombres aptos a bordo, mientras que los dayak pueden ser trescientos o cuatrocientos y provistos incluso ellos de artillería.
—¿Entonces dudas de que la Marianna pueda resistir? —preguntó Tremal-Naik con angustia—. Si la tomasen sería el fin incluso para nosotros. ¿Y mi hija?
—Despacio, amigo —respondió Yanez—. Los dayak encontrarán aquí un hueso bien duro de roer. He observado atentamente tu kampung y me parece bastante robusto. Tú sabes que los salvajes generalmente se encuentran incómodos ante un obstáculo que frena su impulso. ¡Por Júpiter! ¡Y el cañón no cesa! Se masacran allá abajo. ¿Cuántos hombres tienes?
—Una veintena.
—¿Todos malayos?
—Entre malayos y javaneses —respondió Tremal-Naik.
—Cuarenta hombres, encerrados por una cerca tan sólida, pueden dar mucho hilo que torcer a aquellos bribones. ¿Estás bien provisto?
—Tengo víveres y municiones en abundancia.
—¡Señor Yanez! ¡Buen día! —dijo en aquel momento una joven, compareciendo en la plataforma.
El portugués había mandado un grito.
—¡Darma!
Una bellísima niña de quizá quince años, de cuerpo flexible como una palma, con largos cabellos negros, un poco ensortijados, la piel del rostro ligeramente bronceada y aterciopelada como la de las mujeres indias, pero bastante más clara, las facciones perfectas que parecían más caucásicas que indias, se había detenido delante del portugués, mirándolo fijo con sus ojos negros y centelleantes como carbunclos.
Llevaba puesto un traje típico medio europeo y medio indio, que le daba una gracia única, compuesto de un corpiño de brocado, con bordados de oro, una amplia faja de cachemira que le caía sobre las caderas bien redondeadas y una faldita más bien corta que dejaba ver los pantaloncitos de seda blanca que le descendían hasta las zapatillitas de piel roja, con punta realzada.
—Muy feliz de volver a verlo, señor Yanez —respondió la niña, tendiéndole una manito de hada—. Hace dos años que los hemos dejado.
—Tenemos siempre que hacer allá abajo, en Mompracem.
—¿Medita siempre expediciones el Tigre de la Malasia? Qué hombre terrible —dijo Darma sonriendo—. ¡Ah... el cañón! ¿No oyen?
—Hace ya media hora que retumba, hija mía —dijo Tremal-Naik—, y anuncia quizá una grave desgracia.
—¿Quién es que hace fuego, padre?
—Son los tigres de Mompracem.
—Que defienden mi nave —añadió Yanez—. ¡Calla! ¡Me parece que los tiros aminoran! ¡Y no poder ver nada!
Todos se habían inclinado sobre el parapeto de la plataforma, escuchando ansiosamente.
No se oían mas que a raros intervalos las secas detonaciones de las espingardas y la profunda voz de las piezas de caza.
De pronto se hizo un gran silencio, como si la batalla hubiese bruscamente cesado.
—¿Han vencido o han sido aplastados? —se preguntó Yanez que se sentía bañar la frente de sudor.
De pronto una formidable detonación atravesó los estratos de aire y se propagó con tal intensidad que la torre tembló de la base a la cima. Yanez había mandado un grito, mientras Tremal-Naik y Darma se habían puesto palidísimos.
—Dios mío, ¿qué ha sucedido? —preguntó la niña.
—Mi Marianna debe haber saltado por los aires —respondió Yanez con voz quebrada—. ¡Pobres mis hombres!
Un dolor intenso se transparentaba en el rostro del portugués, mientras que algo húmedo brillaba en sus ojos.
—Yanez —dijo Tremal-Naik, con voz afectuosa—, no tenemos aún la certeza de que tu nave haya saltado.
—Este estruendo espantoso no puede haber sido producto mas que del estallido de la santabárbara —respondió el portugués—. Yo que he visto saltar a tantas naves, no me puedo equivocar. Que la Marianna haya ido a pique no me importa, teniendo en Mompracem veleros en buen número. Son mis hombres los que lamento.
—Pudieron haber dejado la nave antes de que estallase. Quién sabe, quizá han sido ellos mismos los que dieron fuego a la pólvora a fin de no caer en las manos de los dayak.
—Puede ser verdad —respondió Yanez, que había recuperado su calma.
—¿Había alguno a bordo que supiese dónde se encuentra mi kampung?
—Sí, el mensajero que te habíamos mandado hace seis meses.
—Aquel hombre entonces, si ha huido a la muerte, podría conducir aquí a los sobrevivientes.
—¡Y pasar a través de las filas de los dayak! He aquí una empresa que será muy difícil para tan pocos hombres. Y luego, incluso aunque llegasen aquí, nuestra situación no mejoraría.
—Es verdad —respondió el indio—. ¿Cómo podremos descender el río sin tu nave?
—Buscaremos canoas, padre —dijo Darma.
—¿Para exponernos a un fuego incesante sin ningún reparo? ¿Quién llegaría vivo a la desembocadura del río?
—Mira a los dayak —dijo en aquel momento Yanez.
Los asediantes, que también debían haber oído aquel estallido formidable e incluso aquel vivo cañoneo, habían abandonado sus trincheras móviles, retirándose hacia las florestas que circundaban la llanura, como si tuviesen la intención de liberar el bloqueo.
—¡Se van, padre! —exclamó Darma—. ¿Han comprendido que era inútil obstinarse contra este kampung?
—Yanez —dijo Tremal-Naik—, ¿el peregrino habrá en cambio sido vencido y habrá mandado aquí algún mensajero para hacer retirar a los asediantes?
—¿O intentarán arrastrarnos a alguna emboscada? —preguntó en cambio el portugués.
—¿En qué modo?
—Con la esperanza de que nosotros aprovechemos su retirada para abandonar el kampung y luego asaltarnos en plena floresta con todas sus fuerzas. No, mi querido Tremal-Naik, no seré tan tonto como para morder el anzuelo. Hasta que no sepamos la suerte tocada a mi Marianna, no dejaremos esta granja donde podremos defendernos largamente, en el caso de que mi tripulación haya sido destruida. Pongamos aquí un centinela y por el momento no nos preocupemos de las maniobras insidiosas de estos bribones.
—Señor Yanez —dijo Darma—. Venga a hacer un poco de reposo, mientras tanto, y a tomar un desayuno.
No oyendo más ningún tiro de cañón, aún cuando estuviesen todos angustiados por la suerte que podía haber tocado a la tripulación de la Marianna, descendieron a la sala de planta baja donde los sirvientes del kampung habían preparado una abundante refección a la inglesa, con carne fría, manteca y té con bizcochos.
Terminada la comida y habiendo mandado al mestizo a la torrecilla a fin de que les advirtiese de los movimientos de los asediantes, hicieron una mínima inspección a las cercas y obras de defensa, a fin de estar listos para sostener un largo asedio.
Habían transcurrido ya tres horas desde el estallido, cuando oyeron a Tangusa gritar desde lo alto del alminar:
—¡A las armas!
Y en eso retumbaron algunos disparos.
Yanez y Tremal-Naik se habían precipitado hacia la plataforma más alta de la cerca, de donde podían dominar un buen trecho de la llanura.
Habían apenas llegado, cuando vieron un pequeño pelotón de hombres salir de la floresta a carrera desenfrenada, disparando sobre los dayak que acudían de todas partes como para cortarles el paso.
Dos gritos habían escapado a los labios del portugués y del indio:
—¡Los tigres de Mompracem! ¡Sambigliong!
Luego lanzaron dos gritos tonantes:
—¡Fuego las espingardas!
—¡Alcen el rastrillo a nuestros amigos!
Los piratas que habían escoltado a Yanez, viendo a sus compañeros luchar con los asediantes, se habían arrojado sobre las tres espingardas que defendían la cerca por la parte meridional, descargándolas casi al mismo tiempo.
Los dayak, oyendo aquellos disparos y viendo caer a varios compañeros, habían abierto las filas refugiándose precipitadamente en la floresta.
Sambigliong y su pelotón, encontrando el paso libre, se habían lanzado hacia el kampung a toda carrera, no cesando de disparar.
El rastrillo había sido alzado y parte de la guarnición se había movido a su encuentro para apoyarlos en el caso de que los dayak volviesen para el desquite y también para guiarlos a través del boscaje espinoso.
Los sobrevivientes de la Marianna no eran más que una media docena. Estaban negros de pólvora, empapados de sudor, jadeantes, con la ropa desgarrada y ensangrentada y tenían espuma en los labios por la larga carrera que debía haber durado no menos de tres horas. El mensajero, que conocía el camino, por fortuna estaba junto a ellos.
—¿Mi nave? —gritó Yanez, corriendo al encuentro de Sambigliong.
—Ha volado, capitán —respondió el maestre con voz agonizante.
—¿Por quién?
—Por nosotros... no podíamos resistir más... eran centenares y centenares de salvajes que nos caían encima... todos nuestros compañeros han sido muertos... incluso los heridos... he preferido dar fuego a la pólvora...
—Eres valeroso —le dijo Yanez, con voz profundamente conmovida.
—Capitán... vienen... son muchos... prepararse para la resistencia.
—¡Ah! ¡Vienen! —exclamó Yanez con voz terrible—. ¡Vengaremos nuestros muertos!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Darma dice a Yanez que dejaron Mompracem hace 2 años, sin embargo, anteriormente se indica que Tremal-Naik llevaba trabajando sus granjas por 6 años. ¿Las habrá iniciado de forma gradual, yendo y viniendo de Mompracem a la bahía de Sepanggar?

Javaneses: “Giavanesi” en el original, pertenecientes o relativos a esta isla del archipiélago de la Sonda, en Asia.

Santabárbara: “Santabarbara” en el original, es el pañol o paraje destinado en las embarcaciones para custodiar la pólvora.

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