miércoles, 7 de diciembre de 2016

VI. La carga de los elefantes


Un pequeño claro, mal desbastado, divisándose todavía los troncos de los árboles surgir del suelo, se extendía delante del embarcadero y detrás de los restos de cabañas y de cobertizos perdonados por el incendio.
Más allá comenzaba la gran y densa floresta, compuesta la mayor parte de inmensos helechos arbóreos, cicas, durián y casuarinas, y llena de rotang de longitud desmesurada que formaban verdaderas redes.
Ningún ruido perturbaba el silencio que reinaba bajo aquellos majestuosos árboles. Sólo, de vez en cuando, entre el follaje se oía un débil grito lanzado por algún gekko, la lagartija cantante, o el susurro de algún calcostetha, aquellos pequeñísimos pájaros de colores brillantes con reflejos metálicos que, en aquellas islas malayas, toman el lugar de los trochilidae americanos.
Yanez y sus hombres, después de haber permanecido algún tiempo escuchando, un poco tranquilizados por aquella calma y por el comportamiento pacífico de una pareja de monos buto sobre un banano, y después de haber dado una vuelta alrededor de las cabañas, se adentraron hacia la floresta, explorando los márgenes por un ancho de media milla, sin encontrar ningún rastro de sus implacables enemigos.
—Parece imposible que hayan desaparecido —dijo Yanez, al que le parecía inexplicable aquella imprevista tregua después de tanto ensañamiento—. ¿Es que han renunciado a atormentarnos, después de los reveses que han tenido?
—¡Uf! —hizo el piloto—. Si el peregrino había jurado su perdición, creo que hará lo posible para tener sus cabezas.
—Ponte también tú en el número —dijo el portugués—. Volvamos a bordo y esperemos la noche.
El regreso lo realizaron sin haber sido molestados, confirmándose cada vez más la suposición de que los dayak no hubiesen llegado aún a aquellos alrededores.
Apenas bajado el sol, Yanez hizo enseguida los preparativos para la partida. Había aún a bordo treinta y seis hombres, incluyendo a los heridos.
Escogió a quince, no queriendo debilitar demasiado a la tripulación que podía, durante su ausencia, ser asaltada, y hacia las nueve, después de haber recomendado a Sambigliong la más activa vigilancia a fin de no hacerse sorprender, volvía a descender a tierra con Tangusa, el piloto y la escolta.
Estaban todos formidablemente armados, con carabinas indias de largo alcance y parang, aquellos terribles sables que con un solo golpe decapitan un hombre, y ampliamente equipados con municiones, ignorando si Tremal-Naik tuviese tantas como para poder aguantar incluso un asedio.
—Adelante y sobre todo hagan el menor ruido que les sea posible —dijo Yanez, en el momento en el que se metían bajo los bosques—. Aún no estamos seguros de encontrar el camino despejado.
Se volvió atrás para dar una última mirada al velero, cuya masa destacaba vivamente sobre las aguas del río, semi confundida entre los vegetales que crecían sobre la orilla y sin saber por qué, sintió una angustia en el corazón.
—Diría que tengo un mal presentimiento —murmuró con inquietud—. ¿Lo perderé?
Desechó el inoportuno pensamiento y se puso a la cabeza de la escolta, precedido a pocos pasos por el mestizo y el piloto, los únicos que podían orientarse en medio de aquel caos de enormes vegetales y entre las redes inmensas formadas por los nepentes, por los gamuto y los rotang.
Como a la mañana, un silencio profundo reinaba bajo aquella infinita bóveda de follaje, como si aquella floresta estuviese absolutamente privada de animales feroces y de caza. Incluso las aves nocturnas, aquellos grandes murciélagos peludos, que son tan comunes en las islas malayas, faltaban. Solo las lagartijas cantantes, que son generalmente nocturnas, hacían oír de vez en cuando su leve grito estridente.
Estando el cielo cubierto, un calor pesado reinaba bajo las inmensas hojas, cruzándose estrechamente a treinta o cuarenta metros del suelo.
—Diría que amenaza un huracán —dijo Yanez que respiraba con gran fatiga.
—Y estallará pronto, señor —respondió el mestizo—. He visto el sol ponerse entre una nube negruzca y llegaremos apenas a tiempo al kampung.
—Si nadie nos detiene.
—Hasta ahora, señor, los dayak no se han mostrado.
—Siempre y cuando no los encontremos cerca del kampung. Esperemos que hayan levantado el asedio.
—No serán tantos como para oponer una seria resistencia, al menos por el momento. Aquellos que nos han esperado en la desembocadura del río quizá no han regresado aún.
—Si tardasen sólo veinticuatro horas, no les temería más —respondió Yanez—. La Marianna, con tripulación reforzada, se volvería inexpugnable. ¿Tendrá muchos defensores Tremal-Naik?
—Supongo que habrá podido reunir a una veintena de malayos, señor Yanez.
—Tendremos entonces un pequeño ejército que dará que hacer a aquel maldito peregrino. Apresuremos el paso e intentemos llegar al kampung antes de que el alba surja.
La floresta, no obstante, no permitía que avanzaran tan rápidamente como habría deseado, habiendo caído en medio de una antigua plantación de pimienta que envolvía a los árboles en una red absolutamente inextricable.
Las grandes plantas no habían conseguido sofocar los sarmientos altísimos que, replegándose hacia el suelo y conectándose con los rotang y los calamus o enrollándose alrededor de las monstruosas raíces salidas del suelo por falta de espacio, formaban un entrelazamiento colosal que oponía una sólida resistencia.
—Mano a los parang —dijo Yanez, viendo que los dos guías no conseguían pasar.
—Haremos ruido —observó el piloto.
—Ya no tengo ningún deseo de volver atrás.
—Los dayak pueden oírnos, señor.
—Si nos asaltan los recibiremos como se merecen. Apresurémonos.
A golpes de sable consiguieron abrirse paso y siempre golpeando a diestra y siniestra, continuaron adentrándose en la interminable floresta.
Marchaban por una hora, luchando obstinadamente contra las plantas, cuando el piloto se detuvo bruscamente, diciendo:
—Alto todos.
—¿Los dayak? —preguntó en voz baja Yanez, que enseguida lo había alcanzado.
—No lo sé, señor.
—¿Has oído algo?
—Ramas crujir delante nuestro.
—Vamos a ver, Tangusa, y todos ustedes permanezcan aquí y no hagan fuego si yo no les doy la señal.
Se arrojó a tierra encontrándose delante de un caos de raíces y sarmientos y se puso a arrastrarse hacia el lugar donde el malayo afirmaba haber oído las ramas crujir.
El mestizo se le había puesto detrás intentando no hacer ruido.
Recorrieron así una cincuentena de metros y se detuvieron bajo las enormes corolas de una flor monstruosa, un kerubut que tenía una circunferencia de más de tres metros, y que transmitía un olor poco agradable.
Habiendo alrededor de aquella flor un poco de espacio libre, era fácil descubrir hombres que avanzaran a través de la floresta.
—Padada no se había engañado —dijo Yanez, después de haber permanecido un poco escuchando.
—Sí, alguien se acerca —confirmó el mestizo.
—¿Y esto qué es? —preguntó de pronto Yanez.
A lo lejos se oyó en aquel momento un estruendo extraño que parecía producido por el avance de algún furgón o de un tren.
—No es un trueno —dijo el portugués.
—No relampaguea aún —dijo Tangusa.
—Diría que un río ha roto las contenciones y desborda.
—No ha caído aún una gota de agua y luego el Kabatuan está lejos.
—¿Qué será?
—Y se aproxima rápidamente, señor.
—¿Hacia nosotros?
—Sí.
—¡Calla!
Apoyó una oreja en el suelo y escuchó nuevamente, conteniendo la respiración.
La tierra transmitía claramente aquel estruendo inexplicable que parecía producido por el rápido avance de masas enormes.
—No comprendo absolutamente nada —dijo finalmente Yanez, realzándose—. Es mejor que nos repleguemos hacia la escolta; quién sabe si el piloto no nos explica este misterio.
Se escabulleron bajo los gigantescos pétalos del kerubut y repitieron el camino recorrido, deslizándose entre los infinitos sarmientos.
Cuando llegaron al lugar donde habían dejado a sus hombres, se percataron de que también la escolta estaba presa de una viva agitación, oyéndose también ahí aquel fragor. Solo Padada parecía tranquilo.
—¿De qué proviene este alboroto? —le preguntó Yanez.
—Es una columna de elefantes que huye ante algún peligro, señor —respondió el piloto—. Estarán seguramente molestísimos.
—¡Elefantes! ¿Y quién pudo haber espantado a aquellos colosos?
—Hombres, yo creo.
—¿Los dayak avanzarán del poniente? Es de allí que el fragor viene.
—Es lo que pensaba también.
—¿Qué me aconsejas hacer?
—Alejarnos lo más pronto posible.
—¿No nos encontraremos a los elefantes en nuestro camino?
—Es probable, pero bastará una descarga para hacerlos desviar. Tienen un miedo increíble aquellos colosos a los disparos, no estando habituados.
—Adelante entonces —comandó el portugués, con voz resuelta—. Debemos llegar al kampung antes de que lleguen los dayak.
Se volvieron a poner apresuradamente en camino cortando a sablazos los rotang y los calamus, mientras el fragor aumentaba rápidamente de intensidad.
El piloto debía haber acertado. Entre el estrépito ensordecedor producido por el incesante derrumbe de las plantas, abatidas por los poderosos e irresistibles choques de aquellas enormes masas lanzadas al galope desenfrenado, comenzaban a oír los barritos. Aquellos paquidermos tuvieron que ser espantados por alguna gran tropa de hombres, no huyendo normalmente ante un pelotón de cazadores.
Debían haber sido las bandas de dayak quienes los pusieron en rumbo.
Yanez y sus hombres apresuraban el paso, temiendo ser arrollados por la loca carrera de aquellos paquidermos.
Habiendo encontrado espacios libres, se habían puesto a correr, mirando con espanto a sus espaldas, creyendo ver desplomárseles encima aquellos monstruosos animales. Incluso Yanez parecía preocupado.
Habían alcanzado un matorral formado casi exclusivamente por enormes árboles de alcanfor, que ninguna fuerza hubiese podido derribar, teniendo aquellas plantas troncos gruesísimos, cuando el piloto por segunda vez se detuvo, diciendo precipitadamente:
—Arrójense bajo estas plantas que son suficientes para protegernos. ¡He aquí que llegan!
Se habían apenas dejado caer detrás de aquellos troncos colosales cuando vieron aparecer a los primeros elefantes.
Aparecieron en carrera desenfrenada por un matorral de sandhya malati, los árboles de la noche, así llamados porque sus flores se entreabren después de la puesta del sol y de los cuales debían haber hecho un verdadero estrago en la carga furibunda.
Aquellos colosos, que parecían locos de terror, cayeron de golpe sobre un montón de jóvenes palmeras que les bloqueaban el camino y las derribaron como si una guadaña inmensa, maniobrada por algún titán, hubiese bajado sobre aquellas plantas.
Aquella no era mas que la vanguardia, porque pocos instantes después se derramó sobre aquel espacio el grueso, con clamores espantosos.
Eran cuarenta o cincuenta elefantes, entre machos y hembras, que se chocaban entre ellos confusamente, intentando sobrepasarse. Sus formidable trompas percutían con ímpetu irresistible árboles y arbustos, derribándolo todo.
Al ver algunos que parecían querer arrojarse hacia los árboles de alcanfor, Yanez estaba por hacer ejecutar una descarga, cuando vió puntos luminosos aparecer detrás de los paquidermos que describían fulmíneas parábolas.
—¡Silencio! ¡Qué ninguno se mueva! ¡Los dayak! —había exclamado Padada.
Varios hombres, casi enteramente desnudos, corrían detrás de los elefantes, arrojando sobre los dorsos ramas resinosas encendidas, que enseguida recogían apenas caídas, volviendo a lanzarlas.
No eran mas que una veintena, sin embargo los paquidermos, aterrorizados por aquella lluvia de fuego que les caía encima sin pausa, no osaban darse vuelta, mientras que con una sola carga hubiesen podido barrer y aplastar a aquel pequeño grupo de enemigos.
—¡No se muevan y no hagan fuego! —había repetido precipitadamente Padada.
Los elefantes habían ya pasado, chocando los primeros troncos del matorral, sin que aquellas colosales plantas hubiesen afortunadamente cedido y habían desaparecido en lo más denso de la floresta, siempre perseguidos por los dayak.
—¿Son cazadores? —preguntó Yanez cuando el fragor se perdió a lo lejos.
—Que nos cazaban a nosotros —respondió el malayo—. Nuestro descenso a tierra ha sido notado por alguien que vigilaba el embarcadero y no estando probablemente en número suficiente los dayak que se encontraban en los alrededores, nos arrojaron encima a los elefantes. Verá que harán recorrer a aquellos colosos toda la floresta, con la esperanza de que nos encontremos en su carrera y nos atropellen.
—¿Podemos por consiguiente volver a verlos?
—Es probable, señor, si no nos apresuramos a dejar este boscaje y refugiarnos en el kampung de Pangutaran.
—¿Estamos muy lejos aún?
—No le sabría decir, siendo esta parte de la floresta tan intrincada, de no podernos ni orientar, ni correr demasiado. Sin embargo supongo que llegaremos antes del alba.
—Antes de que los elefantes regresen, vámonos. No se encuentran siempre árboles de alcanfor para protegernos. Me sorprendió no obstante una cosa.
—¿Cuál, señor?
—Como aquellos salvajes han podido reunir tantos animales.
—Los habrán encontrado por casualidad no siendo domadores como los mahout siameses o los cornac indios —dijo Tangusa, que asistía al coloquio.
—No es raro, en estas florestas, encontrar manadas de cincuenta e incluso de cien cabezas.
—¿Y se prestan a ese juego?
—Continuarán escapando mientras que los dayak tengan aliento y no cesen de perseguirlos con los tizones encendidos.
—No creía que aquellos bribones fuesen tan astutos. ¡Amigos, al trote!
Dejaron el matorral que los había tan oportunamente protegido de aquella carga espantosa y se metieron dentro de otros matorrales formados en su mayor parte por árboles gomíferos, por dammeri y por sandáracas, intentando orientarse lo mejor posible, no pudiendo divisar las estrellas, de tan densa que era la cúpula de follaje que cubría la floresta.
Afortunadamente las plantas no crecían tan cerca una de otra y los arbustos y los rotang eran raros, de modo que podían marchar más rápidamente y correr incluso menos riesgo de caer en alguna emboscada.
A lo lejos el fragor producido por los elefantes lanzados en plena carrera se oía aún, ahora intenso y ahora más débil.
Los pobres animales ahora metidos por una parte, ahora devueltos hacia la otra, hacían el juego de los dayak que sabían guiarlos hábilmente donde deseaban, con la esperanza de que sorprenderían al pelotón en algún lugar de la inmensa floresta.
Padada y el mestizo, sabiendo ya de qué se trataba, se adaptaban a tiempo para mantenerse siempre lejos de aquel peligro, conduciendo al pelotón en dirección opuesta a la seguida por los paquidermos.
Después de una buena media hora pareció finalmente que los dayak, convencidos de que los tigres de Mompracem no se encontraban en aquella parte de la selva, empujaron a los elefantes hacia el río, puesto que el fragor producido por aquella carga furibunda se alejó hacia el sur, hasta que cesó completamente.
—Nos creen aún lejos del kampung —dijo el piloto, después de haber escuchado un poco—. Van a buscarnos hacia el Kabatuan.
—Cuánta obstinación en aquellos bribones —dijo Yanez—. Es precisamente una guerra a muerte la que nos han declarado.
—Eh, señor mío —respondió Padada—, saben bien que si logramos unirnos a Tremal-Naik, la expugnación del kampung se hará extremadamente difícil.
—Les dejo el kampung; no tengo ninguna intención de establecerme aquí. Tengo la orden de conducir a Mompracem a Tremal-Naik y a su hija y no ya de hacer la guerra al peregrino, al menos por ahora. Más tarde veremos.
—¿Renuncia a saber quién es aquel hombre misterioso que ha jurado un odio implacable contra todos ustedes?
—Aún no he pronunciado la última palabra —respondió Yanez con una sonrisa—. Un día saldaremos cuentas con aquel señor. Por ahora pongamos a salvo al indio y a su graciosa niña. ¿Dónde estamos ahora? Me parece que la floresta comienza a disminuir.
—Buen signo, señor. El kampung de Pangutaran no debe estar muy lejos.
—Dentro de poco encontraremos las primeras plantaciones —dijo el mestizo que desde hacía algunos minutos observaba atentamente la floresta—. Si no me engaño estamos cerca del Marapohe.
—¿Qué es? —preguntó Yanez.
—Un afluente del Kabatuan, que señala el límite de la granja. ¡Alto, señores!
—¿Qué pasa?
—¡Veo fuegos brillar allá abajo! —exclamó Tangusa.
Yanez aguzó la mirada y a través de fragmentos de las plantas, a una distancia considerable, vio brillar en la oscuridad un gran punto luminoso que no debía ser un simple fanal.
—¿El kampung? —preguntó.
—O un fuego de los asediantes —dijo en cambio Tangusa.
—¿Deberemos dar batalla antes de entrar en la granja?
—Tomaremos al enemigo por la espalda, señor.
—Cállate —dijo en aquel momento el piloto, que había avanzado algunos pasos.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Yanez, después de un minuto.
—Oigo al río romper contra las orillas. El kampung se encuentra delante nuestro, señor.
—Atravesémoslo —respondió Yanez resueltamente—, y caigamos sobre los asediantes a paso de carga. Tremal-Naik nos ayudará por su parte como mejor pueda.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Gekko: “Gek-kò” en el original, es un género de reptiles escamosos pertenecientes a la familia Gekkonidae. Se distribuyen por el Sudeste Asiático y Oceanía y viven en ambientes húmedos (bosques). En su mayoría son insectívoros, a veces con otras fuentes alimenticias tales como frutas, pequeños mamíferos y pequeños reptiles. Son principalmente arbóreos , y siempre con unos dedos adhesivos que les permite subir casi cualquier superficie.

Calcostetha: “Chalcostetha” en el original, es una especie de pájaro perteneciente al género de los Leptocoma. Son muy pequeños y se alimentan abundantemente de néctar, aunque también atrapan insectos, especialmente cuando alimentan sus crías. El vuelo con sus alas cortas es rápido y directo.

Trochilidae: “Tronchilichi” en el original, es el nombre científico del colibrí.

Monos buto: No existe traducción ni referencia de este tipo de mono, ya que es una invención salgariana.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 0,5 mi equivalen a 0,80 km.

Nepentes: Planta tipo de la familia de las Nepentáceas, insectívoras, de hábito trepador o postrado.

Gamuto: “Gomuti” en el original, se trata de la “Arenga pinnata”, también llamada “Arenga gamuto”, una especie perteneciente a la familia de las arecáceas. Se le da múltiples usos, desde la producción de azúcar, vinagre, vino, combustible y para la construcción de techos (en la isla de Java).

Calamus: Es un género de plantas de la familia de las arecáceas. Existen 325 especies de este género, de las cuales el “rotang” es una de ellas.

Corolas: Segundo verticilo de las flores completas, situado entre el cáliz y los órganos sexuales, y que tiene por lo común vivos colores.

Kerubut: “Crubul” en el original, es otro de los nombres con el que se conoce a la planta parásita Rafflesia arnoldii cuya flor puede medir hasta casi 1 m de diámetro y pesar 11 kg. No encontré una definición de la palabra “crubul” utilizada por Salgari, sino que también se la conoce como “kerubut” (caja de nuez de areca del diablo), que suena bastante parecido.

Sandhya malati: “Sunda-matune” en el original, es la planta Mirabilis jalapa que tiene la particularidad de tener flores de múltiples colores que cambian con el tiempo. Dichas flores comienzan a abrirse por la tarde y se cierran al mediodía. Se la conoce comúnmente con el nombre de “dondiego de la noche”, “donpedros”, etc.

Mahout: “Mahut” en el original, es aquella persona que maneja y conoce a un elefante. Proviene del hindi “mahaut” y “mahavat”, que significa “montador de elefantes”.

Cornac: Hombre que en la India y otras regiones de Asia doma, guía y cuida un elefante.

Dammeri: Especie de planta leñosa del género Cotoneaster de la familia de las rosáceas. Posee flores pequeñas de color blanco con puntos rosados.

Sandáracas: “Sandracchi” en el original, aquí utilizado para referirse al árbol que la produce, en realidad es una resina amarillenta que se saca del enebro, de la tuya articulada y de otras coníferas, se emplea para barnices y se usa en polvo con el nombre de grasilla.

Marapohe: No encontré referencias a este supuesto río, afluente del Kabatuan.

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