lunes, 28 de noviembre de 2016

V. Las confesiones del piloto


La Marianna había superado la zona incendiada y navegaba en aquel momento entre dos orillas verdes, donde los durián, los alcanforeros, los gluga, los sagú, los bananos de hojas monstruosas y las espléndidas arengas entrecruzaban sus ramas y sus frondas. Un riachuelo que afluía en el Kabatuan, había impedido al fuego extenderse hacia el alto curso, de modo que aquellos montes habían sido perdonados.
Una calma absoluta reinaba sobre las orillas, al menos en aquel momento. Los dayak no debían haber ido hasta ahí, porque se veían numerosas aves acuáticas bañarse tranquilamente, signo evidente de que se sentían perfectamente seguras.
Y en efecto los grandes pelargopsis, de enorme pico rojo como el coral, nadaban entre las cañas, pescando, los bellos alcedos atravesaban el río saludando al velero con un largo silbido y en la extremidad de los árboles, que empujaban sus ramas sobre el agua, los ploceus murmuraban, balanceándose dentro de sus nidos en forma de bolsa, mientras sobre los bancos dormitaban no pocos cocodrilos de cinco o seis metros de largo, con los dorsos rugosos incrustados de un espeso estrato de fango.
—He aquí aquellos que se encargarán de soltar la lengua a aquel obstinado malayo —murmuró Yanez, que había fijado la mirada sobre los formidables reptiles—. ¡Qué bella ocasión! ¡Sambigliong!
El maestre fue pronto para acudir a la llamada.
—Haz arrojar un anclote.
—¿Nos detenemos, capitán Yanez?
—Oh, por pocos minutos solamente y acércanos a uno de esos bancos lo más que puedas.
—¿Quiere pescar algún cocodrilo?
—Ya verás: mientras tanto prepara una sólida cuerda.
El piloto apareció en aquel momento en cubierta, con las manos atadas detrás de la espalda, empujado hacia adelante por el mestizo que no hacía economía de golpes ni de amenazas.
El desgraciado era presa de un terror profundo, sin embargo no parecía todavía dispuesto a confesar.
—Sambigliong —dijo Yanez, cuando el anclote fue calado—. Arroja un poco de carne salada a aquellos monstruos, tanto como para estimular un poco su apetito.
La Marianna se había detenido a breve distancia de un banco cenagoso, sobre el cual estaban reunidos cinco o seis gaviales, entre los cuales había uno sin cola, perdida seguramente en algún combate.
Se calentaban al sol, dormitando tranquilamente y aún viendo acercarse al velero no se habían movido, siendo por naturaleza poco desconfiados.
—¡Despierten buaya! —gritó Sambigliong, arrojando hacia el banco algunos enormes pedazos de carne salada.
Los gaviales, viendo caer aquel maná, se habían alzado, luego se habían arrojado encima disputándoselos ferozmente. En un momento no se vio mas que un montón de escamas y colas poderosamente agitadas que se batían en todas las direcciones, luego, puestos en apetito por aquellos pocos bocados se apresuraron al borde del banco, alzando sus amplias mandíbulas, armadas de largos dientes, hacia la Marianna, en espera de otra distribución.
—Señor Yanez —dijo Sambigliong—, esperan algo mejor aquellos insaciables glotones.
—Les daremos un hombre —respondió el portugués, mirando al piloto que miraba fijo con ojos turbados las gargantas abiertas de par en par de los monstruos, como si hubiese comprendido que aquel hombre era él.
—Señor —balbuceó, acercándose a Yanez.
—¡Calla! —le respondió éste secamente.
—¿Qué quiere hacer de mí?
—Lo sabrás pronto. A ti, Sambigliong.
El maestre anudó alrededor de los flancos del desgraciado malayo una sólida cuerda, luego alzándolo bruscamente entre los poderosos brazos, lo arrojó fuera de la borda antes de que hubiese pensado en oponer alguna resistencia.
Padada había mandado un alarido terrible, creyendo caer entre las mandíbulas de aquellos formidables reptiles, en cambio permaneció suspendido entre el agua y la borda.
Los gaviales, viendo aquella presa humana, con un brinco se habían precipitado al agua, nadando velozmente hacia la Marianna.
El piloto, loco de miedo, se debatía desesperadamente girando y volviendo a girar sobre sí mismo y mandando alaridos estrangulados. Una angustia indescriptible se transparentaba de sus facciones espantosamente alteradas.
—¡Ayuda! ¡Ayuda! ¡Gracia! Sálvenme... —gritaba, haciendo esfuerzos supremos por cortar las cuerdas que le ataban las manos.
Yanez, de pie sobre la regala, agarrado al flechaste de babor del trinquete, lo miraba impasiblemente, mientras los gaviales intentaban aferrar a la presa, lanzándose más de la mitad fuera del agua, con poderosos golpes de cola.
—Si Padada no muere de espanto es un verdadero milagro —dijo Tangusa.
—Tienen la piel dura los malayos —respondió Yanez—. Dejémoslo gritar un poco.
El pobre hombre gritaba con la garganta desgarrada, peor que un mono rojo, aullando siempre:
—¡Ayuda! ¡Gracia! ¡Me alcanzan... gracia, señor!
Yanez hizo seña a Sambigliong de retirar un poco la cuerda, habiendo el gavial logrado tocar con la extremidad del hocico a la presa, luego, volviéndose hacia el piloto que continuaba debatiéndose, enderezando lo más que podía las piernas:
—¿Quieres que te deje caer en las gargantas de los buaya o que te haga izar? Tu vida está en tus manos.
—No... señor... íceme... me tocan... no puedo más.
—¿Hablarás?
—Sí, hablaré... le diré todo... todo...
—Júralo sobre Nyai Loro Kidul, ya que es la protectora de los cazadores de nidos de salanganas.
—Lo juro... señor...
—Te advierto antes que, si cuando te hayamos subido, te rehusaras a confesarme todo, te arrojaré sin más entre las mandíbulas del más grande gavial.
—No tengo ningún deseo y...
—Continúa —dijo Yanez.
—¿Cuando haya confesado todo no me matará igualmente?
—No sé qué hacer con tu piel. Permanecerás prisionero hasta nuestro regreso, luego irás a hacerte colgar donde quieras. Sígueme al castillo y también tú, Tangusa.
El malayo a quien no le parecía todavía cierto el encontrarse vivo y que golpeaba los dientes por el terror, que no se le había pasado completamente, siguió, sin hacerse rogar, al portugués y al mestizo.
—Y ahora escuchemos tu interesante confesión —dijo Yanez, tumbándose en un pequeño diván y volviendo a encender el cigarrillo que había dejado apagar, para mejor asistir a los saltos de los gaviales y a las contorsiones del piloto—. Cuidado que has jurado y yo no soy hombre de dejarse engañar, ni tomar por tonto.
—Le diré todo, amo.
—Entonces han sido los dayak quienes te mandaron al encuentro de la Marianna.
—No puedo negarlo —respondió el malayo.
—Ha sido el peregrino.
—No, señor; jamás he hablado con ese hombre.
—¿Quién es?
—Pero... sería un poco difícil decirlo, ni sabría decirles de dónde ha caído ese. Ha llegado aquí hace algunas semanas, con muchas cajas llenas de armas y bien provisto de dinero, de guineas y florines holandeses.
—¿Sólo?
—Eso creo.
—¿Y qué ha hecho luego?
—Se ha presentado a los jefes de las tribus, que lo recibieron con deferencia, llevando en la cabeza el turbante verde de los peregrinos que han visitado el sepulcro del profeta. Luego qué les había narrado y prometido, lo ignoro. Solo sé que pocos días después, los dayak estaban todos en armas y que pedían la cabeza de Tremal-Naik, que hasta entonces había sido su protector.
—¿Ha regalado a aquellos fanáticos imbéciles las armas?
—Y también mucho dinero.
—¿Es verdad que un día una nave inglesa ha llegado junto a la desembocadura del Kabatuan y que aquel peregrino ha sido amable con el comandante? —preguntó Yanez.
—Sí, señor, también añadiré que durante la noche la tripulación desembarcó otras cajas llenas de armas.
—¿No sabes a qué raza pertenecía aquel hombre?
—No, señor: por lo que ví puedo decir que su piel es bastante oscura y que habla el borneano con dificultad.
—¡Qué misterio impenetrable! —murmuró Yanez—. Me romperé la cabeza sin lograr aclararlo.
Estuvo un momento en silencio, como si estuviese sumergido en un profundo pensamiento, luego preguntó:
—¿Cómo han hecho para saber que la Marianna llegaba en socorro de Tremal-Naik?
—Parece que ha sido uno de los sirvientes del indio en informar a los jefes de los dayak y al peregrino.
—¿Qué encargo te habían dado?
El malayo tuvo una breve indecisión, luego respondió:
—De encallar su nave, ante todo.
—Entonces no me había equivocado, dudando de ti. ¿Y luego?
—Deje que no confiese el resto.
—Habla libremente: te he prometido perdonarte la vida y yo no falto a mi palabra.
—Aprovechar el asalto de los dayak para incendiarle la nave.
—Gracias por tu franqueza —dijo Yanez, riendo—. ¿De modo que habían decidido nuestra muerte?
—Sí, señor. Parece que el peregrino tenía algún motivo para estar ofendido con los tigres de Mompracem.
—¡También con nosotros! —exclamó Yanez, que caía de sorpresa en sorpresa—. ¿Quién puede ser ese? Nosotros nada hemos tenido que ver con fanáticos musulmanes.
—No sé qué decirle, señor.
—Si es verdad lo que nos has contado, ¿aquel miserable nos acechará por todas partes?
—No los dejará tranquilos, entienda, hará de todo para masacrarlos del primero al último —dijo el piloto—. Sé que ha hecho jurar a los jefes dayak de no perdonarlos.
—Y nosotros haremos lo posible por matarles lo más que podamos, ¿verdad, Tangusa?
—Sí, señor Yanez —respondió el mestizo.
—Padada —dijo el portugués—, ¿sabes si la granja de Pangutaran ya está asediada?
—No lo creo, señor, habiendo reunido el peregrino a casi todas sus fuerzas para aplastarlos primero a ustedes.
—Entonces el camino que va del embarcadero al kampung de Tremal-Naik puede estar libre.
—O al menos poco defendido.
—¿Cuánto te ha dado el peregrino para que mandases mi nave a los bancos y me la incendiases?
—Cincuenta florines y dos carabinas.
—Te daré doscientos si me guías al kampung.
—Acepto, señor —respondió el malayo—, y habría aceptado incluso sin ninguna recompensa, debiéndole la vida.
—¿Aún estamos lejos del embarcadero?
—Dentro de un par de horas lo alcanzaremos, ¿verdad? —dijo Tangusa mirando al malayo.
—Quizá también antes.
Yanez desató las cuerdas que estrechaban las manos del prisionero y salió, diciendo:
—Subamos a cubierta.
Sobre el río reinaba aún una gran calma y las aguas se desenrollaban tranquilas, entre dos orillas cubiertas de soberbios helechos arborescentes, de bellas plantas cicas, de pandanus, de casuarinas y de palmas, que desplegaban en abanico sus gigantescas hojas emplumadas.
Entre los rotang que caían en festones a lo largo de los troncos de los árboles, había siamang, aquellos hórridos simios negros que tienen la frente bajísima, los ojos hundidos, la boca enorme, la nariz chata y bajo la garganta un largo bocio que pende como una vejiga hinchada, los cuales saltaban de rama en rama sin demostrar ninguna preocupación. En el agua en cambio nadaban entre las hierbas, numerosos biawak, aquellos lagartos semiacuáticos que alcanzan con frecuencia los dos metros de longitud. De los dayak ningún indicio. Si hubiesen estado cerca, los cuadrumanos no hubiesen mostrado tanta tranquilidad, siendo en general extremadamente desconfiados.
La Marianna, que avanzaba muy lentamente ayudada también por los remos, no pudiendo el viento soplar demasiado libremente entre aquellas dos inmensas murallas de follaje, continuó remontando tranquila hasta el mediodía, luego se detuvo delante de una especie de plataforma que avanzaba en el agua sostenida por algunas filas de palos.
—El embarcadero del kampung de Pangutaran —habían exclamado simultáneamente el piloto y Tangusa.
—Abajo las anclas y arrimen —había comandado de pronto el portugués—. A las espingardas los artilleros.
Dos anclotes fueron hundidos y el velero, empujado por la corriente, fue a apoyarse al embarcadero en cuyos palos fue atado.
Yanez había subido a la amura, para asegurarse mejor de que ningún dayak se encontraba emboscado sobre aquella orilla.
Que los crueles salvajes hubiesen pasado por aquí no había duda, pudiéndose divisar a breve distancia del embarcadero los restos de algunas cabañas destruidas por el fuego y un vasto cobertizo semi descubierto, con los pilares ennegrecidos por el humo y las llamas.
—Parece que no hay ninguno aquí —dijo Yanez, volviéndose hacia el mestizo que también se había erguido sobre la amura.
—No esperaban que llegásemos hasta aquí —respondió Tangusa—. Estaban muy seguros de podernos detener y masacrar en la desembocadura del río.
—¿Cuánto distamos del kampung?
—Un par de horas, señor Yanez.
—Haciendo tronar los cañones de caza, ¿Tremal-Naik podría oírnos?
—Es probable. ¿Cuenta con partir enseguida?
—Sería una imprudencia. Esperemos la noche; pasaremos más fácilmente y quizá sin ser vistos.
—¿Cuántos hombres tomaremos?
—No más de veinte. Me preocupa que la Marianna no permanezca demasiado desprovista. Si la perdiésemos estaría terminado, para todos, también para Tremal-Naik y para Darma. Mientras tanto haremos una breve exploración en los alrededores, para asegurarnos de que no nos tiendan ninguna emboscada. Esta calma no me tranquiliza en absoluto.
Hizo poner en batería las espingardas y las piezas de caza, volviéndolas hacia el embarcadero, levantando barricadas formadas con barriles llenos de hierros, a fin de reparar mejor a los artilleros, por consiguiente comandó amainar las velas sobre el puente, sin quitarlas de las vergas a fin de que la nave estuviese lista para zarpar en pocos minutos.
Terminados aquellos preparativos, Yanez, el mestizo y el piloto, escoltados por cuatro malayos de la tripulación, armados hasta los dientes, descendieron al embarcadero para hacer un reconocimiento en los alrededores, antes de aventurarse con el grueso bajo las densas florestas que se extendían entre la orilla del río y el kampung de Pangutaran.

NOTAS AL PIE DE PÁGINA DE SALGARI

Buaya: Son llamados con tal nombre por los malayos.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Gluga: Nombre malayo con el que se conoce al árbol Morera del Papel o Mora turca (Broussonetia papyrifera). Puede alcanzar los 15 metros de altura y de su corteza se extraen fibras que se utilizan para fabricar papel.

Pelargopsis: Género de aves coraciformes perteneciente a la familia Halcyonidae cuyos miembros habitan en el sur de Asia, de tamaño muy grande, alrededor de 35 cm de largo.

Alcedos: “Alcede” en el original, es un género de aves de la familia Alcedinidae que incluye numerosas especies de martines pescadores.

Ploceus: Es un género de aves de la familia Ploceidae. Agrupa a 64 especies propias del África subsahariana y de la región indomalaya.

Buaya: “Boyo” en el original, significa “reptil” en malayo y se utiliza para denominar a los cocodrilos.

Flechaste: “Grisella” en el original, son cada uno de los cordeles horizontales que, ligados a los obenques, como a medio metro de distancia entre sí y en toda la extensión de jarcias mayores y de gavia, sirven de escalones a la marinería para subir a ejecutar las maniobras en lo alto de los palos.

Guineas: Monedas inglesas de oro de Guinea, que se pagaban a 21 chelines, en lugar de los 20 de una libra normal. Se usaban como unidad monetaria para ciertos géneros.

Florines: Unidad monetaria de Holanda hasta la implantación del euro.

Helechos arborescentes: “Felci arborescenti” en el original, seguramente se trate de la categoría taxonómica Cyatheales, también llamados “helechos arbóreos”.

Cicas: “Cycas” en el original, es una planta de la familia de las Cicadáceas, originaria de Java. Alcanza de uno a dos metros de altura, con el tronco o estípite simple, leñoso, cubierto de cicatrices. Tiene hojas de medio metro a dos metros de largo, rígidas, pinnadas, con las pinnas lineares, de color verde oscuro en la cara superior, más claro en la inferior, con los márgenes doblados; estróbilos masculinos oblongos, cilíndricos, erguidos, de 30 a 40 cm de largo, leñosos, castaños, con escamas aplanadas; hojas carpelares con dos o más óvulos, flores dioicas y semillas rojas. Se multiplica por hijuelos. Es planta ornamental.

Pandanus: Plantas tropicales del género Pandanus pertenecientes a la familia de las Pandanaceae, repartidas por el Pacífico. Comprende a más de 600 especies diferentes repartidas por el cinturón tropical, de África a Oceanía.

Casuarinas: Árbol de la familia de las Casuarináceas, que crece en Australia, Java, Madagascar y Nueva Zelanda. Sus ramas producen con el viento un sonido algo musical.

Rotang: El “Calamus rotang” es una especie de palma perteneciente a la familia de las arecáceas utilizada para la elaboración de muebles, cestas, bastones, paraguas y objetos de mimbre.

Siamang: Nombre común del Symphalangus syndactylus, especie de primate hominoideo de la familia Hylobatidae. Es un gibón arbóreo, de pelaje negro, nativo de los bosques de Malasia, Tailandia, y Sumatra. Es el más grande de los simios menores, tanto así que puede ser el doble de grande que otros gibones y casi alcanzar el tamaño de los chimpancés, con más de un metro de altura y cerca de 25 kg.

Biawak: “Bewah”, en el original, es el nombre malayo e indonesio con el que se conoce a los varanos. Por la descripción de Salgari, seguramente se trate del varano acuático (Varanus salvator), llamado “biawak air”. Después del dragón de Komodo es el más grande, llegando a medir 3 m de longitud, aunque normalmente mide 2,5 m y pesa 20 kg.

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