viernes, 18 de noviembre de 2016

IV. En medio del fuego


Cualquier otro se hubiera no menos impresionado, oyendo aquella amenaza, lanzada por un hombre perteneciente a una raza tan sanguinaria y valentísima y al entender al mismo tiempo, que el camino de escape ante tal peligro le había sido cortado.
Yanez en cambio, había escuchado al malayo y al enemigo que lo amenazaba con exterminarlo, sin dar ningún signo, ni de cólera, ni de desaliento.
Había pasado muchas otras en su vida como para perder el ánimo.
—¡Ah! —había simplemente exclamado—. ¡Nos quieren exterminar! Menos mal que han sido tan gentiles de advertirnos. ¡Y después los llamamos salvajes!
Después de aquellas palabras, que demostraban una perfecta serenidad de ánimo, se había vuelto al malayo que se encontraba en el agua, preguntándole:
—¿Es sólida la cadena?
—Es de ancla grande, capitán —había respondido el marinero.
—¿Dónde la habrán encontrado aquellos salvajes? ¿Es que de un momento al otro han aprendido a fabricarlas? ¡Aquel peregrino les ha enseñado a realizar verdaderas maravillas!
—Capitán Yanez —dijo Sambigliong—. La Marianna va de costado. ¿Debo hacer arrojar un anclote?
El portugués se volvió mirando al velero, que no pudiendo avanzar, no obedecía más a la acción del timón y comenzaba a virar sobre estribor, retrocediendo lentamente.
—Baja un ancla de leva y prepara la chalupa —dijo al maestre—. Es necesario cortar aquella cadena.
El hierro fue rápidamente hundido, hilando pocos metros de cadena, no siendo muy profundo el río en aquel lugar y la Marianna detuvo su marcha atrás, enderezándose casi enseguida con la proa hacia la corriente.
La misma voz de antes, más amenazadora, se alzó entre las plantas, repitiendo la intimación:
—Ríndanse o los exterminaremos a todos.
—¡Por Júpiter! —exclamó Yanez—. ¡Me había olvidado de responder a aquel hombre!
Hizo con las manos un portavoz, gritando:
—Si quieres mi nave ven a tomarla: te advierto solamente que tenemos abundancia de pólvora y plomo. Y ahora no me fastidies más, que tengo otra cosa que hacer en este momento.
—El peregrino de La Meca te castigará.
—Ve a que te cuelguen junto a tu Mahoma. Te encontrarás bien en su compañía. Sambigliong, haz calar la chalupa y manda a seis hombres a cortar la cadena: que los artilleros de babor estén atentos y protejan a quienes desciendan.
La más pequeña de las dos embarcaciones fue puesta rápidamente en el agua, y seis malayos, armados de pesadas hachas y fusiles, bajaron dentro.
—¡Golpeen duro y háganlo pronto sobre todo! —les gritó el portugués.
Luego subió sobre la amura, agarrándose a un brandal y miró atentamente hacia la orilla, en la cual resonaba la voz del misterioso peregrino.
A través de la floresta divisó otra vez pasar los puntos luminosos, que se alejaban con fantástica velocidad.
—¿Qué preparan aquellos bribones? —se preguntó, no sin un poco de preocupación.
—Señor Yanez —dijo Tangusa, que había dejado el timón, habiéndose vuelto por el momento inútil—. He divisado fuegos también sobre la orilla derecha.
—¿Serán los dayak que reúnen otras nueces de coco? Hace muy poco que vimos pasar aquellas luces.
De pronto mandó una sorda imprecación. Treinta o cuarenta lenguas de fuego se habían imprevistamente alzado entre los arbustos de las dos orillas, rompiendo la oscuridad densísima que reinaba bajo los árboles.
—¡Prenden fuego la floresta! —gritó—. ¡Miserables!
—Y lo que es peor, señor —añadió el mestizo, con voz alterada por el espanto—, todos estos árboles están envueltos de gutta jintiwan saturada de caucho.
—¡Pra-la! —gritó el portugués, volviéndose al hombre que comandaba la chalupa—. ¿Pueden resistir solos?
—Tenemos nuestras carabinas, señor Yanez.
—Apresúrense lo más que puedan, luego alcáncennos. Sambigliong, haz zarpar el ancla.
—¿Redescenderemos el río, capitán? —preguntó el maestre.
—Y a prisa, mi querido. No tengo ningún deseo de hacerme asar vivo. Rápido cachorros. ¡Todo a la banda el timón, Tangusa!
En un instante el hierro fue arrancado del fondo y la Marianna, que tenía en aquel momento el viento a la mitad de la nave, viró rápidamente de bordo, dejándose transportar por la corriente.
Una docena de hombres, provistos de largos remos, ayudaban a la acción del timón, que se volvía poco eficaz teniendo el agua a favor.
Los seis marineros de la chalupa, aún cuando privados de la protección de sus compañeros, no habían abandonado la cadena y continuaban acosándola con golpes furiosos no dando indicios los gruesos anillos de ceder tan fácilmente.
Mientras tanto el incendio se inflamaba con rapidez espantosa y nuevas lenguas de fuego se alzaban aquí y allá, para propagarlo sobre una más vasta extensión.
Las llamas encontraban un óptimo elemento en el gutta jintiwan (urceola elastica), aquellas grandes plantas trepadoras de las cuales los malayos sacan una sustancia viscosa, de la cual se sirven para atrapar a los pájaros, en los gambir, en los colosales árboles de alcanfor y en las plantas gomíferas que son numerosas en todas las florestas de Borneo.
Todas aquellas plantas crepitaban, como si contuviesen en sus fibras cartuchos de fusil o detonaban y de sus fragmentos dejaban gotear salvia más o menos saturada de resina, que a su vez se prendía fuego extendiendo siempre más el incendio.
Una luz intensa había sucedido a la oscuridad, mientras miríadas de chispas se alzaban a gran altura revoloteando entre torbellinos de humo.
La Marianna descendía precipitadamente, ayudada por los remos para sustraerse de aquel incendio, que se ya propagaba también a las plantas próximas a las dos orillas, pero no había recorrido más que quinientos pasos, cuando un choque ocurrió en la proa, que repercutió en todas las partes de la carena.
Alaridos furiosos habían estallado sobre el castillo de proa, donde estaban reunidos la mayor parte de los malayos, temiendo que de un momento al otro apareciesen las chalupas y los pontones de los dayak.
—¡Estamos atrapados!
—¡Nos han cortado la retirada!
Yanez había acudido, imaginándose lo que había sucedido.
—¿Otra cadena? —preguntó, despejando a sus hombres para hacerse lugar.
—Sí, capitán.
—Entonces la han tendido hace pocos minutos.
—Así debe ser —dijo Tangusa, que parecía estupefacto—. Señor Yanez, no nos queda mas que tomar tierra mientras el incendio aún no ha atacado por todas partes.
—¡Dejar la Marianna! —exclamó el portugués—. ¡Oh nunca! Sería el fin de todos, también de Tremal-Naik y de Darma.
—¿Debo poner en el agua a la otra chalupa? —preguntó Sambigliong.
Yanez no respondió. Erguido sobre la proa, con las manos estrechadas sobre la escota de la trinquetilla, el cigarrillo apagado y comprimido entre los labios, miraba el incendio que se extendía siempre más.
También hacia el bajo curso del río las llamas comenzaban a alzarse. Dentro de poco la Marianna se encontraría en medio de un mar de fuego y, puesto que los árboles casi juntaban sus ramas sobre el río, la tripulación corría el peligro de ver derramarse encima una lluvia de tizones ardientes y de cenizas calientes.
—Capitán —repitió Sambigliong—, ¿debo poner en el agua la segunda chalupa? Corremos el peligro de perder la Marianna, si no huimos.
—¡Huir! ¿Y a dónde? —preguntó Yanez, con voz calma—. Tenemos fuego delante y detrás y aunque cortando las cadenas nuestra situación no mejoraría.
—¿Nos dejaremos entonces asar, señor Yanez?
—No estamos aún cocinados —respondió el portugués, con su calma maravillosa—. Los tigres de Mompracem son chuletas un poco duras.
Luego, cambiando bruscamente el tono, gritó:
—Extiendan la tela sobre el puente, bajen las velas a los hierros de apoyo. Al agua las mangas de las bombas y hundan las anclas. ¡Los artilleros a sus puestos!
La tripulación que esperaba con angustia alguna decisión, en pocos momentos izó los hierros de apoyo y amainó las dos inmensas velas.
La Marianna, como todos los yachts que emprendían viajes en las regiones extremadamente cálidas, estaba provisto de una tela para reparar el puente de los ardientes rayos solares y de sus correspondientes apoyos.
En un instante fue desplegada a la altura de las botavaras y las dos velas fueron arrojadas encima, dejando caer los márgenes a lo largo de las amuras, de modo de cubrir enteramente la pequeña nave.
—Maniobren las bombas y rieguen —comandó Yanez, cuando la orden fue cumplida.
Después volvió a encender el cigarrillo y se dirigió hacia la proa, mientras torrentes de agua eran lanzados contra la tela empapándola completamente.
Los hombres encargados de cortar la cadena, volvían en aquel momento a bordo, luchando desesperadamente. Sobre ellos llameaban las ramas de los árboles, cubriéndolos de chispas.
—Llegan a tiempo —murmuró el portugués—. ¡Qué espectáculo magnífico! ¡Qué pecado no poderlo ver desde un poco más lejos! ¡Lo admiraría mejor!
Una verdadera tromba de fuego se derramaba sobre el río. Los árboles de las dos orillas, compuestos en su mayor parte por plantas gomíferas, ardían como fósforos, lanzando por todos lados monstruosas lenguas de fuego y torbellinos de humo denso y pesado.
Los troncos, carbonizados, se desplomaban al suelo, haciendo caer a las plantas vecinas a las que estaban conectadas por plantas parásitas y gambir y esparciendo torrentes de caucho ardiente. Árboles de alcanfor enormes, casuarinas, sagú, arengas sacchariferas, damar saturados de resina, bananos, cocos y durián llameaban como antorchas colosales, retorciéndose y tronando; luego eran derribados, cayendo en el río con silbidos ensordecedores.
El aire vuelto irrespirable y la tela y las velas que cubrían la Marianna humeaban y se contraían, a pesar de los continuos chorros de agua con que las regaban.
El calor se había vuelto tan intenso que los cachorros de Mompracem, a pesar de la protección de las velas, se desmayaban.
Inmensas nubes de humo y nubarrones de chispas, que el viento empujaba, se metían dentro del espacio cerrado entre el puente y las telas, envolviendo a los hombres aterrorizados, mientras de lo alto caían sin interrupción ramas llameantes, que a las bombas les costaba apagar, aún cuando fuesen enérgicamente maniobradas.
Una cúpula de fuego envolvía todo: la nave, las orillas y el río. Los malayos y los dayak que formaban la tripulación, miraban con espanto aquellas cortinas llameantes, que no daban señales de disminuir, preguntándose angustiosamente si estaba por tocar para ellos la última hora.
Solo Yanez, el hombre eternamente impasible, parecía que no se ocupase en absoluto del tremendo peligro que amenazaba a la Marianna.
Sentado sobre la cureña de una de las piezas de caza, fumaba plácidamente su cigarrillo, como si fuese insensible a aquel calor espantoso que cocinaba a sus hombres.
—¡Señor! —gritó el mestizo, acudiendo cerca de él, con el rostro apagado y los ojos dilatados por el terror—. Nos asamos.
Yanez alzó los hombros.
—No puedo hacer nada —respondió luego, con su calma habitual.
—El aire se vuelve irrespirable.
—Conténtate con el poco que desciende a tus pulmones.
—Huyamos, señor. Nuestros hombres han cortado la cadena que nos cerraba el paso hacia el alto curso.
—Allá arriba no estará más fresco que aquí, mi querido.
—¿Deberemos perecer así?
—Si así está escrito —respondió Yanez, sin quitarse de los labios el cigarrillo.
Se volcó sobre la cureña como si fuese una cómoda silla poltrona, añadiendo después de algunos instantes:
—¡Bah! ¡Esperemos!
De pronto algunas descargas de fusiles retumbaron sobre el río, acompañadas de clamores ensordecedores.
Yanez se había alzado.
—¡Cómo se vuelven fastidiosos estos dayak! —exclamó.
Atravesó el puente, sin cuidarse de los torrentes de agua que le caían encima y, alzado un borde de la inmensa tienda, miró hacia la orilla.
A través de las cortinas de fuego divisó hombres que parecían demonios, correr entre las oleadas de humo, disparando contra el velero. Parecía que aquellos terribles salvajes fuesen insensibles, como las salamandras, porque osaban, aún cuando estuviesen casi desnudos, meterse entre las llamas para disparar más de cerca.
A Yanez se le había vuelto torvo el rostro. Una bella cólera blanca se manifestaba en aquel hombre, que parecía tuviese agua congelada en las venas y que pudiese competir con los más flemáticos anglosajones de las razas nórdicas.
—¡Ah! ¡Miserables! —gritó—. ¡Ni siquiera en medio del fuego quieren darnos un momento de tregua! ¡Sambigliong, cachorros de Mompracem, andanadas sin misericordia a aquellos demonios!
Fue un poco alzada la tienda, las cuatro espingardas fueron reunidas sobre estribor, y mientras el incendio se inflamaba más que nunca, devorando los enormes vegetales, la metralla comenzó a silbar a través de las cortinas de fuego, acosando a los salvajes con huracanes de clavos y fragmentos de hierro.
Bastaron siete u ocho descargas para decidir a aquellos bribones mostrar los talones. Varios habían caído y se asaban en medio de las hierbas y los arbustos crepitantes, continuando el fuego dilatándose.
—¡Pudiese haber caído también el peregrino! —murmuró Yanez—. Aquel sabelotodo desgraciadamente se habrá protegido bien como para exponerse a nuestros tiros.
Llamó al malayo que había guiado la chalupa, que había vuelto a bordo en el momento en el que los árboles que costeaban el río se prendían también fuego.
—¿Han cortado la cadena? —le preguntó.
—Sí, capitán Yanez.
—De modo que el paso está libre.
—Completamente.
—El fuego disminuye hacia el alto curso del río, mientras tiende a aumentar hacia el bajo —murmuró Yanez—. Sería mejor irnos, antes que aquellos bribones puedan tender otras cadenas y que sus chalupas lleguen aquí. Que sea lo que tenga que suceder, partamos.
La bóveda de follaje que cubría en aquel lugar al río, había sido destruída por el huracán de fuego que la había embestido, y sobre las dos orillas no permanecían mas que pocos enormes troncos de árboles de alcanfor, semi carbonizados y algún tronco de durián que llameaba aún como una inmensa antorcha.
El fuego en cambio se inflamaba terriblemente hacia poniente, donde las florestas habían permanecido hasta ahora intactas, o sea detrás de la Marianna.
Por consiguiente el peligro de que el velero se incendiase, ya se había evitado.
—Aprovechemos —dijo Yanez—. El aire comienza a volverse un poco más respirable y la brisa es siempre favorable.
Hizo quitar la inmensa tela que chorreaba agua, luego hizo levantar y por consiguiente atar las velas a las vergas. Aquellas maniobras fueron cumplidas rápidamente, entre una verdadera lluvia de cenizas que la brisa lanzaba contra el velero, cegando y haciendo toser a los hombres.
Reinaba aún un calor infernal sobre el río, estando las dos orillas cubiertas de un altísimo estrato de carbones aún ardientes, sin embargo no había más peligro de morir asfixiados.
A las cuatro de la mañana las anclas fueron izadas y la Marianna reanudó la navegación con notable velocidad, sin haber sido molestada.
Los dayak, que debían haber sufrido pérdidas crueles, no se habían hecho ver más.
Quizá el incendio, que aumentaba siempre hacia el poniente, los había obligado a una precipitada retirada.
—No se divisan más —dijo Yanez al mestizo, que observaba las dos orillas sobre las cuales ondeaban aún densas columnas de humo y nubarrones de chispas—. ¡Si nos dejaran tranquilos al menos hasta que podamos alcanzar el embarcadero! ¿Es que no han comprendido que nosotros somos personas resueltas a defender al extremo la piel? Después de las dos lecciones recibidas, deberían haberse persuadido de que no somos galletas para sus dientes.
—Han comprendido, señor Yanez, que nosotros acudimos en ayuda de mi amo.
—Sin embargo nadie se los ha dicho.
—Apuesto a que lo sabían, aún antes de su arribo. Algún sirviente ha traicionado el secreto o ha oído las órdenes dadas por Tremal-Naik al hombre que les fue mandado.
—¿Será así?
—Aquel malayo que ustedes han recogido y que se ofreció como piloto deben haberlo mandado ellos en contra de la Marianna.
—¡Por Júpiter! ¡No recordaba más a aquel bribón! —exclamó Yanez—. Ya que los dayak nos dan un poco de tregua y el incendio se apaga más arriba, podremos ocuparnos un poco de él. Quién sabe logremos arrancarle alguna preciosa información sobre aquel misterioso peregrino.
—¡Si habla!
—Si se obstina en permanecer mudo, me encargaré de hacerle pasar un mal cuarto de hora. Ven, Tangusa.
Recomendó a Sambigliong mantener a los hombres en sus puestos de combate, temiendo siempre alguna nueva sorpresa por parte de aquellos obstinados enemigos y descendió al castillo, donde la lámpara quemaba todavía.
En un camarote contiguo al salón, sobre un dosel, yacía el piloto, siempre inmerso en el sueño profundo, procurado por las compresiones enérgicas de Sambigliong.
Un sueño regular efectivamente no era. La respiración era ligerísima, tanto que se habría podido confundir al malayo con un auténtico muerto, habiéndosele vuelto también su color casi grisáceo, como cuando los hombres de color se ponen pálidos.
Yanez, que había sido instruido por Sambigliong, frotó violentamente las sienes y el pecho del durmiente, luego le alzó los brazos replegándoselos hacia atrás lo más que pudo a fin de dilatarle los pulmones, realizando aquel movimiento varias veces.
Al noveno o décimo movimiento el malayo abrió finalmente los ojos, fijándolos sobre el portugués con un destello de terror.
—¿Cómo estás, amigo? —le preguntó Yanez con acento un poco irónico—. Mientras nosotros combatíamos contra tus aliados, tú dormías sabrosamente. Se hacen los haraganes los malayos.
El piloto continuaba mirando sin responder, pasándose y volviéndose a pasar una mano sobre la frente que se perlaba de sudor. Parecía que intentase reordenar sus ideas y a medida que la memoria regresaba, su piel se volvía siempre más apagada y una expresión de angustia se difundía por su rostro.
—¡Vamos! —dijo Yanez—. ¿Cuándo nos dejarás oír tu voz?
—¿Qué ha sucedido, señor? —preguntó finalmente Padada—. No consigo explicarme cómo me he dormido de golpe, después del apretón dado por su maestre.
—Es tan poco interesante que no vale la pena que te lo explique —respondió Yanez—. Tú en cambio deberías darme alguna explicación que me oprime.
—¿Cuál?
—Saber quién te ha mandado hacia nosotros para hacer encallar mi nave sobre los bancos.
—Le juro, señor...
—Deja los juramentos: ya no creo en aquellas cosas, mi querido. Es inútil que te obstines en negar: te has traicionado y te tengo en mis manos. ¿Quién te ha pagado para arruinar mi nave? Estabas por incendiarla.
—Es su suposición —balbuceó el malayo.
—Basta —dijo Yanez—. ¿Quieres hacerme perder la paciencia? Quiero saber quién es aquel maldito peregrino que ha puesto en armas a los dayak y que pide la cabeza de Tremal-Naik.
—Usted puede matarme, señor, pero no obligarme a decir cosas que ignoro.
—¿De modo que lo afirmas?
—Que no he visto nunca ningún peregrino.
—¿Y que nunca has tenido relación con los dayak que me han asaltado?
—No he tratado nunca con esos, señor, se lo juro sobre Nyai Loro Kidul (La reina del sur). Yo estaba siguiendo la costa para visitar las cavernas, dentro de las cuales las salanganas construyen sus nidos, habiendo recibido el encargo de suministrar a un chino que los necesitaba, cuando un golpe de viento me transportó al ancho mar arrastrándome, junto al bote, hacia el poniente. Los he encontrado por casualidad.
—¿Por qué estás pálido entonces?
—Señor, me ha sometido a una compresión tal que creí que se me quería estrangular y no me he aún repuesto de la impresión probada —respondió el piloto.
—Mientes como un chico —dijo Yanez—. ¿No quieres confesar? Está bien: veremos si resistes.
—¿Qué quiere hacer, señor? —preguntó el miserable con voz temblorosa.
—Tangusa —dijo Yanez, volviéndose hacia el mestizo—. Ata las manos a este traidor, luego condúcelo a cubierta. Si intenta resistir quémale los sesos.
—Mi pistola está cargada —respondió el intendente de Tremal-Naik.
Yanez salió del castillo y subió al puente, mientras el mestizo ponía en ejecución la orden recibida, sin que el malayo hubiese osado rebelarse.

NOTAS AL PIE DE PÁGINA DE SALGARI

Nyai Loro Kidul: Es la divinidad protectora de los cazadores de nidos de salanganas.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Ancla de leva: “Ancorotto da pennello”, en el original, si la traducción es la correcta. La definición en italiano para “ancora da pennello” es: Pequeña ancla que se arroja al mar antes que una más grande, a fin de que el navío pueda resistir mejor el viento, y el ancla más grande tenga menos peligro de soltarse.

Portavoz: Bocina que usan los jefes para mandar las maniobras al tender los puentes militares.

Mahoma: “Maometto” en el original, es el profeta fundador del islam. Su tumba se encuentra en la Mezquita del Profeta, en Medina, Arabia Saudita.

Gutta jintiwan: “Giunta wan” en el original, es el nombre malayo de la especie Urceola elastica, planta trepadora de la que se obtiene látex.

Urceola elastica: Especie de liana con látex blanco con pequeñas flores perteneciente a la familia de las Apocynaceae nativas del sur y este de Asia.

Gambir: Su nombre es “Uncaria gambir”; es una especie de planta del género Uncaria que se encuentra en Sarawak. Se utiliza para masticar junto con areca o betel, así como también para teñir ropa y en la medicina tradicional china.

Árboles de alcanfor: “Alberi della canfora” en el original, se trata del Dryobalanops sumatrensis, más conocido como alcanfor de Borneo, Malayo o de Sumatra y una de las principales fuentes de alcanfor, utilizado en incienso y perfumes. Puede alcanzar los 65 metros de altura. Actualmente está en peligro crítico de extinción.

Gomíferas: “Gommifere” en el original, que produce goma.

Escota: “Scotta” en el original, es un cabo que sirve para cazar las velas.

Trinquetilla: “Trinchettina” en el original, es un foque pequeño que se caza cuando hay temporal.

Botavaras: “Bome”, palo horizontal que, apoyado en el coronamiento de popa y asegurado en el mástil más próximo a ella, sirve para cazar la vela cangreja.

Casuarinas: Árbol de la familia de las Casuarináceas, que crece en Australia, Java, Madagascar y Nueva Zelanda. Sus ramas producen con el viento un sonido algo musical.

Sagú: Planta tropical de la familia de las Cicadáceas, que alcanza una altura de cinco metros. Tiene hojas grandes, fruto ovoide brillante y la médula del tronco es abundante en fécula. El palmito es comestible.

Arengas sacchariferas: “Arenghe saccarifere” en el original. Uno de los nombres con que se conoce a la “Arenga pinnata”, especie perteneciente a la familia de las palmeras. Es nativa de Asia tropical, desde el este de la India al este de Malasia, Indonesia y Filipinas. Alcanza los 20 m de altura, con hojas de 6 a 12 m de largo y 1,5 m de ancho.

Damar: “Dammar” en el original, es el nombre común con el que se conoce al género Agathis de la familia de araucariáceas. Poseen tronco grande con pocas ramas y son la fuente de la goma Damar.

Cureña: “Affusto” en el original, es el armazón compuesta de dos gualderas fuertemente unidas por medio de teleras y pasadores, colocadas sobre ruedas o sobre correderas, y en la cual se monta el cañón de artillería.

Salamandras: Según los cabalistas, seres fantásticos, espíritus elementales del fuego.

Nyai Loro Kidul: “Vairang kidul” en el original, es una diosa de Indonesia, conocida como la Reina del Sur del Mar de Java en las mitologías javanesa y sondanés. Puede adoptar la forma de una sirena y se la considera la diosa protectora de los recolectores de nidos de aves del sur de Java.

Salangana: “Rondini salangane” en el original, es un pájaro, especie de vencejo propio de China y otros países del Extremo Oriente, cuyos nidos contienen ciertas sustancias gelatinosas mezcladas con saliva que son comestibles.

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