martes, 8 de noviembre de 2016

III. Sobre el Kabatuan


El agua continuaba subiendo en la bahía ya por cinco horas y poco a poco había cubierto enteramente el banco, sobre el cual la Marianna había encallado.
Por consiguiente aquel era un buen momento para intentar liberarse y la cosa no parecía ser muy difícil, porque los marineros habían observado un ligero desplazamiento de la roda. El velero no flotaba aún; sin embargo nadie desesperaba con lograr retirarlo de aquel mal paso, ayudándolo con algún esfuerzo.
Desembarazada la cubierta de los cadáveres que la obstruían, habiendo muchos dayak caídos en el castillo de proa bajo las mortíferas descargas de las espingardas y a mitad de la nave, y, recolocados en las cajas los peligrosísimos perdigones de acero, que habían detenido tan bien el ataque de los belicosos isleños, los cachorros de Mompracem se pusieron alegremente a trabajar bajo la dirección de Yanez y Sambigliong.
Fueron arrojados dos anclotes a sesenta pasos de la popa, sobre un buen fondo y las guindalezas pasadas por el cabrestante a fin de sacar hacia atrás la nave y ayudar a la acción de la marea, luego las velas fueron giradas de modo que el impulso del viento no fuese más hacia la proa.
—¡Al cabrestante, muchachos! —gritó Yanez, cuando todo estuvo listo—. Nos quitaremos pronto de aquí.
Ya algún crujido se había oído bajo la roda, signo evidente de que el agua tendía, aumentando siempre, a levantar la carena.
Doce hombres se habían precipitado hacia el cabrestante, mientras otros tantos se habían arrojado sobre las cuerdas conectadas a los dos anclotes, para que la fuerza fuese mayor, y, al comando del portugués, los primeros habían comenzado a empujar enérgicamente las barras.
Habían dado apenas cuatro o cinco vueltas al cabrestante, cuando la Marianna se deslizó, por así decirlo, sobre el banco en el que se apoyaba, virando lentamente sobre estribor, por la acción del viento que inflaba fuertemente las dos inmensas velas.
—¡Henos libres! —había exclamado Yanez, con voz alegre—. Quizá habría bastado la sola marea para sacarnos de aquí. Qué bella sorpresa para el piloto, cuando se despierte. Zarpen los anclotes, contra abroquelen las velas y adelante, directo hacia el río.
—¿Lo embocaremos sin esperar al alba? —preguntó Sambigliong.
—Es ancho y profundo, me ha dicho Tangusa, y no está interrumpido por bancos —respondió Yanez—. Prefiero atravesar la desembocadura ahora y sorprender a los dayak, que no esperan por cierto vernos tan pronto.
Con un esfuerzo poderoso los marineros del cabrestante habían arrancado del fondo los dos anclotes, mientras los gavieros habían orientado rápidamente las dos velas y los foques del bauprés. Tangusa, que no había dejado la toldilla, se había puesto a la caña del timón, siendo el único que conocía la desembocadura del Kabatuan.
—Condúcenos solamente dentro del río, mi buen muchacho —le había dicho Yanez—. Luego pensaremos nosotros en guiar a la Marianna y tú irás a reposar.
—Oh señor, ya no soy un niño —había respondido el mestizo—, para tener necesidad de un inmediato reposo. Aquel bálsamo prodigioso, esparcido sobre mis heridas por Kickatany, me ha calmado los dolores.
—¡Ah! —exclamó de pronto Yanez, mientras la Marianna, rodeado prudentemente el banco, avanzaba hacia el río—. Aún no me has narrado cómo has caído en las manos de los dayak y por qué te han martirizado.
—No me habían dado tiempo, aquellos bribones, de terminar de contarle mi triste aventura —respondió el mestizo esforzándose por sonreír.
—¿Venías del kampung de Tremal-Naik, cuando te capturaron?
—Sí, señor Yanez. Mi amo me había encargado alcanzar la orilla de la bahía para guiarlos sobre el río.
—Entonces estaba seguro de que no tardaríamos en acudir en su ayuda.
—No lo dudaba, señor.
—¿Dónde has sido sorprendido?
—En los islotes de la desembocadura.
—¿Cuándo?
—Hace dos días. Algunos hombres que habían trabajado en las plantaciones del kampung me habían reconocido enseguida, así que asaltaron sin demora mi canoa y me hicieron prisionero. Debían haberse imaginado que Tremal-Naik me había mandado a la costa para esperar algún socorro, porque me sometieron a un largo interrogatorio, amenazando con matarme si no les revelaba el propósito de mi excursión. Dado que me rehusaba obstinadamente en responder, aquellos miserables me arrojaron en un hoyo que estaba próximo a un hormiguero, me ataron bien, luego me hicieron sobre el cuerpo algunas incisiones a fin de que la sangre saliese.
—¡Bandidos!
—Usted sabe, señor Yanez, cuán ávidas de carne son las hormigas blancas. Atraídas por el olor de la sangre no tardaron en acudir en batallones y comenzaron a devorarme, vivo, trocito a trocito.
—Un suplicio digno de salvajes.
—Y que duró un buen cuarto de hora haciéndome sentir tormentos espantosos. Afortunadamente aquellos insectos se habían arrojado también sobre las cuerdas que me ataban los brazos y las piernas y no tardaron en mordisquear también aquellas, habiendo sido untadas con aceite de coco a fin, de que al secarse, me estrecharan más.
—¿Y tú, apenas libre, escapaste? —dijo Yanez.
—Se lo puede imaginar —respondió el mestizo—. Estando los dayak alejados, me arrojé a la floresta vecina, alcancé el río y habiendo encontrado sobre la orilla un bote munido de una vela, tomé sin demora el ancho río, habiendo ya divisado a lo lejos su velero.
—¡No obstante, has sido bien vengado!
—Y estoy contento, señor Yanez. Aquellos salvajes no merecen compasión. ¡Oh!
Aquella exclamación se le había escapado, divisando algunos fuegos que brillaban sobre las costas de los islotes que formaban la barra del río.
—Los dayak velan, señor Yanez —dijo.
—Lo veo —respondió el portugués—. ¿Podemos pasar al ancho río, sin ser vistos?
—Tomaremos el último canal —respondió el mestizo, después de haber observado atentamente la desembocadura del río—. En aquella dirección no veo brillar ningún fuego.
—¿Habrá agua suficiente?
—Sí, pero hay bancos en ese lugar.
—¡Ah! ¡Diablos!
—No tema, señor Yanez. Conozco muy bien la desembocadura y espero hacerlos entrar en el Kabatuan sin desastres.
—Mientras tanto tomaremos nuestras precauciones para rechazar cualquier ataque —respondió el portugués, acercándose al castillo de proa.
La Marianna, impulsada por una ligera brisa del poniente, se deslizaba dulcemente, como si apenas rozase el agua, aproximándose siempre a la desembocadura del río.
La marea que aún subía debía facilitar la entrada, remontando por un buen trecho el Kabatuan.
La tripulación, exceptuando dos o tres hombres encargados de la cura de los heridos, estaba toda en cubierta, en los puestos de combate, no siendo improbable que los dayak, a pesar de la terrible derrota, intentasen nuevamente un abordaje o abriesen fuego manteniéndose escondidos entre las arboledas que cubrían las islas.
Tangusa que sujetaba la caña del timón y que, como habíamos dicho, conocía al dedillo la bahía, guió la Marianna de modo de mantenerla lejos de los fuegos que ardían cerca de las escolleras y que debían dominar los campamentos de los enemigos, luego con una hábil maniobra la impulsó dentro de un canal más bien estrecho que se abría entre la costa y un islote, sin que ningún grito de alarma hubiese partido ni de una parte ni de la otra.
—Estamos en el río, señor —dijo a Yanez, que lo había alcanzado.
—¿No te parece un poco extraño que los dayak no se hayan percatado de nuestra entrada?
—Quizá dormían profundamente y no sospechaban que nosotros pudiésemos librarnos tan fácilmente del banco.
—¡Uf! —dijo el portugués, sacudiendo la cabeza.
—¿Duda?
—Creo que nos han dejado pasar para darnos batalla sobre el alto curso del río.
—Puede ser, señor Yanez.
—¿Cuándo podremos llegar?
—No antes del mediodía.
—¿Cuánto dista el kampung del río?
—Dos millas.
—De floresta, probablemente.
—Y densa, señor.
—Lástima que Tremal-Naik no haya fundado su principal granja sobre el río. Nosotros estaremos obligados a dividir nuestras fuerzas. Si bien es cierto que mis cachorros se baten espléndidamente tanto sobre las cubiertas de sus praos, como en tierra.
—¿Remontamos entonces, señor? El viento es favorable y la marea nos impulsará aún por algunas horas.
—Adelante y cuida de no mandar a la Marianna en seco.
—Conozco demasiado bien el río.
El velero superó una lengua de tierra que formaba la barra del río y remontó la corriente, impulsado por la brisa nocturna que hinchaba sus enormes velas.
Aquel curso de agua, que es aún hoy día poco conocido, a causa de la continua hostilidad de los dayak que no perdonan ni siquiera las cabezas de los exploradores europeos, era ancho de un centenar de metros y fluía entre dos riberas más bien altas, cubiertas de mangos, de durián y de árboles gomíferos. Ningún fuego se veía brillar bajo los árboles, ni se oía ningún ruido que indicase la presencia de aquellos formidables cazadores de cabezas.
Sólo de vez en cuando en las aguas, que debían de ser profundas, resonaba una zambullida producida por la imprevista inmersión de algún gavial dormido al ras del agua, que la masa del velero había espantado. Sin embargo, aquel silencio no tranquilizaba en absoluto a Yanez que, es más, redoblaba la vigilancia, intentando descubrir algo bajo la lóbrega sombra de los árboles.
—No —murmuraba—, es imposible que hayamos podido pasar inadvertidos. Debe suceder algo; afortunadamente conocemos al enemigo y no nos tomará por sorpresa.
Había transcurrido una media hora, sin que nada extraordinario hubiese sucedido, y el portugués comenzaba a tranquilizarse, cuando, hacia el bajo curso del río, se vio una línea de fuego alzarse por sobre los grandes árboles.
—¡Uf! ¡Un cohete! —había exclamado Sambigliong, que había podido divisarlo antes de que se apagase.
La frente de Yanez se había ofuscado.
—¿Cómo es que estos salvajes poseen luces de Bengala? —se preguntó.
—Capitán —dijo Sambigliong—, aquello es una prueba de que en todo esto está la mano de los ingleses. Estos ignorantes nunca las han conocido hasta ahora.
—O que las haya traído aquel peregrino misterioso.
—Allá, mire, comandante: le responden.
Yanez se había vivamente volteado hacia la proa y a una notable distancia, hacia el alto curso del río, sin embargo, había visto apagarse en el cielo otra línea de fuego.
—Tangusa —dijo, volviéndose hacia el mestizo, que no había abandonado la caña del timón—. Parece que se preparan para hacernos pasar una mala noche, los ex cultivadores de tu patrón.
—También lo sospecho, señor —respondió el mestizo.
En aquel instante hacia proa se oyeron exclamaciones.
—¡Luciérnagas!
—¿O fuegos?
—Mira allá abajo.
—¡Arde el río!
—¡Señor Yanez! ¡Señor Yanez!
El portugués en pocos saltos fue al castillo de proa, donde ya se habían reunido varios hombres de la tripulación.
Todo el alto curso del río, que descendía en línea casi recta con ligeros serpenteos, aparecía cubierto de miríadas de puntos luminosos que ahora se reagrupaban y ahora se dispersaban, para reunirse poco después en líneas y en manchas densísimas.
Yanez había permanecido de tal manera sorprendido, que estuvo por algunos minutos en silencio.
—¿Algún fenómeno, capitán? —preguntó Sambigliong—. Es imposible que aquellas sean luciérnagas.
—Ni siquiera yo lo creo —respondió finalmente Yanez, cuya frente se ofuscaba cada vez más.
Tangusa que había confiado momentáneamente la caña del timón a uno de los timoneles, había también acudido, alarmado por aquellas exclamaciones.
—¿Sabrías decirme de qué se trata? —preguntó Yanez, viéndolo.
—Aquellos son fuegos que encienden el río, señor —respondió el mestizo.
—¡Es imposible! Si cada uno de aquellos puntos luminosos señalase una barca, debería haber millares y no creo que los dayak posean tantas, ni siquiera reuniendo todas las que se encuentran en los ríos borneanos.
—Sin embargo son fuegos —replicó Tangusa.
—¿Encendidos dónde?
—No sé, señor.
—¿Sobre troncos de árboles?
—No sabría decirle.
—El hecho es que aquellos fuegos se acercan, capitán, y que la Marianna podría correr el peligro de incendiarse.
Yanez lanzó un “¡Por Júpiter!” tonante que asombró a Sambigliong, que nunca lo había visto hasta entonces salirse de sus casillas.
—¿Qué han preparado aquellos canallas? —exclamó el bravo portugués.
—Capitán, preparemos para mayor precaución las bombas.
—Y arma a nuestros hombres de botafuegos y manivelas para alejar los fuegos. Estos malditos salvajes intentan incendiar nuestra nave. Vamos, rápido, cachorros míos: no hay tiempo que perder.
Aquellos centenares y centenares de puntos luminosos se agrandaban a la vista, arrastrados por la corriente y cubrían un trecho inmenso del río.
Descendían en grupos, danzando con un efecto maravilloso, que en otras ocasiones Yanez habría ciertamente admirado, pero no en aquel momento. Giraban sobre sí mismos, siguiendo los remolinos, formando líneas circulares y espirales, que luego bruscamente se rompían, o bien líneas rectas que luego se volvían serpenteantes.
Un gran número hilaba a lo largo de las orillas; muchos en cambio, es más danzaban en el medio, siendo la corriente allí más rápida.
Dónde se posaban nadie podía decirlo, estando la noche oscura, también a causa de la sombra proyectada por las plantas altísimas que cubrían las orillas. Desde luego, no obstante debían arder sobre minúsculos flotadores.
Toda la tripulación, armada apresuradamente de botafuegos, vergas, astas y manivelas, se había dispuesto a lo largo de los flancos de la Marianna para alejar aquellos fuegos peligrosos. Algunos habían descendido a la red de chinchorro del bauprés y a las bancadas para poder obrar mejor.
—¡Siempre al medio del río! —había gritado Yanez a Tangusa, que había retomado la caña del timón—. Si nos prendemos fuego, iremos pronto a arribar sobre una u otra orilla.
La flotilla llegaba en oleadas, corriendo encima de la Marianna que avanzaba lentamente siendo el viento debilísimo.
—Tráeme uno de aquellos fuegos —dijo Yanez a los malayos que habían bajado a la red de chinchorro, cuya extremidad inferior casi rozaba el agua.
Todos los marineros se habían puesto a trabajar, vibrando furiosos golpes de botafuegos y manivelas sobre aquellos fuegos flotantes que ya circundaban la Marianna.
Un malayo, habiendo tomado uno, se lo había llevado a Yanez. Se componía de una media nuez de coco, llena de algodón empapado en una materia resinosa y pegajosa que ardía mejor que el aceite vegetal, del que normalmente hacían uso los borneanos lo mismo que los siameses.
—¡Ah! ¡Bribones! —había exclamado el portugués—. ¡He aquí una ocurrencia maravillosa que jamás habría imaginado! ¡Cómo se han vuelto astutos, de un momento para el otro, estos dayak! Cachorros, métanle a toda fuerza; si este algodón se pega a los maderos, nos asaremos como patos al espiedo.
Había arrojado la cáscara de coco y se había lanzado a proa, donde era mayor el peligro, porque aquellos fuegos embistiendo el tajamar se volcaban en gran número y la materia pegajosa y resinosa donde estaba embebido el algodón podía pegarse a la tablazón, donde habría encontrado buen alimento en el alquitrán que la cubría.
Los cachorros, que habían comprendido el gravísimo peligro que corría el velero, no escatimaban golpes. Especialmente aquellos que se encontraban en la red de chinchorro y a horcajadas de las trincas, tenían mucho que hacer para volcar aquellos minúsculos flotantes, que llegaban siempre en oleadas, deslizándose y girando a lo largo de los flancos de la Marianna. Sin embargo, los fuegos de algodón de vez en cuando se pegaban a la tablazón, y el alquitrán enseguida prendía fuego, produciendo un humo denso y acre.
¡Ay si aquel leño hubiese tenido una tripulación poco numerosa! Los tigres de Mompracem afortunadamente eran bastantes como para vigilar todos los bordes y, cuando el fuego comenzaba a manifestarse, las bombas lo apagaban de golpe con un abundante chorro de agua.
Aquella extraña lucha duró una buena media hora, luego los peligrosos flotantes comenzaron a disminuir y finalmente cesaron de hilar, desapareciendo hacia el bajo curso del río.
—¿Nos prepararán ahora alguna otra sorpresa? —dijo Yanez que había alcanzado al mestizo—. Viendo su criminal tentativa ir mal, inventarán alguna otra cosa. ¿Qué me dices, Tangusa?
—Que no llegaremos al embarcadero del kampung, sin que los dayak nos den una segunda batalla, señor Yanez —respondió el mestizo.
—La preferiría a alguna otra sorpresa, mi querido. No obstante hasta ahora no veo ninguna chalupa.
—No hemos llegado aún, es más, tardaremos bastante con este viento tan débil. Si no aumenta, en vez del mediodía deberemos esforzarnos hasta la noche de mañana.
—Y eso lo lamentaría. Eh, cachorros, abran los ojos y mantengan las armas en cubierta. Los cortadores de cabeza seguramente nos espían.
Encendió un cigarrillo y se sentó sobre la regala de popa, para vigilar mejor las dos orillas.
La Marianna, huida milagrosamente de aquel segundo peligro, avanzaba siempre más lenta, habiendo disminuído la brisa.
Ningún ruido se oía en las orillas, que estaban siempre cubiertas de árboles inmensos que extendían sus ramas monstruosas sobre el río, volviendo mayor la oscuridad, sin embargo nadie dudaba que ojos siguiesen secretamente el velero.
Era imposible que los dayak, después de aquella tentativa que por poco no tiene éxito, hubiesen renunciado a la idea de destruir aquella pequeña sí, pero poderosa nave que les había infligido aquella sangrienta derrota.
Otras cinco o seis millas habían sido ganadas, sin que ningún nuevo acontecimiento hubiese sucedido, cuando Yanez divisó, bajo las florestas, centellear puntos luminosos que aparecían y desaparecían con gran rapidez.
Parecía que hombres provistos de antorchas corriesen desesperadamente entre los árboles, desapareciendo de pronto en medio de los matorrales. Luego silbidos se oían en varias direcciones que no debían ser mandados por serpientes.
—Son señales —dijo el mestizo, previniendo la pregunta que Yanez estaba por dirigirle.
—No lo dudo —respondió el portugués, que recomenzaba a inquietarse—. ¿Qué nos preparan ahora?
—Una sorpresa no mejor que la otra por cierto, señor. Nos quieren impedir a cualquier costo el llegar al embarcadero.
—Comienzo a tener los bolsillos llenos —dijo Yanez—. Por lo menos si se mostrasen y nos atacaran resueltamente.
—Saben que somos fuertes y que no carecemos de artillería, señor, y no intentarán un asalto directo.
—Sin embargo siento por instinto que aquellos bribones preparan algo contra nosotros.
—No digo lo contrario y le aconsejaría no hacer desarmar las bombas.
—¿Temes que nos manden encima otra flotilla de nueces de coco?
En vez de responder, el mestizo se había vivamente alzado, dando un golpe a la caña del timón.
—Estamos en el paso más estrecho del río, señor Yanez —dijo luego—. Prudencia o daremos contra algún banco.
El río, que hasta entonces se había mantenido bastante ancho, permitiendo a la Marianna maniobrar libremente, se había repentinamente estrechado de modo que las ramas de los árboles se cruzaban.
La oscuridad se había vuelto de pronto tan profunda que Yanez no lograba más discernir las riberas.
—Bello lugar para intentar un abordaje —murmuró.
—Y hasta para fusilarnos bien, señor —añadió Tangusa.
—¡Apunta las espingardas hacia las orillas, Sambigliong! —gritó Yanez.
Los hombres dedicados al servicio de las grandes bocas de fuego habían apenas cumplido aquella orden, cuando la Marianna, que por algunos minutos había acelerado la carrera habiéndose la brisa vuelto más fresca, chocó bruscamente contra un obstáculo que la hizo desviar hacia babor.
—¿Qué ha pasado? —gritó Yanez—. ¿Hemos encallado?
—Pero no, capitán —respondió Sambigliong que se había lanzado hacia proa—. ¡La Marianna flota!
El mestizo con un golpe de caña volvió a poner el leño sobre el rumbo primero, cuando sucedió un segundo choque y la Marianna volvió a desviarse retrocediendo algunos pasos.
—¿Qué está sucediendo? —gritó Yanez, alcanzando a Sambigliong.
—¿Hay una línea de escollos delante de nosotros?
—No veo, capitán.
—Sin embargo, no podemos pasar. Haz bajar al agua a alguien.
Un malayo arrojó una cuerda y después de haberla asegurado, se dejó deslizar, mientras el velero por tercera vez volvía a retroceder.
Yanez y Sambigliong, inclinados sobre la amura de proa miraban ansiosamente al malayo que se había arrojado a nadar para buscar el obstáculo que impedía al leño avanzar.
—¿Escolleras? —preguntó Yanez.
—No, capitán —respondió el marinero, que continuaba adentrándose sumergiéndose de vez en cuando, sin preocuparse por los gaviales que podían cortarle las piernas.
—¿Qué es entonces?
—¡Ah! ¡Señor! Han tendido una cadena bajo el agua, y no podemos avanzar si no la cortamos.
En el mismo instante una voz poderosa se alzó entre los árboles de la orilla izquierda, gritando en un inglés muy gutural:
—¡Ríndanse, tigres de Mompracem, o los exterminaremos a todos!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Kabatuan: Supuesto nombre de un río que desemboca en la bahía de Sepanggar, en la isla de Borneo, actual ciudad Kota Kinabalu, capital del estado de Sabah, perteneciente a Malasia. Si bien el río no figura en los mapas actuales, existe alguna referencia en documentos de viajes del S.XIX.

Anclotes: “Ancorotti” en el original, anclas pequeñas.

Guindalezas: “Gomene” en el original, en marina son cabos de 12 a 25 cm de mena (circunferencia), de tres o cuatro cordones corchados de derecha a izquierda y de 167 o más metros de largo, que se usan a bordo y en tierra.

Carena: Parte sumergida del casco de un buque.

Contra abroquelar: Hacer que el viento incida en la cara de proa de una vela actuando en su maniobra.

Foques: “Fiocchi” en el original, toda vela triangular que se orienta y amura sobre el bauprés y, por antonomasia, la mayor y principal de ellas, que es la que se enverga en un nervio que baja desde la encapilladura del velacho a la cabeza del botalón de aquel nombre.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 2 mi equivalen a 3,22 km; 5 mi equivalen a 8,05 km; 6 mi equivalen a 9,66 km.

Durián: “Durion” en el original, es un árbol de unos 25 m de alto, originario del sudeste asiático. Su fruto tiene varias formas y puede llegar a los 40 cm de circunferencia y entre 2 y 3 kg de peso. Tiene un caparazón de espinas verdes o café. Tiene gusto intenso y agradable, textura cremosa y olor muy fuerte. En donde crece, se lo considera el rey de las frutas.

Gomíferos: “Gommiferi” en el original, que producen goma.

Gavial: En este caso seguramente se trate del gavial malayo o falso gavial (Tomistoma schlegelii), especie de saurópsido crocodilio de la familia Gavialidae que vive en los ríos de Malasia e Indonesia Occidental. Es verde con manchas negras y puede alcanzar los 4 metros de longitud.

Luces de Bengala: “Razzi di segnalazione” en el original, si bien la traducción literal sería “cohetes de señalización”, este grupo de palabras se traduce como “luces de Bengala”, o sea, fuegos artificiales compuestos de varios ingredientes y que despiden claridad muy viva de diversos colores.

Botafuegos: “Buttafuori” en el original, es una varilla de madera en cuyo extremo se ponía la mecha encendida para pegar fuego, desde cierta distancia, a las piezas de artillería.

Vergas: “Pennoni” en el original, es la percha perpendicular al mástil, a la cual se asegura el grátil de una vela.

Arribar: “Poggiare” en el original, es maniobrar un velero de modo que la proa se aleje de la dirección de donde proviene el viento.

Siameses: Natural u oriundo de Siam, antiguo nombre de Tailandia.

Tajamar: “Tagliamare” en el original, es un tablón recortado en forma curva y ensamblado en la parte exterior de la roda, que sirve para hender el agua cuando el buque marcha.

Tablazón: “Fasciame” en el original, conjunto o compuesto de tablas con que se hacen las cubiertas de las embarcaciones y se cubre su costado y demás obras que llevan forro.

Acre: Áspero y picante al gusto y al olfato, como el sabor y el olor del ajo, del fósforo, etc.

Regala: “Capo di banda” en el original, es el tablón que cubre todas las cabezas de las ligazones en su extremo superior y forma el borde de las embarcaciones.

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