miércoles, 26 de octubre de 2016

II. El peregrino de La Meca


Si aquel velero parecía bellísimo desde el exterior, como para rivalizar con los más espléndidos yachts de aquella época, el interior, especialmente el castillo de popa, era no menos fastuoso.
La sala central sobre todo, que servía para la comida y para la recepción al mismo tiempo, era riquísima, con estanterías, mesa y sillas en caoba con incrustaciones de madreperla y filetes de oro, con alfombras persas en el piso y tapices indios en las paredes y cortinas de seda rosada con flecos de plata en las pequeñas ventanas.
Una gran lámpara, que parecía de Venecia, pendía del sofito y todo alrededor, en los espacios desnudos, se veían espléndidas colecciones de armas de todos los países.
Recostado sobre un diván de terciopelo verde, vendado de la cabeza a los pies y envuelto en una gran manta de lana blanca, estaba el intendente de Tremal-Naik ya medicado y fortalecido por algún buen cordial.
—¿Han cesado los dolores, mi buen Tangusa? —le preguntó Yanez.
—Kickatany posee ungüentos milagrosos —respondió el herido—. Me ha untado todo el cuerpo y ahora me siento mucho mejor que antes.
—Cuéntame cómo ha sucedido. Antes, ¿está aún en el kampung de Pangutaran, el amigo Tremal-Naik?
—Sí, señor Yanez, y cuando lo he dejado estaba fortificándose para resistir a los dayak hasta su arribo. ¿Cuándo ha llegado a Mompracem el mensajero que le hemos enviado?
—Hace tres días y como ves, no hemos perdido tiempo en acudir con nuestro mejor leño.
—¿Qué piensa el Tigre de la Malasia de esta imprevista insurrección de los dayak, que hasta hace tres semanas miraban a mi amo como su buen genio?
—Hemos hecho juntos tantas conjeturas y quizá no hemos adivinado el verdadero motivo que ha decidido a los dayak tomar las armas y destruir las granjas que habían costado tanto esfuerzo a Tremal-Naik. ¡Seis años de trabajo y más de cien mil rupias gastadas quizá inútilmente! ¿Tienen alguna sospecha?
—Esto es, señor, cuanto hemos podido saber. Hace un mes y probablemente también antes, ha desembarcado sobre estas costas un hombre que no parece pertenecer ni a la raza malaya, ni a la borneana, que se decía ferviente musulmán y llevaba en la cabeza el turbante verde como todos aquellos que han cumplido el peregrinaje a La Meca. Usted sabe, señor, que los dayak de esta parte de la isla no adoran a los genios de los bosques, ni a los espíritus buenos y malos como sus hermanos del sur y que son en cambio musulmanes, a su modo se entiende y no menos fanáticos que aquellos de la India central. Qué cosa había dado a entender aquel hombre a estos salvajes, ni mi amo ni yo hemos conseguido saberlo. El hecho es que logró fanatizarlos e inducirlos a destruir las granjas y a rebelarse a la autoridad del señor Tremal-Naik.
—¡Pero qué historia me narras! —exclamó Yanez, que estaba en el colmo de la sorpresa.
—Una historia tan verdadera, señor Yanez, que mi amo corre el peligro de morir abrasado en su kampung junto a la señorita Darma, si ustedes no acuden en su ayuda.
—El hombre del turbante verde ha azuzado a aquellos salvajes no sólo contra las granjas...
—También contra mi amo y quieren su cabeza, señor Yanez.
El portugués se había puesto pálido.
—¿Quién podrá ser aquel peregrino? ¿Qué misterioso motivo lo empuja contra Tremal-Naik? ¿Lo has visto?
—Sí, mientras escapaba de las manos de los dayak.
—Es joven, viejo...
—Viejo, señor, de estatura alta y delgadísimo, un verdadero tipo de peregrino que tiene hambre y sed. Y hay más aún que agrava el misterio —agregó el mestizo—. Me han dicho que hace dos semanas ha llegado aquí una nave a vapor que llevaba la bandera inglesa y que el peregrino ha tenido un largo coloquio con aquel comandante.
—¿Ha partido pronto aquella nave?
—A la mañana siguiente y tengo la sospecha de que, durante la noche, había desembarcado armas, porque ahora no pocos dayak poseen mosquetes y también pistolas, mientras que antes no tenían mas que cerbatanas y sables.
—¿Los ingleses entrando en todo este asunto? —se preguntó Yanez, que parecía muy preocupado.
—Es posible, señor Yanez.
—¿Sabes la voz que corre en Labuan? Que el gobierno inglés tiene intenciones de ocupar nuestra isla de Mompracem con el pretexto de que constituimos un peligro constante para su colonia y de mandarnos a ocupar alguna otra tierra más lejana.
—¡Los ingleses que deben a ustedes tanto agradecimiento, por haberlos desembarazado de los thugs que infestaban toda la India!
—Mi querido, ¿crees que un leopardo pueda tener agradecimiento hacia un simio, supongamos, que le ha desembarazado de los insectos que lo atormentaban?
—No, señor, aquel carnívoro no tiene aquel sentimiento.
—Y no lo tendrá ni siquiera el gobierno inglés que es llamado el leopardo de Europa.
—¿Y ustedes los dejarán meterse en Mompracem?
Una sonrisa apareció en los labios de Yanez. Encendió un cigarrillo, aspiró dos o tres bocanadas de humo, luego dijo con voz calma:
—No sería ya la primera vez que los tigres de Mompracem se ponen en guerra con el leopardo inglés. Un día han temblado y Labuan ha corrido el peligro de ver a sus colonos devorados por nosotros o cazados en el agua. No nos dejaremos ni sorprender, ni abrumar.
—¿Sandokan ha mandado a sus praos a Tiga a enrolar hombres? —preguntó el mestizo.
—Que no valen menos en coraje, que los últimos tigres de Mompracem —respondió Yanez—. ¿Inglaterra nos quiere expulsar de nuestra isla, que por treinta años ocupamos? Que prueben y nosotros pondremos a la Malasia entera en llamas y daremos batalla, sin cuartel, al insaciable leopardo inglés. Veremos si será el Tigre de la Malasia quien sucumba en la lucha.
En aquel momento se oyó la voz de Sambigliong, el maestre de la Marianna, gritar:
—¡A cubierta, capitán!
—Llegas en buen momento, malayo mío —respondió Yanez—. Apenas he terminado ahora mi coloquio con Tangusa. ¿Qué hay de nuevo?
—Avanzan.
—¿Los dayak?
—Sí, capitán.
—Está bien.
El portugués salió del castillo, subió la escalera y llegó a cubierta. El sol estaba entonces por ponerse en medio de una nube de oro, tiñendo de rojo el mar, que la brisa levemente arrugaba.
La Marianna estaba siempre inmóvil, es más, siendo aquel el momento de la máxima marea baja, estaba un poco recostada sobre el flanco de babor, de manera que la cubierta permanecía a la banda.
Hacia los islotes que hacían de muro de contención al irrumpir del río, una docena de grandes botes, entre los que había cuatro dobles, avanzaba lentamente hacia el medio de la bahía, precedida por un pequeño prao que estaba armado de un meriam, una pieza de artillería un poco más grande que los lela, aún cuando fundido del mismo modo, con latón ordinario, cobre y plomo.
—¡Ah! —dijo Yanez, con su usual flema—. ¿Quieren medirse con nosotros? Buenísimo, tenemos pólvora en abundancia para regalar, ¿verdad Sambigliong?
—La provisión es copiosa, capitán —respondió el malayo.
—Noto que avanzan muy despacio. ¡Parece que no tienen ninguna prisa, mi querido Sambigliong!
—Esperan que la noche descienda.
—Antes de que la luz huya veamos qué narices son —Tomó el catalejo y lo apuntó sobre el pequeño prao que precedía siempre a la flotilla de las chalupas.
Había quince o veinte hombres a bordo, que llevaban puesto el traje guerrero; pantalones estrechos, abotonados a la cadera y a los tobillos, sarong cortísimo, en cabeza el tudung, un curioso gorro con larga visera y muchas plumas. Algunos estaban armados de fusiles; la mayoría tenía en cambio campilán, aquellos pesados sables en ángulo de un acero finísimo, los pisau raut, o sea especie de puñales de hoja ancha y no serpenteante como los kris malayos, y tenían grandes escudos de piel de búfalo de forma cuadrada.
—Bellos tipos —dijo Yanez con su usual calma.
—Son muchos, señor.
—¡Uf! Un centenar y medio, mi querido Sambigliong.
Se volvió mirando la toldilla de la Marianna.
Sus cuarenta hombres estaban todos en sus puestos de combate. Los artilleros detrás de los dos cañones de caza y de las cuatro espingardas, los fusileros detrás de las amuras cuyos bordes estaban cubiertos de fajos de espinas agudísimas y los hombres de maniobra, que por el momento no tenían nada que hacer estando el velero todavía encallado, sobre las cofas provistos de bombas para lanzar a mano y armados de carabinas indias de largo alcance.
—¡Vamos a encontrarnos! —murmuró, visiblemente satisfecho con las órdenes impartidas por Sambigliong.
El sol estaba por desaparecer, difundiendo sus últimos rayos y bañando de luz áurea o rojiza las costas de la inmensa isla y las escolleras contra las que rompían retumbando las olas que venían del ancho mar.
El gran globo incandescente calaba soberbiamente en el agua, incendiando un gran abanico de nubes por encima de las cuales se elevaban grandes zonas de oro y bordes amplios de púrpura, deshaciéndose sobre el azul claro del cielo.
Finalmente se sumergió, casi bruscamente, inflamando por algunos instantes todo el horizonte, luego aquella ola de luz se atenuó rápidamente, no habiendo crepúsculos bajo aquellas latitudes, la gran fantasmagoría solar se extinguió y la oscuridad cayó envolviendo toda la bahía, las islas y las costas borneanas.
—Buenas noches para los otros y malas para nosotros —dijo Yanez, que no había podido dejar de contemplar aquel espléndido ocaso.
Miró la flotilla enemiga. El pequeño prao, las chalupas dobles y las simples apresuraban la carrera.
—¿Estamos listos? —preguntó Yanez.
—Sí —respondió Sambigliong por todos.
—Entonces, cachorros de Mompracem, no los contengo más.
El pequeño prao estaba a buen tiro y cubría a las chalupas que lo seguían en fila, una detrás de la otra, para no exponerse al fuego de los artilleros de la Marianna.
Sambigliong se inclinó sobre una de las dos piezas de caza emplazada sobre el alcázar que estaban montadas sobre pernos de rotación a fin de que pudiesen hacer fuego en todas las direcciones y, después de haber mirado por algunos instantes, hizo fuego, cortando limpio el trinquete, que cayó sobre el puente junto a la inmensa vela.
A aquel tiro verdaderamente maravilloso, alaridos furiosos se alzaron sobre las chalupas, luego la proa del leño mutilado a su vez se inflamó.
El meriam del pequeño velero había respondido al fuego de la Marianna, pero la bala, mal dirigida, no había hecho otro daño que el de agujerear el contrafoque que Yanez no había hecho amainar.
—Aquellos bribones tiran como conscriptos de mi país —dijo Yanez que continuaba fumando plácidamente, apoyado en la amura de proa.
Aquel segundo disparo tuvo detrás una serie de detonaciones secas. Eran los lela de las chalupas dobles que apoyaban el fuego del pequeño prao.
Aquellos cañoncitos todavía no estaban afortunadamente a tiro y todo terminó en mucho alboroto y mucho humo sin ningún daño para la Marianna.
—Demuelan el prao, ante todo, Sambigliong —dijo Yanez— e intenta desmontar el meriam que es el único que puede dañarnos. Seis hombres a las dos piezas de caza y acelera el fuego más...
Se había bruscamente interrumpido y había lanzado una rápida mirada hacia popa. De pronto se estremeció e hizo un gesto de sorpresa.
—¡Sambigliong! —exclamó, palideciendo.
—No tema, señor Yanez, el prao dentro de dos minutos estará roto o por lo menos arrasado como un pontón.
—Es el piloto que no lo veo más.
—¡El piloto! —exclamó el malayo dejando la pieza de caza que ya había apuntado—. ¿Dónde está aquel bribón?
Yanez había atravesado rápidamente la toldilla, presa de una visible emoción.
—¡Busca al piloto! —gritó.
—Capitán —dijo un malayo que estaba al servicio de las dos piezas de popa—, lo he visto hace un momento descender al castillo.
Sambigliong, que quizá había tenido la misma sospecha que el portugués, ya se había precipitado abajo por la escaleta, empuñando una pistola. Yanez lo había seguido en seguida mientras los dos cañones de caza tronaban contra la flotilla, con un fragor ensordecedor.
—¡Ah! ¡Perro! —oyó gritar.
Sambigliong había aferrado al piloto que estaba por salir de un camarote, teniendo en mano un pedazo de cuerda alquitranada encendida.
—¿Qué hacías, miserable? —aulló Yanez precipitándose a su vez sobre el malayo que intentaba oponer resistencia al maestre.
El piloto, viendo al comandante que tenía también empuñada una pistola y que parecía dispuesto a hacerle estallar la cabeza, se había vuelto grisáceo, o sea pálido, sin embargo respondió con cierta calma:
—Señor, había descendido para buscar una mecha para las espingardas...
—¡Aquí, las mechas! —gritó Yanez—. ¡Tú, bribón, intentabas incendiarnos la nave!
—¡Yo!
—¡Sambigliong, ata a este hombre! —comandó el portugués—. Cuando hayamos batido a los dayak tendrá que vérselas con nosotros.
—No necesito cuerdas, señor Yanez —respondió el maestre—. Lo haremos dormir por una docena de horas, sin que nos dé ningún fastidio.
Aferró brutalmente por los hombros al piloto que no intentaba más oponer resistencia, y le comprimió con los pulgares estirados la nuca, luego le hundió en el cuello, un poco por debajo de los ángulos maxilares, los índices y los medios a modo de apretarle las carótidas contra la columna vertebral. Entonces se vio algo absolutamente extraño. Padada volteó sus ojos y abrió de par en par la boca como si hubiese manifestado un principio de asfixia, la respiración se le hizo imprevistamente jadeante, luego volcó la cabeza hacia atrás y se abandonó entre los brazos del maestre, como si la muerte lo hubiese capturado.
—¡Lo has matado! —exclamó Yanez.
—No, señor —respondió Sambigliong—. Lo he adormecido y hasta dentro de doce o quince horas no se despertará.
—¿Lo dices en serio?
—Lo verá más tarde.
—Arrójalo sobre algún catre y subamos enseguida. El cañoneo se vuelve vivísimo.
Sambigliong alzó al piloto, que parecía no diese ningún signo de vida, y lo puso con cuidado sobre una alfombra, luego los dos subieron rápidamente a la toldilla, en el momento en el que los dos cañones de caza volvían a tronar con tal fragor como para hacer temblar a todo el velero.
El combate entre la Marianna y la flotilla estaba comprometido con gran ardor.
Las chalupas dobles, que, como habíamos dicho, estaban armadas de lela, se habían dispuesto en un frente bastante ancho, a derecha e izquierda del prao, a fin de dividir mayormente el fuego del velero y se habían empeñado resueltamente en proteger a las otras embarcaciones que, aún cuando más pequeñas, llevaban tripulaciones numerosas, reservadas ciertamente para el ataque final.
Los disparos se sucedían a los disparos y las balas, aún cuando todas de pequeño calibre, silbaban en gran número sobre la Marianna, embotando alguna verga, agujereando las velas, maltratando el cordaje y astillando las amuras. Algunos hombres ya habían sido heridos y alguno muerto, no obstante los artilleros de Mompracem hacían fríamente su deber, con una calma y una sangre fría maravillosa.
Las espingardas, habiendo ya disminuido la distancia, habían también comenzado a tronar, lanzando sobre la flotilla andanadas de metralla, compuesta en su mayor parte de clavos, que se plantaban en la piel de los dayak, haciéndolos aullar como monos rojos.
A pesar de aquellas descargas formidables, la flotilla no dejaba de avanzar. Los dayak, que son generalmente valientes no menos que los malayos y que no temen a la muerte, le daban a los remos furiosamente, mientras que aquellos que estaban armados de fusiles, mantenían un fuego vivísimo, aunque poco eficaz, no teniendo mucha práctica con aquellas armas, que quizá utilizaban por primera vez.
Ya habían llegado las chalupas a quinientos pasos, cuando el prao sobre el que se había concentrado el fuego de las piezas de caza de la Marianna, se recostó sobre un flanco.
Ya había perdido sus dos mástiles, la batanga había sido rota de golpe por una bala tirada por Yanez y sus amuras habían sido reducidas a tan mal estado, que casi no existían más.
—¡Desmonta el meriam, Sambigliong! —gritó Yanez, viendo una chalupa doble acercarse al prao con la evidente intención de apoderarse de la pieza de artillería, antes de que el pequeño velero se hundiese.
—Sí, comandante —respondió el malayo, que servía a la pieza de caza de babor.
—Y vosotros ametrallen a la tripulación antes de que sea recogido —añadió el portugués, que de lo alto del alcázar seguía atentamente los movimientos de la flotilla, sin quitarse de los labios el cigarrillo.
Una andanada golpeó al prao, andanada de piezas de caza y espingardas, desmontando el meriam cuyo carrito fue roto de golpe y barriendo el puente de proa a popa, con un huracán de metralla que lisió e hirió a la mayor parte de la tripulación.
—¡Bello golpe! —exclamó el portugués, con su flema habitual—. Ahí hay uno que no nos dará más fastidio.
El pequeño velero no era mas que un pecio que se llenaba rápidamente de agua. Los hombres que habían escapado a aquella tremenda andanada, se habían arrojado al mar y nadaban hacia las chalupas, mientras los pontones tiraban furiosamente con los lela con no demasiada suerte, aún cuando la Marianna, con su mole e inmovilizada como estaba, ofreciera un óptimo blanco.
De pronto el leño se dio vuelta bruscamente, derribando al agua a muertos y heridos y permaneció con la quilla al aire.
Alaridos feroces se alzaron de las chalupas, viendo al prao irse a la deriva en aquel estado.
—Griten como gansos —dijo Yanez—. Se necesita más que eso para vencer a los tigres de Mompracem, mis queridos. ¡Fuego sobre las chalupas! ¡Adelante, fusileros! La cosa se pone caliente.
Aunque privados del prao que con su pieza podía contragolpear a los cañones de caza, la flotilla había reanudado la carrera y se acercaba rápidamente a la Marianna.
Los tigres de Mompracem no hacían economía ni de balas ni de pólvora. Tiros de cañón y de espingarda se alternaban a nutridas descargas de fusilería que hacían anchos vacíos entre las tripulaciones de las chalupas y de los pontones.
Aquellos viejos guerreros, que un día habían hecho temblar a los ingleses de Labuan, que habían vencido y derribado a James Brooke, el rajá de Sarawak, y que habían destruido, después de formidables combates, a los terribles thugs indios, se defendían con un encarnizamiento admirable, sin ni siquiera tomarse la molestia de repararse detrás de las bordas.
Es más, despreciando todo peligro, no obstante los consejos del portugués que intentaba conservar a sus hombres, habían subido todos sobre las amuras para mirar mejor y de ahí, y también de las cofas, hacían un fuego infernal sobre las chalupas, diezmando cruelmente a sus tripulaciones.
No obstante, los asaltantes eran tan numerosos, que aquellas graves pérdidas no los desanimaban. Otras chalupas, salidas del río, habían alcanzado a la flotilla y también aquellas estaban cargadas de guerreros. Eran por lo menos trescientos salvajes, suficientemente armados, que se movían al abordaje de la Marianna, resueltos, por cuanto parecía, a expugnarla y masacrar hasta el último de sus defensores, no pudiéndose esperar cuartel de aquellos bárbaros sanguinarios que no tienen mas que un solo deseo: aquel de hacer recolección de cráneos humanos.
—El asunto amenaza con volverse serio —murmuró Yanez, viendo aquellas nuevas chalupas—. Cachorros míos, den lo más que puedan o terminaremos por dejar aquí nuestras cabezas. Aquel peregrino perro los ha fanatizado bien y los ha vuelto rabiosos.
Se arrimó a la pieza de caza de estribor, que en aquel momento había sido descargada y alejó a Sambigliong que estaba poniendo la mira.
—Deja que me caliente un poco también —dijo—. Si no demolemos los pontones y mandamos al agua a sus lela, dentro de tres minutos estarán aquí.
—Las espinas los contendrán, capitán.
—Eh, no sé, mi querido. Sus campilán harán un buen trabajo.
—Y nuestros gavieros no harán menos con sus granadas.
—Como sea, pero prefiero que no lleguen aquí.
Dio fuego a la pieza y, como de costumbre, no falló el tiro. Uno de los pontones, formado por dos chalupas unidas por un puente, se fue a pique. Las proas, quebradas al nivel del agua, en un momento se llenaron y el flotante se hundió.
Un segundo no obstante las maltrató gravemente, pero al tercer tiro de cañón disparado por Yanez las chalupas estaban ya casi abajo.
—¡Empuñen los parang y lleven las espingardas a popa! —gritó, abandonando la pieza que ya se volvía inútil—. ¡Desalojen la proa!
En un santiamén aquellas órdenes fueron seguidas. Los fusileros se amontonaron sobre el alcázar, dejando solo a los gavieros en las cofas, mientras Sambigliong con algunos hombres desfondaba a golpes de hacha dos cajas dejando correr por la cubierta una infinidad de perdigones de acero erizados de puntas sutilísimas.
Los dayak, vueltos furiosos por las graves pérdidas sufridas, habían rodeado a la Marianna aullando espantosamente e intentando treparse, agarrándose a las mesas de guarnición, a los obenques, a los brandales y al chinchorro del bauprés.
Yanez había empuñado una cimitarra y se había puesto en medio de sus hombres.
—¡Estrechen las filas alrededor de las espingardas! —gritó.
Los fusileros que estaban cerca de las amuras no habían cesado el fuego, fulminando a quemarropa a los dayak de los pontones y a aquellos que intentaban montar al abordaje.
Los cañones de los fusiles y de las carabinas indias se habían vuelto tan ardientes que quemaban las manos de los tiradores.
Los dayak arribaban, trepándose como simios. De pronto atroces alaridos de dolor estallaban entre los asaltantes.
Habían posado las manos sobre los fajos de espinas que cubrían las amuras y que estaban disimulados por los catres extendidos sobre las batayolas, desgarrándose horriblemente los dedos y no resistiendo a tan atroz dolor se habían dejado caer encima de sus compañeros, atropellándolos en su caída.
Si por el momento no habían logrado sobrepasar las amuras de babor y estribor, aquellos que se habían izado sobre las trincas del bauprés, en cambio habían sido más afortunados, habiendo encontrado enseguida un apoyo en el mástil mismo.
Percatados de las espinas, con muchos golpes de campilán arrancaron los fajos arrojándolos al mar, y diez o doce irrumpieron sobre el castillo de proa mandando un alarido de victoria.
—¡Adelante con las espingardas! —gritó Yanez que los había dejado hacer.
Las cuatro bocas de fuego lanzaron una andanada de clavos sobre aquel grupo, barriendo todo el castillo.
Fue una descarga terrible. Ninguno de los asaltantes había permanecido en pie, aún cuando no hubiese siquiera un muerto.
Aquellos desgraciados, que habían recibido de lleno aquella andanada, rodaban por el castillo, debatiéndose y mandando alaridos espantosos y gemidos desgarradores.
Sus cuerpos, agujereados en cientos de lugares por los clavos, parecían espumaderas goteando sangre.
No obstante, la victoria estaba aún bastante lejos. Otros dayak subían por todas partes, dispersando antes las espinas con los campilán y volcándose en cubierta, a pesar del fuego vivísimo de los tigres de Mompracem.
Allí, no obstante, otro obstáculo no menos duro que las espinas, esperaba a los asaltantes: eran los perdigones de acero que cubrían toda la toldilla y cuyas puntas no se podían desafiar sin pesadas botas de mar.
Además, los gavieros de las cofas habían comenzado a lanzar granadas que estallaban con fragor, lanzando alrededor fragmentos de metal.
Los dayak, tomados entre dos fuegos, imposibilitados de avanzar, se habían detenido; luego un súbito terror, acrecentado por otra andanada de metralla que arrojó a tierra a varios, los tomó y se precipitaron confusamente al agua, nadando desesperadamente hacia los pontones y las chalupas.
—Parece que finalmente tienen suficiente —dijo Yanez, que durante la lucha no había perdido un átomo de su flema—. Esto les enseñará a temer a los viejos tigres de Mompracem.
La derrota de los isleños era completa. Pontones y chalupas huían a fuerza de remos hacia los islotes que se extendían delante del río, sin más responder al fuego del velero, fuego que muy pronto fue hecho cesar por el portugués, repugnándole masacrar personas que ya no se defendían más.
—Se han ido —dijo Yanez—. Esperemos que nos dejen tranquilos.
—Nos esperarán en el río, señor —dijo Sambigliong.
—Y les daremos nuevamente batalla —añadió Tangusa, que a los primeros tiros de cañón también había subido a cubierta para tomar parte de la defensa, aunque estuviese exhausto de fuerzas.
—¿Lo crees? —preguntó el portugués.
—Estoy seguro, señor.
—Les daremos otra lección que les quitará, para siempre, las ganas de importunarnos. ¿Encontraremos agua suficiente para entrar hasta las escaleras del kampung?
—El río es profundo por un tramo larguísimo y siempre y cuando el viento sea favorable no encontrará dificultad en remontarlo.
—¿Cuántos hombres hemos perdido? —preguntó Yanez a Kickatany, el malayo que trabajaba como médico a bordo.
—Hay ocho en la enfermería, señor, de los cuales dos están gravemente heridos y cuatro muertos.
—¡Qué el diablo se lleve a esos malditos salvajes y a su peregrino! —exclamó Yanez—. Vamos, así es la guerra —añadió luego con un suspiro.
Por consiguiente volviéndose hacia Sambigliong que parecía esperase alguna orden:
—La marea está por alcanzar su máxima altura. Intentemos librarnos de este maldito banco.

NOTAS AL PIE DE PÁGINA DE SALGARI

“...hasta dentro de doce o quince horas no se despertará”: Los malayos para adormecer a las personas, recurren a aquella extraña compresión, el hombre así tratado, durante aquel sueño, es presa de una anestesia completa.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Capítulo con muchos términos marineros, la mayoría de los cuales ya hemos cubierto en las anteriores novelas, y con mucha acción. ¡Espero que les haya gustado!

La Meca: Principal ciudad de la región del Hiyaz, en la actual Arabia Saudita, donde nació Mahoma. Es la más importante de todas las ciudades santas del islam, visitada cada año por millones de peregrinos.

Yachts: Salgari utiliza la palabra en inglés para denominar a los “yates”, embarcaciones de gala o de recreo.

Cordial: Bebida que se da a los enfermos, compuesta de varios ingredientes propios para confortarlos.

Rupia: Moneda utilizada en India, Pakistán, Sri Lanka, Nepal, Mauricio y Seychelles.

Borneana: “Bornese” en el original, indica que pertenece a la isla de Borneo, sin precisar sultanato o tribu de origen.

Mosquetes: Arma de fuego de infantería que se empleó desde el siglo XVI hasta el siglo XIX, la cual se caracteriza por cargarse por el cañón. Las distintas tecnologías de disparo incluyen, de más antiguo a más moderno, la mecha, la rueda, el pedernal y el pistón.

Labuan: Isla principal del Territorio Federal de Labuan, Malasia, cuya capital es Victoria. Localizada a 9,7 km de la costa noreste de Borneo.

Thugs: Miembros de la fraternidad secreta de los estranguladores, adoradores de la diosa Kali.

Tiga: Es una de un grupo de pequeñas islas deshabitadas de Malasia en la bahía de Kimanis en la costa occidental del estado de Sabah. Las islas se formaron el 21 de septiembre de 1897, cuando un terremoto en Mindanao causó una erupción volcánica cerca de Borneo. ¡Por lo tanto, al momento de transcurrir la historia, la isla no existía! Existe otra isla Tiga en medio del Océano Pacífico, pero no creo que Salgari se refiera a esta.

Maestre: “Mastro” en el original. Si bien la traducción literal sería “maestro” me inclino por la que utilicé. Ambas tienen la misma raíz latina “magister”, pero la utilizada significa: hombre a quien después del capitán correspondía antiguamente el gobierno económico de las naves mercantes.

Meriam: “Mirim” en el original, palabra utilizada por los malayos para designar a los cañones. Deriva del árabe “miriam”, o sea “María”.

Sarong: Pieza larga de tejido, que a menudo se ciñe alrededor de la cintura y que se lleva como una falda tanto por hombres como mujeres en amplias partes del sureste asiático excluyendo a Vietnam, y en muchas islas del Pacífico.

Tudung: También conocido como “tudong”, es una palabra malaya que significa “cubierta”. Es una tela que recubre la cabeza y hombros, dejando al descubierto. Es muy parecido al hiyab. La descripción de Salgari no coincide.

Campilán: “Kampilang” en el original, es un sable recto y ensanchado hacia la punta, usado por los indígenas de Joló, en Filipinas.

“...aquellos pesados sables en ángulo...”: “...quelle pesanti sciabole a doccia...” en el original, que traducido literalmente es “ducha”. No encontré una traducción correcta para este término, por lo que lo adapté como “ángulo”. Se aceptan sugerencias.

Pisau raut: “Pisau-raut” en el original, es una daga dayak de mango más largo que la hoja, utilizada para limpiar las cabezas cortadas a los enemigos. “Pisau” significa justamente cuchillo en malayo.

Kris: “Kriss” en el original, es una daga, de uso en Filipinas, que tiene la hoja de forma serpenteada.

Cañones de caza: Cañones de largo alcance que se colocan a proa apuntando al frente. Eran muy utilizados por los barcos a vela durante la segunda mitad del S.XIX. El nombre fue dado por los franceses.

Cofas: “Coffe” en el original, es una meseta colocada horizontalmente en el cuello de un palo para fijar los obenques de gavia, facilitar la maniobra de las velas altas, y antiguamente, también para hacer fuego desde allí en los combates.

Fantasmagorías: Arte de representar figuras por medio de una ilusión óptica.

Contrafoque: “Contro fiocco” en el original, es un foque, más pequeño y de lona más gruesa que el principal, que se enverga y orienta más adentro que él, o sea por su cara de popa.

Pontón: Barco chato, para pasar los ríos o construir puentes, y en los puertos para limpiar su fondo con el auxilio de algunas máquinas.

Verga: “Pennone” en el original, es la percha perpendicular al mástil, a la cual se asegura el grátil de una vela.

Monos rojos: “Scimmie rosse”, en el original, se trata de los monos aulladores rojos (Alouatta seniculus), especie de primate platirrino del género Alouatta (monos aulladores) que habitan al norte de América del Sur. Su vocalización es de las más fuertes del mundo animal.

Batanga: “Bilanciere” en el original, cada uno de los refuerzos de cañas gruesas de bambú que llevan a lo largo de los costados las embarcaciones filipinas.

Pecio: Pedazo o fragmento de la nave que ha naufragado.

Rajá: “Rajah” en el original, es el soberano índico. Viene del francés “rajah” y éste del sánscrito “raja”, rey.

Gaviero: “Gabbiere” en el original, es el marinero a cuyo cuidado está la gavia y el registrar cuanto se pueda ver desde ella.

Parang: Es un gran cuchillo utilizado en Malasia y las islas Molucas, similar al machete. Mide entre 25 y 61 cm de longitud y pesa cerca de 1 kg.

Mesas de guarnición: “Bancazze” en el original, voz veneciana de “parasarchie”. Son una especie de plataformas que se colocan en los costados de los buques, frente a cada uno de los tres palos principales, y en la que se afirman las tablas de jarcia (conjunto de obenques) respectivas.

Obenques: “Sartie” en el original, son cada uno de los cabos gruesos que sujetan la cabeza de un palo o de un mastelero a la mesa de guarnición o a la cofa correspondiente.

Brandales: “Paterazzi” en el original, son los cabos gruesos, firmes o volantes, que se dan en ayuda de los obenques de juanete.

Chinchorro: “Dolfiniera” en el original, red a modo de barredera y semejante a la jábega, aunque menor, que se coloca en el bauprés.

Bauprés: “Bompresso” en el original, es el palo grueso, horizontal o algo inclinado, que en la proa de los barcos sirve para asegurar los estayes del trinquete, orientar los foques y algunos otros usos.

Batayolas: “Bastingaggi” en el original, son barandillas, fijas o levadizas, hechas de madera, que, encajadas en los candeleros, se colocaban sobre las bordas del buque para sostener los empalletados.

Trincas: “Trinche” en el original, son los cabos o cuerdas, cables, cadenas, etc., que sirven para trincar (asegurar).

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