miércoles, 9 de septiembre de 2015

XXXII. La fuga del príncipe Hashim


Sir Hunton, que no dudaba en haber invitado a una auténtica princesa india y que no tenía la mínima sospecha de la trama tan hábilmente urdida por el astuto maratí, le hizo los honores de la casa con la más exquisita cortesía y sin reparos, habiendo ganado un diamante que no valía menos de treinta mil liras.
La cena ofrecida a la princesa invitada no podía ser mejor. El cocinero había saqueado la despensa, los gallineros de los dayak y los criaderos de peces. No faltaban ni siquiera auténticas botellas de vino de España, que el gobernador había recibido como obsequio del amigo suyo de las Filipinas y había conservado, con gran cuidado, para las grandes ocasiones.
Ada hizo honor a la comida y rivalizó con el gobernador en amabilidad. Buscó por sobre todo hacerle beber mucho, con infinitos brindis: por la India, por la prosperidad de Sarawak, por Sadong, por el rajá y por la vieja Inglaterra.
Comenzaba a anochecer cuando estaban por dar el último golpe de diente al tradicional pudding.
—El príncipe Hashim se inquietará no viéndonos —observó Ada, después de haber arrojado una mirada afuera—. La oscuridad cala rápidamente, señor gobernador.
—Ha sido ya advertido que iremos a tomar el té en casa suya, Alteza —respondió sir Hunton.
—No lo hagamos esperar demasiado.
—Si lo cree, alcémonos.
—Un paseo a la orilla del río nos hará bien.
Se había alzado, arrojándose sobre la cabeza una rica mantilla de seda, para defenderse de la humedad de la noche que es bastante peligrosa en aquellas regiones. Kammamuri, que había tomado parte de la cena en su calidad de secretario de la amable princesa, ya había salido.
Dos marineros del yacht lo esperaban en la orilla del río.
—¿Está todo listo? —les preguntó.
—Sí —respondieron.
—¿Cuántos caballos han comprado?
—Ocho.
—¿Dónde nos esperan?
—Sobre la margen del bosque.
—Está bien: alcancen a sus compañeros.
Ada salía en aquel momento del brazo del gobernador. Kammamuri la alcanzó y con un rápido gesto le hizo comprender que todo estaba listo.
La noche era espléndida. A oriente una nube ligeramente rosada, pero que rápidamente se volvía gris, indicaba el lugar donde había desaparecido el sol. El cielo se cubría rápidamente de estrellas que se espejaban en las plácidas aguas del río.
Por el aire hacían volteretas los murciélagos gigantes y entre los arbustos y los árboles revoloteaban miríadas de dragones voladores, mientras los tuko, otros lagartos, pero semejantes a las tarántulas, salían de las grietas de las casas, para comenzar sus atrevidos desarrollos sobre los sofitos de las estancias, emitiendo sus leves gritos que parecían decir: ¡Tuko...! ¡Tuko...!
Sobre el río, algún batelero cantaba aún una monótona canción, mientras los juncos chinos, las únicas naves que remontaban hasta Sadong, encendían sus monumentales linternas de papel aceitado o de talco.
Miles de perfumes venían de las vecinas florestas: los alcanforeros, las nueces moscadas, y los mangostanes exhalaban sus agudos aromas.
Ada no hablaba, pero procuraba en cambio apresurar el paso; el gobernador que había bebido un poco demasiado, la seguía, haciendo esfuerzos para mantenerse erguido.
Afortunadamente el camino era breve. Pocos minutos después se encontraban ante el palacio real del heredero del rajá, un palacio real muy modesto, porque no era más que una casita de dos pisos, rodeada de una veranda y defendida por cuatro indios armados, encargados de vigilar atentamente al prisionero.
El gobernador, después de haberse hecho anunciar, condujo a la princesa a un salón adornado de divanes y alfombras en gran parte ya consumidos, de algunos espejos y de una mesa sobre la cual estaban amontonados, en pleno desorden, baratijas chinas, tazas, teteras, bolas de marfil perforadas y otras semejantes bagatelas.
El sobrino de Muda Hashim los esperaba sentado sobre una vieja poltrona medio desquiciada, coronada por un pequeño gavial dorado, emblema de los rajás de Sarawak.
El rival de James Brooke no tenía en aquella época más de treinta años. Era de estatura alta, de porte majestuoso, con una bella cabeza cubierta por largos y negros cabellos, con el rostro ligeramente bronceado, adornado con una barba fuliginosa, pero ralo, y dos ojos ardientes e inteligentísimos.
Llevaba en la cabeza el turbante verde de los rajás de Borneo y vestía una larga zamarra de seda blanca, estrechada a los costados por una ancha faja de seda roja, de cuyos pliegues salían las empuñaduras de dos kris, insignia de los grandes jefes, mientras al costado le pendía un golok, pesado sable malayo, largo, afiladísimo, de hierro forjado.
Viendo entrar al gobernador, se alzó haciendo una pequeña inclinación, luego fijó sus ojos sobre la joven con viva curiosidad, diciendo:
—Sean bienvenidos a mi casa.
—La princesa Raibh había mostrado el deseo de visitarlo y la he traído, con la esperanza de darle un gusto —respondió el gobernador.
—Le agradezco su cortesía, señor. ¡Son tan raras las distracciones en esta ciudad y aún más raras las visitas...! El rajá Brooke ha hecho mal en dejarme en este aislamiento.
—Usted sabe que el rajá desconfía de usted.
—Sin razón, porque no tengo más partidarios. La sabia administración del rajá me los ha arrancado a todos.
—Los dayak sí, pero los malayos...
—También aquellos sir Hunton... pero dejemos la política y permítanme que les ofrezca un buen té.
—Se dice que usted lo tiene verdaderamente excelente —dijo el gobernador riendo.
—Verdadero té floral, se lo aseguro; mi amigo Tai-Sin me lo regala siempre, cuando arriba a Sadong.
—He ahí una bella ocasión para buscar partidarios entre los chinos de Cantón. Apostaría a que su proveedor de té no estaría incómodo en encontrarlos.
Un denso destello relampagueó en la profunda mirada del futuro rajá, pero no hizo ningún otro gesto que traicionase la cólera interna.
—Sirvan, el té —dijo.
Kammamuri fue rápido a pasar a una estancia contigua, donde se oía un rumor de tazas, y poco después entraba seguido por un pequeño malayo que traía un servicio completo sobre una bandeja de plata.
El astuto maratí vertió la deliciosa bebida, y en la taza destinada al gobernador dejó caer una píldora que enseguida se disolvió.
Ofreció la primera taza a su ama, la segunda a sir Hunton y la tercera al sobrino del rajá, luego regresó a la estancia contigua.
Llenó sucesivamente cuatro tazas, les disolvió otras tantas píldoras, luego dijo al malayo:
—Sígueme con la bandeja.
—¿Hay otros invitados, señor? —preguntó el sirviente.
—Sí —respondió el maratí con una misteriosa sonrisa—. ¿Hay otra salida sin pasar por el salón?
—Sí.
—Precédeme.
El malayo lo hizo pasar a una tercera estancia pequeña cuya puerta daba a la calle. A pocos pasos velaban los cuatro guardias.
—Jóvenes —dijo el maratí, moviéndose hacia ellos—. Mi ama, la princesa Raibh, les ofrece el té de Hashim. Todo a su salud, y he aquí un puñado de rupias, que les ruega acepten.
Los cuatro indios no se hicieron rogar dos veces. Se embolsaron solícitamente las rupias y bebieron de un trago el té, a la salud de la munífica princesa.
—Buena guardia, jóvenes —dijo Kammamuri irónicamente.
Regresó al salón del sobrino del rajá. Precisamente en el momento en que el gobernador, vencido por el potente narcótico, rodaba fuera de la silla, desplomándose sobre las alfombras.
—Buen descanso —dijo el maratí.
Ada y Hashim se habían alzado.
—¿Muerto...? —preguntó este último con acento salvaje.
—No, adormecido —respondió Ada.
—¿Y no se despertará...?
—Sí, pero dentro de veinticuatro horas y nosotros entonces estaremos muy lejos.
—¿Entonces es verdad que usted ha venido aquí para devolverme la libertad...?
—Sí.
—¿Y para ayudarme a reconquistar el trono de mis antepasados?
—¡Es verdad!
—¿Pero por qué motivo...? ¿Qué podré hacer por usted, señora...?
—Lo sabrá más tarde: ahora se trata de huir.
—Estoy dispuesto a seguirla: ordene.
—¿Tiene partidarios?
—Todos los malayos están conmigo.
—¿Y los dayak?
—Se batirán bajo las banderas de Brooke.
—¿Conoce un lugar seguro donde podría esperar la reunión de sus partidarios?
—Sí, el kampung de mi amigo Orango-Tuah.
—¿Está lejos?
—Cerca de la desembocadura del río.
—Vamos: los caballos están listos.
—¿Pero los guardias?
—Duermen a la par del gobernador —dijo Kammamuri.
—Vamos —dijo Ada.
El joven príncipe recogió las joyas contenidas en un pequeño cofre, separó de una pared un fusil y siguió a Ada y a Kammamuri, después de haber lanzado una última mirada al gobernador, que roncaba sonoramente.
Delante de la puerta yacían los cuatro indios, uno encima de otro, profundamente adormecidos. Kammamuri tomó sus carabinas y sus cartucheras, luego emitió un silbido.
Del bosque cercano se vieron salir a los cuatro marineros del yacht y a Bangawadi que conducían ocho caballos. Kammamuri ayudó a su ama a subir sobre uno de los mejores, luego brincó ágilmente en el arzón de otro, diciendo:
—¡Al galope...!
El pelotón, guiado por el príncipe que conocía el camino mejor que Bangawadi, se puso al galope, siguiendo el margen de la gran floresta que se extendía a lo largo de la orilla derecha del río. Los jinetes estaban ya juntos de frente a la ciudad, cuando desde la orilla opuesta se oyó una voz gritar:
—¿Quién pasa...?
—Que nadie responda —dijo el príncipe.
—¿Quién pasa? —repitió la voz con acento amenazador.
No recibiendo respuesta, el centinela, que debía haber divisado a aquel grupo de jinetes, aún cuando la noche fuese oscura, hizo fuego gritando:
—¡A las armas...!
La bala pasó silbando sobre el pelotón y se perdió en la floresta cercana.
—¡Espoleen...! —gritó Kammamuri.
Los caballos partieron en carrera, mientras hacia la ciudad se oían los guardias del palacio del gobernador gritar:
—¡A las armas...!
El pelotón recorrió un buen trecho de la orilla derecha, luego vadeó el río a una milla de la ciudad y pasó a la izquierda para aprovechar el camino que conducía a la costa.
—¿Cree que nos perseguirán? —preguntó Ada al príncipe.
—Lo temo, señora —respondió este—. A esta hora habrán ya encontrado al gobernador y advirtiendo mi fuga se lanzarán todos sobre nuestros rastros.
—Pero son solamente veinte.
—Dieciséis, señora, porque cuatro duermen.
—Tanto mejor. Podremos rechazarlos fácilmente.
—Pero irán a buscar ayuda a las villas de los dayak y antes de doce horas tendremos a los talones doscientos o trescientos armados.
—¿Llegaremos antes al kampung?
—Dentro de dos horas estaremos y si vinieran a asaltarnos encontrarán un hueso duro de roer. Dentro de dos días espero reunir cinco o seis mil malayos y un centenar de praos.
—¿Armados de cañones, los praos?
—Algunos solamente, y serán suficientes para asaltar a la flota de Brooke.
—Afortunadamente dentro de cuatro o cinco días llegará mucha artillería.
—¿Artillería, ha dicho...? —exclamó el príncipe, al colmo del estupor.
—Sí, brindada por los más formidables piratas de Borneo.
—¿Por cuáles?
—Por aquellos de Mompracem.
—¿De Mompracem? ¿Sandokan, el invencible Tigre de la Malasia viene entonces en mi socorro...?
—Él no, pero sus bandas quizá a esta hora navegan hacia la bahía de Sarawak.
—¿Pero dónde está Sandokan?
—En las manos del rajá.
—¿Él prisionero? ¡Es imposible!
—Ha sido vencido por fuerzas veinte veces superiores a las suyas, después de un terrible combate, y hecho prisionero junto a su lugarteniente y a mi prometido. Es para salvarlos que lo he hecho huir.
—¿Pero dónde están ahora?
—En Sarawak.
—Los liberaremos, señora, se lo juro. Cuando los malayos sepan que las bandas de Sandokan toman parte de la lucha, se alzarán todos. James Brooke no tiene mas que pocos días de poder.
—¡Alto! —gritó en aquel instante una voz.
El príncipe contuvo violentamente a su caballo y se puso delante de la jovencita desenvainando el golok.
—¿Quién vive? —gritó.
—Guerreros de Orango-Tuah.
—Ve a decir a tu jefe que el sobrino de Muda Hashim viene a visitarlo.
Luego, volviéndose a la joven e indicándole una masa que se alzaba sobre el borde de una gran floresta, le dijo:
—¡He aquí el kampung...! Ahora podemos desafiar a los guardias del gobernador.

NOTAS AL PIE DE PÁGINA DE SALGARI

Gavial: Especie de cocodrilo muy común en los ríos del Borneo.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Cuando valoriza el diamante, dice que equivale a treinta mil liras. Dichas liras de 1894, convertidas a dólares de 2014, serían algo así como unos 195.000.

No encontré ninguna referencia al gavial dorado como símbolo de los rajás de Sarawak.

Dragones voladores: “Lucertoline volanti” en el original, son reptiles del orden de los Saurios, caracterizados por las expansiones de su piel, que forman a los lados del abdomen una especie de alas, o mejor paracaídas, que ayudan a los saltos del animal. Vive ordinariamente subido a los árboles de Filipinas y de la zona tropical del continente asiático, y no pasa de 20 cm de longitud total, de los que 12 corresponden a la cola, relativamente larga y delgada.

Tuko: “To-chi” en el original, es el nombre en tagalo con el que se conoce en Malasia al gecko tokay (Gekko gecko) y que puede alcanzar los 28 cm de largo, siendo una de las especies de gecko más grandes.

Batelero: Persona que gobierna el batel (bote).

Linternas de papel aceitado o de talco: “Lanterne di carta oliata o di talco” en el original. La primera es la típica linterna de papel utilizada por los chinos. La segunda es en realidad el farol de mano que posee cristales de talco.

Veranda: Es una galería, porche o mirador de un edificio o jardín. Viene del hindi varandā.

Poltrona: Silla poltrona (la más baja de brazos que la común, y de más amplitud y comodidad).

Gavial: Reptil del orden de los Emidosaurios, propio de los ríos de la India, parecido al cocodrilo, de unos ocho metros de largo, con el hocico muy prolongado y puntiagudo y las membranas de los pies dentadas. El existente en la isla de Borneo es el Tomistoma schlegelii, llamado “falso gavial malayo”.

Fuliginosa: Denegrida, oscurecida, tiznada.

Zamarra: “Zimarra” en el original, es una prenda de vestir, rústica, hecha de piel con su lana o pelo.

Golok: Similar al parang, pero más pesado y corto.

Té floral: “Thè fiorito” en el original, es un té elaborado con hojas jóvenes.

Munífica: Que ejerce la munificencia (generosidad espléndida).

Orango-Tuah: El nombre deriva del malayo “orang tuah” que significa “hombre viejo” o “anciano”.

Arzón: “Arcione” en el original, es la parte delantera o trasera que une los dos brazos longitudinales del fuste de una silla de montar.

Millas: 1 mi = 1,609344 km.

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