miércoles, 12 de agosto de 2015

XXIX. El estrago de los forzados


Aquella costa, en la que se habían milagrosamente salvado, parecía en absoluto desierta.
Ninguna vivienda humana se divisaba en ningún punto, ni ningún vestigio de salvajes aparecía en ninguna dirección.
La inmensa floresta venía a terminar en aquel lugar, bañando entre las olas del mar las raíces de sus últimos árboles. Estaba no obstante, al igual que casi todos los montes vírgenes de Borneo, compuesta de una infinita variedad de plantas que podían ser utilísimas a los náufragos, habiendo muchas de frutas.
Abundaban sobre todo las plantas gomíferas, las gutta jintiwan, grandes trepadoras pertenecientes a la familia de Apocynaceae y de las cuales se extrae, más allá de una excelente goma, también una especie de muérdago usado por los malayos para atraer a los pájaros, y las isonandra gutta de las cuales se extrae el caucho haciendo simples incisiones alrededor de la corteza; pero abundaban también los mangostanes de frutas exquisitas, los pombo de enormes cítricos, los nephelium que dan frutas semitransparentes, ligeramente ácidas, y los árboles del pan ya cargados de enormes involucros que son excelentes si se asan.
Tampoco faltaba la caza y se mostraba, al contrario, para nada espantada por la proximidad de aquellos numerosos hombres.
En medio de las espesas ramas del pombo se veían agitarse algunas parejas de budeng, bellos monos grandes como un semnopithecus, con el pelaje negro y brillantísimo, la piel del hocico y de las manos bastante oscura y la cabeza cubierta por una especie de gorra peluda que se prolongaba hasta el mentón formando una especie de barba.
Jugaban tranquilamente con sus pequeños y ejecutaban ejercicios extraordinarios, manteniéndose agarrados a las ramas con las largas colas.
Sandokan y Yanez, después de haber dado órdenes a los náufragos de mantenerse unidos y de improvisar refugios, estando el sol todavía calientísimo, se metieron bajo la floresta escoltados por el galés, Sambigliong, y Tanauduriam, todos armados de fusiles.
Querían primero asegurarse de si aquella costa estaba verdaderamente desierta, a fin de no exponer a los forzados a un imprevisto asalto por parte de los dayak, salvajes audacísimos, dados a la antropofagia, que son numerosos en las playas y en las florestas occidentales de Borneo.
Su excursión se prolongó hasta el ocaso, sin que hubiesen encontrado ninguna villa ni ningún rastro de habitantes.
Asegurados de la ausencia de aquellos peligrosos isleños, regresaron al campo, que había sido improvisado sobre el margen de la floresta, en una especie de claro que se prolongaba hasta la playa.
Los forzados, durante la exploración de los tres jefes, habían ya construido numerosos refugios, especie de cobertizos, utilizando las gigantescas hojas de algunos bananos selváticos, y habían también hecho una abundante recolección de fruta de toda especie, saqueando los árboles que crecían sobre el margen de la floresta.
Otros en cambio se habían desparramado entre los escollos y habían hecho una abundante recolección de almejas gigantes, veinte veces más grandes que las comunes, de grandes Cefalópodos y de haliotis, espléndidas almejas, de dimensiones gigantescas, que tienen todos los colores del arco iris y que contienen un molusco muy apreciado, que también se pesca y que se exporta en gran número, especialmente a los mercados chinos.
También un par de tortugas marinas, muy grandes, habían sido atrapadas mientras estaban escarbando la arena para sepultar sus huevos.
La cena estaba asegurada y abundantemente, sin tocar la provisión de carne, muy escasa por otra parte, habiendo sido barrida en gran parte por las olas que habían demolido la balsa. Cuando no obstante los forzados pensaron en encender un fuego, se dieron cuenta de que no habían llevado con ellos ningún detonador.
Siendo necesario un poco de fuego, también para mantener lejos a las fieras que podían zumbar en la vecina floresta, Sandokan y Yanez dieron el encargo a Sambigliong y Tanauduriam de procurarlo.
La cosa no era por otra parte tan difícil como los forzados habían creído. Como se puede bien imaginar, no todas las poblaciones conocen el uso del detonador, sin embargo consiguen igualmente encender el fuego necesario para cocinar sus alimentos y para calentarse cuando las noches son húmedas y frías.
Los malayos tienen una manera que es bastante simple, pero muy ingeniosa. Toman un bambú, planta que se encuentra en todas partes en sus florestas, lo cortan a la mitad, en sentido longitudinal y sobre la superficie convexa hacen una pequeña muesca.
El borde afilado del otro se frota sobre la muesca primero lentamente, luego rápidamente.
El polvillo generado por aquel frotamiento muy pronto se enciende y se comunica a unos pocos filamentos de junco puestos bajo el corte.
Encendidas numerosas hogueras, los forzados cenaron alegremente, luego, estando muy cansados, se tendieron bajo los refugios improvisados, sin tomarse la molestia de disponer de centinelas alrededor del campo, a pesar de los consejos reiterados de Sandokan, Yanez y el galés.
—Si tienen miedo, velen ustedes —habían respondido a sus jefes, y sin más se habían puesto a roncar.
—Dejémoslos —dijo Yanez a Sandokan—. Si son asaltados, nos libraremos de su obstáculo.
—Sabía que de estos bribones, cesado el peligro, nada se habría podido obtener de bueno. Mañana nos denegarán obediencia y pasado mañana serán capaces de acuchillarnos.
—Es verdad, señor Yanez —dijo el galés—. Ahora que están a salvo, no se preocuparán por nosotros y nos negarán cualquier obediencia.
—Tanto peor para ellos —respondió Sandokan—. Nuestra misión está terminada.
—¿Partiremos, Sandokan? —preguntó Yanez.
—Apenas se hayan todos adormecido. ¿Está todavía sobre la playa el bote?
—Lo he capturado, mientras las olas estaban por llevarlo al ancho —dijo el galés.
—¿Tenemos municiones?
—Una cuarentena de cargas, señor.
—Nos bastarán para llegar hasta Uri —dijo el Tigre de la Malasia—. Tendámonos también nosotros y finjamos dormir. Si se dan cuenta de nuestra fuga, son capaces de asesinarnos.
—Peor aún, de desollarnos, señor —dijo el galés—. Tenemos que vérnosla con la escoria de Inglaterra y de la India.
Se tendieron los cinco bajo la oscura sombra de un durián gigantesco, que surgía a trescientos pasos de la playa, y fingieron dormir profundamente.
Algunos galeotes velaban aún alrededor de una hoguera, narrándose historias para estremecerse; el sueño no obstante no debía tardar mucho en golpear también a esos.
Hacia las once todos ya dormían en el campamento. Los fuegos, no más alimentados, poco a poco se apagaban, mandando aún breves resplandores.
Sandokan, para estar más seguro de no ser descubierto, esperó la medianoche, luego sacudió a sus compañeros, diciendo:
—La hora ha llegado; podemos irnos.
—¿Estás seguro de que duermen todos? —le dijo Yanez.
—No veo más a ninguno alrededor de los fuegos; oigo en cambio roncar por todas partes.
—Por otra parte, si quisieran impedirnos ir, responderemos a tiros de fusil —agregó Yanez.
El galés se había alzado y, manteniéndose escondido detrás del tronco del gran árbol, miraba atentamente alrededor.
Ningún hombre velaba alrededor de los braseros ya casi extintos, y ningún centinela se divisaba en la extremidad del campamento. Los galeotes, confiados de no ser fastidiados, roncaban plácidamente bajo sus refugios, como si se hubiesen aún encontrado en el entrepuente de la fragata.
—Partamos, señores —dijo el gigante, empuñando el fusil.
Los dos jefes de la piratería, Sambigliong y Tanauduriam se habían rápidamente alzado. Dieron una última mirada al campamento, luego, guiados por el galés, se dirigieron silenciosamente hacia la playa manteniéndose escondidos detrás de algunos montículos de arena.
Reparado entre dos escollos, encontraron al pequeño bote. El galés lo había provisto de un mastelero, de una vela y de dos pares de remos, y como hombre prudente le había metido un barrilito de agua. Faltaban los víveres, es verdad, no obstante pudiendo arrimarse a la playa cuando querían, no teniendo intención de hacerse mucho a la mar, tenían la posibilidad de procurárselos.
—Embarquémonos —dijo Sandokan.
Estaba por lanzarse sobre el banco de popa, cuando a sus oídos llegó un agudo silbido.
—¿Qué es esto? —se preguntó, deteniéndose.
—¿Habrá sido alguna señal? —dijo Yanez.
—Razón de más para apresurarnos —respondió el galés.
—Quizá algún galeote nos echaba el ojo y ha dado la alarma.
—¡A los remos! —comandó Sandokan.
Sambigliong y Tanauduriam tomaron los remos y se pusieron a manejarlos vigorosamente, en tanto que Sandokan, Yanez y el galés armaban precipitadamente los fusiles, para estar listos para rechazar cualquier asalto. Contrariamente a sus temores, ningún galeote fue visto alzarse y lanzarse hacia la orilla.
El bote, empujado rápidamente adelante, alcanzó muy pronto los escollos contra los cuales se había destrozado la balsa, y se dirigió hacia un promontorio que cerraba el horizonte hacia el norte.
Ya se habían alejado del campamento alrededor de media milla, cuando de pronto vociferaciones espantosas estallaron hacia la playa que habían abandonado. Sandokan, el galés y Yanez habían brincado en pie.
Puntos luminosos, quizá antorchas, se veían correr sobre el margen del monte, mientras destellos, seguidos de detonaciones estruendosas, relampagueaban alrededor del campamento.
Alaridos feroces y alaridos desesperados resonaban con creciente espanto. Parecía que el campamento hubiese sido imprevistamente asaltado y que los desgraciados galeotes fueran asesinados cruelmente bajo sus refugios.
—¡Los forzados han sido asaltados...! —había gritado el Tigre de la Malasia.
—¿O es que se degüellan entre ellos? —preguntó en cambio Yanez.
—No: ¿Oyes aquellos alaridos...? Son los gritos de guerra de los dayak. ¡Amigos, regresemos!
—¿A dónde?
—Al campamento, Yanez.
—Deja, que los maten, Sandokan.
—No, Yanez. Nosotros, gente de guerra, no podemos asistir impasibles a aquella masacre.
—Si lo quieres, regresemos. Temo no obstante que llegaremos demasiado tarde.
Sambigliong y Tanauduriam, ayudados por el galés, habían reanudado la carrera hacia el sur, luchando con toda energía.
Parecía precisamente que el campamento hubiese sido asaltado por alguna horda de aquellos terribles salvajes que poblaban las costas occidentales del Borneo; hombres vigorosos y enemigos feroces del elemento blanco y también malayo.
Sus vociferaciones ensordecedoras, salvajes, retumbaban a lo largo de toda la costa de aquella ensenada, cubriendo las detonaciones de las armas de fuego. Entre aquellos clamores, a intervalos, se oían los alaridos de dolor de los pobres galeotes que eran despiadadamente asesinados.
Quizá los más valientes habían intentado organizar la resistencia, porque en un extremo del campamento se divisaban destellos relampaguear y se oían de vez en cuando descargas, pero no debían durar mucho. Los alaridos de los asaltantes, alaridos de triunfo y de victoria, anunciaban que lo peor tocaba a los forzados.
El pequeño bote, sobrepasados los escollos, se encontró muy pronto delante del campamento.
Solamente en aquel momento, Sandokan y sus compañeros pudieron darse cuenta exactamente de la terrible situación que amenazaba a los forzados.
La playa hormigueaba de salvajes armados de lanzas, de pesadas mazas y de parang de ancha hoja. Eran varios centenares y habían circundado completamente el campamento, intentando hundir, con furiosos asaltos, a los pelotones de galeotes.
Éstos, ya casi medio destruidos, se habían reunido alrededor de un grupo de árboles e intentaban oponer una desesperada resistencia con las pocas armas de que disponían. Los disparos de vez en cuando retumbaban, pero se habría necesitado un cañón, para rechazar a aquellas hordas feroces que corrían al ataque con ciego furor.
El Tigre de la Malasia, aprovechando el momento en el que los gritos disminuían de intensidad, había aullado:
—¡Coraje...! Venimos en su ayuda.
Luego cuatro detonaciones habían retumbado, poniendo patas arriba a cuatro salvajes.
El bote estaba entonces por arribar.
Los dayak, oyendo aquellos disparos, se habían dado vuelta rápido.
Viendo avanzar a aquella embarcación, treinta o cuarenta de ellos se arrojaron hacia la playa para contrarrestar el paso a aquellos cinco hombres que estaban por asaltarlos por la espalda.
—¡Detente, Sambigliong! —comandó Sandokan—. Mantengámonos a distancia o nos veremos también abrumados.
—Quememos nuestras cargas sin contenernos —dijo el galés—. Probablemente no logremos salvar a aquellos desgraciados; ¡procuremos infligir pérdidas crueles a aquellos antropófagos...!
Manteniéndose reparados detrás de la borda del bote, para evitar las lanzas que llovían por todas partes, Sandokan y sus compañeros abrieron un fuego graneado, apuntando a lo más denso de los asaltantes.
—¡Fuego! —gritaba incesantemente Sandokan—. Cuando los hayamos rechazado, desembarcaremos.
Los dayak no obstante, aún cuando recibidos por aquel vivo fuego de mosquetería que hacía grandes vacíos entre sus filas, no daban signos de retirarse. Mientras sus compañeros con un último y más impetuoso asalto desbarataban a los galeotes, se arrojaron resueltamente al agua para asaltar a nado al pequeño bote.
Para huir a aquel peligroso abordaje, Sambigliong y Tanauduriam fueron obligados a abandonar los fusiles y a retomar los remos para hacerse nuevamente a la mar, mientras Yanez, Sandokan y el galés mosqueteaban a los nadadores. Viendo inútiles sus esfuerzos, los salvajes, después de un nueva tentativa por dar caza al bote, se replegaron hacia la playa aullando ferozmente.
La lucha había entonces terminado en el campamento y las hordas se retiraban precipitadamente a la oscura floresta, llevando con ellas las armas de los vencidos y también las cabezas, siendo los dayak los más grandes coleccionistas de cráneos humanos.
Cuando las últimas bandas hubieron desaparecido bajo los árboles, Sandokan y sus compañeros desembarcaron.
Un silencio de muerte reinaba en el campamento, después de tanto estrépito.
En medio de los refugios que habían sido improvisados a la tarde por los náufragos, yacían montañas de cadáveres atrozmente mutilados por los pesados parang y por las masas de los asaltantes.
Aquellos desgraciados, completamente desnudados, estaban todos privados de la cabeza.
—¡Por mil rayos...! ¡Qué horrenda masacre...! —exclamó el galés.
—Ni siquiera uno debe haber escapado a la muerte —dijo Yanez—. Ha sido una suerte que hayamos tenido la idea de hacernos a la mar. Una hora de retraso y también nuestras cabezas habrían ido a enriquecer las cabañas de aquellos abominables comedores de carne humana. Sandokan, vámonos; aquí nada más podemos hacer.
—No tan pronto, Yanez —respondió el Tigre.
—¿Qué esperas?
—Que algún hombre pueda haber huido a la masacre y que se mantenga oculto en la floresta.
—¿Quieres meterte en medio de aquellos árboles...? Quizá haya dayak escondidos.
—Permaneceremos aquí, cerca del bote, listos para hacernos a la mar si un peligro nos amenaza. Si algún forzado ha logrado salvarse volverá por cierto al campamento con la esperanza de encontrar algún compañero y algún arma.
—Es verdad, señor —dijo el galés—. ¿Habrán hecho también algún prisionero los dayak?
—Es improbable —respondió Sandokan.
—¿Pero qué motivo les habrá empujado a masacrar a aquellos pobres forzados que nada habían hecho a aquellos salvajes?
—El deseo de apoderarse de sus armas y de hacer una gran recolección de cráneos humanos. Los dayak son peores que las bestias feroces y cuando pueden sorprender a un enemigo, lo hacen sin titubear. El cráneo de un enemigo para ellos es signo de valor y todos los guerreros compiten por tener un buen número.
—Son como los pieles roja de América Septentrional.
—Con esta diferencia no obstante, que los pieles roja se contentan con la cabellera del vencido, mientras estos salvajes quieren la cabeza entera —agregó Yanez.
—¿Cree que regresarán?
—No me sorprendería, John —dijo Sandokan—. Aquí hay aún muchos cadáveres que pueden ofrecer copiosas comidas. Cuando los dayak hayan devorado los cuerpos que han llevado con ellos, querrán hacer una nueva recolección.
—¡Qué canallas...! —exclamó el galés—. Tomaría los dos cañones de la fragata para infligirles una dura lección.
—No nos servirían de nada —dijo Yanez—. La tripulación, antes de dejar la nave, los había inmovilizado. ¡Eh...!
¿Qué tienes, Yanez? —preguntó Sandokan.
—Veo sombras deslizarse sobre el mar —dijo el portugués—. ¡Allá, mira...!
Sandokan y el galés se habían vuelto vivamente, mirando hacia el mar.
Dos formas aún indecisas, pero que no debían ser otras que dos chalupas o dos canoas excavadas en el tronco de un árbol, habían imprevistamente aparecido en la extremidad del promontorio que cerraba la ensenada hacia el sur.
—Deben ser dos embarcaciones —dijo Sandokan.
—¿Los dayak se preparan a asaltarnos por la parte del mar? —se preguntó Yanez—. Entonces también en el bosque deben estar los enemigos.
—Y quizá están espiándonos —agregó el galés con voz inquieta.
—Sí, son dos chalupas —confirmaron Sambigliong y Tanauduriam que se habían dispuesto hacia la playa.
—Sandokan, huyamos —dijo Yanez—. Quizá los salvajes que se mantienen ocultos en el bosque se preparan para asaltarnos por la espalda.
—Aquellas dos chalupas nos darán caza, Yanez —respondió Sandokan.
—Un abordaje en el ancho no puede sernos favorable.
—¿Qué decides hacer entonces...?
—Tomar posición sobre algún escollo y quemar todas nuestras cargas.
—No tenemos más que una docena de tiros, señor —dijo el galés.
—Luego nos defenderemos con las culatas de los fusiles y con las hachas —respondió Sandokan—. ¡Pronto, al bote...!
Estaban por lanzarse hacia la playa, cuando Tanauduriam, que estaba ya embarcado, gritó:
—¡No son chalupas de salvajes aquellas...! ¡Diviso hombres armados de fusiles!
—¡Serán los náufragos! —dijo Yanez, deteniéndose.
—Preparen las armas y veamos si son esos —dijo Sandokan.
Las dos chalupas, que avanzaban apresuradamente, habían ya llegado a doscientos o trescientos pasos de la playa. Estaban montadas por dos docenas de marineros armados de fusiles y hachas.
Sandokan se había inclinado rápidamente hacia Sambigliong diciéndole:
—No abandones el bote, y estate listo para todo.
El pirata dio un brinco en la pequeña embarcación y se escondió dentro.
En aquel momento, una voz que partía de la primera chalupa gritó en inglés:
—¿Quién vive?
—Náufragos, señor —respondió prontamente Sandokan.
—¿Han sido asaltados por los salvajes...? Hemos oído alaridos y disparos.
—Sí, hemos sido sorprendidos mientras dormíamos y todos nuestros compañeros han sido masacrados.
—¿Han huido los salvajes?
—Se han retirado a la floresta —respondió Sandokan.
—¿Quieren embarcarse con nosotros? —preguntó el hombre que había dirigido aquellas preguntas.
—No pedimos más. ¿Tiene solamente chalupas...?
—En el ancho tenemos un jong.
—Si quiere acogernos a bordo pagaremos el transporte.
Las dos chalupas habían entonces llegado junto a la playa. Los veinticuatro hombres que las montaban desembarcaron, llevando con ellos las armas, y se dirigieron hacia el grupo formado por Sandokan, Yanez, el galés y Tanauduriam.
—Vamos a encontrarnos —había dicho Sandokan, volviéndose a sus compañeros.
De pronto los veinticuatro hombres se precipitaron bruscamente sobre los tres piratas y sobre el galés, apuntando hacia ellos sus fusiles, mientras una voz amenazadora gritaba:
—¡Ríndanse o están muertos!
Sandokan, sorprendido por aquel imprevisto asalto, había permanecido inmóvil, sin pensar en hacer uso de su fusil. Un grito del galés le advirtió del grave peligro que corría:
—¡Mil demonios...! ¡La tripulación de la fragata...!
Sandokan había mandado un alarido de furor y se había arrojado encima de aquellos hombres, empuñando el fusil por el caño, para utilizarlo como una maza, pero diez manos lo habían de súbito aferrado y derribado, arrancándole el arma.
El galés, mientras tanto, había alzado el hacha, listo para golpear; Yanez, rápido como el rayo, le había detenido el brazo, diciéndole:
—¿Quieres hacernos matar?
Los marineros habían ya apoyado algunos fusiles sobre el pecho del gigante y estaban por fulminarlo a quemarropa.
—Nos rendimos, jóvenes míos —dijo el portugués, que no había perdido un átomo de su usual flema—. ¡Gracias a Dios...! ¡Déjenme que los felicite por esta sorpresa...!
Un hombre se había adelantado y alzando el gorro había dicho a Yanez:
—¿Me conoce?
—¡Por Júpiter! ¡El teniente de la fragata!
—En persona, señor Yanez —dijo el oficial riendo—. Estaba seguro que sobre alguna playa los volvería a encontrar, porque la fragata ya no podía más mantenerse en el mar.
—Ha tenido buen olfato, mi señor.
—Y también un poco de suerte. ¿Han sido todos asesinados los forzados?
—He aquí algo que no puedo asegurar. Si no obstante quiere hacer un paseo por la floresta y conocer a los dayak, nosotros lo esperaremos aquí, mi querido señor —dijo Yanez con ironía.
—Me oprimía volverlos a tener en mis manos, de los otros no me cuido. Pensarán los salvajes en como destrozarlos.
—¡Ah! ¿Le oprimía capturarnos? ¿Y por qué, señor mío?
—Para acompañarlos a Sarawak.
—¿En las chalupas?
—No, hemos encontrado un jong que nos ha recogido. Le advierto no obstante que ahí dentro usted no encontrará forzados que alzar en contra nuestro.
—Quizá encontremos algo mejor.
Yanez miró alrededor, luego alzando la voz, de modo de ser oído por Sambigliong, que no había dejado el pequeño bote, dijo riendo:
—Quizá encontremos al sobrino de Muda Hashim o a un cierto señor Sambigliong.
Luego, viendo que el teniente lo miraba con estupor, agregó:
—He querido bromear, señor: vamos a encontrarnos con aquel querido James Brooke. Quizá no se lamentará por volver a vernos.
Y se dejó conducir a la chalupa más grande, donde ya se encontraban Sandokan, Tanauduriam y el galés.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Último capítulo de los agregados. El próximo tiene dos versiones, la original de 1896, que es continuación directa del capítulo 23 y la definitiva de 1902 que continúa el presente capítulo. Primero voy a publicar la versión definitiva y unos días después, la original.

Gomíferas: “Gommifero” en el original, que produce goma.

Apocynaceae: “Apocinee” en el original, es una familia de las dicotiledóneas que incluye árboles, arbustos, hierbas o lianas. Muchas especies son grandes árboles que se encuentran en la selva tropical. Tienen savia lechosa y muchas especies son venenosas si se ingieren.

Pombo: Según un apunte de Salgari, hace referencia al fruto del árbol Citrus maxima, la pamplemusa, limonzón, cimboa o pomelo chino, un hesperidio de color amarillo pálido o rosado, sabor ligeramente ácido con un pequeño toque de amargor y gran tamaño. Es el origen de otros cítricos como la naranja, la toronja, o el pomelo. Sin embargo, del nombre “pombo” no hay referencias, por lo que podría tratarse de un neologismo creado por Salgari. Quizá derive del malayo (o del indonesio) “pohon”, que significa “árbol”.

Cítricos: “Aranci” en el original, en realidad la traducción literal sería “naranjos”, que son aquellas plantas que producen naranjas, justamente. Como Salgari previamente especifica el nombre de la planta, que no es naranjo, decidí utilizar el genérico de “cítricos”.

Nephelium: “Nepeliun” en el original, es un género con alrededor de 25 especies de plantas perteneciente a la familia Sapindaceae, son nativos del sudeste de Asia. Son árboles perennes con hojas pinnadas compuestas y una drupa comestible como fruta.

Árboles de pan: También llamados “frutipan”, corresponde a la especie “Artocarpus altilis”. Puede llegar a los 21 metros de altura y posee un fruto de unos 9 cm de ancho y 30 cm de longitud que puede pesar entre 250 gramos y 6 kg. La piel está compuesta por capas.

Budeng: Se trata del “lutung budeng” en malayo. En castellano se le llama “lutung” o “langur de Java” (Trachypithecus auratus) y es una especie de primate catarrino que habita en la isla de Java y algunas islas vecinas. Tiene pelaje negro lustroso de color gris en las extremidades, flancos y vientre, pesan 7 kg y miden 55 cm. Como todos los langures, poseen una larga cola de hasta 98 cm.

Semnopithecus: “Semnopitecos” en el original, es un género de primates catarrinos, conocidos con el nombre común de langures grises.

Almejas gigantes: “Quelle grosse ostriche chiamate di Singapore” en el original, si bien la traducción literal sería “aquellas grandes ostras llamadas de Singapur”, la ajusté para que refleje el nombre en castellano —almeja gigante— con el que se conoce al género de moluscos bivalvos marinos, Tridacna. Son muy apreciadas como alimento y pueden llegar a medir desde los 15 cm a los 140 cm, según la especie.

Cefalópodos: Se dice de los moluscos marinos que tienen el manto en forma de saco con una abertura por la cual sale la cabeza, que se distingue bien del resto del cuerpo y está rodeada de tentáculos largos a propósito para la natación y provistos de ventosas.

Haliotis: Género de la familia haliótidos (Haliotidae), moluscos gasterópodos, muy estimados por su carne, consideradas un manjar del mar. Son conocidos como orejas de mar y abulones.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 0,5 mi equivalen a 0,80 km.

Fuego graneado: “Fuoco accelerato” en el original, es el que se hace por los soldados individualmente y con la mayor rapidez posible.

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