miércoles, 15 de julio de 2015

XXVII. El naufragio


La vieja fragata había sido conquistada, ¡pero a qué precio! De los trescientos forzados, ciento cincuenta habían quedado sobre la toldilla horriblemente mutilados por las descargas de metralla de las dos piezas del alcázar, y otros sesenta habían quedado gravemente heridos. Además la nave estaba ahora reducida a un estado tan deplorable, de no poder servir más. El incendio había sido apagado, no obstante en esas pocas horas había producido averías irreparables.
La despensa había sido casi enteramente destruida, el castillo devorado, el alcázar amenazaba con desplomarse, las varengas de la popa se habían agrietado y en algunos lugares abierto y como si todo esto no bastase, el mesana y el palo mayor habían caído.
Incluso la proa había sufrido graves daños a causa de los proyectiles que se habían metido en la cubierta. El castillo amenazaba con desplomarse habiendo sido partidos los puntales de sostén, el bauprés había perdido el chinchorro y las amuras estaban desfondadas en varios puntos a causa de la caída del palo mayor y del mesana.
El espectáculo que ofrecía a continuación la toldilla era horrendo.
De la proa al alcázar, se veían amontonados cadáveres de galeotes, y la sangre corría en tanta abundancia que se escapaba a través de los imbornales enrojeciendo el agua todo alrededor de la nave.
De esos montones a cada trecho se alzaban gemidos, estertores, invocaciones desesperadas y alguna cabeza embadurnada de sangre aparecía, o se alzaba algún brazo mutilado o descarnado por la metralla.
Sandokan, oyendo los alaridos de los galeotes que anunciaban el principio de alguna orgía repugnante, se había lanzado en medio de la turba que estaba por precipitarse al entrepuente para poner las manos a los barriles de licores destinados a la tripulación, empuñando amenazadoramente el hacha:
—¡A los heridos, canallas...! —aulló.
El galés había acudido para prestarle una mano fuerte, estrechando un barrote de hierro, arma más formidable que una pieza de artillería, por aquellos brazos poderosos. Los galeotes respondieron con una risotada.
—¡Al diablo los heridos...! —gritaron los unos.
—¡Que mueran...! —aullaron los otros.
Luego todos en coro vociferaron:
—¿Gin...? ¿Brandy...? ¡Arrack...! ¡Bebamos camaradas...! ¡Viva la cárcel...! ¡Largo...! ¡Largo...!
El Tigre de la Malasia había mandado un alarido de furor:
—¡Quien no me obedezca, lo mato...! —tronó bloqueándoles el paso y alzando el hacha.
—¡Al infierno aquel negro...! —gritó un forzado—. ¡Quiero ver si me impedirá vaciar un barril de arrack...!
Un gigantón de mirada oblicua, facciones angulosas, picado por la viruela y que tenía sobre la frente una ancha cicatriz debido quizá a un buen golpe de cuchillo, un verdadero tipo de malhechor endurecido, avanzó hacia Sandokan blasfemando y teniendo en el puño una de aquellas anchas cuchillas que los norteamericanos llaman bowie knife:
—¡O secaré tu sangre o me dejarás secar el arrack...! —gritó.
—Atrás o te mato —respondió Sandokan, deteniendo con un gesto al galés que estaba ya por alzar su barrote de hierro sobre el galeote.
—¡Eh...! Mi bello salvaje, no soy ya una araña para matar —dijo el galeote riendo sarcásticamente.
—¡Bien dicho, Paddes...! —gritó una voz estúpida.
El forzado se había arrojado hacia Sandokan, aullando:
—¡Largo! ¡Quiero beber...!
No había aún terminado, que se desplomaba al suelo fulminado. El hacha del terrible jefe de los piratas de Mompracem había descendido rápida como el relámpago y había cortado en dos la cabeza del miserable.
—¡A los heridos...! —repitió Sandokan con voz amenazadora—. ¡Les he dado la libertad y me obedecerán!
Entre los galeotes hubo un instante de indecisión, pero viendo la actitud resuelta del Tigre y del galés y viendo también acudir a Yanez con Sambigliong y Tanauduriam, armados todos de fusiles, cedieron. Por otra parte sabían que sin la concurrencia de aquellos hombres, los únicos que habrían podido conducirlos a la costa, difícilmente habrían podido levantarse de aquella situación no demasiado alegre, a pesar de la victoria.
—Le obedeceremos, jefe —dijeron algunos—. ¡Camaradas! Pensemos en aquellos pobres diablos que están quizá por expirar.
Los forzados se dispersaron por la toldilla, removiendo los cúmulos de cadáveres y sacando a sus compañeros que gemían desesperadamente. Aquellos desgraciados fueron llevados al entrepuente donde habían sido colocados los catres de la tripulación y curados lo mejor posible. Eran unos sesenta y casi todos reducidos a condiciones tan deplorables como para no poder esperar su recuperación, especialmente sin la asistencia de un médico.
Hecho esto, aquellos bribones, a los cuales debía ser casi desconocida la palabra “humanidad”, se lanzaron en todas las direcciones para saquear la nave, buscando sobre todo los licores y los víveres. Sandokan creyó inoportuno intervenir, no ignorando que habría debido recurrir a nuevas violencias, con el peligro de verse abrumado por aquella horda de canallas. Por otra parte tenía que ocuparse de la nave que comenzaba a ir a través de las olas, amenazando con volcar sobre sus flancos.
El mar durante el combate se había vuelto más agitado y amenazaba con hacerse más malo, a causa del viento cálido que soplaba del sur, aumentando con violencia.
Grandes oleadas, con las crestas espumantes, se perseguían y se acaballaban con sordos bramidos, alzando impetuosamente el casco de la vieja fragata e imprimiéndole tales sacudidas, como para comprometer seriamente su estabilidad y para hacer temer que también el trinquete, privado del apoyo de los otros dos, terminase desplomándose.
Algún destello relampagueaba hacia el este, mostrando los enormes nubarrones que el viento empujaba, a toda carrera, hacia el oeste, y de vez en cuando el trueno retumbaba densamente en la profundidad del cielo.
Sandokan, ayudado por el galés, Yanez, los dos piratas y algunos voluntariosos, había empujado al mar el palo mayor para realzar un poco el babor de la fragata, luego había hecho arriar las velas de juanete y de sobrejuanete a fin de no forzar demasiado al mástil, contentándose con mantener desplegada la del trinquete y del velacho.
También sobre el bauprés había hecho desplegar dos foques y a popa, con una verga asegurada en la carlinga del mesana, había hecho izar una vela de gavia para dar a la nave una mayor estabilidad.
—¿Espera conducir la fragata a la costa? —le preguntó el galés.
—Lo creo —respondió Sandokan—. Tendremos que luchar quizá, sin embargo, alcanzaremos igualmente la ribera de Borneo.
—¿Sabe dónde nos encontramos?
—De frente al cabo Sirik, supongo.
—Un arribo peligroso, me han dicho.
—Lleno de escollos, pero ahora ya poco nos importa que la nave se averíe. Contentémonos por ahora con tocar tierra; más tarde veremos qué nos conviene hacer.
—¿Y la tripulación no nos esperará para dárnosla?
—No me inquieta; somos todavía demasiado numerosos como para temerle.
—¿Se habrán dirigido hacia la costa?
—De eso estoy seguro. El mar se está poniendo peor y las chalupas no tienen buen juego cuando las olas se enfurecen. ¡Ah...! He aquí los bribones que regresan. Si se embriagan sin embargo: nos darán menos apuros.
Alaridos de alegría se habían oído en el entrepuente. Los galeotes habían ciertamente descubierto algún tonel de licor y víveres y se preparaban para festejar la recuperación de la libertad con una orgía, que debía probablemente terminar en una borrachera general.
—Déjenlos divertirse —dijo Sandokan viendo que Sambigliong y Tanauduriam se habían apresurado a aferrar los fusiles—. Síganme a popa y ocupémonos de la nave.
—¿Y qué cuentas con hacer de toda esta gente? —preguntó Yanez—. Comienzo a tener suficiente de su compañía.
—En el momento oportuno nos desembarazaremos de ellos —respondió Sandokan—. No tengo ninguna intención de conducirlos a Mompracem: prefiero a mis cachorros.
—Arrojémolos contra James Brooke.
—¿Y crees que me obedecerán? Apenas en tierra, nos dejarán.
—¡No seremos ciertamente nosotros los que nos opondremos, hermanito mío!
En aquel momento los forzados irrumpían sobre la toldilla como una banda de condenados. Llevaban triunfalmente cuatro barriles de ginebra descubiertos en el fondo de la cala, una botella de vino de España y un montón de galletas, jamones, embutidos, quesos y lardo, escapados milagrosamente al incendio.
Era todo cuanto habían podido encontrar y se preparaban para consumir todo sin preocuparse por el día siguiente. La despensa había sido destruida por el fuego, devorando todos los víveres a bordo, necesarios para aquella larga navegación: la prudencia habría por consiguiente indicado economizar las provisiones encontradas, pero nadie lo pensaba.
En un relampaguear aquellos bribones improvisaron mesas, encendieron un gran número de antorchas y lámparas que fijaron a las amuras y colgaron a los cordajes y comenzaron la orgía entre alaridos, risas, blasfemias, hurras, brindis, sin pensar en las olas que comenzaban a asaltar brutalmente a la vieja nave, ni en el huracán que avanzaba amenazador.
Devoraban como lobos en ayuno y sacaban líquido sin pausa de los barriles ya desfondados, alternando vasos de ginebra y vasos de vino, aullando a todo pulmón, discutiendo, abrazándose, pisoteando los cadáveres que obstruían aún la toldilla y rodando de vez en cuando en la sangre que se había cuajado a lo largo de las amuras, no habiendo encontrado más desahogo a través de los imbornales.
Yanez, Sandokan, el galés y los dos cachorros de Mompracem, reunidos en popa alrededor de la caña del timón, asistían impasibles a aquella monstruosa orgía.
Toda su atención se concentraba sobre una costa que habían visto dibujarse vagamente a la luz de los relámpagos, hacia el este y que ignoraban si pertenecía a un islote o a Borneo.
La habían divisado un solo instante, pero a Sandokan y a Yanez les había bastado para medir la distancia y revelarles la dirección.
—Puede ser el cabo Sirik —había dicho el portugués—, o alguno de los islotes que lo cubren hacia el septentrión.
—Lo supongo también —había respondido Sandokan.
—Al alba podremos llegar; el viento nos empuja hacia el norte, pero gobernaremos en modo de llegar a aquella orilla.
—No será no obstante fácil, Yanez; con las pocas velas que podamos mantener desplegadas, el timón actuando mal, y además las olas se vuelven siempre más fuertes.
—Tanto peor para aquellos borrachines.
—Señores —dijo en aquel momento el galés—, el viento aumenta y el trinquete da tales sacudidas como para temer que se desplome. Los obenques de babor están ya derribados.
—Si cae lo sustituiremos con las vergas —respondió Sandokan—. Ve a proa con Sambigliong y Tanauduriam; Yanez y yo nos ocuparemos del timón.
—¿Y aquellos desgraciados que continúan bebiendo mientras quizá estemos por naufragar?
—Déjalos hacer, John; sería peligroso oponerse.
—¡Buen momento si las chalupas de la tripulación regresaran...!
—No te inquietes por esos; quizá han alcanzado la playa. ¡Eh, Yanez, gobierna siempre bajo el viento!
Mientras los cuatro piratas de Mompracem y el galés se ocupaban de conducir la nave a la costa, los forzados continuaban la orgía.
Después de haber dado fondo a la provisiones, habían comenzado a beber como podían, entre un alboroto ensordecedor que crecía minuto a minuto.
Parecía que ninguno se hubiese dado cuenta del peligro que amenazaba a la nave ni del huracán que estaba por estallar. Tendidos sobre la toldilla en medio de los cadáveres y entre las mesas semi derribadas y las sobras de las provisiones, bebían de un trago sin contar ya las jarras, siempre colmadas del infernal licor, jurando, riendo sarcásticamente, cantando, aullando.
Algunos menos ebrios habían organizado una fiesta de baile improvisando una orquesta diabólica con los cacharros y con las cazuelas del cocinero de a bordo y danzaban locamente, chocándose y derribándose.
Otros en cambio, vueltos furiosos por el excesivo beber, discutían, se batían y se amenazaban con los cuchillos y con las hachas, imprecando; y otros aún no habían encontrado mejor que improvisar una mesa de juego, para despojarse alternativamente del dinero que había en las cajas de los marineros o en el castillo de popa, en las cabinas de los oficiales.
Un buen número no obstante, vencido por la embriaguez, roncaba sobre el tablado de la toldilla, a lo largo de las amuras, sobre el castillo de proa o bajo el alcázar, rodando en medio de los cadáveres, por las escoras de la vieja fragata.
Una nave que hubiese pasado a breve distancia se habría ciertamente cuidado de aproximarse, por temor a tenérselas que ver con una banda de espíritus infernales, surgidos de la profundidad del mar con algún viejo casco naufragado.
Mientras la orgía ardía, la tempestad aumentaba. Las olas se sucedían a las olas, acosándose con mayor furia y con crecientes bramidos. Llegaban las unas detrás de las otras, acaballándose y chocando rabiosamente los anchos flancos de la fragata. El viento no se quedaba atrás y se lo oía silbar con mayor rabia a través del cordaje y entre las velas del trinquete, amenazando con hacer desplomar el mástil.
Hacia el sur relampagueaba siempre y el trueno retumbaba sordamente. Sandokan se había puesto a la caña del timón junto a Yanez, mientras el galés, Tanauduriam y Sambigliong maniobraban las velas.
¡Qué fantástico aspecto debía ofrecer aquella gran nave casi totalmente desarbolada, a merced de las olas, toda iluminada por aquellas antorchas y por aquellas lámparas y montada por aquella horda de ebrios que parecía reírse de la ira del mar y del cielo, y cuyos alaridos alegres se confundían con los bramidos amenazadores de las olas asediando la enorme presa...! De pronto no obstante los alaridos, las imprecaciones, los cantos cesaron bruscamente. Una oleada, más alta que las otras, había sobrepasado la amura de babor y se había roto sobre la toldilla, derribando las mesas y los hombres y apagando las antorchas y las lámparas.
Sólo en aquel momento aquellos ebrios se dieron cuenta del peligro que corría la fragata. A los alaridos de alegría y al alboroto había seguido un inmenso grito de terror.
Aquellos que aún se sostenían sobre sus piernas, se habían alzado, mirando con espanto las olas que brincaban hasta las amuras, bramando pavorosamente.
Al barullo ensordecedor había sucedido un profundo silencio. También la orquesta había quedado muda.
Todas las miradas se habían fijado ansiosamente sobre el Tigre de la Malasia, cuya figura sobresalía sobre el alcázar, a la luz de dos antorchas. El formidable hombre desafiaba serenamente al huracán y guiaba intrépidamente la vieja nave, sin que un músculo de su rostro se hubiese alterado.
Sus ojos no se despegaban de la brújula y sus manos no abandonaban la caña del timón, no obstante los violentos balanceos del casco.
Yanez, sentado junto a él, sobre un cubo dado vuelta, fumaba flemáticamente su eterno cigarrillo, mirando tranquilamente las olas que lamían las amuras.
Un grito inmenso se alzó entre los forzados, volviéndose todos de golpe locos de terror.
—¡Sálvanos...!
Sandokan no respondió. Había alzado la mirada y la tenía fija hacia el este, donde a la luz de un rayo había visto al mar romperse con extrema violencia.
Un galeote se lanzó sobre el alcázar, gritándole:
—¡Sálvanos, señor...!
Sandokan lo miró de través, diciéndole:
—¡Ve a beber! ¡Tu lugar no es aquí!
—La nave está por hundirse, señor.
—Y los tiburones nadan alrededor nuestro —dijo Yanez, riendo burlonamente—. Tienen hambre.
—¡Nosotros no queremos morir! —gritó el forzado, palideciendo.
—Pues bien, toma la caña del timón y guía la nave —respondió Sandokan.
—Pero... ¡Señor!
—¡Vete al diablo! —aulló Sandokan, furioso.
—Sí, ve a digerir tu gin —añadió Yanez.
El galeote creyó oportuno no insistir y regresó entre los compañeros diciendo:
—Camaradas, preparémonos para la gran zambullida.
—¡Si debemos marchar, bebamos hasta que reventemos!
—¡Bien dicho, Burthon!
—¡Así los tiburones se embriagarán cuando vengan a comernos! —aulló otro.
Un estallido de risa acogió aquella atroz broma.
—¡Sí, bebamos otra vez! —aullaron todos.
Estaban por reanudar la orgía, cuando una segunda, luego una tercera, por consiguiente una cuarta ola se derramaba sobre la nave barriendo la cubierta de borda a borda.
—¡Quédense quietos! —había gritado Sandokan.
La fragata ondeaba espantosamente, como si hubiese sido atrapada por un inmenso vórtice. Ahora su proa se alzaba como si debiese, con el bauprés, desfondar las nubes; ahora en cambio era la popa la que surgía bruscamente de las olas y que luego volvía a caer con un profundo retumbar, que repercutía en las profundidades de la bodega.
Los forzados, atropellados por las olas que invadían incesantemente la cubierta, caían en todas direcciones, chocándose confusamente los unos contra los otros, mientras los cadáveres, arrastrados por aquel torrente impetuoso que se precipitaba, según el cabeceo, hacia popa y hacia proa, rodaban, rebotaban, se plegaban como si hubiesen recuperado la vida.
Algunos, alzados hasta las amuras o arrastrados hacia las fisuras producidas por la caída del palo mayor ya habían sido llevados fuera de las bordas.
El mar mientras tanto parecía que aumentaba de momento a momento. Se hinchaba, se contorsionaba, bramaba, lanzaba oleadas espantosas en todas las direcciones.
Yanez había arrojado el cigarrillo y se había alzado.
—¿Qué sucede, Sandokan? —había preguntado.
—Estamos en medio de los escollos —había respondido el Tigre de la Malasia, con voz tranquila.
—Nos estrellaremos.
—Lo temo, hermano; ¡el timón no gobierna más!
El galés, Tanauduriam y Sambigliong los habían entonces alcanzado.
—Señor —dijo el marinero—. Estamos en medio de los escollos.
—Lo sé —respondió Sandokan.
—Y el trinquete está por desplomarse.
—Déjalo caer, John.
—Pero la costa está lejos, señor.
—No puede distar más de veinte millas, John; la he divisado ahora a la luz de un relámpago.
—¿Y cómo la alcanzaremos si la nave se destroza entre estos escollos? No hay más que un pequeño bote a bordo, apenas suficiente para tres o cuatro personas.
—Bastaría para nosotros —dijo Yanez.
—¿Y estos pobres diablos? No, no debemos abandonarlos —dijo Sandokan—. Nos han ayudado a liberarnos, y nosotros procuraremos a su vez ayudarlos.
—¡Esos borrachines! Merecerían una buena zambullida en el fondo del mar.
—Sin ellos estaríamos en viaje para Norfolk.
—Eso es verdad.
—Procuremos entonces no mostrarnos ingratos. ¡Ah!
La vieja nave, alzada por las olas que se rompían furiosamente en medio de los escollos, había dado una sacudida tan violenta, como para creer que la quilla hubiese tocado algún bajío.
Yanez y el galés se habían lanzado a proa, donde Sambigliong y Tanauduriam, ayudados por algunos forzados menos ebrios que los otros, estaban desplegando la trinquetilla y un contrafoque para tratar de hacer virar la nave.
A doscientos pasos de la nave se divisaban confusamente los altos escollos, dispuestos en una doble línea, y más lejos otros, pero de dimensiones más gigantescas, de allí aparecían, formando como un pequeño archipiélago de islotes.
El mar, encontrándose delante de estos obstáculos, arreciaba violentamente. Montañas de agua se precipitaban, con ímpetu irresistible, contra aquel archipiélago y rebotaban con bramidos ensordecedores, espantosos, produciendo aquel peligroso mar de fondo tan temido por los navegantes.
La nave, empujada por el viento, no obstante los esfuerzos de Sandokan y sus compañeros, era arrastrada hacia aquellos escollos. Había ya embocado en aquella especie de canal abierto entre aquel caos de islotes y sin tocarlos hasta ahora, pero no debía ir mucho más lejos.
Los forzados, conscientes finalmente del grave peligro que corrían, habían perdido su fanfarronería, ante la muerte inminente, y comenzaban a tener miedo.
Aquellos que aún se sostenían sobre sus piernas se habían apresurado a ponerse a disposición de Yanez y del galés. Los otros en cambio aullaban como si ya tuviesen el agua al cuello e imploraban socorro. Ya nadie pensaba en vaciar los barriles, que corrían locamente por la cubierta, rebotando contra los cadáveres y los borrachos.
De pronto, en medio de los bramidos de las olas, de los silbidos estridentes del viento y de los alaridos de terror de todos aquellos hombres, se oyó resonar la tonante voz de Sandokan.
—¡Cuidado! —había gritado—. ¡Estamos por estrellarnos...!
La fragata, empujada por las olas, corría entre los escollos, balanceando y cabeceando. Los golpes de mar aullaban sobre sus flancos y superando las amuras, ya desquiciadas y medio rotas, irrumpían en cubierta derribando todo a su paso.
De improviso se oyó un estruendo espantoso y la nave crujió de la quilla a la cima del trinquete. El mástil, ya tambaleante, se desplomó en cubierta con horrible estrépito, aplastando en su caída a muertos y vivos.
Luego acaeció un segundo choque más tremendo que el primero, que repercutió densamente en la bodega, y la pobre nave, destripada de golpe por las puntas rocosas que le habían entrado en la carena, se volcó sobre estribor, apoyándose contra una roca, mientras una gran oleada barría la cubierta, destrozando contra las amuras a veinte o treinta hombres.
En medio de los alaridos de espanto de los pobres diablos que eran arrollados por las olas se oyó la voz del Tigre gritar otra vez:
—¡Cuidado! ¡La nave se ha partido!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Brandy: Voz inglesa que en castellano se conoce como brandi, un aguardiente, sobre todo coñac, elaborado fuera de Francia.

Bowie knife: “Bowie-knife” en el original, es un cuchillo de pelea popularizado por James Bowie —un aventurero y mercenario estadounidense— a principios del siglo XIX.

Cala: Parte más baja en lo interior de un buque.

Escoras: “Sbandamenti” en el original, es la inclinación que toma un buque al ceder al esfuerzo de sus velas, por ladeamiento de la carga u otro motivo.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 20 mi equivalen a 32,19 km.

Trinquetilla: “Trinchettina” en el original, es un foque pequeño que se caza cuando hay temporal.

Contrafoque: “Controfiocco” en el original, es un foque, más pequeño y de lona más gruesa que el principal, que se enverga y orienta más adentro que él, o sea por su cara de popa.

Mar de fondo: “Flutti di fondo” en el original, es la agitación de las aguas del mar propagada desde el interior y que en forma atenuada alcanza los lugares próximos a la costa. También puede producirse en alta mar sin efectos en la costa, con propagación de olas, aún débiles, de un lugar a otro.

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