miércoles, 1 de julio de 2015

XXVI. La revuelta


Mientras en el entrepuente los forzados preparaban la tremenda rebelión que todo debía abatir, la vieja fragata navegaba tranquilamente en la espaciosa bahía de Sarawak, dirigiéndose hacia el noreste.
Empujada por una fresca brisa, que se mantenía bastante favorable, soplando regularmente de tierra, había ya casi cumplido la travesía de aquel pequeño mar, avistando la desembocadura del Batang Paloh, luego se había lanzado hacia el norte para doblar en el cabo Sirik y seguir las costas del sultanato de Brunéi.
Aquel rumbo habría podido parecer extraño, alargando considerablemente el recorrido en vez de disminuirlo, pero el objetivo de aquella carrera hacia las costas septentrionales de Borneo estaba justificado. Siendo aquella nave destinada a recoger a todos los forzados de las colonias indomalayas sometidas por Inglaterra, debía hacer punta también en Labuan debiendo embarcar también allí a aquellos malvados huéspedes destinados a la isla de Norfolk.
Si Sandokan y Yanez hubiesen podido adivinar el verdadero rumbo de la fragata, se habrían bien guardado de desencadenar la rebelión tan pronto, teniendo la posibilidad de arrimarse a su isla. Ignorándolo, y temiendo, es más, que la nave después del cabo Sirik se hiciese definitivamente a la mar, decidieron en cambio precipitar los eventos. Habiendo aprendido que ya el Batang Paloh había sido rebasado y que también la pequeña ciudadela de Rajang había sido dejada a popa, resolvieron intentar sin más el audaz golpe de mano que debía volverlos los amos de la nave.
La revuelta había sido ya hábil y secretamente organizada. Los trescientos forzados, ninguno exceptuado, no habían alzado ninguna objeción a los audaces planes de los dos jefes de la piratería y se habían declarado dispuestos a empeñar la lucha suprema, que habría de devolverles la libertad.
Norfolk gozaba de fama demasiado triste como para no empujarlos a intentar la lucha. Ninguno ignoraba las torturas físicas y morales que les esperarían en aquella isla perdida entre las olas del gran océano, en medio de la escoria de forzados de la Australia.
John Fulton, que ejercía realmente sobre aquellos trescientos miserables una gran influencia, debido a su estatura gigantesca y a su fuerza prodigiosa, había sin embargo amenazado con matar con un puño a quien no hubiese tomado parte en el complot o que hubiese osado desvelar la conjura.
Cuatro días después del embarque de los cuatro piratas de Mompracem, todo estaba ya organizado. Los trescientos forzados, divididos en seis bandas, habían ya nombrado a sus jefes, escogidos entre los hombres más vigorosos y conocidos por su índole resuelta y sanguinaria, y se habían ya destinado los lugares que debían invadir a la primera señal de rebelión, para dividir las fuerzas de la tripulación y más fácilmente oprimirlos.
—Será esta noche —había dicho Sandokan al galés que lo interrogaba—. Advierte a todos de estar listos, luego les daré las últimas instrucciones apenas tocado el silencio.
El gigante había hecho pasar la palabra a los vecinos para que lo transmitiesen a todos los otros, luego cuando la trompeta de a bordo ordenó el silencio, se tendió sobre el tablado en modo no obstante que su cabeza tocase las de Sandokan y Yanez.
Los trescientos forzados se habían también recostado cerca de sus anillos, a los cuales estaban pegadas las cadenas, y fingían roncar, de vez en cuando no obstante las cabezas se alzaban lentamente y sus ojos se fijaban ansiosamente sobre el grupo formado por Sandokan, Yanez y el galés.
—Escúchame —dijo el Tigre al gigante que fingía roncar—. Tú eres capaz de romper las cadenas de tus compañeros, ¿verdad?
—Será un simple juego para mí.
—Comienza por la tuya mientras tanto, luego parte la de aquel joven delgado que duerme al lado.
—¿Lo quiere?
—Lo exijo, porque aquel joven me es necesario. ¿Has advertido a los otros de estar listos a nuestros gritos?
—Sí, señor: apenas oigan resonar en el entrepuente el grito de “¡fuego...!” estarán todos de pie, listos para actuar.
—Rompe las cadenas.
El galés dobló las piernas, luego pasando ambas manos bajo el vientre, a fin de no hacerse divisar por el centinela que velaba en la extremidad del entrepuente, con un golpe seco quebró los anillos de la cadena.
—Está hecho —dijo, conservando su pose.
—El compañero, ahora.
John Fulton miró antes al centinela. Esperó a que le diese la espalda, luego curvándose rápidamente sobre el joven que estaba a su lado, le rompió la cadena, diciéndole:
—Acércate al jefe.
El joven forzado no se había movido. Miraba con ojos entornados al centinela que volvía a subir el pasillo del entrepuente; apenas no obstante lo vio regresar hacia proa, se arrastró silenciosamente hacia Sandokan.
—¿Me escuchas? —le preguntó el Tigre.
—Sí, jefe —respondió el joven.
—Tengo necesidad de ti.
—Estoy dispuesto a todo.
—¿Tu cuerpo puede pasar por la tronera que comunica con la despensa del cocinero? Esta se encuentra bajo el castillo.
El forzado alzó la cabeza y su mirada, que semejaba a la de un gato, se fijó sobre una estrecha abertura destinada a dar aire a la despensa del cocinero.
—Con un poco de esfuerzo, pasaré —dijo luego.
—¿Tienes un detonador?
—No.
—Afortunadamente Yanez posee todo lo necesario.
Hurgó en los bolsillos del portugués que fingía dormir, tomó un detonador y un pedazo de yesca y se lo dio todo al joven.
—¿Qué debo hacer? —preguntó este, sorprendido.
—Algo simplísimo —respondió Sandokan—. Incendiar la despensa.
—¿Qué dice? —preguntó el forzado que creía haber oído mal.
—Dar fuego a la nave.
—Pero nos abrasaremos también nosotros, jefe.
—No te preocupes de eso, por ahora: obedéceme y nada más.
—No discuto, no obstante está el centinela.
—Espera a que te dé la espalda y actúa enseguida.
—Está bien.
El bribón se quedó inmóvil, manteniendo no obstante siempre la mirada sobre el marinero que paseaba en la extremidad del entrepuente, teniendo el fusil en la espalda.
Esperó a que girase sobre sus talones, luego, arrastrándose como una serpiente, atravesó el espacio que lo separaba de la tronera. Por algunos instantes fue visto contraerse como si hiciese esfuerzos desesperados, luego desapareció bajo el castillo.
—¿Tuvo éxito? —preguntó Yanez con voz sofocada.
—Sí —respondieron Sandokan y el galés.
Pasaron algunos minutos de angustiosa expectativa. El marinero había vuelto hasta la mitad del entrepuente; pero parecía que no se hubiese dado cuenta de la falta del joven, cosa por otra parte difícil, formando, aquellos trescientos cuerpos, casi una masa sola.
En el momento en que reanudaba los movimientos, el forzado apareció a la boca de la tronera. Se deslizó fuera con celeridad increíble y alcanzó el grupo formado por los cuatro piratas y por el galés, murmurando con tono alegre:
—Está hecho.
—¿Se inflama el fuego? —preguntó Sandokan.
—He encendido dos cajas de lardo y he desfondado un barril de petróleo.
Había apenas pronunciado aquellas palabras que una oleada de humo negro y pesado prorrumpió de la tronera, desplegándose por el entrepuente.
Entre los forzados esparcidos por el suelo y todos vigilantes, se manifestó un ligero movimiento acompañado por un denso chirrido de cadenas.
El centinela, sospechando algo insólito, se había bruscamente volteado.
Una lengua de fuego había aparecido entonces a través de la tronera, alargándose desmesuradamente hacia el sofito e iluminando vivamente el entrepuente.
Un alarido había huido de los labios del marinero.
—¡Fuego!
—Casi de súbito la voz tronante del Tigre de la Malasia resonó como un tiro de cañón:
—¡De pie...! ¡Fuego...! ¡Fuego...!
A aquel segundo grito había respondido un inmenso alarido rauco, salvaje que había mantenido detrás un estruendo ensordecedor de cadenas.
Los forzados habían brincado en pie como un solo hombre, dispuestos a empeñar la lucha suprema. Sus rostros habían asumido una expresión de ferocidad espantosa: los tigres, hasta ahora temblorosos bajo los golpes del gato de nueve colas, se despertaban, dejando el camino libre a las pasiones sanguinarias.
Viendo las llamas inflamarse a popa de la nave, habían ya comenzado a retorcer las cadenas para quebrarlas, aullando e imprecando.
Al grito de alarma del centinela, los hombres de guardia de la cubierta se habían precipitado al entrepuente. Eran una veintena, algunos armados de hachas, algunos de fusiles, pero los más inermes.
Viendo a los forzados de pie, se habían apresurado a retroceder, creyendo que se trataba de una revuelta. Divisando no obstante las llamas irrumpir bajo el castillo, no vacilaron más y se lanzaron hacia popa pasando junto a los forzados que yacían aún en el suelo.
Era este el momento esperado por Sandokan.
—¡Encima de esos! —había aullado.
Luego se había lanzado adelante seguido por el galés, Yanez, Sambigliong, Tanauduriam y el joven.
El centinela, que se encontraba a mitad del entrepuente, viendo desplomársele encima aquellos seis hombres, había apuntado resueltamente el fusil.
El tiro partió y el joven delgado que en aquel momento se había arrojado delante del galés, empuñando un pesado pedazo de madera, cayó con el cráneo roto.
Sandokan con un brinco de tigre había caído sobre el marinero aferrándole el arma. Mientras con un tirón irresistible lo desarmaba, el galés alzaba su formidable puño, un verdadero martillo de forja.
El marinero, golpeado en la cabeza, se abatió sobre sí mismo bajo el golpe, luego cayó al suelo.
Mientras tanto los trescientos forzados habían aferrado, casi al vuelo, a los hombres de guardia que brincaban sobre aquella extensión de cuerpos humanos sin cuidarse dónde ponían los pies.
En un relampaguear los veinte hombres, oprimidos por el número, habían sido derribados, y desarmados, mejor dicho casi desnudados. Algunos habían permanecido en el suelo, pero otros habían logrado huir a aquellos centenares de brazos y se habían precipitado hacia la escalera de proa aullando a pleno pulmón:
—¡Socorro...!
Un alarido feroz que repercutió tremendamente en el entrepuente y en las profundidades de la bodega, saludó a aquella primera victoria.
Mientras las llamas, por ninguno domadas, se inflamaban con creciente furia, encontrando fácil alimento entre las materias grasas de la despensa, los lardos, los aceites y los barriles de petróleo ya perforados, los forzados, con las hachas arrancadas a los hombres de guardia, quebraban rápidamente las cadenas.
No habían transcurrido veinte segundos que ya doscientos hombres se encontraban de pie, libres de las infames cadenas que por tantos meses habían estrechado sus piernas. Pocos instantes todavía y también los otros debían encontrarse listos para la lucha.
Las armas eran escasas, no poseyendo más que el fusil del centinela, una decena de dagas, algunas hachas y una media docena de pistolas, pero el número debía suplir.
Sandokan, Yanez, el galés y los dos malayos, el primero armado de un hacha, el segundo del fusil del centinela, y los otros tres de dagas, se habían puesto a la cabeza de la primera columna de forzados vueltos libres de las cadenas, para lanzarse a cubierta.
El humo que invadía en entrepuente, amenazando con sofocarlos, los obligaba a actuar sin perder un solo instante.
—¡Adelante! —había aullado Sandokan.
Estaban por abalanzarse hacia la escalera de proa, mientras otros procuraban desfondar, a golpes de hacha, la rejilla de hierro de la escotilla central, cuando descargas terribles resonaron en la extremidad del entrepuente.
Cuatro marineros, armados de fusiles y de hachas y guiados por el capitán de la nave y por uno de sus oficiales habían hecho irrupción en el entrepuente, abriendo inmediatamente fuego.
Alaridos de furor y muerte, acogieron su aparición. Algunos forzados, golpeados por el plomo, cayeron, ensangrentando las mesas de la sala, pero los otros se precipitaron como una muchedumbre irresistible arrastrada por el Tigre de la Malasia, cuya voz resonaba sin pausa aullando:
—¡Adelante! ¡Nuestra salvación está sobre el puente!
De pronto, alaridos de terror retumbaron detrás de las columnas de asalto, luego se oyeron los disparos. Sandokan, Yanez, y el galés, creyendo ser asaltados por la espalda, se detuvieron y miraron hacia el castillo.
Aquellas descargas no partían de los alojamientos de los oficiales, sino de la rejilla de hierro de la escotilla central. Algunos marineros de la cubierta fusilaban a los desgraciados que intentaban, a golpes de hacha, quebrar los barrotes para irrumpir sobre la toldilla también por esa parte.
—¡Muerte y sangre! —aulló el Tigre—. Si no quebramos a los hombres que están al frente, estamos perdidos.
Realmente la situación de los forzados estaba por volverse desesperada. Mosquetazos por delante y por arriba, con el fuego a las espaldas que se inflamaba espantosamente ganando ya el cuarto de los oficiales y las paredes del entrepuente, y el humo que se volvía siempre más denso no encontrando desahogos suficientes, corrían el peligro de morir todos o bajo las balas, o asados vivos o sofocados.
Afortunadamente todas las cadenas habían sido entonces quebradas y otra masa de hombres se había precipitado en socorro de la primera columna.
—¡Al asalto...! —tronaba el Tigre de la Malasia.
Aquellos torrentes humanos, vueltos feroces por las crueles pérdidas sufridas y por el humo que los embestía por todas partes, se arrojaban con ímpetu irresistible.
Nadie pudo ya frenar a aquellos trescientos hombres locos de rabia, anhelantes de libertad: eran iguales y quizá incluso más tremendos que los formidables cachorros de Mompracem.
En dos columnas chocan a los cuarenta marineros que se han reagrupado en la extremidad del entrepuente.
Las descargas se suceden a las descargas y hacen grandes vacíos entre los asaltantes, la mayor parte inermes. Los hombres golpeados brutalmente por el plomo que no perdonaba, caen a diestra y siniestra mandando alaridos de dolor que terminan en un rugido de rabia, en clamores ensordecedores de venganza.
¿Qué importa si muchos permanecen extendidos en el suelo, nadando en la sangre? Los otros caen sobre los marineros y empeñan, en medio del humo y de las chispas que obstruyen el entrepuente y que los amenazan por la espalda, una lucha desesperada.
Combaten a golpes de puño, de uñas, a patadas, a mordiscos, animándose con alaridos feroces.
El hacha de Sandokan y el brazo poderoso del galés ya han abierto un paso en la masa de la tripulación.
—¡Adelante...! ¡Un esfuerzo más! —aúlla el Tigre de la Malasia, cuya arma está ya empapada de sangre.
El asalto es tan impetuoso, tan irresistible, que los cuarenta marineros son arrollados. Procuran reagruparse en la base de la escalera y de rechazar a aquella marea humana con golpes de bayoneta, pero las armas les son arrancadas de las manos por centenares de brazos y son obligados a remontar precipitadamente la escalera, dejando a varios camaradas en el suelo, gravemente heridos.
Sandokan, viendo el paso libre, se lanza sobre las gradas. También el galés ha podido apoderarse de un hacha y lo sigue agitando aquella formidable arma, mientras Yanez, Sambigliong y Tanauduriam, los tres armados de fusiles, queman sus cargas para alejar a los marineros que se encuentran sobre la rejilla de hierro de la escotilla central.
Los forzados, ya desencadenados y seguros de la victoria, se agolpan detrás de sus jefes e irrumpen sobre la cubierta de la fragata, entre clamores espantosos.
La oscuridad es completa sobre la nave, ya que han sido apagados los fanales de proa y también el de popa. Además el cielo está cubierto por unas densas masas de vapores que impiden a la luz de los astros espejarse en el mar y esparcir un poco de luz.
El tiempo también es amenazador. Un viento calurosísimo silva a través de las jarcias de la vieja nave y la infinidad de cuerdas de las maniobras se mueven, mientras el mar brama sordamente y las olas percuten, con fragor, la carena.
Los forzados se han detenido. Sus ojos, aún deslumbrados por las llamas que devoran el castillo no distinguen más nada.
Sandokan, Yanez y el galés, que se han reunido, se lanzan adelante, pero no encuentran ninguna resistencia. La tripulación parece haber desaparecido.
—¿Dónde han huido esos? —se pregunta Sandokan inquieto.
—¡Mira a popa! —grita en aquel momento Yanez.
Formas humanas comienzan a delinearse confusamente a través del humo que irrumpe de la rejilla de hierro de la escotilla central. Sí, los marineros de la fragata se han reunido allí, sobre el alcázar, detrás de las dos piezas de artillería, para mantener el timón y para poder mejor dominar la cubierta.
Parece que no han no obstante pensado en el peligro que les amenaza bajo los pies. El castillo debe ya arder bajo ellos y los puntales pueden, de un instante a otro, ceder y envolverlos a todos entre las llamas que silban en la despensa.
—¡Adelante! —grita Sandokan—. Ellos están allá, de cara a nosotros.
Está por arrojarse, cuando Yanez lo aferra bruscamente y lo hace caer sobre la toldilla.
Un instante después dos lenguas de fuego, emanan a diestra y siniestra del alcázar, iluminando la noche y una granizada de metralla barre la cubierta de popa a proa.
Alaridos terribles hacen eco a las detonaciones de las dos piezas de artillería.
Hombres brincan hacia atrás y adelante mandando gemidos y estertores, luego cayendo atrozmente mutilados.
Sandokan se ha realzado con el hacha en el puño.
—Gracias, Yanez —dijo.
Luego su voz tronó:
—¡Al asalto...!
Los forzados no vacilan, comprendiendo que si tardan pocos instantes la metralla hará estragos con todos ellos y se vuelcan adelante, resueltos a expugnar hasta el último refugio de la tripulación. De pronto su impulso fue detenido por un obstáculo imprevisto. Una gigantesca lengua de fuego irrumpe a través de la rejilla de la escotilla central y se esparce por la cubierta. La gran vela del palo mayor y la de gavia que habían permanecido desplegadas se incendian formando una llamarada monstruosa. La tela cae a jirones, quemando los rostros y el cabello de los forzados de la primera línea.
—¡Atrás! —grita Sandokan.
En el mismo instante las dos piezas del alcázar truenan con estrépito horrendo, haciendo temblar a la vieja fragata y otro torbellino de metralla atraviesa la cortina de fuego y masacra a las primeras falanges de los asaltantes.
Los fusiles de la tripulación reagrupada en popa hacen eco a los dos cañonazos y las balas silban en todas las direcciones, aumentando el estrago.
Los forzados mandan alaridos de bestias feroces, agitando locamente las armas, pero se ven impotentes contra aquel enemigo que está defendido también por el fuego que continúa irrumpiendo de la escotilla, formando una barrera insuperable.
—¡En retirada! —truena el Tigre de la Malasia.
Los asaltantes se replegan confusamente hacia la proa, dejando la cubierta sembrada de muertos y de moribundos. Se agolpan sobre el castillo, mientras aquellos que tienen la fortuna de poseer un fusil se ocultan detrás del trinquete y detrás del cabrestante intentando responder, lo mejor posible, a la granizada de balas que la tripulación manda sin misericordia.
La distancia no basta para salvar a aquel montón de personas que se aprieta en la extremidad de la nave. El plomo enemigo encuentra buen juego entre los cuerpos reunidos y los muertos y los heridos se acumulan por todas partes.
Es necesario despejar la cubierta para no hacerse destruir. Algunos forzados se reparan en el cuarto de la tripulación intentando organizar la defensa, mientras los otros se precipitan en el entrepuente a riesgo de ser sofocados por el humo que ya lo invade todo.
Sandokan, Yanez y el galés, reparados detrás del cabrestante, se aconsejan rápidamente sobre lo que hacer.
La situación de aquellos doscientos hombres (no eran ya más habiendo sufrido pérdidas crueles) está por volverse desesperada. La tripulación tiene ya un sitio inexpugnable y la nave está por quemarse enteramente.
—¿Qué hacemos? —pregunta el galés.
—Es necesario resistir a cualquier precio —respondió Sandokan.
—La nave arde rápidamente —dijo Yanez.
—Ponte a la cabeza de cien hombres e intenta detener el progreso del incendio. Hay dos bombas aquí y en el cuarto de la tripulación los cubos y baldes no deben faltar.
—Las bombas están expuestas al fuego de la tripulación, Sandokan.
—Harás traer a cubierta toneles, maderas, en fin, obstáculos que puedan servir para formar una barricada.
—¿Y nosotros? —preguntó el galés.
—Apenas domado el fuego reintentaremos el ataque.
—No tenemos mas que una veintena de fusiles, señor.
—El número suplirá a la deficiencia de las armas. Mientras tanto procuraremos levantar también nosotros una barricada entre el trinquete y el palo mayor y mandaremos a ocuparla a los hombres que tienen fusiles. Si pudiésemos tener las chalupas se podría intentar un asalto al ancho, pero aquellos astutos las han llevado a popa.
—Se puede construir una balsa, señor.
—Emplearemos demasiado tiempo y luego nuestros hombres permanecerían expuestos demasiado al fuego de aquellas dos piezas de artillería. Por otro lado creo que la tripulación no resistirá mucho más.
—¿Y por qué, señor?
—El fuego ya ha invadido el castillo y si los marineros se obstinaran en permanecer sobre el alcázar, terminarán precipitándose en el horno que arde bajo sus pies. Vamos, levantemos una barricada.
Mientras Yanez, a la cabeza de cien hombres provistos de cubos y de baldes, enfrentaba valientemente el humo y las llamas del entrepuente, para domar el incendio que ya amenazaba con destruir la nave entera, Sandokan y el galés, ayudados por los otros, arrojaban una barricada entre el trinquete y el palo mayor.
Esta empresa no era no obstante fácil, porque las dos piezas de artillería de vez en cuando barrían la cubierta y del palo mayor, ya todo presa de las llamas, caían cuerdas y pedazos de tela encendida y pedazos de cofa y de crucetas.
Incluso la mosquetería de la tripulación causaba pérdidas considerables. Los cadáveres ya no se contaban más; eran grupos de muertos en los lugares más expuestos al tiro de la artillería.
A pesar de los tiros incesantes de los defensores y del fuego, los forzados, incitados por Sandokan y el galés, consiguieron levantar la barricada, acumulando vergas, vigas, toneles, catres, cajas, cadenas y anclas.
Una veintena de hombres, aquellos que habían tenido la fortuna de apoderarse de los fusiles, pronto la ocuparon y abrieron fuego contra el alcázar. Aquellas descargas no debían no obstante obtener grandes efectos, porque la cortina de fuego y los torbellinos de humo prorrumpidos de la escotilla impedían distinguir a los marineros que se encontraban reunidos en popa.
Además el creciente balanceo de la nave, volvía bastante difícil la puntería.
Durante la lucha, el mar se había vuelto malo y grandes oleadas venían a romper contra los anchos flancos de la fragata, desplazando bruscamente el casco.
También el viento había aumentado. Ráfagas impetuosas se derramaban sobre la arboladura, silbando entre los cordajes y trastornando las velas del trinquete que no habían sido detenidas ni orientadas.
Aquellos golpes de viento, en vez de apagar el fuego que devoraba las maniobras del palo mayor, lo alimentaba. Ya la gigantesca entena llameaba de la base al cataviento del mastelerillo, igual que una antorcha enorme, dejando atrás un torbellino de chispas.
El mar, iluminado por aquella llamarada, centelleaba todo alrededor, asumiendo reflejos ardientes que las olas rompían sin pausa.
La tripulación mientras tanto, no obstante la tenacidad de los forzados y el fuego que devoraba el castillo, no cedía. Aún cuando estuviese ya convencida de no poder domar más la revuelta, continuaba defendiéndose con el coraje de la desesperación, buscando infligir a los asaltantes pérdidas desastrosas.
Ya no se preocupaba más por la nave, que sabía bien que no podía reconquistar. Al contrario buscaba demolerla, volverla inservible, echarla posiblemente bajo el agua, con la esperanza de ahogar, como bestias feroces, a la horda de galeotes.
Las dos piezas del alcázar no callaban un solo minuto. Consumida la metralla, tiraban con bala rompiendo las amuras, desfondando el castillo de proa, dañando los mástiles, alborotando la camareta de la tripulación rebosante de forzados.
Un verdadero delirio de destrucción parecía que hubiese invadido a aquellos hombres. No pudiendo reconquistarla, querían al menos, antes quizá de abandonarla, volver a su nave un cacharro incapaz de navegar. Aquel fuego incesante, apoyado también por las descargas de la mosquetería, producía daños enormes a los asaltantes. Ya las balas de las dos piezas habían desfondado parte de la barricada y ahora se metían bajo el castillo obligando a los forzados a evacuar el cuarto de la tripulación para no hacerse destrozar.
Tres veces el Tigre de la Malasia, furioso de verse mantenido en jaque por aquellos cuarenta marineros, ya que más no debían ser, había intentado lanzar a sus columnas al asalto del alcázar, pero la cortina de fuego que siempre irrumpía de la escotilla, no obstante los esfuerzos de Yanez y sus hombres para combatirla, los había detenido.
Es más, algunos más audaces habían conseguido atravesarla, pasando como un huracán o como salamandras en medio de aquella llamarada, y todos habían caído, antes de poder llegar bajo el alcázar, fulminados por las descargas de la tripulación.
La lucha duraba ya dos horas, cuando de pronto el fuego de los marineros, después de haber disminuido gradualmente de intensidad, cesó.
Temiendo una sorpresa o un imprevisto asalto, Sandokan había llamado a cubierta a todos los hombres disponibles, para estar listos para rechazar cualquier ataque.
Pasaron no obstante algunos minutos sin que el temido asalto sucediese. El fuego no había sido reanudado; al contrario un silencio absoluto reinaba hacia la popa.
—¿Qué preparan para hacer? —se preguntó Sandokan, con inquietud.
Avanzó hasta el palo mayor desafiando la lluvia de chispas que caían de las vergas, pero no pudo divisar nada a causa del humo que salía de la escotilla y que el viento empujaba hacia popa.
Estaba por lanzarse en medio de los torbellinos de humo, cuando el galés se le arrojó detrás, gritándole:
—¡Atrás, señor...! ¡El mástil está por caer...!
Sandokan en dos saltos brincó la barricada. El palo mayor, privado ya de los obenques y de los brandales y consumido en la base por las llamas prorrumpidas de la escotilla central, un instante después se desplomaba con inmenso estrépito encima de las amuras de babor, zambullendo en el mar el mastelero y las vergas de juanete y de sobrejuanete.
La fragata, bajo aquel golpe imprevisto, se inclinó sobre el flanco, mientras las amuras caían destrozadas, pero enseguida se levantó de nuevo conservando solamente un ligero viraje.
El mesana, igualmente consumido en la base habiendo sido ya destruida la carlinga por el fuego que ardía en el castillo, se desplomaba también medio minuto después.
Desgraciadamente en vez de caer hacia una u otra de las amuras, se desplomaba a lo largo de la toldilla abatiendo con sus vergas a una docena de hombres y rompiendo de repente las maniobras del trinquete. Sin cuidarse de los alaridos de los heridos, Sandokan y el galés se habían lanzado hacia el alcázar. Atravesaron corriendo los torbellinos de humo que salían aún de la escotilla y se detuvieron en la base de la gradería.
—¡Han huido...! —había gritado Sandokan.
Era verdad. La tripulación, aprovechando la inacción forzada de los rebeldes y la cortina de fuego que la cubría, había puesto en el mar las chalupas calándolas hacia popa, luego, manteniéndose reparada por la masa de la nave, se había hecho a la mar. Antes no obstante de abandonar la nave había inmovilizado los dos cañones y amainado la bandera. Sandokan y el galés subieron rápidamente sobre el alcázar y se inclinaron sobre la amura de popa.
Algunos puntos luminosos, ya lejanos, brillaban en medio de la oscuridad, hacia el sur.
—Procuran alcanzar la costa —dijo Sandokan.
—¿Y nosotros? —preguntó el galés.
—Y nosotros haremos otro tanto, si es posible —respondió el Tigre de la Malasia.
—¡Sí es posible...!
—Esta nave está ya acabada y el mar entra.
—¿No espera poder domar el incendio?
—Creo que Yanez está ya en buen punto, ¿pero qué importa? No podemos contar más que con el trinquete y con nuestros brazos, ya que los galeotes no se ocuparán por cierto de la nave ni de las maniobras.
—No creo que haya marineros entre ellos, sin embargo, espero que nos ayuden —dijo el galés.
—Lo veremos más tarde —respondió Sandokan.
Luego alzando la voz tronó:
—¡La nave es nuestra...! ¡La tripulación ha huido...!
Un alarido inmenso fue la respuesta, luego una voz gritó:
—¡A los barriles...! Es necesario festejar la victoria.
—¡Sí, a los barriles...! —respondieron cien voces—. Bebamos.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

¡Otro largo y entretenido capítulo!

Sultanato de Brunéi: “Sultanato del Borneo” en el original. Fue un sultanato malayo, centrado en Brunéi en la costa del norte de la isla de Borneo en el sureste de Asia. El reino fue fundado en a principios del siglo VII, y empezó siendo un pequeño reino marítimo y comercial gobernado por un rey nativo hindú o pagano. Los reyes de Brunéi se convirtieron al islam alrededor del siglo XV, después del cual se extendieron por áreas costeras del noroeste de Borneo y del sur de Filipinas, antes de su declive en el siglo XVII.

Rajang: “Reding” en el original, es un pequeño poblado que está sobre el margen del río del mismo nombre en el reino de Sarawak, frente a la ciudad de Kuching.

Detonador: “Acciarino” en el original, puede traducirse como “detonador”, “eslabón” o “pedernal”. Detonador: es un artificio con fulminante que sirve para hacer estallar una carga explosiva. Eslabón: es un hierro acerado del que saltan chispas al chocar con un pedernal. Pedernal: es una variedad de cuarzo, que se compone de sílice con muy pequeñas cantidades de agua y alúmina; es compacto, de fractura concoidea, translúcido en los bordes, lustroso como la cera y por lo general de color gris amarillento más o menos oscuro; da chispas herido por el eslabón. Seguramente lo que busca Sandokan es un eslabón y un pedernal, sin embargo, no encontré una palabra que haga referencia a ambos como un todo, por eso me incliné por detonador.

Lardo: Parte gorda del tocino. Grasa o unto de los animales.

Gavia: Vela que se coloca en el mastelero mayor de las naves, la cual da nombre a este, a su verga, etc.

Cabrestante: “Argano” en el original, es un torno de eje vertical que se emplea para mover grandes pesos por medio de una maroma o cable que se va arrollando en él a medida que gira movido por la potencia aplicada en unas barras o palancas que se introducen en las cajas abiertas en el canto exterior del cilindro o en la parte alta de la máquina.

Entena: “Antenna” en el original, es una vara o palo encorvado y muy largo al cual está asegurada la vela latina en las embarcaciones de esta clase. Madero redondo o en rollo, de gran longitud y diámetro variable.

Cataviento: “Mostravento” en el original, es un hilo como de medio metro de largo que lleva ensartadas varias ruedecitas de corcho algo separadas unas de otras y que puesto en un asta manual se coloca en la borda de barlovento, para que, al flotar en el aire, indique su dirección aproximadamente.

Mastelerillo: “Alberello” en el original, es el palo menor o percha que se coloca en muchas embarcaciones sobre los masteleros.

Camareta: “Camera comune” en el original, es el nombre que suele aplicarse a la cámara de proa y a la de pozo, donde puede alojar a los guardias marinas o también distribuir diariamente las raciones de la tripulación.

Salamandras: Según los cabalistas, ser fantástico, espíritu elemental del fuego.

Obenques: “Sartie” en el original, son cada uno de los cabos gruesos que sujetan la cabeza de un palo o de un mastelero a la mesa de guarnición o a la cofa correspondiente.

Mastelero: “Alberetto” en el original, es el palo o mástil menor que se pone en los navíos y demás embarcaciones de vela redonda sobre cada uno de los mayores, asegurado en la cabeza de este.

Juanete: “Pappafico” en el original, es cada una de las vergas que se cruzan sobre las gavias, y las velas que en aquellas se envergan.

Sobrejuanete: “Contropappafico” en el original, es cada una de las vergas que se cruzan sobre los juanetes.

Carlinga: “Scassa” en el original, es el hueco, generalmente cuadrado, en que se encaja la mecha de un árbol u otra pieza semejante.

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