miércoles, 10 de junio de 2015

XXV. La nave de los forzados


El entrepuente de aquel viejo transporte de forzados presentaba un espectáculo repugnante y horrible.
Aquella inmensa habitación, que se extendía del lugar de la tripulación hasta el castillo de popa, estaba tapizado de cuerpos humanos, de un aspecto que inspiraba asco al solo verlo.
Trescientos hombres, la escoria de Inglaterra y de las colonias inglesas de Asia, yacían amontonados en aquel lugar, y los unos sobre los otros, encadenados como bestias feroces.
Había jóvenes embrutecidos por el vicio y por los delitos, hombres de mediana edad y viejos de cabellos blancos, pero que quizá contaban más infamias que todos los otros. Ladrones, incendiarios, borrachines incorregibles, asesinos, se encontraban todos juntos, rumbo para la isla de Norfolk, el más horrible penal del Océano Pacífico.
Había colosos de facciones bestiales, jóvenes que parecían carcomidos por la tisis o consumidos por los vicios: naturalezas vigorosas que debían ir tirando larguísimos años aún y quizá cometer nuevos delitos, y naturalezas ya exhaustas que debían quizá apagarse antes de poder ver las puntas de los gigantescos pinos de la isla maldita.
Un tufo infeccioso, como un tufo de fieras, emanado por aquellos trescientos cuerpos, circulaba en el entrepuente, mientras un ronquido sonoro, que hacía vacilar incluso a las humeantes llamas de las dos linternas resplandecientes de aquella inmensa prisión oscilante, retumbaba densamente, interrumpido de vez en cuando por el lúgubre tintineo de alguna cadena.
Sandokan y Yanez se habían detenido, mirando con repugnancia aquella carnicería roncante.
—¡Es horrible! —había exclamado por segunda vez el portugués—. ¡Jamás había soñado semejante escena! ¡Mejor un campo de batalla bañado de sangre y esparcido de muertos y de moribundos que esta cueva de bandidos...!
—Vengan —dijo bruscamente el maestre.
Los dos jefes de la piratería y sus hombres lo siguieron sin hablar más. Pasaron junto a aquel montón de dormidos, procurando no pisar a ninguno, y llegaron hacia la popa.
El maestre los hizo sentar cerca de otros tantos anillos de hierro fijados al tablado, ordenándoles cerrar los ojos y dormir.
—¿No tiene órdenes de atarnos? —preguntó Sandokan.
—Es inútil —respondió el marinero con una sonrisa—. Ustedes son personas... respetables. Este, no obstante, será su lugar.
Esto dicho se fue sin añadir más.
Sandokan y Yanez se miraron a la cara.
—Esta libertad favorecerá a mis proyectos—dijo el primero.
—¿Y la cadena que tenemos a los pies? —concluyó Yanez.
—Al momento oportuno caerá rota.
—¿Qué quieres intentar entonces? ¿Estás madurando algún proyecto?
—Pienso en la libertad, Yanez. ¡Ah! Aquel bravo James Brooke cree que me dejé conducir a Norfolk. Se engaña, amigo mío. Sucederá quizá una terrible masacre, pero, antes de que la nave llegue a vista del Cabo Sirik, nosotros seremos amos de este viejo cacharro.
—¿Cuentas quizá con alzar a estos galeotes...?
—Sí, Yanez.
—¿Y crees que te obedecerán?
—¿Es que no desean la libertad también ellos?
—¿Y la tripulación?
—Caerá bajo el formidable asalto de estos brutos desencadenados por nosotros.
—¿Y luego?
—Luego regresaremos a Sarawak.
—¿Otra vez...?
—¿Crees que el Tigre de la Malasia puede resignarse a su derrota...? No, Yanez. Arrancaré el trono a James Brooke. He pensado demasiado tarde en Muda Hashim; pero tendremos ocasión de utilizar a aquel pretendiente y de alzar a sus dayak.
—¿Conoces a Muda Hashim...?
—Lo he conocido hace muchos años.
—Es sobrino del rajá de Sarawak, ¿verdad?
—Sí, de aquel rajá que en vez de ceder el poder a Muda, ha preferido donárselo a Brooke.
—¿Y dónde se encuentra aquel pretendiente? —preguntó Yanez.
—En Sadong, protegido por algunos fieles del rajá.
En aquel instante una voz imperiosa, partida de la extremidad del entrepuente tronó:
—Silencio, o los haré callar con el gato de nueve colas.
—Es el centinela que vela hacia proa —dijeron Sambigliong y Tanauduriam, que estaban tendidos detrás de sus jefes.
—Cerremos los ojos —agregó Sandokan—. No es todavía el momento de rebelarse.
Los cuatro se tendieron sobre el tablado, lecho no muy cómodo ciertamente, pero que no les daba fastidio, habituados como estaban a dormir a menudo sobre la tierra desnuda de sus florestas, y cerraron los ojos adormeciéndose plácidamente, ligeramente acunados por las olas del mar que batían los flancos del viejo navío.
Durante la noche no obstante, dos o tres veces Sandokan se despertó y se alzó para observar con particular atención a los forzados que dormían cerca suyo. Su mirada se había especialmente vuelto sobre un hombre de estatura gigantesca, espalda extraordinariamente ancha y brazos enormemente desarrollados, indicio de una fuerza más que extraordinaria.
Aquel forzado parecía tener alrededor de cuarenta años. Era un hércules de cabello denso y rojo, de frente bastante espaciosa y facciones regulares, que contrastaban con aquellas alteradas y feroces de sus vecinos.
Aun cuando llevase puesto el uniforme de tela de los forzados, por el color bronceado de su rostro y el modo en que dormía, un observador atento habría podido adivinar en él a un hombre de mar o a un corredor de los bosques.
Más de una vez Sandokan había sentido la tentación de despertarlo, para poderlo observar mejor, pero el tema de despertar la atención del centinela que velaba en la extremidad del entrepuente, apoyado sobre su fusil lo había retenido.
—He aquí un hombre que puede ser útil —murmuró—. Semejantes gigantes son preciosos. Hasta mañana.
Después de esta última reflexión se había adormecido de nuevo, al lado de Yanez, teniendo los puños estrechados alrededor de la faja, como era su costumbre, creyendo aún tener las armas.
Un estrépito ensordecedor de cadenas, mezclado con alaridos de dolor, lo arrancó bruscamente del sueño, haciéndole abrir los ojos.
Dos marineros recorrían el entrepuente, haciendo silbar en el aire dos azotes y gritando con voz rimbombante:
—¡Arriba canallas...!
De vez en cuando los dos azotes caían, percutiendo vigorosamente a algún grupo de forzados, enseguida seguidos por una salva de alaridos de dolor y de imprecaciones.
Aquellos dos marineros manejaban aquellos terribles instrumentos sin misericordia, sin cuidarse dónde golpeaban. Hemos dicho instrumento terrible; la frase no es nada exagerada ya que se trataba del famoso gato de nueve colas, en uso hasta hace unos pocos años en la marina inglesa y en los penales.
Este azote, así llamado porque se compone de nueve correas pegadas a un corto mango y terminadas en otras tantas pequeñas bolas de plomo, y sin duda peor que el knut de los rusos o que el kurbash de piel de hipopótamo de los sudaneses y de los abisinios.
Cada vez que cae, las bolas de plomo trazan un surco sangriento sobre el dorso del paciente, y bastan cincuenta golpes y a veces incluso menos para matar a un hombre.
Es increíble el miedo que inspiraba a los marineros de las naves de guerra y a los malhechores de los penales ingleses este instrumento, ya que después de quince o veinte golpes reduce al hombre más robusto a un estado compasivo.
Se puede decir que inspiraba mayor terror que la horca. En efecto para destruir a la tremenda banda de los estranguladores londinenses, que por varios años continuó ahogando a los pacíficos transeúntes que volvían a sus casas un poco tarde, bastó que los jueces amenazaran con aplicar cincuenta golpes de azote a los culpables, antes que la horca, para verla desaparecer.
Yanez, Tanauduriam y Sambigliong se habían prontamente alzado para no recibir ninguna de aquellas brutales caricias. Sandokan en cambio, después de haber mirado de qué se trataba, había vuelto a tenderse cerrando los ojos.
Los dos marineros, continuando su carrera, llegaron muy pronto delante de los cuatro piratas. Viendo que Sandokan no había obedecido a la orden de despertarse, uno de los dos se inclinó sobre él, gritando:
—¡De pie!
El Tigre de la Malasia no se movió. Tanauduriam y Sambigliong, creyendo que su jefe no había oído el grito del marinero, estaban por empujarlo.
Una mirada fulmínea de Yanez los detuvo.
El portugués se había ya avivado de que Sandokan no dormía, debía por consiguiente tener un objetivo para mantener cerrados los ojos.
—¡De pie, bribón...! —repitió el marinero, haciendo silbar en el aire el azote.
Viendo que con la voz no obtenía ningún efecto, el gato de nueve colas descendió y azotó a Sandokan en pleno pecho, lacerándole la camisa de seda verde.
El azote lo había apenas tocado, que el Tigre de la Malasia saltó en pie con un impulso inesperado. Aferrar de golpe al marinero por los riñones y alzarlo en el aire como si fuese un niño, fue un momento.
La voz del formidable hombre tronó como el estallido de una pieza de artillería, haciendo retumbar el entrepuente:
—¡Miserable...! ¿Y tú osas batirme a mí, el Tigre de la Malasia, el jefe de los terribles piratas de Mompracem...? ¡Te mato...!
El marinero, medio sofocado por aquel potente apretón que le hacía crujir las costillas, había mandado un alarido de dolor y de rabia impotente.
Su compañero se había precipitado hacia Sandokan con el azote alzado, dispuesto a golpear. Tanauduriam y su compañero velaban no obstante por su jefe. Con una zancadilla tiraron hacia atrás al marinero, luego lo mantuvieron firme contra el tablado, impidiéndole acudir en ayuda de su compañero.
El formidable pirata, que había dado tan pronta prueba de su vigor extraordinario y de su audacia, había impresionado a aquellos bribones endurecidos por los delitos y habituados a admirar a los hombres valientes y resueltos. Además la vestimenta pintoresca y rica que llevaba puesta el jefe de la piratería, aquel gran turbante de seda blanca y verde adornado con un gran diamante, que mandaba vívidos resplandores bajo los reflejos rojizos de las linternas, habían bastado para darles otra consideración por su compañero de cautiverio que parecía un príncipe borneano antes que un vulgar forzado.
Gritos de estupor y de admiración escapaban de todos los labios.
—¡Qué hombre...!
—¡Qué vigor...!
—¡Bravo...! ¡Mata a aquel patán!
Una voz aguda gritó de pronto:
—¡Camaradas...! ¡Les propongo proclamar a aquel bravo príncipe, rey de los forzados...!
Un estrépito de aplausos acogió la extraña propuesta, pero pronto se apagó en un ruido de cadenas.
El centinela había dado la alarma y una docena de marineros, armados de fusiles con las bayonetas caladas, había hecho irrupción en el entrepuente, lanzándose en ayuda de los dos marineros. Un teniente, el mismo recibido a Sandokan la noche anterior, guiaba al pelotón.
—¡Deje ir a aquel hombre! —gritó, empuñando resueltamente las dos pistolas y apuntándolas hacia Sandokan.
Tanauduriam y Sambigliong a una seña de Yanez, habían ya permitido al segundo marinero alzarse, después no obstante de haberlo privado del azote.
Sandokan, oyendo la intimación del teniente, se había vuelto.
—¡Ah! ¡Es usted...! —dijo—. He aquí su hombre; cuidado no obstante que si ese osa alzar otra vez su azote en contra mío, lo mato.
Depuso al marinero, luego empujándolo adelante, le dijo:
—¡Vete...!
—Le prometo que ninguno lo tocará mientras usted esté a bordo de esta nave, porque tales son las órdenes de Su Alteza el rajá —dijo el teniente—. No obstante estoy obligado a hacerlo encadenar.
—Hágalo —dijo fríamente Sandokan.
—Le puedo no obstante evitar esta humillación, si usted me diera la palabra de no rebelarse más a mis hombres.
—No la tendrá nunca.
—Cumplan mis órdenes —dijo el teniente volviéndose hacia sus hombres.
Dos marineros se arrimaron a Sandokan y pasaron la cadena que este llevaba en las piernas por el anillo del entrepuente. El pirata los dejó hacer, pero luego, aferrando la cadena con ambas manos, la retorció con violencia, por consiguiente con un tirón irresistible la cortó, haciendo saltar los eslabones por el tablado.
—Ahí están sus cadenas —dijo—. Para el Tigre de la Malasia, son necesarias otras también.
Los forzados, al colmo del estupor, no respiraban más. Ellos miraban con una especie de terror a aquel hombre que había dado, en tan breve tiempo, dos pruebas de su extraordinario vigor y que parecía no temiese a aquellos brutales guardianes que con su sola presencia, hacían temblar a todos los huéspedes del entrepuente.
También el teniente, viendo romper la cadena, había permanecido inmóvil mirando, con el más vivo estupor, al formidable pirata.
—¿Qué ha hecho? —le preguntó.
—Lo ve —respondió Sandokan—. La cadena me importunaba y la he partido.
Luego irguiéndose ferozmente en pie y cruzando los brazos sobre el pecho, dijo con acento desdeñoso:
—Tengo en las venas sangre real y semejantes humillaciones no las soportaré nunca, aunque deba empeñar una lucha suprema contra todos ustedes.
—Nos haría matarlo...
—El Tigre de la Malasia no teme a la muerte: ¡La ha desafiado en cientos de abordajes...! Por otra parte, déjeme tranquilo y no me rebelaré a sus hombres. James Brooke no le ha dicho de maltratarme, ni de injuriarme.
—¿Se quedará tranquilo...?
—Lo espero —respondió Sandokan con un ligero acento burlón.
—Le prometo que ninguno lo importunará.
—Está bien.
Esto dicho, Sandokan volvió a sentarse en medio de sus compañeros, mientras el teniente se alejaba con sus hombres.
Los forzados no se habían movido. Miraban siempre con una mezcla de estupor y admiración al terrible pirata, como si hubiesen sido hipnotizados por su mirada ardiente.
Delante de todos estaba el gigante que Sandokan había notado durante la noche.
Parecía mucho más sorprendido que los otros y no despegaba los ojos del jefe de los piratas de Mompracem.
El descenso de algunos marineros, que llevaban enormes ollas y un montón de gamellas, rompió aquella especie de encanto.
—¡La sopa...! —exclamaron algunos forzados.
Un ruido estruendoso de cadenas retumbó en el entrepuente.
La distribución del rancho matutino había comenzado. Las gamellas, llenas de una sopa humeante y negruzca, circulaban rápidamente entre aquellos desgraciados y asimismo rápidamente se vaciaban.
Llegados cerca de los cuatro prisioneros de James Brooke, los marineros depusieron cerca de ellos cuatro gamellas, agregándoles no obstante, ciertamente por orden del comandante, un bocal de vino antes que de agua, galletas y ¡un pedazo de jamón salado!
—¡Por Baco, qué lujo...! —exclamó Yanez, que conservaba su inalterable buen humor—. Nuestros compañeros de cárcel serán envidiosos de nuestra mesa.
—A su tiempo tendrán algo mejor —respondió Sandokan, que se había puesto a devorar la sopa con un apetito admirable.
—¿Piensas siempre en tu plan...?
—¿Y qué...? ¿Creíste que había hecho hace poco tanto estruendo por el capricho de alzar en el aire a aquel marinero y de buscarme un latigazo...?
—Ah... lo había sospechado.
—Era necesario que mostrase a estos forzados de qué soy capaz y que supiesen que soy el Tigre de la Malasia. Entre un pirata y un bandido, el paso no es largo, hermanito mío. Verás que de ahora en adelante estos galeotes me obedecerán todos a una sola seña.
—Comienzo a creerlo, Sandokan. Estos hombres no tienen miedo más que de la fuerza y no se doblan más que ante ella.
—Hay luego un hombre, quizá más fuerte que yo, con el que cuento.
—¡El gigante que está cerca nuestro y que nos mira la boca...! Me parece que aquel pobre diablo tiene un deseo ardiente de dividir nuestra comida, tres veces más abundante que la suya.
Sandokan se había vivamente volteado. El hombre del cabello rojo los miraba con ciertos ojos que traicionaban una ardiente codicia por arrojarse sobre aquellos víveres que estaban consumiendo. Ciertamente a aquel pobre diablo no le bastaba la magra ración de los forzados, especialmente con aquella robusta constitución.
Sandokan comprendió enseguida que aquella era la mejor ocasión para relacionarse con aquel hércules.
—¿Le place? —le dijo, ofreciéndole una galleta.
El forzado vaciló un momento, vergonzoso de que aquel formidable hombre lo hubiese sorprendido en aquella actitud y que hubiese adivinado su deseo, luego alargó rápidamente una mano, aferró el pan y lo llevó ávidamente a los labios, murmurando con voz casi quebrada:
—Gracias, señor.
Luego dos lágrimas le surgieron de los ojos y descendieron sobre las morenas mejillas.
—La ración no le basta, ¿verdad? —le preguntó Sandokan, ofreciéndole otros bizcochos y un pedazo de jamón salado.
—No, señor, y son siete largas semanas que sufro de hambre —respondió el gigante con sorda rabia.
—Debería decírselo a los oficiales o al capitán.
—Esos tienen otras cosas que hacer que ocuparse de miserables como nosotros. He suplicado varias veces a los marineros de añadir algo a mi ración y se han reído en mi cara dándoselas de canallas. ¡Muerte del infierno...! ¡Sin embargo he sido más desgraciado que culpable...!
—¿Es inglés...?
—Galés, señor.
—¿Era marinero quizá?
—A bordo de una fragata, la Scotia.
—¿Y por qué motivo se encuentra aquí, rumbo para la isla de los forzados?
El gigante bajó los ojos, luego con voz quebrada por un sollozo, murmuró:
—Porque he matado... a un hombre.
—¿Algún camarada?
—Un contramaestre, señor. Era mala cosa... un prepotente que atormentaba a mis camaradas. No lo sé... una noche yo había bebido... bebido demasiado... él tuvo la audacia de abofetearme... batirme... John Fulton... ¡El hombre más fuerte de los galeses...! Perdida la luz de los ojos... no vi más nada... no comprendí la enormidad de lo que estaba por cometer... alcé mi puño y lo dejé caer sobre su cráneo... ¡El hombre pocos instantes después estaba muerto...! ¡Maldita aquella noche que ha hecho de un honesto marinero... un galeote, un forzado destinado a arrastrar la cadena de los miserables...!
El marinero había dejado caer los bizcochos que tenía en la mano y se había tomado la cabeza entre las manos. El desgraciado sollozaba, mientras abundantes lágrimas le fluían entre los dedos. Sandokan y Yanez lo miraban en silencio.
—Pobre madre mía, a la cual he causado tanto dolor y que quizá jamás volverá a ver a su único hijo —continuó poco después el gigante, con voz quebrada, sollozante—. ¡Seré la causa de su muerte...!
—¿Y nunca ha pensado en la libertad? —le preguntó repentinamente Sandokan.
El galés alzó la cabeza, dirigiendo sobre el Tigre de la Malasia una mirada ardiente.
—¡La libertad...! —exclamó—. ¡Daría toda mi sangre por poderla recuperar, por volver a ver a mi vieja madre, mi blanca casita, mi pueblo! Pero no, este sueño no se realizará nunca y terminaré mi triste vida en la isla maldita del Océano Pacífico.
—¿Y si hubiese un hombre capaz de dártela...?
—¿Y quién será aquel hombre? Mi vida le pertenecería toda.
—Seré yo —dijo Sandokan.
—¡Usted! —exclamó el galés con estupor—. ¿Pero no es también usted un condenado a la isla de Norfolk?
—¿Y qué importa?
—Usted es el Tigre de la Malasia, el terrible jefe de los piratas de Mompracem. He oído hablar varias veces de sus temerarias empresas, durante mis viajes al Borneo: he visto ahora de cuánto es capaz, pero... que usted pueda devolverme la libertad... perdone... lo dudo.
—Mira a tu alrededor, John Fulton —dijo Sandokan—. ¿Crees que los hombres que nos rodean no anhelan, al igual que tú, la libertad?
—Lo creo, señor.
—¿Y que todos intentarían también adquirirla?
—También esto es verdad.
—Desencadenemos a esta horda de bribones y los verás hacer prodigios, arrojarse contra la muerte como mis piratas de Mompracem y rivalizar con ellos en ferocidad y coraje. Métete en sus cabezas de jefes resueltos, decididos a todo y luego me dirás si te parece imposible la conquista de esta nave.
El galés lo había escuchado en silencio, mirándolo con creciente estupor. Sus ojos, poco antes húmedos por el llanto, mandaban ahora rayos, mientras una oleada de sangre le coloreaba las mejillas y la frente.
—¡La libertad! —agonizó—. ¡Sí, desencadenar a estos hombres, ponerse a la cabeza de ellos, asaltar a la tripulación, apoderarse de la nave! ¡Si usted es capaz de hacer esto, mi vida le pertenecerá!
—Dime, ante todo: ¿Tienes influencia sobre estos forzados? —preguntó Yanez.
—Sí, señor —respondió el galés—. ¡Mi fuerza prodigiosa, que un día los protegió contra un marinero que los martirizaba a golpes de gato de nueve colas, y que casi maté con un puño, me ha procurado cierta autoridad! Así me obedecen como si fuese su jefe.
—Entonces usted les advertirá de nuestros proyectos. Espero que ninguno nos traicione.
—No hay este tema: existe demasiado odio entre condenados y guardianes.
—¿Cuántos hombres cree que hay a bordo?
—Ochenta marineros y cuatro oficiales.
—¿Hay cañones en cubierta? —preguntó Sandokan.
—Dos sobre el alcázar —respondió el galés.
—Aquellos me inquietan —murmuró Sandokan, cuya frente se había fruncido—. Al primer asalto, la tripulación se atrincherará sobre el alcázar y nos ametrallará despiadadamente. Sería necesario inmovilizarlos.
—Es imposible, Sandokan —dijo Yanez—. Está la guardia del timón.
—Lo sé, pero temo que aquellas dos piezas hagan una carnicería con nosotros.
De pronto se golpeó la frente.
—¡Ah! —exclamó.
—¿Qué tienes, hermanito?
—¡Por Alá! —exclamó Sandokan, mientras una sonrisa siniestra le rozaba los labios—. La nave irá quizá en llamas, pero el Cabo Sirik no estará entonces lejos. John Fulton, ponte a la obra. Dentro de tres días todos debemos estar dispuestos para la lucha.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Segundo capítulo de los agregados en la versión definitiva de 1902. Como pueden ver, sigue el error por el cual Tremal Naik no es nombrado.

Sandokan le comenta a Yanez que Muda Hashim cedió el trono a James Brooke en lugar de a su sobrino (ficticio) Muda Hashim. Como comentamos anteriormente, la historia indica que quien cede el trono en favor de James Brooke, en lugar de devolvérselo a Muda Hashim, es el sobrino de este último, el sultán de Varani (Brúnei), que no se llamaba Muda Hashim, sino Omar Ali Saifuddin II. Ambos, tío y sobrino reales, ya habían fallecido cuando transcurre esta historia.

Tisis: Enfermedad en que hay consunción gradual y lenta, fiebre y ulceración en algún órgano. Tuberculosis pulmonar.

Galeote: Hombre que remaba forzado en las galeras.

Gato de nueve colas: Es un azote con mango y remate múltiple usado como instrumento de castigo o tortura de unos 80 cm de longitud. Según las referencias que encontré, el único que poseía pesos en sus puntas era el utilizado en el penal de Norfolk.

Hércules: Hombre de mucha fuerza. Por alusión a Hércules, semidiós, hijo de Júpiter y Alcmena.

Corredor de los bosques: “Scorridore dei boschi”, en el original, el término original es en francés “coureur des bois” y hace referencia a leñadores franceses de Canadá que recorrían los bosques de Nueva Francia (colonias francesas en américa del norte) y el interior de Estados Unidos para intercambiar pieles. Debido al contacto con los habitantes originarios aprendieron sus costumbres.

Knut: Significa látigo en ruso y es, justamente, un látigo pesado múltiple, por lo general de un manojo de correas de cuero crudo unidas a un mango largo, a veces con alambre de metal o ganchos incorporados.

Kurbash: “Courbasc” en el original, era un látigo de 90 cm de longitud, hecho de piel de hipopótamo o rinoceronte. Se utilizaba en varios países musulmanes, especialmente en el Imperio otomano.

Abisinios: Natural de Abisinia, hoy Etiopía.

Estranguladores londinenses: No pude encontrar referencia a estos hechos. Si alguno encuentra algo, avise y lo agrego.

Gamellas: Artesa (cajón rectangular) que sirve para dar de comer y beber a los animales, fregar, lavar, etc.

Rancho: Comida que se hace para muchos en común, y que generalmente se reduce a un solo guisado; por ejemplo, la que se da a los soldados y a los presos.

Bocal: Jarro de boca ancha y cuello corto para sacar el vino de las tinajas.

Scotia: Casualmente en 1902, año en que se publicó la versión de la novela que contiene este capítulo, se botó el TSS Scotia, pero era un buque de vapor de pasajeros y no una fragata.

Contramaestre: “Quartiermastro” en el original, para la Marina Real es el marinero cuya función es la de timonel, o sea, la persona que gobierna el timón de la nave. En puerto es responsable de la seguridad.

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