martes, 26 de mayo de 2015

XXIV. A bordo del Royalist


Diez minutos después de aquella tremenda lucha, terminada con lo peor para el invencible Tigre de la Malasia, el pequeño schooner de James Brooke dejaba la bahía saliendo triunfante al mar.
Las velas cuadras del trinquete y la gran vela al tercio del palo mayor habían sido desplegadas por la numerosa tripulación del rajá y la nave, empujada por una fresca brisa que soplaba de tierra, avanzaba veloz sobre las azules y límpidas aguas del Borneo, dejando a popa una candidísima estela.
Sandokan y Yanez, de pie en popa, pero protegidos por cuatro soldados que tenían aún las bayonetas enastadas, mantenían las miradas vueltas hacia el islote, delante del cual se encontraba aún el yacht de lord Guillonk.
Parecía que buscasen adivinar lo que sucedía a bordo de aquel espléndido leño y de discernir aún las dulces facciones de Ada y las de Kammamuri.
Cuando la distancia fue tal de no poder divisar nada más, el Tigre se volvió hacia el fiel compañero que había encendido un cigarrillo, poniéndose a fumar con su usual calma.
—Está realmente terminada —le dijo, con un suspiro—, he aquí una buena acción que hemos pagado bien cara, mi pobre Yanez.
El portugués se contentó con sacudir los hombros.
—Tú no tienes miedo.
—No —respondió Yanez.
—Sin embargo estamos en manos del exterminador de piratas.
—Pero eres el Tigre de la Malasia. ¿Quién es más fuerte...?
—Si estuviese aún libre y tuviese a mi flanco a mi fiel cimitarra, te diría que el Tigre podría aún vencer al exterminador, pero ahora...
—Tengo confianza en ti, Sandokan.
Una pálida sonrisa rozó los labios del jefe de los piratas de Mompracem.
—Los tigres que me seguían han sido apagados por el hierro y por el fuego —murmuró en un rauco suspiro.
—En Mompracem hay otros no menos tremendos, tales de hacer morder el polvo también al exterminador.
—Mompracem está lejos y nosotros somos prisioneros.
—Tú eres hombre de quebrar las cadenas y de derribar las paredes de una prisión —dijo Yanez—. ¿Sabes ante todo qué hará de nosotros James Brooke?
—Lo sabremos pronto: he aquí que se dirige hacia nosotros.
El rajá después de haber conferido con sus oficiales había vuelto a subir a cubierta y se dirigía hacia los dos prisioneros. Hizo seña a los cuatro soldados de apartarse, luego volviéndose hacia Sandokan y su compañero, les dijo:
—Síganme.
—¿Qué quiere de nosotros? —preguntó Sandokan con altanería.
—Antes del ocaso ustedes lo sabrán —respondió el rajá—. Mis oficiales, reunidos en consejo de guerra, ya han pronunciado su condena.
—No reconozco en ellos este derecho.
—Lo reconozco yo que soy el rajá de Sarawak.
—¡James Brooke...! ¡El Tigre de la Malasia aún no está muerto...! —gritó Sandokan, mientras un rayo terrible se le deslizaba por las pupilas.
—¿Y qué quiere decir...?
—¡Que un día podría volver a la orilla de tu reino a la cabeza de los tigres de Mompracem...!
—¡Bah! Mompracem estará muy lejos de usted ese día —dijo el rajá con una sonrisa irónica—. Dentro de un mes estará el gran océano entre su isla y esa otra.
—¿Qué otra?
—La de Norfolk.
Sandokan había hecho un gesto de estupor y cólera, pero luego dijo con voz tranquila, es más, irónica:
—¡Ah! ¿Usted quiere mandarme entre los forzados que Inglaterra y Australia regalan a Norfolk? ¡Su idea no ha sido mala, James Brooke! ¿Y será su Royalist el que emprenderá tan largo viaje?
—Mi nave me es más útil aquí que en los mares de la Australia.
—Entonces será la que debe conducir allí a Tremal-Naik.
—Es verdad.
—¿Y ya ha llegado a Sarawak? —preguntó Sandokan siempre burlonamente.
—Desde ayer a la noche cruza delante del Matang.
—Vamos a ver Norfolk entonces, siempre y cuando un imprevisto no me lo impida.
—¿Qué imprevisto? —preguntó el rajá, mirándolo sospechosamente.
—En el mar no se está nunca seguro de llegar a destino, usted lo sabe, James Brooke.
—No era esto lo que quería decir. No obstante, si espera huir antes de que la nave llegue a Norfolk, se engaña bastante. No sabe aún lo que es una fragata destinada al transporte de los forzados.
—Lo sabremos pronto, señor, ya que esta noche su Royalist estará ciertamente a la vista del Matang.
James Brooke lo miró por algunos instantes fijamente, como si hubiese querido leerle el alma, luego alzando los hombros y haciendo un gesto de descuido, dijo:
—Síganme.
—¿Quiere ponernos los fierros ya? —preguntó Sandokan siempre sardónicamente.
—Mientras permanezcan a bordo de mi leño los trataré como a mis huéspedes —respondió James Brooke con nobleza—. Vengan.
Descendió al castillo, seguido por Sandokan y Yanez y se detuvo delante de la mesa que estaba preparada suntuosamente.
—Después de tan largo y terrible combate, que no les ha dado ni siquiera un minuto de tregua, ustedes a mi parecer tienen hambre —dijo—. Si no lo lamentan, háganme compañía.
—Con mucho placer —respondió Sandokan, mientras Yanez se inclinaba en silencio.
El rajá y los dos jefes de la piratería malaya se pusieron a comer con el mejor apetito, charlando como si fuesen los mejores amigos del mundo, antes que los más acérrimos enemigos.
Rivalizaban en cortesía, hablaban de mares, navegaciones, construcciones navales, armas y de abordajes, sin jamás hacer la más pequeña alusión a su rivalidad, ni a la isla de Norfolk o de Mompracem.
Quien los hubiese visto, no habría nunca sospechado que tres horas antes aquellos formidables hombres se habían asaltado con igual furor, decididos a exterminarse, y que uno se llamaba el exterminador de piratas y los otros dos eran los jefes de los más terribles incursores del mar del Borneo.
Cuando se levantaron de la mesa la noche estaba por calar. James Brooke les ofreció tazas de café y excelentes cigarros de Manila, luego los condujo al puente continuando con la charla familiarmente, con gran estupor de la tripulación del Royalist.
La nave empujada por una brisa favorable que hinchaba la vela al tercio y las velas del trinquete y del velacho y los foques del bauprés, se dirigía velozmente hacia el Matang, cuya cima imponente, alta de dos mil novecientos pies, sobresalía hacia el poniente, dorada por los últimos rayos del sol.
El mar perdía poco a poco sus reflejos de fuego, para asumir los tintes parduzcos interrumpidos por estrías del color del acero, pero que tenían aún los fugaces resplandores del oro.
Algunas aves marinas hacían volteretas por el aire tranquilo, ahora cayendo al mar y ahora alzándose rápidamente con un grito agudo. Eran zarapitos, aves que se encontraban en todas partes entre los trópicos y el ecuador, súlidos, vencejos del Pacífico, petreles.
El rajá y los dos jefes de la piratería habían paseado una media hora, continuando con la charla, cuando el primero se detuvo bruscamente, mirando hacia proa. En la oscuridad que había entonces calado, apiñándose sobre el mar, había divisado dos puntos luminosos brillar en dirección del Matang.
Su ceño se frunció y su cara, hasta ahora sonriente y afable, asumió toda, de pronto, un aspecto casi terrible.
Se volvió hacia un marinero diciéndole:
—Enciende un cohete.
Sandokan y Yanez no habían pronunciado una sola palabra. Sus miradas no obstante se habían fijado con cierta ansiedad, sobre aquellos dos puntos luminosos, uno rojo y otro verde, que indicaban la presencia de una nave.
Pocos instantes después un cohete se alzaba de la popa del Royalist y estallaba en lo alto, esparciendo alrededor una lluvia de centellas de oro.
El rajá, erguido sobre la proa de su pequeña nave, miraba siempre los dos puntos luminosos. De pronto otro cohete hendió la oscuridad hacia el Matang, mostrando un centelleo de puntos azulados.
—La nave está allá —dijo James Brooke.
Luego, volviéndose hacia Sandokan y Yanez:
—Ustedes no son más mis huéspedes —dijo con acento casi duro—. Vuelvo a ser el exterminador de piratas.
—¿Es aquella nave la que debe conducirnos a los mares de Australia? —preguntó Sandokan con voz calma.
—Sí —respondió seco el rajá.
—Estamos listos.
Una chalupa había sido calada al mar por la tripulación del Royalist y habían tomado su lugar un oficial y ocho marineros, armados de fusiles y hachas.
Sandokan, antes de arrimarse a la escala que había sido enseguida calada, se acercó al rajá y, mirándolo fijo, le dijo con voz lenta y moderada:
—James Brooke, un día nos volveremos a ver otra vez: el corazón me lo dice.
Una sonrisa irónica rozó los labios del exterminador.
—¿Lo duda? —preguntó Sandokan.
—Sí.
—Se engaña, James Brooke. Aquel día, cuídese de los piratas de Mompracem y también de los dayak.
—¿Qué quiere decir? —preguntó el rajá, sobre cuyo rostro había pasado una sombra de inquietud—. Los dayak de Muda Hashim, el sobrino del rajá, han sido domados y el pretendiente está en mis manos.
—Veremos si aquel día Muda Hashim lo estará aún. ¡Adiós, James Brooke...! La lucha entre usted y yo no está aún terminada y quizá haya sido un error perdonarme la vida.
Esto dicho, Sandokan descendió rápidamente la escala y brincó entre los soldados, seguido por Yanez, Sambigliong y Tanauduriam que habían sido conducidos a cubierta.
La chalupa, a un breve comando del oficial, se hizo a la mar, dirigiéndose hacia los dos puntos luminosos que brillaban en la oscuridad.
Antes no obstante de que se alejaran, Sandokan alzó la cabeza y vio al rajá curvado sobre la borda, que lo miraba.
Le hizo un gesto con la mano que quería significar un adiós, pero también una amenaza, luego se sentó junto a Yanez que había encendido su cigarrillo diciéndole:
—Vamos a ver la nave de los forzados.
—Será alegre como un funeral —dijo el portugués, sonriendo.
—Se volverá más tarde alegre como una fiesta —murmuró el jefe de los formidables piratas, en lengua borneana.
—¿Qué vas meditando, Sandokan?
—Un golpe soberbio, mi buen Yanez. Los forzados no son hombres de bien y mucho menos miedosos. Estarán dispuestos a todo con tal de recobrar la libertad. Calla, y esperemos a los acontecimientos.
La chalupa, empujada por tres pares de remos, corría rápida sobre aquellas olas de tinta.
Los soldados, con los fusiles entre las rodillas, estaban sentados delante y detrás de los cuatro prisioneros para impedirles una evasión, cosa por otro lado no factible, encontrándose la chalupa a más de diez millas de la costa.
Una hora después, la masa del navío era visible, habiendo mientras tanto despuntado la luna detrás de las altas cimas del Matang. Era una gran fragata de tres mástiles, de formas gigantescas, una de aquellas viejas naves a vela que formaban parte de las escuadras inglesas de 1830, buenos veleros en sus tiempos, pero ahora ya casi fuera de uso.
Sandokan y Yanez la observaron tranquilamente, admirando la alta arboladura y la vastedad del casco, luego se miraron sonriendo.
—Estaremos en numerosa compañía —dijo el primero.
En aquel instante alaridos raucos, que parecía que nada tenían de humano, retumbaron en el vientre de la enorme nave, con un estallido que parecía el lejano rugido de una banda de bestias feroces, luego bruscamente se apagaron mientras una voz, partida del puente gritaba:
—¿Quién vive?
—Chalupa del rajá —respondió el oficial de James Brooke.
—¡Detente...!
La chalupa con pocos golpes de remo abordó la fragata bajo la escala ya bajada.
—Síganme —dijo el oficial a Sandokan y a Yanez.
Los dos jefes de la piratería obedecieron sin poner objeción y subieron la escala, escoltados por cuatro soldados. Llegados a cubierta, un oficial fue al encuentro de aquel del rajá, proyectando sobre él la luz de un fanal.
—He aquí los hombres, señor —dijo este último—. James Brooke se los confía.
—¿Son estos los famosos piratas? —preguntó el teniente de la fragata, arrojando una mirada escrutadora sobre Sandokan y Yanez.
—Sí, señor.
—Dos peligrosos.
—Para vigilar atentamente.
—Déjenos a nosotros, señor. Mis saludos y los del capitán a Su Alteza.
—¿Parte?
—Enseguida. El viento es favorable para alcanzar las costas septentrionales del Borneo.
Mientras el enviado del rajá y sus hombres regresaban a las chalupas y la fragata viraba de bordo, poniendo proa hacia el norte, el teniente llamó a cuatro marineros e indicándoles a Sandokan y Yanez, dijo:
—Encadenen a estos nuevos pasajeros y condúzcanlos bajo cubierta: son peligrosos.
Oyendo aquellas palabras, Sandokan había hecho un gesto que traicionaba un inminente acto de rebelión, pero Yanez se le había arrimado, diciéndole rápidamente:
—Calma, hermanito, echarás a perder tu proyecto.
—Tienes razón —respondió Sandokan, con los dientes apretados.
Un maestre de la tripulación se arrimó a ellos trayendo las cadenas y las puso a sus piernas a modo de impedir que hiciesen un paso demasiado largo, luego los empujó rudamente hacia la proa, diciendo:
—Vengan, bribones.
No había terminado la palabra que la derecha de Sandokan le caía sobre los hombros con tal ímpetu, como para hacerlo curvar casi sobre el tablado.
—¿A mí, bribón? —gritó una voz que silbaba—. Ignoras entonces que yo hasta esta mañana era el jefe de los piratas de Mompracem y que soy de sangre real. ¡Cuidado...! ¡Soy un hombre que mata...!
El teniente, viendo aquel acto y oyendo aquellas palabras, había acudido. En vez de dirigirse contra Sandokan, alejó con una sacudida al maestre, diciéndole con voz severa:
—Estos dos hombres están bajo la protección del rajá de Sarawak y no son vulgares malhechores. Quien insulte a esos, los haré meter entre hierros.
—Renuncio a la protección de James Brooke —dijo Sandokan, con orgullo—. ¡Aquí pido ser igual a los otros, pero desdichados aquellos que me insulten! ¡Vamos...!
Luego, después de haber hecho un ligero saludo al oficial, siguió al maestre que los precedía, mirándose la espalda como si temiese otra vez sentir aquella mano poderosa, que le había hecho crujir los huesos.
Llegados a proa, descendieron una escalera y pasaron por el entrepuente donde Sandokan y Yanez se detuvieron, haciendo un gesto de asco.
—¿Es una babel esto? —preguntó el portugués—. Por Dios, no creía que iba a terminar aquí adentro. Aquí es el infierno de los condenados.
—Sí, pero un infierno que pronto irrumpirá como un volcán —dijo Sandokan.
Luego volviéndose hacia el maestre, le preguntó:
—¿Es este nuestro lugar?
—Allá abajo hacia popa —respondió el marinero.
—¡Vamos...!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Primer capítulo agregado de la edición definitiva de 1902 en el cual se aprecia un error bastante grosero. En el capítulo anterior, James Brooke había dicho que se llevaba a los cuatro piratas (Sandokan, Yanez, Sambigliong y Tanauduriam) y a Tremal-Naik. Sin embargo en este, cuando saltan a la chalupa, falta Tremal-Naik. Este “error” puede deberse a que en las versiones originales de La Gazzetta di Treviso y La Provincia di Vicenza, Tremal-Naik era puesto inmediatamente en libertad.

Cuando se hace referencia a la cima del monte Matang, en realidad Salgari habla de 2.900 metros y no pies. Sin embargo en el capítulo 8 dice que tenía 2.790 pies. Buscando información, encontré que su altura máxima está en el pico Serapi a 911 metros. Por eso cambié de metros a pies, dando un resultado más aproximado a la realidad.

Nuevamente se hace referencia a Muda Hashim como sobrino del sultán. En este caso, cambié “sultán” por “rajá”.

Velas cuadras: “Vele quadre” en el original, también llamadas “velas cuadradas”, es el tipo de vela utilizado por los barcos de vela. Tienen forma rectangular o trapezoidal y trabajan en ángulo recto respecto del rumbo de la nave.

Manila: Capital de las Filipinas, conocida en su momento por su producción de tabaco, estaba todavía bajo dominio español.

Velacho: “Parrocchetto” en el original, es la gavia del trinquete.

Foques: “Fiocchi” en el original, toda vela triangular que se orienta y amura sobre el bauprés y, por antonomasia, la mayor y principal de ellas, que es la que se enverga en un nervio que baja desde la encapilladura del velacho a la cabeza del botalón de aquel nombre.

Pies: 1 pie = 0,3048 m. Por lo tanto, 2.900 pie equivalen a 883,92 m.

Zarapitos: “Starne” en el original, la traducción literal sería “perdiz”, cosa imposible de encontrar en el mar. Sin embargo encontré que al zarapito se lo llama también “perdiz de mar” y de ahí la traducción. Es un ave zancuda ribereña, del tamaño de un gallo, cuello largo y pico delgado y encorvado por la punta, plumaje pardo por el dorso y blanco en el obispillo y el vientre. Anida entre juncos y se alimenta de insectos, moluscos y gusanos.

Súlidos: “Sule” en el original, es una familia de aves suliformes conocidas vulgarmente como alcatraces, de color predominantemente blanco cuando adulta, pico largo y alas apuntadas y de extremos negros. Es propia de mares templados.

Vencejos del Pacífico: “Rondoni di mare” en el original, es en realidad el Apus pacificus. Es un pájaro de dos decímetros de longitud desde la punta del pico hasta la extremidad de la cola, que es muy larga y ahorquillada. Tiene alas también largas y puntiagudas, plumaje blanco en la garganta y negro en el resto del cuerpo, pies cortos, con cuatro dedos dirigidos todos adelante, y pico pequeño algo encorvado en la punta.

Petreles: “Petrelli” en el original, es un ave palmípeda, muy voladora, del tamaño de una alondra, común en todos los mares, donde se la ve a enormes distancias de la tierra, nadando en las crestas de las olas, para coger los huevos de peces, moluscos y crustáceos, con que se alimenta. Es de plumaje pardo negruzco, con el arranque de la cola blanco, y vive en bandadas, que anidan entre las rocas de las costas desiertas.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 10 mi equivalen a 16,09 km.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario