viernes, 15 de mayo de 2015

XXIII. La revancha del rajá Brooke


Al oír aquellos tiros de fusil y aquellos gritos, el Tigre de la Malasia había dado un salto hacia la puerta de la cabaña, mandando un verdadero rugido.
—¡El enemigo aquí...! —exclamó con los dientes apretados—. ¡Aquí, en este momento...! ¡James Brooke, ay de ti!
Sacó la cimitarra, terrible arma en las manos de aquel formidable hombre, y se lanzó fuera del fuerte, gritando:
—¡A mí, cachorros de Mompracem...!
Yanez, los piratas, Kammamuri e incluso los dos prometidos se lanzaron detrás de él con las armas en puño. La virgen de la pagoda también había empuñado una cimitarra, dispuesta a combatir al lado de sus benefactores.
Aïer-Duk y sus ocho hombres descendían, corriendo, la cuesta que llegaba a la bahía.
Detrás de ellos, entre los árboles de la floresta, Sandokan vio un gran agrupamiento de hombres armados, algunos blancos, otros indios y dayak.
—¡Alerta, piratas de Mompracem! El enemigo —gritó Aïer-Duk precipitándose hacia la barca que había sido arenada en la ribera.
Siete u ocho tiros de fusil atronaron bajo la floresta, y algunas balas cayeron al agua.
—¡Las tropas del rajá Brooke! —exclamó Sandokan—. ¡Y justo en este momento, cuando creía que mi misión había terminado! ¡Pues bien, James Brooke, ven entonces a desafiarme! ¡El Tigre de la Malasia no te teme!
—¿Qué hacemos, Sandokan? —preguntó Yanez que no se había sacado de la boca el cigarrillo, que pocos instantes antes había encendido.
—Combatiremos, hermano —respondió el pirata.
—Nos bloquearán.
—¿Qué importa?
—Estamos sobre una isla, hermanito mío.
—Pero dentro de un fuerte.
Aïer-Duk y sus hombres, habiendo atravesado rápidamente el brazo de mar, habían desembarcado en la isla. Sandokan y Yanez se lanzaron hacia el bravo dayak que tenía un brazo ensangrentado.
—¿Has sido sorprendido? —le preguntó Sandokan.
—Sí, capitán, pero traje a todos mis hombres.
—¿Cuántos son los enemigos?
—Unos trescientos al menos.
—¿Quién los comanda?
—Un blanco, capitán.
—¿El rajá?
—No, no es el rajá: es un teniente de marina.
—¿Un hombre de alta estatura, con dos largos bigotes rojos? —preguntó Yanez.
—Sí —respondió el dayak—. Y tiene consigo una cuarentena de marineros europeos.
—Es el teniente Churchill.
—¿Quién es este Churchill? —preguntó Sandokan.
—El comandante del fortín que domina la ciudad de Brooke.
—¿Y no has visto al rajá? —preguntó el Tigre a Aïer-Duk.
—No, capitán.
Sandokan rechinó los dientes.
—¿Qué tienes? —preguntó Yanez.
—Temo que el maldito nos asalte por el mar —dijo el pirata—. Quizá a esta hora el Royalist navega hacia la bahía.
—¡Por Júpiter! —exclamó Yanez, frunciendo el ceño—. ¡Seremos tomados entre dos fuegos!
—¡Es cierto!
—¡Diantre...!
—Pero nos batiremos, y cuando no tengamos más pólvora ni balas, iremos adelante con la cimitarra y con el kris.
El enemigo, que se había detenido a seiscientos metros de la ribera de la bahía, comenzaba entonces a avanzar, manteniéndose escondido detrás de los árboles y los densos arbustos.
La mosquetería, por un instante suspendida, comenzó a resonar.
—¡Por Júpiter! —exclamó Yanez—. ¡Graniza!
—Retirémonos al fuerte —dijo Sandokan—. Es sólido y resistirá a las balas de los fusiles.
Los piratas, Tremal-Naik, Ada y Kammamuri volvieron a entrar en el recinto, después no obstante de haber hundido la barca, a fin de que no pudiese servir al enemigo para pasar el mar.
La puerta de entrada fue barricada con enormes peñascos, en las numerosas troneras que fueron abiertas en la empalizada, que era tan alta como para desafiar a una escalera, por tanto cada combatiente, exceptuando a la virgen de la pagoda, que fue conducida a la gran cabaña, tomó el lugar que mejor le convenía.
—¡Fuego, cachorros de Mompracem! —tronó Sandokan que estaba trepado con Yanez, y siete u ocho de los más audaces piratas, sobre el techo de la gran cabaña.
A la orden del jefe respondió el alarido de guerra de los piratas, seguido por varios tiros de fusil.
—¡Viva el Tigre de la Malasia! ¡Viva Mompracem!
El enemigo, que continuaba disparando, había llegado junto a la playa. Algunos hombres buscaban derribar árboles, quizá con la intención de hacer una balsa y arribar a la isla.
Muy pronto se dieron cuenta no obstante de que no era tan fácil acercarse a un fortín defendido por los terribles piratas de Mompracem.
Descargas mortíferas partían del recinto y con una rapidez tal y una precisión casi matemática, que en pocos minutos quince o dieciséis hombres yacían en tierra sin vida.
—¡Fuego, cachorros de Mompracem! —se oía gritar, a cada instante, al Tigre de la Malasia.
—¡Viva el Tigre...! ¡Viva Mompracem! —respondían los piratas, y descargaban sus armas dirigiendo las balas a lo más denso de la masa enemiga.
Los soldados del rajá muy pronto se vieron obligados a retroceder hasta el bosque y ocultarse detrás de los troncos de los árboles.
Aquella retirada se había apenas efectuado, cuando de la orilla opuesta a la bahía apareció, al incierto claror de las estrellas, otra gran tropa de hombres.
Una terrible granizada de balas cayó casi de súbito sobre el fuerte y sobre el techo de la gran cabaña, encima del cual, erguido, con el fusil en mano, se mantenía Sandokan.
—¡Por Júpiter! —exclamó Yanez, que oyó silbar algunas balas en sus orejas—. ¡Otros enemigos!
—Y también barcos —dijo Sambigliong que estaba al lado.
—¿Dónde?
—Mire allá abajo, en la extremidad de la bahía. ¡Son dos, cuatro, siete, una verdadera flotilla...!
—¡Mil truenos! —exclamó el portugués—. ¡Eh! ¡Hermanito mío!
—¿Qué quieres? —preguntó Sandokan que estaba cargando su carabina.
—Estamos por ser atrapados.
—¿No tienes un fusil tú?
—Sí
—¿Y una cimitarra y un kris?
—Ciertamente.
—Pues bien, hermano, nos batiremos.
Subió a la cima del techo, sin pensar en las balas que le silbaban alrededor y tronó:
—¡Cachorros de Mompracem, venganza! ¡El exterminador de piratas se acerca! ¡Todos sobre las empalizadas y fuego sobre aquellos perros que nos desafían!
Los piratas abandonaron precipitadamente las troneras y se treparon como gatos sobre la cerca.
Tremal-Naik, Sambigliong, Tanauduriam y Aïer-Duk los dirigían, animándolos con la voz y con el ejemplo.
Muy pronto la mosquetería recomenzó, pero con una furia increíble. Bajo cada árbol de la costa relampagueaba un rayo, seguido de una detonación. Centenares y centenares de balas se cruzaban en el aire con silbidos lastimeros.
De vez en cuando, entre aquel barullo que continuaba creciendo, se oían la tronadora voz del Tigre de la Malasia, los alaridos de los cachorros, las órdenes de los oficiales del rajá y los alaridos salvajes de los indios y de los dayak. De vez en cuando, no obstante, no eran alaridos de triunfo, ni de entusiasmo: eran alaridos desgarradores, alaridos de heridos, alaridos de moribundos.
De improviso, hacia el mar, se oyó una fuertísima detonación, que cubrió el diluvio de la mosquetería. Era la potente voz del cañón.
—¡Ah! —exclamó Sandokan—. ¿La flota del rajá?
Miró hacia el océano. Una gran sombra entraba en la bahía, arrimándose a la isla; dos fanales, verde uno, rojo el otro, brillaban a sus flancos.
—¡Eh! ¡Sandokan...! —gritó una voz—. ¡Por todas las espingardas...!
—¡Coraje, Yanez! —respondió Sandokan.
—¡Por Júpiter! ¡Tenemos una nave a las espaldas!
—Si es necesario la abordaremos y...
No terminó. Una llama había relampagueado a proa de la nave que entraba en la vasta bahía y una bala había venido a estrellarse contra un pedazo del recinto.
—¡El Royalist! —exclamó Sandokan.
En efecto aquella nave que acudía en ayuda de los asaltantes era el schooner del rajá James Brooke, el mismo que en la desembocadura de Sarawak había asaltado y mandado a pique al Heligoland.
—Maldito —rugió Sandokan, mirándolo con dos ojos que mandaban llamas—. ¡Ah! ¿Por qué no tengo un prao también? ¡Te haría ver cómo saben batirse con armas blancas los cachorros de Mompracem...!
Un nuevo tiro de cañón retumbó sobre el puente del leño enemigo y una nueva bala vino a abrir un nuevo agujero.
El Tigre de la Malasia mandó un alarido de dolor y de rabia.
—¡Todo ha terminado! —exclamó.
Se precipitó abajo del techo de la cabaña, seguido por todos sus compañeros, mientras que una nube de metralla barría la cima del fuerte, y subió sobre la barricada que cerraba la entrada del fortín, gritando:
—¡Fuego, cachorros de Mompracem, fuego! ¡Mostremos al rajá cómo saben batirse los piratas de la Malasia...!
La batalla tomaba entonces proporciones espantosas. Las tropas del rajá, que hasta ahora se habían mantenido escondidas bajo los bosques, se habían arriesgado hacia la playa y de allí hacían un fuego infernal; la flotilla, que hasta ahora se había mantenido a una respetable distancia, viéndose apoyada por los cañones del leño, había hecho un movimiento hacia adelante, resuelta, por cuanto parecía, a arribar a la isla.
La posición de los piratas se hizo muy pronto desesperada. Combatiendo con rabia extrema, ahora tirando sobre la nave, ahora tirando sobre la flotilla, ahora tirando sobre las tropas agrupadas sobre la playa de la bahía, entusiasmados por la voz del Tigre de la Malasia. ¡Pero eran muy pocos para hacer frente a tantos enemigos!
Las balas caían muy densas, entrando por las troneras y entre las rendijas de la cerca, haciendo caer de a dos, de a tres a la vez a los piratas que disparaban desde lo alto de la empalizada. Y a menudo no eran simples balas, sino granadas, que los cañones del Royalist vomitaban y que estallando con terrible violencia abrían brechas espantosas, por las cuales el enemigo, que hubiese desembarcado, podía penetrar en el fortín.
A las tres de la mañana una nueva ayuda llegaba a los asaltantes. Era un esbelto yacht armado de un solo, pero grueso cañón que abrió de súbito fuego contra las ya caídas empalizadas del fuerte.
—¡Está terminado! —dijo Sandokan desde lo alto de la barricada, mientras con los dedos quemados, la cara trastornada, tiraba contra la flotilla que continuaba avanzando—. Dentro de diez minutos será necesario rendirse.
A las cuatro de la mañana en el fortín no permanecían más que siete personas: Sandokan, Yanez, Tremal-Naik, Ada, Sambigliong, Kammamuri y Tanauduriam.
Habían dejado la cerca que no ofrecía más reparo y se habían retirado a la gran cabaña, una parte de la cual había sido ya destruida por los cañonazos del Royalist y del yacht.
—Sandokan —dijo Yanez en cierto momento—, no podemos resistir más.
—Mientras tengamos pólvora y balas no debemos detenernos —respondió el Tigre de la Malasia, mirando a la flotilla enemiga, que, rechazada seis veces seguidas, volvía a la carga para desembarcar a sus hombres.
—No estamos solos, Sandokan. Tenemos con nosotros a una mujer, la virgen de la pagoda.
—Podemos aún vencer, Yanez. Dejemos que los enemigos desembarquen y arrojémonos a cuerpo descubierto contra ellos. Me siento tan fuerte como para empuñar contra todos estos malditos que el rajá empuja en mi contra.
—¿Y si una bala cogiese a la virgen? ¡Mira, Sandokan, mira...!
Una granada lanzada por el Royalist había en aquel momento estallado, desfondando un largo trecho de la pared. Algunos fragmentos de hierro entraron en el dormitorio, silbando sobre el grupo de piratas.
—¡Matan a mi prometida...! —exclamó Tremal-Naik que se había prontamente arrojado delante de la virgen de la pagoda.
—Es necesario rendirse o prepararse para morir —dijo Kammamuri.
—Rindámonos, Sandokan —gritó Yanez—. Se trata de salvar a la prima de la difunta Marianna Guillonk.
Sandokan no respondió. Delante de una de las ventanas, con el fusil entre las manos, los ojos llameantes, los labios semiabiertos, las facciones alteradas por una rabia violenta, miraba al enemigo que se acercaba rápidamente a la isla.
—Rindámonos, Sandokan —repitió Yanez.
El Tigre de la Malasia respondió con un rauco suspiro. Una segunda granada entró por un agujero y cayó contra la pared opuesta, donde estalló, arrojando alrededor fragmentos en llamas.
—¡Sandokan...! —gritó por tercera vez Yanez.
—Hermano —murmuró el Tigre.
—Es necesario rendirnos.
—¡Rendirse...! —gritó Sandokan con un acento que nada tenía de humano—. ¡El Tigre de la Malasia rendirse a James Brooke...! Oh, ¿por qué no tengo un cañón para oponer a aquellos malditos hombres? ¿Por qué no tengo aquí a los cachorros dejados en mi Mompracem...? ¡Rendirme...! ¡Rendirse el Tigre de la Malasia...!
—¡Hay una mujer que salvar, Sandokan...!
—Lo sé...
—Y esta mujer es la prima de tu difunta mujer.
—¡Es verdad! ¡Es verdad...!
—Rindámonos, Sandokan.
Una tercera granada estalló en la estancia, mientras dos balas de grueso calibre, golpeando el vértice de la cabaña, hicieron desplomarse buena parte del techo. El Tigre de la Malasia se volvió y miró a sus compañeros. Tenían todos las armas en puño y estaban dispuestos a continuar la lucha; en medio de ellos estaba la virgen de la pagoda. Parecía tranquila, pero en sus ojos se leía la más viva ansiedad.
—Ya no hay esperanza alguna —murmuró con voz densa el pirata—. Dentro de diez minutos ninguno de estos valientes permanecerá en pie. Es necesario rendirse.
Se tomó la cabeza entre las manos, y pareció querer aplastarse la frente.
—¡Sandokan! —dijo Yanez.
Un “hurra” ensordecedor cubrió su voz. Los soldados del rajá habían atravesado el brazo de mar y se dirigían hacia el fuerte.
Sandokan se sacudió. Empuñó su terrible cimitarra e hizo acto de lanzarse fuera de la cabaña para contrarrestar el paso a los vencedores, pero se contuvo.
—¡La última hora ha tocado para los tigres de Mompracem! —exclamó con dolor—. Sambigliong, iza la bandera blanca.
Tremal-Naik con un gesto detuvo al pirata que estaba atando un trapo blanco sobre el cañón de un fusil, y se acercó a Sandokan tomando por la mano a su prometida.
—Señor —le dijo—, si se rinde, Kammamuri, mi prometida y yo estaremos a salvo, pero ustedes, que son piratas y por eso odiados a muerte por el rajá, serán sin duda todos ahorcados. Ustedes nos han salvado: nosotros ponemos en sus manos nuestras vidas. Si tiene aún la esperanza de vencer, comande el asalto y nosotros nos lanzaremos contra el enemigo al grito de: ¡Viva el Tigre de la Malasia! ¡Viva Mompracem!
—Gracias, mis nobles amigos —dijo Sandokan con voz conmovida, estrechando vigorosamente las manos de la joven y del indio—. Ya el enemigo ha arribado y nosotros no somos más que siete. Rindámonos.
—¿Pero usted? —preguntó Ada.
—James Brooke no me colgará, señora —dijo el pirata—. El Tigre tiene aún mil recursos.
—La bandera blanca, Sambigliong —dijo Yanez que había encendido un nuevo cigarrillo.
El pirata se trepó sobre el techo de la cabaña y agitó el blanco trapo. De pronto se oyó un toque de trompeta resonar sobre el puente del Royalist, seguido de estrepitosos “hurra”.
Sandokan con la cimitarra en puño salió de la cabaña, atravesó la plaza del fuerte, llena de escombros y cadáveres, de armas y balas de cañón, y se detuvo cerca de la desfondada barricada.
Doscientos soldados del rajá habían desembarcado y estaban alineados sobre la playa con las armas en mano, dispuestos a lanzarse al asalto. Una chalupa, montada por el rajá Brooke, lord Guillonk y doce marineros, se había separado del flanco del Royalist, y se acercaba rápidamente a la isla.
—Él y mi tío —murmuró Sandokan con voz triste.
Cruzó los brazos sobre el pecho, después de haber reenvainado la cimitarra, y esperó tranquilamente a sus dos más acérrimos enemigos.
La embarcación, vigorosamente empujada hacia adelante, en pocos minutos arribó junto al fortín. James Brooke y lord Guillonk desembarcaron, y, seguidos a breve distancia por un fuerte pelotón de soldados, se acercaron a Sandokan.
—¿Pide una tregua o se rinde? —preguntó el rajá, saludando con el sable.
—Me rindo, señor —dijo el pirata devolviendo el saludo—. Sus cañones y sus hombres han domado a los tigres de Mompracem.
Una sonrisa de triunfo apareció sobre los labios del rajá.
—Yo sabía que iba a terminar con la derrota del indomable Tigre de la Malasia —dijo—. Señor, lo arresto.
Sandokan, que hasta ahora no se había movido, al oír aquellas palabras volvió a alzar ferozmente la cabeza, arrojando sobre el rajá una de aquellas miradas que hacen estremecer hasta a los más valientes hombres de la Tierra.
—Rajá Brooke —dijo con voz sibilante—. Tengo detrás de mí a cinco tigres de Mompracem, cinco solos, pero capaces de sostener aún una pugna contra todas sus tropas. Tengo detrás de mí a cinco hombres capaces de lanzarse a una seña mía contra usted y de tenderlo a tierra sin vida, a pesar de las tropas que nos circundan. Me arrestará cuando a aquellos hombres haya dado la orden de deponer las armas.
—¿No se rendirá?
—Me rindo, pero con un pacto.
—Señor, le hago notar que mis tropas ya han desembarcado; le hago notar que ustedes son siete y nosotros doscientos cincuenta; le hago notar que basta una seña mía para hacerlos fusilar. Me parece extraño que el Tigre de la Malasia vencido quiera dictar aún las condiciones.
—El Tigre de la Malasia no está aún vencido, rajá Brooke —dijo Sandokan con orgullo—. Tengo aún mi cimitarra y mi kris.
—¿Debo ordenar el asalto?
—Cuando le haya dicho lo que pido.
—Hable.
—Rajá Brooke, el capitán Yanez de Gomera, los dayak Tanauduriam y Sambigliong y yo, todos pertenecemos a la banda de Mompracem, nos rendimos con las siguientes condiciones: ¡Que se nos juzgue en la Corte Suprema de Calcuta, y que se acuerde amplia libertad para ir a donde mejor crean a Tremal-Naik, a su sirviente Kammamuri y a miss Ada Corishant...!
—¡Ada Corishant! ¡Ada Corishant! —exclamó lord Guillonk, lanzándose hacia Sandokan.
—Sí, Ada Corishant —respondió el pirata.
—¡Es imposible que esté aquí!
—¿Y por qué, milord?
—Porque fue raptada por los thugs indios, y nunca más se oyó hablar de ella.
—Sin embargo está en este fuerte, milord.
—Lord James —dijo el rajá—, ¿ha conocido a Ada Corishant?
—Sí, Alteza —respondió el viejo lord—. La conocí pocos meses antes de que fuese raptada por los sectarios de Kali.
—Viéndola, ¿la reconocería?
—Sí, y estoy seguro de que también ella me reconocería, aún cuando hayan pasado de aquella época funesta unos buenos cinco años.
—Pues bien, señores, síganme —dijo Sandokan.
Les hizo cruzar la empalizada y los condujo a la gran cabaña, en medio de la cual estaban, reunidos alrededor de la virgen de la pagoda, con los fusiles en mano y el kris entre los labios, Yanez, Tremal-Naik, Kammamuri, Tanauduriam y Sambigliong.
Sandokan tomó a Ada por la mano y, presentándola al lord, le dijo:
—¿La reconoce?
Dos gritos le respondieron:
—¡Ada!
—¡Lord James!
Luego el viejo y la joven se abrazaron con efusión, besándose. Se habían reconocido.
—Señor —dijo el rajá, volviéndose hacia Sandokan—, ¿cómo es posible que miss Ada Corishant se encuentre en sus manos?
—Se lo dirá ella misma —respondió Sandokan.
—¡Sí, sí, quiero saberlo! —exclamó lord James que continuaba abrazando y besando a la joven, llorando de alegría—. Quiero saber todo.
—Nárrele todo, entonces, miss Ada —dijo Sandokan.
La joven no se lo hizo repetir y narró brevemente al lord y al rajá su historia, que los lectores ya conocen.
—Lord James —dijo ella, cuando hubo terminado—, mi salvación la debo a Tremal-Naik y a Kammamuri; mi felicidad al Tigre de la Malasia. Abrace a estos hombres, milord.
Lord James se acercó a Sandokan, que, con los brazos cruzados sobre el pecho y el rostro levemente alterado, miraba a sus compañeros.
—Sandokan —dijo el viejo con voz conmovida—. Me ha raptado a mi sobrina, me ha regresado a otra mujer que amaba como a la otra. ¡Lo perdono, abráceme, sobrino! ¡Abráceme...!
El Tigre de la Malasia se precipitó en los brazos del viejo, y aquellos encarnizados enemigos, después de tantos años, se besaron en la cara. Cuando se separaron, gruesas lágrimas caían de los ojos del viejo lord.
—¿Es verdad que tu mujer está muerta? —preguntó con la voz quebrada.
A aquella pregunta la cara del Tigre de la Malasia se alteró espantosamente. Cerró los ojos, se los cubrió con los dedos arrugados y mandó un rauco gemido.
—Responda, Sandokan, responda —dijo el viejo.
—Sí, está muerta —dijo el Tigre con un gemido desgarrador.
—¡Pobre Marianna! ¡Pobre sobrina!
—Cállese, cállese —murmuró Sandokan.
Un sollozo sofocó su voz. ¡El Tigre de la Malasia lloraba!
Yanez se acercó al amigo y poniéndole una mano sobre el hombro:
—Coraje, hermanito mío —le dijo—. Delante del exterminador de piratas, el Tigre de la Malasia no debe mostrarse débil.
Sandokan se limpió casi con rabia las lágrimas y realzó la cabeza con orgulloso gesto.
—Rajá Brooke, estoy a su disposición. Mis compañeros y yo nos rendimos.
—¿Cuáles son sus compañeros? —preguntó el rajá con la frente ofuscada.
—Yanez, Tanauduriam y Sambigliong
—¿Y Tremal-Naik?
—¡Cómo...! Usted osaría...
—No oso nada —dijo James Brooke—. Obedezco y nada más.
—¿Qué quiere decir?
—Que Tremal-Naik permanecerá prisionero igual que ustedes.
—¡Alteza...! —exclamó lord Guillonk—. ¡Alteza...!
—Lo lamento por usted, milord, pero no está en mí otorgar la libertad a Tremal-Naik. Lo he tenido en consigna y debo restituirlo a las autoridades inglesas que no dejarán de reclamarlo.
—Pero usted ha oído toda la historia de mi nuevo sobrino.
—Es verdad, pero no puedo transgredir las órdenes recibidas por las autoridades angloíndias. Dentro de unos días un navío de deportados tocará Sarawak y deberé consignarlo a aquel comandante.
—¡Señor...! —exclamó Tremal-Naik, con voz quebrada—. Usted no permitiría que me separe de mi Ada y que me conduzcan a Norfolk.
—Rajá Brooke —dijo Sandokan—. Usted comete una infamia.
—No, obedezco —respondió el rajá—. Lord Guillonk podrá ir a Calcuta, explicar las artes cobardes de los thugs y hacerle obtener la gracia y yo prometo, por mi parte, apoyarlo.
Ada, que hasta ahora había permanecido muda, oprimida por una angustia mortal, se hizo adelante:
—Rajá —dijo con voz imperiosa—, ¿quiere entonces que me vuelva loca...?
—Recuperará pronto a su prometido, miss. Las autoridades angloíndias revisarán el proceso y no demorarán en volver a poner en libertad a Tremal-Naik.
—Entonces deje que me embarque con él.
—¡Usted...! ¡Vamos...! ¿Bromea, miss...?
—Quiero seguirlo.
—¡Sobre un navío de forzados...! ¡En semejante babel infernal...!
—Le digo que quiero seguirlo —repitió con exaltación.
James Brooke la miró con cierta sorpresa. Parecía que estuviese impresionado por la suprema energía de aquella joven.
—Respóndame —dijo Ada, viendo que permanecía mudo.
—Es imposible, miss —dijo luego—. El comandante de la nave no lo aceptaría. Será mejor para usted que siga a su tío a la India para obtener la gracia de su prometido. Su testimonio bastará para hacer que le devuelvan la libertad.
—Es verdad, Ada —dijo lord Guillonk—. Siguiendo a Tremal-Naik, yo me quedaría solo y me faltaría el testimonio principal para salvar a tu prometido.
—¡Pero quieres que lo abandone otra vez...! —exclamó, estallando en sollozos.
—¡Ada...! —dijo Tremal-Naik.
—Alteza —dijo Sandokan, adelantándose hacia el rajá—. ¿Me concede cinco minutos de libertad?
—¿Qué quiere hacer? —preguntó James Brooke.
—Quiero persuadir a miss Ada de seguir a lord James.
—Haga entonces.
—Pero su presencia no es necesaria: quiero hablar libre, sin que otros oigan.
—De acuerdo con lo que pide. Le aseguro no obstante, que si espera huir se equivoca, porque toda la bahía está rodeada.
—Lo sé. Síganme amigos.
Salió de la semi desmantelada cabaña y condujo a sus amigos a la cerca del fuerte.
—Escúchenme, amigos —dijo—. Poseo aún tales medios como para hacer palidecer al rajá si pudiese conocerlos. Miss Ada, lord James...
—No lord James, llámame tío, Sandokan —observó el inglés—. Es también usted mi sobrino.
—Es verdad, tío mío —dijo el Tigre con voz conmovida—. Miss Ada, no insista más y renuncie a la idea de seguir a su prometido a la isla de Norfolk. Busquemos en cambio obtener del rajá que retenga en Sarawak a Tremal-Naik hasta que las autoridades de Calcuta hayan revisado el proceso y decidido su suerte.
—Pero será una larga separación —dijo Ada.
—No, miss, será breve, se lo aseguro. Busco obtener aquello del rajá para ganar tiempo.
—¿Qué quiere decir? —preguntaron Tremal-Naik y lord Guillonk.
Una sonrisa rozó los labios de Sandokan.
—¡Ah! —dijo— ¿Creen que ignoro la suerte que me esperaría también en Calcuta...? Los ingleses me odian demasiado y les he hecho una muy áspera y feroz guerra para esperar que me perdonen la vida. Quiero aún ser libre, recorrer aún el mar y volver a ver a mi salvaje Mompracem.
—¿Pero qué quiere hacer? ¿A quién espera? —preguntó lord Guillonk.
—Al sobrino de Muda Hashim.
—¿Del rajá despojado por Brooke? —preguntó James Brooke.
—Sí, tío. Sé que está conjurando para recuperar el trono y que mina, lentamente, pero incesantemente, el dominio de Brooke.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Ada—. A usted debo mi salvación y deberé la libertad de Tremal-Naik.
—Vaya a encontrar a aquel hombre, y dígale que los tigres de Mompracem están dispuestos a ayudarlo. Mis piratas desembarcarán aquí, se pondrán a la cabeza de los insurrectos y vendrán a asaltar, antes que todo, nuestra prisión.
—Pero yo soy inglés, sobrino —dijo el lord.
—Y nada exijo de usted, tío mío. Usted no puede conspirar contra un compatriota.
—¿Pero quién accionará?
—Miss Ada y Kammamuri.
—Oh, sí, señor —dijo la joven—. Hable, ¿qué debo hacer?
Sandokan se desabotonó la casaca y extrajo de la faja, que tenía sobre la camisa de seda, una bolsa hinchada.
—Irás donde el sobrino de Muda Hashim y le dirás que Sandokan le regala estos diamantes, que valen dos millones, para apresurar la revuelta.
—¿Y yo, qué debo hacer? —preguntó Kammamuri.
Sandokan se quitó un anillo, de una forma especial, adornado con una gran esmeralda y se lo ofreció, diciéndole:
—Tú irás a Mompracem y harás ver a mis piratas este anillo, les dirás que estoy prisionero y que se embarquen para ayudar en la insurrección del sobrino de Muda Hashim. Regresemos: el rajá está sospechando.
Volvieron a entrar en la desmantelada cabaña donde Brooke los esperaba, rodeado por sus oficiales que ya habían desembarcado.
—¿Pues bien? —preguntó brevemente.
—Ada renuncia a la idea de seguir al prometido, con la condición de que usted, Alteza, mantenga prisionero en Sarawak, a Tremal-Naik, hasta que la Corte de Calcuta haya revisado el proceso —dijo el lord.
—Sea —dijo Brooke, después de algunos instantes de reflexión.
Entonces Sandokan avanzó y arrojando a tierra la cimitarra y el kris, dijo:
—Soy su prisionero.
Yanez, Tanauduriam y Sambigliong arrojaron también sus armas.
Lord James con los ojos húmedos, se arrojó entre el rajá y Sandokan.
—Alteza —dijo—, ¿qué hará de mi sobrino?
—El acuerdo que me ha pedido.
—¿Es decir?
—Lo mandaré a la India. La Corte Suprema de Calcuta se encargará de juzgarlo.
—¿Y cuándo partirá?
—Dentro de cuarenta días, con el postal proveniente de Labuan.
—Alteza... es mi sobrino, y he cooperado en su captura.
—Lo sé, milord.
—Ha salvado a Ada Corishant, Alteza.
—Lo sé, pero nada puede hacer aquel que se llama el exterminador de piratas.
—¿Y si mi sobrino le prometiese dejar para siempre estos mares...? ¿Y si mi sobrino le jurase no volver a ver más Mompracem?
—Deténgase, tío —dijo Sandokan—. Ni mis compañeros ni yo tenemos miedo de la justicia humana. Cuando la última hora haya tocado, los tigres de Mompracem sabremos morir fuertes.
Se acercó al viejo lord que lloraba en silencio y lo abrazó, mientras Tremal-Naik abrazaba a Ada.
—Adiós, señora —dijo luego, estrechando la mano a la joven que sollozaba—. ¡Espere...!
Se volvió hacia el rajá que lo esperaba cerca de la puerta y, alzando ferozmente la cabeza, le dijo:
—Estoy a sus órdenes, Alteza.
Los cuatro piratas y Tremal-Naik salieron del fortín y tomaron sus lugares en las embarcaciones. Cuando estos se hicieron a la mar dirigiéndose hacia el Royalist, volvieron las miradas hacia el islote.
Sobre la puerta del recinto estaba el lord con Ada a la derecha y Kammamuri a la izquierda.
Los tres lloraban.
—Pobre tío, pobre miss —exclamó Sandokan, suspirando—. ¡Fatalidad...! ¡Fatalidad...! ¡Pero la separación será breve, y tú, James Brooke, perderás el trono...!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Otro capítulo larguísimo y punto de inflexión para las versiones publicadas en La Gazzetta di Treviso y en La Provincia di Vicenza y las posteriores en libro de 1896 y 1902.

En las ediciones de La Gazzetta di Treviso y La Provincia di Vicenza, este era el último capítulo, que terminaba con Tremal-Naik puesto en libertad. Lo seguía un epílogo que contaba que tres meses después, Ada y Tremal-Naik se casaban mientras un “navío del Estado descendía con velas desplegadas la corriente del Ganges llevando en la bodega, sólidamente encadenados, a los cuatro tigres de Mompracem, condenados a la deportación perpetua en la isla de Norfolk”.

Las versiones en libro de 1896 y 1902 terminan de igual manera, pero con la diferencia de los 6 capítulos añadidos en medio.

Cuando lord Guillonk dice que lleva tres años sin ver a Ada, en el original dice cinco. Lo modifiqué para adecuarlo a las fechas corregidas de 1851, para el rapto de Ada por los thugs y 1854, el año en que transcurre la acción de la novela.

Corte Suprema de Calcuta: Establecido en 1774 en el fuerte William y reemplazado en 1861 por el Tribunal Superior de Calcuta que sigue activo hasta nuestros días.

Miss: Señorita en inglés.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario