lunes, 27 de abril de 2015

XXII. Las dos pruebas


Eran las dos posmeridiano.
Un espléndido sol llameaba en el firmamento espejándose en las aguas azuladas de la bahía, y una brisa, fresca, exhalada del mar, susurraba misteriosamente entre las hojas de los árboles. No se oía ni en el islote, ni en la bahía ningún grito, por fuera del monótono gorgoteo de las olas que rompían contra las costas y el revolotear incesante y el parloteo de las cacatúas fúnebres y de los Argusianus argus, espléndidas aves de la familia de los faisánidos.
Tremal-Naik, presa de una vivísima excitación que en vano intentaba dominar, Sandokan, Yanez y Kammamuri, caminaban a rápidos pasos hacia la punta septentrional del islote, escondida por una densa cortina de árboles gomíferos y de plantas trepadoras.
A cuarenta pasos de la costa, uno de los guardianes de la loca, que estaba tendido detrás de un matorral, se alzó.
—¿Mi Ada? —preguntó Tremal-Naik, precipitándose a su encuentro.
—Está en la orilla —respondió el pirata.
—¿Qué hace?
—Mira el mar.
—¿Dónde está tu otro compañero?
—A pocos pasos de aquí.
—Ve a levantarlo y retírense los dos al fortín.
Tremal-Naik, Sandokan, Yanez y el maratí atravesaron rápidamente la densa cortina de árboles y se detuvieron en la otra parte. Un grito sofocado salió de los labios del indio.
—¡Ada...! —exclamó.
Dio un salto para lanzarse hacia la playa, pero Sandokan estuvo listo para aferrarlo por las muñecas.
—Cálmate —le dijo—. No debes olvidarte que aquella mujer está loca.
—Estaré calmado.
—¿Lo prometes?
—Se lo prometo.
—Ve entonces. Nosotros te esperaremos aquí.
Sandokan, Yanez y Kammamuri se sentaron sobre el tronco de un árbol derribado y Tremal-Naik, en apariencia calmado, pero en realidad presa de una viva agitación, se dirigió hacia la playa.
Allí a pocos pasos del mar, sentada a la sombra de un bellísimo árbol del clavo, cuyas flores esparcían un embriagador perfume, estaba la virgen de la pagoda, con las manos cruzadas sobre la espléndida coraza de oro que centelleaba por los reflejos de los numerosos diamantes, los negros cabellos sueltos sobre los hombros y los ojos fijos sobre la azul extensión de agua que se abría delante de ella y que venía a romper con dulce murmullo a sus pies.
No hablaba, no se movía. Se la habría tomado por una soberbia estatua puesta allí para embellecer la playa.
Tremal-Naik, con la cara alterada, los ojos llameantes, ansioso, se acercaba a su prometida con paso rápido y silencioso. Se detuvo a dos pasos de la joven, que parecía no haberlo oído.
—¡Ada...! ¡Ada...! —exclamó de pronto el indio con voz sofocada.
La loca no se movió. Quizá no lo había aún oído.
—¡Ada...! ¡Oh mi dilecta Ada...! —repitió Tremal-Naik, precipitándose a sus rodillas.
La virgen de la pagoda, al ver a aquel hombre delante que le tendía las manos con gesto suplicante, se alzó de golpe. Miró muy fijo al indio, luego dio dos pasos atrás murmurando:
—¡Los thugs...!
La loca no había reconocido a su antiguo prometido.
—¡Ada...! ¡Mi dilecta Ada...! —gritó Tremal-Naik presa de una terrible desesperación—. ¿No me reconoces más entonces?
—¡Los thugs...! —repitió ella, pero sin manifestar terror.
Tremal-Naik mandó un grito de dolor y de rabia.
—¿Pero no me reconoces más, Ada? —exclamó el infeliz, metiéndose las uñas en la carne—. ¿No te acuerdas más del desgraciado Tremal-Naik, el cazador de tigres de la jungla negra? Vuelve en ti, Ada, vuelve en ti. ¿No te acuerdas más de aquellas tardes en las cuales me veías en la jungla? ¿No te acuerdas más de aquella noche que te vi en la pagoda sagrada? ¿No te acuerdas más de aquella noche fatal que los thugs nos hicieron prisioneros? ¡Ada, oh mi Ada, reconoce a tu Tremal-Naik, reconócelo...!
La loca lo había escuchado sin pestañear, sin hacer el menor gesto. Evidentemente nada recordaba. La locura había apagado todo en el corazón de la pobre mujer.
—Ada —reanudó Tremal-Naik que no refrenaba las lágrimas—, mírame fijo, mírame, oh mi Ada. No es posible que no reconozcas a tu Tremal-Naik. ¿Pero por qué callas? ¿Por qué no me miras? ¿Por qué no te arrojas entre mis brazos? ¿Es quizá porque han matado a tu padre...? Sí, muerto... muerto...
El desgraciado indio a aquel terrible recuerdo estalló en sollozos, escondiendo su cara entre las manos.
De improviso la loca, que había asistido impasible a la desesperación de aquel hombre que hacía un tiempo había idolatrado, dio un paso adelante inclinándose hacia tierra. Su cara tenía de pronto un rápido cambio: se había vuelto más pálida y un rayo relampagueaba en sus ojos negros.
—Sollozos —murmuró—. ¿Por qué aquí lloras?
Tremal-Naik oyendo aquellas palabras había realzado la cabeza.
—¡Ada...! —gritó tendiendo los brazos hacia ella—. ¿Me reconoces?
La loca lo miró por algunos instantes en silencio, frunciendo varias veces las cejas. Parecía que trataba de acordarse dónde había visto la cara del indio y dónde había oído su voz.
—Sollozos —repitió—. ¿Por qué lloras aquí?
—Porque no me reconoces más, Ada —dijo Tremal-Naik—. Mírame a la cara, mírame.
Ella se inclinó sobre él, luego dio un paso atrás y estalló en risa.
—¡Los thugs! ¡Los thugs! —exclamó.
Luego volvió la espalda y se alejó rápidamente, dirigiéndose hacia el fortín.
Tremal-Naik emitió un alarido de desesperación.
—¡Gran Shivá! —exclamó volviendo a estallar en sollozos—. ¡Todo está perdido! ¡Ella no me reconoce más!
Volvió a caer de rodillas, pero luego se alzó de golpe, lanzándose hacia la loca que estaba por desaparecer bajo un boscaje.
Pero no había dado cinco pasos que dos brazos de hierro lo detenían.
—Cálmate, Tremal-Naik —dijo una voz.
Era Sandokan que había dejado su lugar, seguido por Yanez y Kammamuri.
—¡Ah! Señor —balbuceó el indio.
—Cálmate —repitió Sandokan—. Aún no está perdido todo.
—No me reconoce más. ¡Y yo que creía estrecharla otra vez, después de tanto tiempo, tantas angustias y tantas torturas, entre mis brazos! ¡Todo está terminado, todo! —murmuró el pobre indio.
—Aún hay una esperanza, Tremal-Naik.
—¿Por qué ilusionarme, señor? Ella está loca, y jamás se recuperará.
—Se recuperará y esta misma noche, te lo dice el Tigre de la Malasia.
Tremal-Naik miró a Sandokan con los ojos llenos de lágrimas.
—¿No es una esperanza del momento, entonces? —preguntó—. ¿Es verdad lo que dice? Usted que se ha mostrado tan generoso hacia mí, que tanto bien me ha hecho, realice también este milagro, y mi vida será suya.
—Este milagro lo cumpliré, te lo prometo, Tremal-Naik —dijo Sandokan con voz grave.
—¿Y cuándo...?
—Esta noche, te he dicho.
—¿En qué modo?
—Lo sabrás pronto. ¡Kammamuri!
El maratí se hizo adelante. El buen joven, como su amo, tenía lágrimas en los ojos.
—Hable, capitán —dijo.
—La noche en la cual tu amo se presentó en la caverna de Suyodhana, ¿estabas en el templo?
—Sí, capitán.
—¿Sabrías repetirme lo que dijo el jefe de los thugs y lo que dijo tu amo?
—Sí, palabra por palabra.
—Pues bien, ven conmigo al fuerte.
—¿Y nosotros qué deberemos hacer? —preguntó Yanez.
—Por ahora no tengo necesidad ni de ti, ni de Tremal-Naik —dijo Sandokan—. Vayan a pasear y no regresen al fuerte antes de esta noche. Les prepararé una sorpresa.
Sandokan y el maratí se alejaron en dirección del fuerte. Yanez pasó su brazo por el del pobre Tremal-Naik y se pusieron a pasear a lo largo de la costa, charlando.
—¿Qué preparará? —preguntó Tremal-Naik al portugués.
—No lo sé, Tremal-Naik; pero sin duda prepara algo extraordinario.
—¿Para mi Ada?
—Seguramente.
—¿Conseguirá hacerle recuperar la razón?
—Lo creo. El Tigre de la Malasia sabe mil cosas que nosotros ignoramos.
—¡Ah! ¡Si pudiese conseguirlo!
—Lo conseguirá, Tremal-Naik. Dime, ¿está aún vivo este Suyodhana?
—Lo creo.
—¿Es poderoso?
—Poderosísimo, señor Yanez. Comanda a millares y millares de estranguladores.
—¿Será difícil golpearlo?
—Diga imposible.
—Para todos, pero no para el Tigre de la Malasia. Quién sabe, quizá un día el Tigre de la Malasia y el Tigre de la India podrían encontrarse el uno frente al otro.
—¿Lo cree?
—Tengo un presentimiento. Dime, Tremal-Naik, ¿crees que los thugs tienen aún su sede en la isla de Rajmangal?
—No lo creo. Cuando los ingleses me procesaron, develé el lugar donde habitaban los thugs y algunas naves fueron mandadas a Rajmangal, pero volvieron sin haber encontrado un sólo estrangulador.
—¿Habían huido?
—Sin duda.
—¿Pero a dónde?
—No lo sé.
—¿Son ricos los thugs?
—Riquísimos, señor Yanez, porque ellos no se contentan con estrangular. Saquean caravanas y pueblos enteros.
—¡Qué bello enemigo para combatir! El Tigre de la Malasia se divertiría. Quién sabe, un día quizá, cansados de Mompracem, podríamos ir a India a medirnos con Suyodhana y su gente.
—¿Tienen intenciones de regresar a Mompracem?
—Sí, Tremal-Naik —dijo Yanez—. Mañana mandaremos a algunos hombres a Sarawak para adquirir praos y luego regresaremos nuestra isla.
—¿Y yo iré con ustedes?
—Si tú vinieses con nosotros expondrías a la virgen de la pagoda a un continuo peligro. Sabes que nosotros somos piratas y que cada día debemos combatir.
—¿A dónde iré entonces?
—Les daremos una escolta de valerosos piratas que los conducirán a Batavia. Allí tenemos un palacete y lo habitarán con Ada.
—Esto es demasiado, señor Yanez —dijo Tremal-Naik con voz conmovida—. No le basta con haber expuesto su vida para salvarme, quiere aún darme una casa.
—Y unos ahorros en diamantes que valdrán algunos millones, mi querido Tremal-Naik.
—Pero no aceptaré.
—Al Tigre de la Malasia nada se le debe rechazar, Tremal-Naik. Un rechazo lo irritaría.
—Pero...
—Estate callado, Tremal-Naik. Un millón para nosotros no es nada.
—¿Son inmensamente ricos entonces?
—Quizá más que los thugs indios.
Mientras charlaban, el sol se había rápidamente puesto y la oscuridad había calado. Yanez miró el reloj al incierto claror de las estrellas.
—Son las nueve —dijo—. Podemos volver al fuerte.
Lanzó una última mirada sobre la amplia extensión de agua que parecía desierta hasta los más extremos límites del horizonte, luego dejó la costa entrando en el boscaje.
Tremal-Naik, triste y pensativo, con la cabeza inclinada sobre el pecho, lo seguía.
Pocos minutos después los dos compañeros se encontraban delante del fortín, sobre la entrada en la cual estaba Sandokan, fumando flemáticamente su pipa.
—Los esperaba —dijo, yendo a su encuentro—. Todo está listo.
—¿Qué está listo? —preguntó Tremal-Naik.
—Lo que debes hacer para recuperar la razón de la virgen de la pagoda.
Tomó por la mano a los dos amigos y los condujo al interior de una vastísima cabaña que ocupaba casi el recinto entero del fuerte, antiguamente destinada a contener una guarnición y gran acopio de víveres y de municiones.
Tremal-Naik y Yanez mandaron un grito de sorpresa. La amplia sala, en pocas horas, había sido convertida, por obra de Sandokan, Kammamuri y los piratas, en una horrible caverna que a Tremal-Naik le recordaba, en parte, al templo de los thugs indios donde el atroz Suyodhana había cumplido su espantosa venganza.
Una infinidad de ramas resinosas encendidas esparcían alrededor una luz azulada, lívida, cadavérica. Aquí y allá habían sido acumuladas rocas enormes, y erguidos troncos de árbol que podían pasar por columnas, adornos de monstruos en arcilla toscamente moldeados representando algunos a Visnú, el dios conservador de los indios que tiene su residencia en el Vaikuntha u océano de leche de la serpiente Adishesha, y otros a los cateri, gigantescos genios malvados, que divididas en cinco tribus van errando por el mundo del cual no pueden salir, ni merecen la bienaventuranza prometida a los hombres, sino después de haber cosechado un cierto número de plegarias.
En el medio se erguía una estatua, también de arcilla, horrible de ver. Tenía cuatro brazos, una lengua desmesurada y sus pies se posaban sobre un cadáver.
Delante de aquel monstruo había sido colocada una cubeta dentro de la cual nadaba un pececillo.
—¿Dónde estamos? —preguntó Yanez, mirando con estupor aquellos monstruos y aquellas antorchas.
—En una pagoda de los thugs indios —dijo Sandokan.
—¿Quién ha hecho todos estos feos monstruos?
—Nosotros, hermano.
—¿En tan pocas horas?
—Todo se hace, cuando se quiere.
—¿Quién es aquella fea figura que tiene cuatro brazos?
—Kali, la diosa de los thugs —respondió Tremal-Naik que la había reconocido.
—¿Te parece, Tremal-Naik, que esta pagoda improvisada se asemeja a la de los thugs?
—Sí, Tigre de la Malasia. ¿Pero qué quiere hacer?
—Oíme.
—Lo escuchamos.
—Digo y creo que solamente una extraordinaria impresión puede hacer recobrar la razón a Ada.
—También soy de tu parecer, Sandokan —dijo Yanez—, y ya comprendo tu plan.
—¿De veras?
—Quieres repetir la escena que sucedió en la pagoda de los thugs indios cuando Tremal-Naik se presentó ante Suyodhana.
—Sí, Yanez, es precisamente así. Yo seré el jefe de los thugs y repetiré las palabras pronunciadas por el terrible hombre aquella noche fatal.
—¿Cuándo comenzaremos?
—Enseguida.
—¿Y los thugs? —preguntó Tremal-Naik.
—Los thugs serán mis hombres —dijo Sandokan—. Han sido instruidos por Kammamuri.
—Adelante, entonces.
Sandokan arrimó a los labios el silbato de plata y emitió un sonido agudo.
Enseguida treinta dayak semidesnudos, con los flancos estrechados por un lazo de fibras de rotang y con una serpiente con la cabeza de mujer pintada en medio del pecho, entraron en la gran cabaña disponiéndose a los lados de la monstruosa divinidad de los thugs.
—¿Por qué tienen aquellas serpientes sobre el pecho? —preguntó Yanez.
—Todos los thugs tienen un tatuaje similar —respondió Tremal-Naik.
—Kammamuri nada ha olvidado por lo que parece.
—¿Están listos? —preguntó Sandokan.
—Todos —respondieron los dayak.
—Yanez —dijo entonces Sandokan—, te confío una parte importante.
—¿Qué debo hacer?
—Tú eres un blanco, debes representar al padre de Ada. Guiarás a los otros piratas que fingirán ser cipayos indios y harás cuanto te dice Kammamuri.
—Está bien.
—Cuando represente asaltarlos fuera del fuerte, caerás delante de Ada como muerto.
—Confía en mí, hermanito.
—Cada uno a su lugar.
Tremal-Naik, Yanez y Kammamuri salieron, mientras Sandokan se sentaba delante de la estatua de la diosa Kali y los dayak, que representaban a los thugs, se formaron a sus flancos.
A una seña del Tigre, un pirata percutió doce veces una especie de gong que había sido encontrado en un ángulo del fortín.
Al último golpe la puerta de la gran cabaña se abrió y la virgen de la pagoda entró sostenida por dos dayak.
—Adelante, virgen de la pagoda —dijo Sandokan con voz grave—. Suyodhana te lo ordena.
Al nombre de Suyodhana, la loca se había detenido liberándose de los brazos por los dos piratas. Su mirada, que de improviso se había encendido y dilatado, se fijó sobre Sandokan, que estaba erguido en medio de la pagoda, luego sobre los dayak que conservaban una inmovilidad absoluta y por último sobre la diosa Kali.
Un temblor agitó su cuerpo y algunas arrugas se dibujaron en su nívea frente.
—Kali —murmuró con un acento, en el cual se sentía una vibración de terror—. Los thugs...
Avanzó algunos pasos y continuó girando la mirada ahora sobre Sandokan, ahora sobre los piratas, ahora sobre la monstruosa divinidad de los thugs, luego se pasó dos o tres veces la mano por la frente y parecía que hiciese un supremo esfuerzo por volver a traer a la memoria alguna horrible escena.
De improviso Tremal-Naik irrumpió en la pagoda y se lanzó hacia ella gritando:
—¡Ada...!
La joven se había detenido de golpe; su rostro se había puesto palidísimo y manifestaba una inexpresable ansiedad. Sus ojos, que parecía perdiesen poco a poco aquella luz extraña particular a los locos, se fijaban sobre Tremal-Naik.
—¡Ada...! —repitió éste, con voz desgarradora—. ¡Vuelve en ti...!
En aquel instante se oyó una voz gritar:
—¡Fuego!
Algunos disparos retumbaron sobre el umbral de la pagoda y algunos hombres, guiados por Yanez, irrumpieron en el interior, mientras los dayak, como los thugs, en aquella fatal noche, huían en todas direcciones.
Ada había permanecido inmóvil. De pronto se sobresaltó, luego se inclinó hacia adelante como si buscase recoger alguna nueva descarga o alguna otra voz.
Sandokan se había detenido en la extremidad de la pagoda y no la perdía de vista.
¿Comprendió quizá lo que esperaba aún la desgraciada...? Quizá, porque con voz tronante se puso a gritar, como había gritado el feroz Suyodhana:
—¡Váyanse...! ¡Nos volveremos a ver en la jungla...!
Había apenas pronunciado aquellas palabras, que un alarido agudísimo irrumpía de los labios de la loca.
Dio un paso adelante con la cara trastornada y los brazos alzados, se tambaleó, giró sobre sí misma y cayó entre los brazos de Yanez.
—¡Muerta...! ¡Muerta...! —aulló Tremal-Naik con acento desesperado.
—No —dijo Sandokan—. ¡Ella está a salvo!
Apoyó una mano sobre el pecho de la virgen. El corazón latía, débilmente sí, pero latía.
—Está desmayada —dijo.
—Entonces está a salvo —dijo Yanez.
—¡Si fuera cierto! —exclamó Tremal-Naik que reía y lloraba al mismo tiempo.
Kammamuri regresaba con el agua. Sandokan roció varias veces la cara de la joven y esperó que a ella regresase en sí.
Pasaron algunos minutos, luego un suspiro profundo salió de los labios de la joven.
—Está por volver en sí —dijo Sandokan.
—¿Debo permanecer aquí? —dijo Tremal-Naik.
—No —respondió Sandokan—. Cuando nosotros le hayamos contado todo, te mandaremos llamar.
El indio arrojó una larga mirada a la virgen de la pagoda y salió sofocando un sollozo.
—¿Tienes esperanza, Sandokan? —preguntó Yanez.
—Muchas —respondió el pirata—. Mañana estos dos infelices podrán unirse para siempre.
—Y nosotros...
—Calla, Yanez: abre los ojos.
La joven, de hecho, regresaba en sí. Mandó un segundo suspiro, más largo que el primero, luego abrió los ojos fijándolos sobre Sandokan y Yanez. Aquella mirada no era más la de antes; era límpida, era la mirada de una mujer que no estaba más loca.
—¿Dónde estoy? —preguntó con voz débil, buscando alzarse.
—Entre amigos, señora —dijo Sandokan.
—¿Pero qué ha sucedido? —murmuró—. ¿He soñado? ¿Dónde estoy...? ¿Quién es usted?
—Señora —dijo Sandokan—, le repito que está entre amigos. ¿Qué ha sucedido, me pregunta? Le diré que no está más loca.
—¡Loca...! ¡Loca...! —exclamó la virgen con sorpresa—. ¿Estaba loca? ¿No he soñado? Ah... me acuerdo... Es horrible... Es horrible...
Un estallido de llanto sofocó su voz.
—Cálmese, señora —dijo Sandokan—. Aquí no corre ningún peligro. Suyodhana no existe más y de los thugs aquí no hay. No estamos en India, sino en el Borneo.
Con un esfuerzo Ada se irguió en pie, y aferrando estrechamente las manos de Sandokan, le dijo llorando:
—En nombre de Dios, dígame lo que ha sucedido y quién es usted. Me parece no comprender más nada.
Eran las preguntas que Sandokan esperaba. Entonces con voz grave le narró sucintamente todo lo que había sucedido antes en India, luego en Mompracem y por último en Borneo.
—Ahora —concluyó Sandokan—, si ama aún a Tremal-Naik, aquel valiente indio que por usted ha realizado milagros, a una seña suya estará en sus rodillas.
—¡Sí lo amo...! —exclamó Ada—. ¿Dónde está? Deje que lo vuelva a ver después de una larga separación.
—¡Tremal-Naik...! —gritó Yanez.
El indio se precipitó en la pagoda y cayó a los pies de Ada, exclamando:
—¡Mía...! ¡Otra vez mía...! ¡Dímelo otra vez, Ada, que serás mi mujer...! Te adoro.
La joven posó las manos sobre la cabeza del prometido:
—Sí, seré tu mujer —dijo ella—. Mi padre me ha prometido a ti y aún te amo.
En el mismo instante una descarga de fusiles atronaba en las orillas de la bahía, seguida por una voz tonante que gritaba:
—¡Alerta...! ¡Piratas de Mompracem...! ¡He aquí el enemigo...!

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Cuando Tremal-Naik le recuerda a Ada la muerte del padre y esconde su cara entre las manos, llorando, quizá esté relacionado con la primera versión de Los misterios de la jungla negra en la que Tremal-Naik era justamente el asesino.

Argusianus argus: “Argus giganteus” en el original, se trata del argo gigante ya descrito en el capítulo 14, salvo que aquí Salgari parece llamarlo por su nombre científico. Utilicé entonces el correcto.

Árboles gomíferos: Árboles que producen goma.

Árbol del clavo: “Albero di garofani” en el original, es el árbol de la familia Myrtaceae, nativo de Indonesia que tiene como fruto el clavo de olor, utilizado como especia. Es perenne y crece hasta los 10 a 20 metros de altura.

Visnú: En el hinduismo es el dios principal, creador, preservador y destructor del universo.

Vaikuntha: “Vaicondu” en el original, en el hinduismo es el nombre de la morada espiritual de Visnú.

Océano de leche: “Mar di latte” en el original, si bien la traducción literal sería “mar de leche”, es uno de los mitos fundamentales del hinduismo que se denomina “samudra manthana” (batido del océano) al “batido del océano de leche” que no es precisamente el Vaikuntha.

Adishesha: “Adissescieu” en el original, significa “primer Shesha”. Se lo suele describir como una serpiente de mil cabezas en la mitología hindú y es el rey de todos los nagas (seres o semidioses inferiores con forma de serpiente).

Cateri: En el libro “Il costume antico e moderno...” (G. Ferrario, 1829), describiendo demonios y espíritus hindúes, se enumeraban además gigantes o genios malvados, "divididos en cinco tribus", y “muni” o “cateri”, “cuyas cualidades no son diferentes de las que una vez le dimos a nuestros duendes”. Aparentemente Salgari leyó o recordó mal.

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