lunes, 13 de abril de 2015

XXI. La resurrección de Tremal-Naik


El pelotón salía de la espesura del bosque. Estaba compuesto por Sambigliong, un oficial de la guardia del rajá, diez indios desarmados y Yanez, que no tenía ni las manos ni las piernas atadas.
Sandokan, al divisar a su amigo, no fue capaz de dominarse. Corrió a su encuentro y alejando violentamente a los indios, lo estrechó al pecho con frenesí. A pesar de que aquel hombre era el Tigre de la Malasia, el feroz jefe de los piratas de Mompracem, que por tantos años ensangrentó las olas del mar Malayo.
—¡Yanez...! ¡Hermano mío...! —exclamó con voz sofocada por la alegría.
—¡Sandokan, amigo mío, finalmente te vuelvo a ver...! —gritó el buen portugués, que no estaba menos conmovido—. ¡Por Júpiter! ¡Creía que no te iba a abrazar nunca más!
—No nos dejaremos más, amigo mío, te lo juro.
—Lo creo, hermanito mío. Qué gran idea has tenido, de hacer prisionero al rajá. Siempre he dicho que eres un gran hombre. ¿Y Tremal-Naik? ¿Dónde está aquel pobre indio?
—A pocos pasos de nosotros.
—¿Vivo?
—Vivo, pero aún adormecido.
—¿Y la prometida?
—Está todavía loca, pero volverá en sí.
—Señor —dijo en aquel instante una voz.
Sandokan y Yanez se volvieron. James Brooke estaba delante de ellos, calmado, pero un poco pálido y con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Es libre, James Brooke —dijo Sandokan—. El Tigre de la Malasia mantiene su palabra.
El rajá hizo una ligera reverencia y se alejó por algunos pasos, luego volviéndose bruscamente atrás:
—Tigre de la Malasia —dijo—, ¿cuándo nos volveremos a ver?
—¿Quiere una revancha? —preguntó Sandokan con ironía.
—James Brooke no perdona.
Sandokan lo miró por algunos instantes en silencio, como si estuviese sorprendido de que aquel hombre osase desafiarlo, luego, extendiendo el brazo derecho hacia el mar, dijo con un acento que hacía estremecer:
—Allá abajo hay una isla: Mompracem. El mar que la circunda está todavía rojo de sangre y lleno de naves estrelladas. Cuando se acerquen a aquellas costas, oirán el rugido del Tigre y sus cachorros irán a su encuentro. Pero no se olvide, James Brooke, que el Tigre y sus cachorros tienen sed de sangre.
—Iré a su encuentro.
—¿Cuándo?
—El año que viene.
Una sonrisa rozó los labios del pirata.
—Será demasiado tarde —dijo.
—¿Por qué? —preguntó el rajá con sorpresa.
—Porque entonces no será más rajá de Sarawak. Porque entonces la revolución habrá estallado en su Estado y el sobrino del rajá Muda Hashim se sentará en su lugar.
El rajá, al oír aquellas palabras, palideció y dio un paso atrás.
—¿Por qué inventar estas cosas? —preguntó con un tono de voz que nada tenía de calmado.
—No invento nada, milord —respondió Sandokan.
—¿Usted sabe algo entonces?
—Es probable.
—Si le rogase que se explique me...
—No me explicaré más —interrumpió Sandokan.
—No me resta más que agradecerle por la advertencia.
Hizo nuevamente una ligera reverencia, alcanzó a los guardias y se alejó a rápidos pasos, dirigiéndose hacia Sarawak.
Sandokan con los brazos cruzados, la mirada sombría, lo seguía con los ojos.
Cuando no lo vio más, un suspiro le salió del pecho.
—Aquel hombre me traerá desdicha —murmuró—. Lo siento.
—¿Qué tienes, Sandokan? —le preguntó Yanez acercándose—. Pareces inquieto.
—Tengo un triste presentimiento, hermano —dijo el pirata.
—¿Qué es eso?
—Entre nosotros y el rajá no ha terminado todo.
—¿Temes que nos asalten?
—El corazón me lo dice.
—No creas en los presentimientos, hermanito mío. Dentro de dos o tres días habremos abandonado estas costas y nada más habremos de temer por parte del rajá. ¿A dónde iremos ahora?
—A la bahía y pronto. Aquí no me siento seguro.
—Partamos entonces. Pero... ¿Y Tremal-Naik?
—Antes del mediodía no despertará.
Sandokan dio la señal de la partida y el pelotón con los heridos y Tremal-Naik, a pesar de la rapidísima marcha de la mañana, se volvió a poner en camino, siguiendo un pequeño sendero, abierto, quién sabe cuántos años antes, por los habitantes de la floresta.
Sandokan y Yanez con diez de los más valientes cachorros abrían la marcha con las carabinas en mano y, detrás, venían las camillas y todos los otros, de dos en dos, con los ojos vueltos a los dos lados del sendero y las orejas bien aguzadas para recoger el más pequeño rumor.
Habían recorrido aproximadamente media milla, cuando Aïer-Duk que se había arriesgado algunos pasos más adelante para explorar el camino, imprevistamente se detenía armando el fusil. Yanez y Sandokan se apresuraron a alcanzarlo.
—No se muevan —dijo el dayak.
—¿Qué has visto? —preguntó Sandokan.
—Una sombra atravesar rápidamente aquellos matorrales que están allá abajo.
—¿Un hombre o un animal?
—Me pareció un hombre.
—Puede ser un pobre dayak —dijo Yanez.
—Y también un espía del rajá —dijo Sandokan.
—¿Lo crees?
—Estoy casi seguro.
—Aïer-Duk, toma cuatro hombres y bate el bosque. Nosotros mientras tanto seguiremos adelante.
El dayak llamó a cuatro compañeros y se metió en lo denso del monte, arrastrándose entre las raíces, las ramas de los árboles y los matorrales.
—Nosotros avancemos —dijo Sandokan.
La marcha fue reanudada a través de dos densas líneas de lontar, especie de palma que da, cortando su tronco, un jugo azucarado bastante agradable y de cuyas hojas antiguamente se servían los pueblos de la Malasia para escribirles encima.
Poco después el pelotón era alcanzado por Aïer-Duk y sus compañeros.
Habían inspeccionado la floresta en todas direcciones, pero nada habían encontrado excepto rastros recientes de pies humanos.
—¿Eran numerosos? —preguntó Sandokan que estaba aún bastante inquieto.
—Cuatro —respondió el dayak.
—¿Eran huellas de pies desnudos o calzados?
—De pies desnudos.
—Quizá aquellos dos hombres eran dos dayak. Apresurémonos, cachorros, aquí no estamos demasiado seguros.
Por tercera vez el pelotón se volvió a poner en camino, vigilando atentamente los árboles y arbustos, y después de tres cuartos de hora llegaba a las orillas de un considerable curso de agua que descargaba en una amplia bahía semicircular.
Sandokan mostró al portugués un islote, largo de no más de trescientos cincuenta metros, sombreado por bellísimos grupos de árboles de sagú, durián, mangostanes y arengas sacchariferas; defendido, hacia la punta meridional, por un viejo, pero aún sólido fortín dayak, construido con tablas y palos de teca, madera dura como el hierro y resistente a las balas de un cañón de no pequeño calibre.
—¿Es allí donde reposa la virgen de la pagoda? —preguntó Yanez.
—Sí, dentro de aquel fortín —respondió Sandokan.
—No podías encontrarle un lugar mejor. La bahía es bastante bella y el islote está bien defendido. Si James Brooke viene a asaltarnos, tendrá un hueso duro de roer.
—El mar está a quinientos pasos del islote, Yanez —dijo Sandokan.
—¿Y qué quiere decir eso?
—Que una nave puede bombardear el fortín.
—Nos defenderemos.
—No tenemos cañones.
—Pero nuestros hombres son valientes.
—Es verdad, pero son pocos y...
—¿Qué tienes?
—¡Calla...! ¿Has oído...?
—¿Yo...? Nada, Sandokan.
—Me pareció que una rama se había roto.
—¿Dónde?
—En medio de aquel matorral.
—¿Habrá precisamente espías...? Comienzo a estar inquieto, Sandokan.
—Y también yo. Apresurémonos: suspiro el momento de llegar al islote. ¡Aïer-Duk...!
El dayak se acercó al Tigre.
—Toma ocho hombres y acampen en este lugar —dijo Sandokan—. Si ven hombres zumbar en estos alrededores vendrás para advertirme.
—Cuente conmigo, capitán —respondió el dayak—. Nadie se acercará a la bahía sin mi permiso.
Sandokan y Yanez, y los otros descendieron hacia la bahía, cuyas orillas estaban cubiertas de densos matorrales, y llegaron a una pequeña cala, cerca de la cual estaba escondida, bajo un montón de cañas y de ramas de árbol, una chalupa.
El Tigre dio alrededor una rápida mirada, pero no vio a nadie. Una viva inquietud se dibujó en su rostro.
—Uno de mis hombres debería mirar la chalupa —dijo.
—Estarán los dos en el fortín —dijo Yanez.
—¡Y han dejado aquí la chalupa...! Yanez... tengo el corazón que me late fuerte... temo una desgracia.
—¿Cuál?
—Que hayan raptado a Ada.
—¡Qué terrible golpe si fuese verdad!
—¡Calla!
—¿Otra vez un ruido...?
—Sí, capitán Yanez —confirmaron los piratas empuñando las armas.
Se veían las ramas de un matorral de arbustos agitarse a cien pasos de la playa.
—¿Quién vive? —gritó Sandokan.
—Mompracem —respondió una voz.
Poco después un pirata salía de los arbustos. Estaba jadeante y sudado, como si hubiese hecho una larga carrera y estrechaba un fusil.
—¡Viva el Tigre! —exclamó divisando al jefe.
—¿De dónde vienes? —preguntó Sandokan.
—De la floresta, capitán.
—¿Dónde está la virgen?
—En el fortín.
—¿Estás seguro...?
—La he dejado hace dos horas bajo la custodia de Koty.
Sandokan respiró libremente.
—Comenzaba a temer —dijo—. ¿Cómo está?
—Muy bien.
—¿Qué hacía?
—Cuando la dejé, dormía.
—¿De dónde vienes...?
—De los bosques.
—¿Has visto a alguien?
—Yo no, pero Koty esta mañana ha visto a un hombre pasar a lo largo de la orilla y mirar con viva curiosidad el fortín. Viéndose observado se apresuró a desaparecer.
—¿Y lo has visto a aquel hombre?
—He buscado, pero no logré descubrirlo.
—¿Será un espía del rajá? —preguntó Yanez.
—Es probable —respondió Sandokan que parecía preocupado.
—¿Vendrán a asaltarnos aquí...?
—¿Quién puede decirlo?
—¿Qué piensas hacer...?
—Dejar este lugar lo más pronto posible. Embarquémonos.
Los dos jefes y sus hombres subieron a la chalupa, atravesaron el brazo de mar que era largo de doscientos o trescientos metros y desembarcaron a los pies de la fortaleza donde los esperaba Koty.
—¿Duerme aún la virgen? —le preguntó Sandokan.
—Sí, capitán.
—¿Ha sucedido algo extraordinario?
—No.
—Vamos a verla —dijo Yanez.
Sandokan le indicó a Tremal-Naik que había sido colocado sobre un estrato de hierbas y de hojas verdes.
—Faltan pocos minutos para el mediodía —dijo—. Espera a que se despierte.
Ordenó a sus hombres entrar en el fortín y se sentó junto al indio que no daba aún signos de vida. Yanez encendió un cigarrillo y se tendió cerca de él.
—¿Le tomará mucho, antes de que abra los ojos? —preguntó, después de algunas pitadas, a Sandokan que miraba atentamente el rostro del indio.
—No, Yanez. Veo que su piel poco a poco vuelve a adquirir un color natural. Es signo de que su sangre comienza a circular nuevamente.
—¿Le harás enseguida ver a su Ada?
—Enseguida no, pero antes de esta noche sí.
—¿Lo reconocerá la pobre loca?
—Quizá.
—¿Y si no lo reconoce? ¿Si ella no recobra la razón?
—La recobrará.
—Dudo, hermanito mío.
—Pues bien, intentaremos una prueba.
—¿Y cuál es?
—A su tiempo te lo diré.
—Y por qué...
—¡Calla...!
Un débil respiro había imprevistamente alzado el amplio pecho de Tremal-Naik y había hecho ligeramente vibrar los labios.
—Se despierta —murmuró Yanez.
Sandokan se inclinó sobre el indio y le puso una mano en la frente.
—Se despierta —dijo.
—¿Enseguida?
—Enseguida.
—Sin darle ninguna inyección.
—No es necesario, Yanez.
Un segundo respiro, más fuerte que el primero, alzó nuevamente el pecho de Tremal-Naik y sus labios volvieron a moverse. Luego sus manos, que estaban abiertas, lentamente se cerraron, sus piernas también lentamente se plegaron y finalmente sus ojos se abrieron dilatándose bastante, deteniéndose sobre Sandokan. Permaneció así algunos instantes, como si estuviese sorprendido de encontrarse aún vivo, luego con un esfuerzo violento, se sentó exclamando:
—¡Vivo...! ¡Aún vivo!
—Y libre —dijo Yanez.
El indio miró al portugués. Lo reconoció enseguida.
—¡Usted...! ¡Usted! —exclamó—. ¿Pero qué ha sucedido? ¿Cómo me encuentro aquí? ¿He dormido?
—¡Por Baco! —exclamó Yanez, riendo—. ¿No recuerda aquella píldora que le dí en el fortín?
—¡Ah...! Sí, sí... ahora recuerdo... usted había venido a encontrarme... ¡Señor, señor, cuánto le agradezco haberme liberado...!
Así diciendo Tremal-Naik se había precipitado a los pies de Yanez. Este lo levantó y lo estrechó afectuosamente al pecho.
—¡Cuán bueno es, señor! —exclamó el indio, que parecía hubiese de súbito recuperado sus fuerzas y que estaba fuera de sí por la alegría—. ¡Libre! ¡Por fin soy libre...! ¡Le agradezco, señor, le agradezco...!
—Agradécele a este hombre, Tremal-Naik —dijo Yanez indicándole a Sandokan que, con los brazos cruzados sobre el pecho, miraba con ojos conmovidos al indio—. Es a este hombre, el Tigre de la Malasia, que debe su libertad.
Tremal-Naik se precipitó hacia Sandokan que lo recibió entre sus brazos, diciendo:
—¡Eres mi amigo!
En aquel instante un alarido de alegría resonó a sus espaldas. Kammamuri que entonces había salido del fuerte, corría con la rapidez de un ciervo, aullando:
—¡Mi buen amo...! ¡Mi amo!
Tremal-Naik se lanzó hacia el fiel maratí que parecía haberse vuelto loco.
Los dos indios se abrazaron el uno al otro, sin ser capaces de intercambiar una sola palabra.
—¡Kammamuri, mi buen Kammamuri! —exclamó finalmente Tremal-Naik—. Creía que no iba a volver a verte nunca más en esta tierra. ¿Pero cómo estás aquí? ¿No te han matado los thugs, entonces?
—No, amo, no. He huido, para buscarlo a usted.
—¡Para buscarme a mí! ¿Pero sabías que estaba en este lugar?
—Si, amo, lo había sabido. ¡Ah! ¡Amo! Cuánto le he llorado después de aquella noche fatal. Lo estrecho entre los brazos, lo siento, sin embargo me cuesta creer que usted esté aún vivo y libre. No nos dejaremos más, ¿verdad?
—No, Kammamuri, nunca más.
—Viviremos junto al señor Yanez y al Tigre de la Malasia. ¡Qué hombres, amo, qué hombres! Si usted supiese cuánto han hecho por usted, si usted supiese cuántas luchas...
—Alto ahí, Kammamuri —dijo Yanez—. Otros hombres hubiesen hecho lo que hemos hecho nosotros.
—No es verdad, amo. Ningún hombre podrá jamás hacer lo que han hecho el Tigre de la Malasia y el señor Yanez.
—¿Pero por qué interesarse tanto por mí? —preguntó Tremal-Naik—. A pesar de que nunca los he visto, señores.
—Porque fuiste un día el prometido de Ada Corishant —dijo Sandokan—. Y Ada Corishant era prima de mi difunta mujer.
A aquel nombre el indio había dado un paso atrás, meneando a derecha y a izquierda, como si hubiese recibido una puñalada en medio del pecho. Luego se cubrió con las manos la cara, murmurando con voz desgarradora:
—¡Ada...! ¡Oh mi adorada Ada...!
Un sollozo alzó su pecho y dos lágrimas, quizá las primeras que destilaban aquellos ojos, le rodaron abajo por las bronceadas mejillas.
Sandokan se le acercó y, bajándole las manos, le dijo con dulzura:
—¿Por qué lloras, mi pobre Tremal-Naik? Este es un día de alegría.
—¡Ah señor...! —murmuró el indio—. ¡Si usted supiese cuánto he amado a aquella mujer...! ¡Ada...! ¡Oh mi Ada...!
Un segundo sollozo laceró el pecho del indio y nuevas lágrimas le despuntaron sobre las pestañas.
—Cálmate, Tremal-Naik —dijo Sandokan—. Tu Ada no está perdida.
El indio levantó de nuevo la cabeza que tenía inclinada sobre el pecho. Un rayo de esperanza relampagueaba en sus negros ojos.
—¿Ella está a salvo?
—¡A salvo...! —dijo Sandokan—. Y está aquí en este islote.
Un alarido, jamás salido de garganta humana, prorrumpió de los labios de Tremal-Naik.
—¡Ella está aquí... aquí...! —aulló, arrojando alrededor miradas perdidas—. ¿Dónde está...? ¡Quiero verla, quiero verla...! ¡Ada...! ¡Ada...! ¡Oh mi adorada Ada...!
Hizo acto de lanzarse hacia el fortín, pero Sandokan lo aferró por las muñecas y con tal fuerza de hacerle crujir los huesos.
—Cálmate —le dijo—. Ella está loca.
—¡Loca...! ¡Mi Ada loca...! —gritó el indio—. ¡Ah...! Pero yo quiero verla, señor, quiero verla aunque sea por un instante.
—La verás, te lo prometo.
—¿Cuándo?
—Dentro de pocos instantes.
—¡Gracias, señor! ¡Gracias!
—¡Sambigliong! —gritó Yanez.
El dayak que zumbaba alrededor del fortín, examinando atentamente las empalizadas a fin de asegurarse de que fueran bastante sólidas como para sostener un asalto, a la llamada del portugués acudió.
—¿Duerme la virgen de la pagoda? —preguntó Sandokan.
—No, capitán —respondió el pirata—. Ha salido hace algunos minutos con sus guardianes.
—¿A dónde se ha dirigido?
—Hacia la costa.
—Ven, Tremal-Naik —dijo Sandokan, tomándole una mano—. Pero te recomiendo estar calmado porque ella está loca.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

A partir de este capítulo, traduciré correctamente al “sobrino de Muda Hashim”. La referencia correcta pueden encontrarla ahora en el capítulo IX, “La batalla”, también corregido. Recomiendo que lean la aclaración de la traducción de ese capítulo para más datos.

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 0,5 mi equivalen a 0,80 km.

Lontar: “Sontar” en el original, es el nombre en indonesio del Borassus flabellifer (también conocido como “boraso”), árbol robusto que puede vivir 100 años o más y alcanzar 30 metros de altura. De hojas largas, en forma de abanico de 2 a 3 metros de longitud. Sus flores son pequeñas, densamente agrupadas en espigas, seguidas por grandes y redondos frutos de color marrón.

Sagú: Planta tropical de la familia de las Cicadáceas, que alcanza una altura de cinco metros. Tiene hojas grandes, fruto ovoide brillante y la médula del tronco es abundante en fécula. El palmito es comestible.

Cala: Ensenada pequeña.

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