miércoles, 1 de abril de 2015

XX. El combate


La detonación no había aún cesado, que alaridos espantosos retumbaban en la pradera, a derecha, izquierda y delante de los indios.
En eso, diez, quince, veinte escopetazos partían de los matorrales con rapidez fulmínea. Quince o dieciséis indios, algunos muertos y otros heridos, rodaban entre las hierbas, antes aún de que hubiesen podido hacer uso de sus armas.
—¡Adelante, mis cachorros! —aulló el Tigre de la Malasia, sobrepasando el murete, seguido por Kammamuri, Aïer-Duk y los otros—. ¡Sobre aquellos perros!
Sambigliong y Tanauduriam se lanzaron fuera de los matorrales con la cimitarra en puño, manteniéndose detrás de sus pelotones.
—¡Viva el Tigre de la Malasia! —aullaron los unos.
—¡Viva Sandokan! ¡Viva Mompracem! —aullaron los otros.
Los indios, viendo venir encima a todos aquellos hombres, se reunieron rápidamente, disparando al azar los fusiles. Tres o cuatro piratas cayeron ensangrentando el suelo.
—¡Adelante, cachorros! —repitió el Tigre.
Los piratas, animados por su jefe, se arrojaron furiosamente contra las filas indias, dando sablazos sin piedad a cuantos se encontraban delante de ellos.
El choque fue tan terrible que los indios se replegaron confusamente los unos encima de los otros, formando una masa compacta de cuerpos humanos.
El Tigre de la Malasia la penetró, como una cuña que entra en el tronco de un árbol, y lo divide en dos.
Dos, tres, cinco, diez piratas lo siguieron tomando a los indios por la espalda que habiendo ya perdido toda esperanza se arrojaban a diestra y siniestra, buscando salvarse con una pronta fuga.
Diez o doce no obstante resistían y en medio de ellos estaba James Brooke.
Sandokan asaltó furiosamente a aquel grupo, decidido a destruirlo para meter mano a su mortal enemigo.
Kammamuri, Aïer-Duk y Tanauduriam lo habían seguido con varios otros, mientras Sambigliong daba caza a los fugitivos para impedirles reunirse y volver a la carga.
—Ríndete, James Brooke —gritó Sandokan.
El rajá respondió con un tiro de pistola cuya bala hizo desplomar al pirata.
—¡Adelante, cachorros! —aulló Sandokan, derribando a un indio que le quitaba la puntería.
El grupo, en menos de lo que se dice, a pesar de su desesperada resistencia, fue abierto por las cimitarras o por los kris envenenados de los cachorros de Mompracem. Kammamuri y Tanauduriam se arrojaron sobre el rajá, impidiéndole seguir a sus fieles que huían a través de la pradera, perseguidos por Aïer-Duk y sus compañeros.
—¡Ríndete! —le gritó Kammamuri, arrancándole el sable y las pistolas.
—Me rindo —respondió James Brooke, que comprendía que era inútil toda resistencia.
Sandokan se adelantó con la cimitarra en puño.
—James Brooke —dijo con acento burlón—, eres mío.
El rajá, que había sido derribado por el puño de hierro de Tanauduriam, se alzó mirando el rostro del jefe de los piratas, que no había visto jamás.
—¿Quién eres tú? —preguntó con voz estrangulada por la ira.
—Mírame a la cara —dijo Sandokan.
—Serías tú...
—Soy Sandokan, mejor el Tigre de la Malasia.
—Lo había sospechado. Pues bien, señor pirata, ¿qué quiere de James Brooke?
—Una respuesta, ante todo.
Una sonrisa irónica rozó los labios del rajá.
—¿Y responderé? —dijo.
—Sí; aunque deba emplear el fuego para hacerte hablar. James Brooke, te odio, sabes, pero te odio como sabe odiar el Tigre. Tú has hecho demasiado mal a los piratas de la Malasia, y podría vengarme de aquellos que has despiadadamente asesinado.
—¿Y no tengo quizá yo el derecho de exterminarlos?
—Y también yo tengo el derecho de exterminar a los hombres de raza blanca que me han mordido el corazón. Pero dejemos los derechos ahí y responde a mi pregunta.
—Habla.
—¿Qué has hecho de Yanez?
—¡Yanez! —exclamó el rajá—. ¿Le interesa mucho aquel individuo?
—Bastante, James Brooke.
—No se equivoca. Aquel blanco posee un coraje verdaderamente extraordinario y puede serle inmensamente útil.
—¿Lo ha hecho prisionero?
—Sí.
—Lo sospechaba. ¿Y cuándo?
—Esta noche.
—¿En qué modo?
—Es demasiado curioso, señor pirata.
—¿De modo que no quiere decírmelo?
—Al contrario, se lo diré.
—Hable pues.
—Conoce a lord Guillonk.
Sandokan al oír aquel nombre se estremeció. Una profunda arruga se dibujó sobre su amplia frente, pero pronto desapareció.
—Sí —respondió con voz sorda.
—Si no me engaño, lord Guillonk es su tío.
Sandokan no respondió.
—Fue su tío el que reconoció a Yanez y lo hizo arrestar.
—¡Él...! —exclamó Sandokan—. ¡Otra vez él...! ¿Y dónde se encuentra Yanez?
—En mi vivienda, sólidamente atado y bien guardado.
—¿Qué hará con él?
—No lo sé, pero lo pensaré.
—¿Lo pensará? —exclamó el Tigre de la Malasia, sonriendo, pero con una risa que hacía temblar—. ¿Y no pensó, James Brooke, que está en mi mano? ¿Y no pensó, James Brooke, que lo odio? ¿Y no pensó que mañana a la mañana podría no ser más el rajá de Sarawak?
El rajá, aún cuando poseía un coraje más que extraordinario, a aquellas palabras se había puesto pálido.
—¿Usted quiere matarme? —preguntó con un tono de voz que no era más calmo.
—Si no acepta el intercambio, lo haré —dijo fríamente Sandokan.
—¿Un intercambio? ¿Y por qué?
—Que los suyos me devuelvan a Yanez y yo le devolveré su libertad.
—¿Lo oprime entonces aquel hombre?
—Bastante.
—¿Por qué?
—Porque me ha amado siempre como si fuese su hermano. ¿Acepta la propuesta?
—Acepto —dijo el rajá, después de un momento de reflexión.
—Debe dejarme atarlo y amordazarlo.
—¿Por qué?
—Los suyos podrían regresar aquí en mayor número y darnos batalla.
—¿Quiere conducirme lejos?
—A un lugar seguro.
—Haga lo que quiera.
Sandokan hizo un gesto a Kammamuri. Enseguida cuatro camillas, formadas por ramas y llevadas por robustos piratas, se hicieron adelante. La primera estaba libre, la segunda estaba ocupada por Tremal-Naik y las otras por dos dayak del pelotón de Sambigliong, gravemente heridos.
—Amordaza y liga al rajá —dijo Sandokan al maratí.
—Está bien, capitán.
Con sólidas cuerdas ligó al rajá que no opuso resistencia, lo amordazó con un pañuelo de seda, por tanto lo hizo colocar en la camilla vacía.
—¿Adónde vamos, capitán? —preguntó, cuando hubo terminado.
—Volvamos al campamento —respondió Sandokan.
Arrimó el silbato de plata a los labios y sacó tres notas agudas.
Los piratas que estaban siguiendo a los indios, volvieron rápidamente atrás, con Sambigliong y Aïer-Duk.
Sandokan hizo rápidamente la llamada.
Once hombres faltaban.
—Están muertos —dijo Tanauduriam.
—Partamos —ordenó Sandokan, sofocando un suspiro.
El pelotón se puso rápidamente en camino, metiéndose bajo los bosques y describiendo un semicírculo en torno de la colina dominada por el fortín. Diez hombres, guiados por Sambigliong y por Tanauduriam, abrían la marcha con las carabinas bajo las axilas, listos para rechazar cualquier ataque, luego venían las camillas de los heridos, la del rajá y la de Tremal-Naik. Aïer-Duk, con los otros, cerraban la marcha.
El viaje fue rapidísimo. A las cinco de la mañana, sin que hubiesen encontrado a ningún indio o dayak, llegaron a la villa abandonada, defendida por sólidas empalizadas y terraplenes.
Sandokan lanzó a algunos hombres a derecha, a izquierda, delante y detrás de la villa, a fin de no ser imprevistamente atacados por las tropas de Sarawak, luego hizo desatar al rajá que durante el viaje no había intentado pronunciar ninguna palabra.
—Si no le molesta, escriba, James Brooke —le dijo Sandokan, presentándole una hoja de papel y un lápiz.
—¿Qué debo escribir? —preguntó el rajá que parecía bastante calmo.
—Que es prisionero del Tigre de la Malasia y que para salvarle es necesario poner inmediatamente en libertad a Yanez, o mejor a lord Welker.
El rajá tomó la hoja, se la puso sobre la rodilla y se dispuso a escribir.
—Un momento —dijo Sandokan.
—¿Hay algo más? —preguntó el inglés enarcando la ceja.
—Agregue que si dentro de cuatro horas Yanez no está aquí, lo colgaré al más grande árbol de la floresta.
—Está bien.
—Otra cosa para agregar —dijo Sandokan.
—¿Y es...?
—Que no intenten liberarlo por la fuerza, ya que, al primer pelotón armado que divise, lo hago igualmente colgar.
—Parece que lo oprime bastante el verme colgado —dijo el rajá, con ironía.
—No lo niego, James Brooke —respondió Sandokan, clavándole una mirada feroz—. Escriba.
El rajá tomó el lápiz y escribió la carta que luego pasó a Sandokan.
—Está bien —respondió éste, después de haberla leído—. ¡Sambigliong!
El pirata acudió.
—Llevarás esta carta a Sarawak —dijo el Tigre—. La entregarás a lord James Guillonk.
—¿Debo llevar mis armas?
—Ni siquiera tu kris. Ve y vuelve pronto.
—Correré como un caballo, capitán.
El pirata escondió la carta bajo el cinturón, arrojó a tierra la cimitarra, el hacha y el kris y partió a la carrera.
—Aïer-Duk —dijo Sandokan, volviéndose al pirata que estaba cerca—. Vigilarás atentamente a este inglés. Cuidado que si huye, te hago fusilar.
—Confíe en mí, capitán —respondió el cachorro.
Sandokan armó su carabina, llamó a Kammamuri que se había acurrucado junto a su amo adormecido y dejó la villa dirigiéndose hacia una altura desde la cual, a lo lejos, se veía la ciudad de Sarawak.
—¿Lo salvaremos entonces, al capitán Yanez? —preguntó el maratí que lo seguía.
—Sí —respondió Sandokan—. Dentro de dos horas estará aquí.
—¿Está seguro?
—Segurísimo. El rajá vale tanto como Yanez.
—Esté en guardia, no obstante, capitán —dijo el maratí—. Los indios, y en Sarawak hay varios, son capaces de atravesar un bosque sin producir el más pequeño rumor.
—No temas, Kammamuri. Mis piratas son más astutos que los indios y ningún enemigo se acercará a nuestra villa sin ser descubierto.
—¿Nos perseguirá luego, el rajá?
—Ciertamente, Kammamuri. Apenas haya vuelto a Sarawak recogerá a sus guardias y a los dayak y se lanzará detrás de nuestras huellas.
—De modo que tendremos una segunda batalla.
—No, porque partiremos enseguida.
—¿Por dónde?
—Por la bahía donde se encuentra Ada Corishant.
—¿Y después?
—Adquiriremos un prao y dejaremos por siempre estas costas, te he dicho.
—¿Y a dónde conducirá a mi amo?
—A donde él quiera ir.
Habían entonces llegado a la cima, que se alzaba por varios metros sobre los más altos árboles del monte. Sandokan arrimó las manos a los ojos para defenderlos de los rayos solares y miró atentamente el circunstante país.
A diez millas estaba Sarawak. El río que pasaba cerca destacaba claramente entre el verde de las plantaciones y de los bosques y parecía una gran cinta de plata.
—Mira allá abajo —dijo Sandokan indicando al maratí un hombre que corría como un ciervo hacia la ciudad.
—¡Sambigliong! —exclamó Kammamuri—. Si mantiene el trote, estará aquí dentro de dos horas.
—Lo espero.
Se sentó a los pies de un árbol, encendió un cigarrillo y se puso a fumar, mirando atentamente la ciudad. Kammamuri lo imitó.
Transcurrió una hora larga como un siglo, sin que nada sucediese; luego pasó una segunda, más larga, para los dos piratas, que la primera. Finalmente, hacia las 10, un pelotón de personas apareció cerca de un boscaje de castaños de Indias.
Sandokan brincó en pie. Sobre su rostro, normalmente tan impasible, se había dibujado una viva ansiedad. Aquel hombre, aquel pirata sanguinario, ciertamente, amaba extraordinariamente a su fiel compañero, el valiente Yanez.
—¿Dónde está? ¿Dónde está...? —lo oyó murmurar Kammamuri, con voz vacilante.
—Veo un traje blanco en medio del pelotón. ¡Mire!
—¡Sí, sí, lo veo! —exclamó Sandokan con indescriptible alegría—. Es él, mi buen Yanez. Pronto, hermano mío, ven pronto.
Permaneció allí, inmóvil, encorvado, con los ojos fijos sobre aquel traje blanco, luego cuando vio al pelotón desaparecer bajo la gran floresta, se lanzó precipitadamente abajo de la altura, corriendo hacia el campo.
Dos piratas que miraban el bosque, llegaron en el mismo momento.
—¡Capitán! —gritaron—. Ellos vienen con el señor Yanez.
—¿Cuántos son? —preguntó Sandokan, que a duras penas se dominaba.
—Doce, con Sambigliong.
—¿Armados?
—Sin armas.
Sandokan arrimó el silbato a los labios y sacó tres notas agudas. En pocos instantes todos los piratas se encontraron a su alrededor.
—Preparen las armas —dijo el Tigre.
—¡Señor! —gritó James Brooke que estaba sentado a los pies de un árbol, atentamente mirado por Aïer-Duk—. ¿Quiere asesinar a mis hombres?
El Tigre se volvió hacia el inglés.
—James Brooke —respondió con voz grave—, el Tigre de la Malasia mantiene su palabra. Dentro de cinco minutos usted estará libre.
—¿Quién vive? —gritó en aquel instante un centinela apostado a doscientos metros de las trincheras.
—Amigos —respondió la voz familiar de Sambigliong—. Baja el fusil.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Millas: 1 mi = 1,609344 km. Por lo tanto, 10 mi equivalen a 16,09 km.

Castaños de Indias: “Ippocastani” en el original, es un árbol de la familia de las Hipocastanáceas, de madera blanca y amarillenta, hojas palmeadas compuestas de siete hojuelas, flores en racimos derechos, y fruto que contiene las semillas. Es una planta de adorno originaria de la India.

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