viernes, 13 de marzo de 2015

XVIII. Lord James Guillonk


El rajá entró.
Estaba solo, sin armas y aún vestido de negro. No obstante no era más el hombre calmo y sonriente de antes. Estaba pálido, no ya por el miedo, sino por la cólera; tenía la frente fruncida, la mirada centelleante, una sonrisa irónica que dolía ver en sus labios.
No era más el príncipe de Sarawak; era el exterminador de piratas que se preparaba para aniquilar a uno de los más poderosos jefes de la piratería malaya.
Por algunos instantes estuvo inmóvil en el umbral de la puerta, lanzando sobre Yanez una mirada aguda como la punta de una espada, luego dio tres pasos en la estancia. La puerta fue enseguida cerrada tras sus espaldas.
—Señor —dijo con acento duro.
—Alteza —dijo Yanez con igual tono.
—Si no me equivoco, ya ha comprendido el propósito de mi visita.
—Es probable, Alteza. Favor de acomodarse.
El rajá se sentó en una silla; Yanez en cambio se apoyó en el escritorio sobre el cual, al alcance de la mano, estaba el kris.
—Señor —retomó el rajá con voz tranquila—. ¿Sabe cómo se me llama en Sarawak?
—James Brooke.
—No, me llamo el exterminador de piratas.
Yanez se inclinó sonriendo.
—Feo nombre, Alteza —dijo luego.
—Ahora que sabe quién es James Brooke, rajá de Sarawak, arrojemos las máscaras y hablemos.
—Arrojémolas, Alteza.
—Si yo arribase a Mompracem...
—¡Ah...! —exclamó Yanez—. Usted sabe...
—Déjeme terminar, señor. Si yo, repito, arribase a Mompracem y pidiese hospitalidad al Tigre de la Malasia y a su lugarteniente y esos luego supiesen que yo soy uno de sus más encarnizados enemigos, ¿qué harían de mí?
—¡Por Baco! Si se tratase de James Brooke, el Tigre de la Malasia y su lugarteniente no vacilarían en pasarle una cuerda al cuello.
—Pues bien, señor Yanez de Gomera...
—¡Señor Yanez! —lo interrumpió el portugués—. ¿Quién le ha dicho que yo soy Yanez de Gomera?
—¡Un hombre que tenía que ver con usted!
—¿He sido por lo tanto traicionado?
—Así es, ha sido descubierto.
—¡El nombre de este hombre, James Brooke! —gritó Yanez, dando un paso hacia el rajá—. ¡Lo quiero!
—¿Y si me rehusase a decírcelo?
—Lo obligaría.
El rajá prorrumpió en una risotada.
—Usted me amenaza —dijo— y no piensa que detrás de aquella puerta diez hombres, armados hasta los dientes, esperan una palabra mía para entrar y arrojarse sobre usted. Sin embargo lo complaceré.
Golpeó tres veces las manos. La puerta se abrió y un viejo de alta estatura, aún robusto, con el rostro bronceado por el sol de los trópicos y una larga barba blanca, entró a pasos lentos. Yanez no supo refrenar un grito.
Aquel hombre lo había enseguida reconocido. Era lord James Guillonk, el tío de la difunta mujer del Tigre de la Malasia, el enemigo que había jurado colgar a los dos jefes de la piratería. Era en fin el mismo hombre que el pirata Sambigliong había visto bajo las florestas a la cabeza de un pelotón de dayak.
—¿Me reconoce, Yanez de Gomera? —preguntó con voz sorda.
—Sí, milord —respondió el portugués, que se había prontamente repuesto de su espanto.
—Una voz me decía que un día habría de encontrar a los raptores de mi sobrina Marianna y se ve que no me engañaba.
—¿Ha dicho raptores, milord? Lady Marianna no fue raptada sino bajo su consenso. Ella amaba al Tigre de la Malasia, no lo aborrecía.
—Poco me importa saber si ella amaba u odiaba al pirata. Fue raptada a lord James Guillonk, su tío y eso me basta.
—Yanez de Gomera, lo he buscado por varios años sin un instante de reposo. ¿Sabe por qué?
—Lo ignoro, milord.
—Para vengarme.
—Le he dicho que lady Marianna no fue raptada. ¿Entonces de qué quiere vengarse?
—Del mal que me ha hecho, privándome de la única pariente que tengo, de las humillaciones infligidas y del mal que le han hecho a mi patria. Respóndame ahora: ¿Dónde está mi sobrina? ¿Es verdad que está muerta?
—Su sobrina, o mejor dicho, la mujer del Tigre de la Malasia, reposa en el cementerio de Batavia, milord —dijo Yanez con voz triste.
—Muerta quizá por su infame raptor.
—No, milord, por cólera. Y si usted lo ignora, le diré que Sandokan, el sanguinario pirata de Mompracem, llora y llorará por muchos años aún a lady Marianna Guillonk.
—¡Sandokan! —exclamó el lord con intraducible acento de odio—. ¿Dónde está este hombre?
—Su sobrino, milord, se encuentra en un lugar seguro en el territorio del rajá de Sarawak.
—¿Qué hace aquí?
—Está salvando a un hombre injustamente condenado, que ama a Ada Corishant su pariente.
—¡Mientes! —aulló el lord.
—¿Quién es este condenado? —preguntó el rajá, brincando en pie.
—No lo puedo decir —respondió Yanez.
—Lord Guillonk —dijo el rajá—. ¿Tiene un pariente que lleva el nombre de Corishant?
—La madre de mi sobrina Marianna tenía un hermano que se llamaba Harry Corishant.
—¿Dónde está este Harry Corishant?
—En India.
—¿Vive aún?
—Me han dicho que está muerto.
—¿Tenía una hija que se llamaba Ada?
—Sí, pero fue raptada por los thugs indios, y nunca más se oyó hablar de ella.
—¿Cree que está aún viva?
—No lo creo.
—Entonces...
—Este pirata nos engaña.
—Milord —dijo el portugués, alzando la cabeza y mirándolo al rostro—. Si yo jurase sobre mi honor que cuanto digo es verdad, ¿me creería usted?
—Un pirata no tiene honor —dijo con desprecio lord Guillonk.
Yanez palideció y su mano se estrechó sobre la culata de una pistola.
—Milord —dijo con voz grave—. Si delante no tuviese al tío de la difunta lady Marianna, a esta hora habría cometido un homicidio. Es la cuarta vez que le perdono la vida, no lo olvide.
—Pues bien, hable. Quizá preste fe a sus palabras.
—Repito aquello que he dicho hace poco. El Tigre de la Malasia está aquí para salvar a un hombre injustamente condenado, que ama a Ada Corishant, su pariente.
—Dígame el nombre de este hombre y el lugar donde se encuentra Ada Corishant.
—Ada Corishant se encuentra con el Tigre de la Malasia.
—¿Dónde?
—No se los puedo decir, ahora.
—¿Por qué?
—Porque ustedes serían capaces de caer sobre Sandokan y hacerlo prisionero o matarlo. Prométame dejarlo partir libre para su isla y le diré dónde se encuentra, y lo que está haciendo en este momento.
—Esta promesa no saldrá jamás de mis labios —dijo el rajá, interviniendo—. Es tiempo de que el Tigre de la Malasia desaparezca para siempre de estos mares, que por tantos años ha ensangrentado.
—Y tampoco de los míos —añadió lord Guillonk—. Hace cuatro años que espero la venganza.
—Pues bien, señores, háganme azotar, háganme asar a fuego lento, háganme sufrir mil tormentos, de la boca de Yanez de Gomera no saldrá una sílaba.
Mientras Yanez hablaba, dos indios habían entrado por la ventana y se habían silenciosamente acercado al escritorio. Parecían que no esperaban mas que una señal para lanzarse.
—¿Por lo tanto? —dijo el rajá, después de haber hecho una rápida seña a sus hombres—. ¿Por lo tanto usted no hablará?
—No, Alteza —respondió Yanez con inquebrantable firmeza.
—¡Pues bien, señor, yo, James Brooke, rajá de Sarawak, lo arresto!
A aquellas palabras los dos indios se lanzaron sobre el portugués, que no se había dado cuenta de su entrada, y lo derribaron, arrancándole las pistolas.
—¡Miserables! —gritó el prisionero.
Con un esfuerzo hercúleo los derribó, pero otros indios brincaron en la estancia y en un tiempo más breve que el necesario para narrarlo, lo ataron y amordazaron.
—¿Debemos matarlo? —preguntó el jefe de aquellos hombres desenvainando su kris.
—No —respondió el rajá—. Este hombre debe hacernos revelaciones.
—¿Hablará? —preguntó Guillonk.
—Enseguida milord —respondió Brooke.
A una seña suya un indio salió; poco después regresó trayendo sobre una bandeja de plata una taza llena de un agua verdosa.
—¿Qué es aquella bebida? —preguntó el lord.
—Una limonada —dijo el rajá.
—¿Para hacer qué?
—Hará hablar al prisionero.
—Lo dudo, rajá Brooke.
—Lo verá.
—¿Tiene mezclado algún veneno?
—Un poco de opio y algunas gotas de soma.
—¿Es alguna bebida india?
—Sí, milord.
Dos indios, a una seña suya, quitaron a Yanez la mordaza, le abrieron a la fuerza la boca y le hicieron engullir la limonada.
—Esté atento, milord —dijo el rajá—. Sabremos dentro de poco dónde se esconde el Tigre de la Malasia.
El prisionero había sido nuevamente amordazado, a pesar de sus mordiscos y sus violentas sacudidas, para que con sus gritos no pusiese en desorden a los invitados, que continuaban danzando y bebiendo en la sala vecina.
Después de cinco minutos su rostro, pálido por la ira, comenzó a colorearse y sus ojos a resplandecer como los de una serpiente irritada. Sus contorsiones y esfuerzos disminuyeron poco a poco, hasta que cesaron.
—Déjenlo reír —dijo el rajá.
Un indio volvió a quitar la mordaza. Cosa extraña: ¡Yanez, que poco antes parecía que quisiese estallar de cólera, ahora amenazaba estallar de risa!
Reía con una risa convulsa, y tan fuerte que parecía que se hubiese de pronto vuelto loco del todo. Y como si aquello no bastase, hablaba sin detenerse, ahora de Mompracem, ahora de los cachorros y ahora de Sandokan, como si delante de él hubiese amigos, antes que enemigos.
—Aquel hombre está loco —dijo lord Guillonk al colmo de la sorpresa.
—No está loco, milord —agregó el rajá, riendo—. Es la limonada que lo hace reír. Los indios, como ve, tienen bebidas verdaderamente maravillosas.
—¿Nos dirá dónde se encuentra el Tigre de la Malasia?
—Sin duda. Bastará interrogarlo.
—Amigo Yanez —dijo el lord, volviéndose nuevamente al portugués—, hábleme del Tigre de la Malasia.
El portugués, que había sido liberado de las cuerdas que le estrechaban las muñecas y los pies, oyendo la voz del lord se había prontamente alzado.
—¡Quién habla del Tigre! —preguntó—. El Tigre, ah... ¡Ah...! El Tigre de la Malasia... ¿Quién no lo conoce? ¿Eres tú, viejo, quien no lo conoce...? ¿No conoce al Tigre, al invencible Tigre...? ¡Ah...! ¡Ah...! ¡Ah...!
—¿Está quizá aquí el Tigre? —preguntó el rajá.
—Pero sí, está justo aquí, en el territorio de James Brooke, del rajá de Sarawak. Y aquel estúpido de Brooke no lo sabe... ¡Ah...! ¡Ah...!
—Pero este hombre nos insulta, Alteza —dijo lord Guillonk.
—¿Qué importa? —dijo el rajá, alzando los hombros—. Insulta, pero nos dará en nuestras manos al jefe de los piratas de Mompracem.
—Prosiga, por lo tanto, Alteza.
—Dígame, Yanez, ¿dónde está escondido Sandokan?
—¿No lo sabe...? ¡Ah...! ¡Ah...! No sabe dónde está Sandokan. Está aquí, justo aquí —dijo Yanez, que continuaba riendo.
—¿Pero en qué lugar?
—¿En cuál...? Está...
Se detuvo. Quizá un rayo de lucidez le había esclarecido el cerebro, en el momento en el que estaba por traicionar a su fiel amigo.
—¿Por qué te detienes? —preguntó el rajá—. ¿No sabes dónde se encuentra?
Yanez prorrumpió en una risotada convulsa que duró algunos minutos.
—Pero sí que lo sé —respondió—. Está en Sarawak.
—No dices la verdad, Yanez.
—Sí, digo la verdad. Y nadie lo sabe mejor que yo... ¡Ah...! ¡Ah...! Yo no saber dónde está Sandokan... ¡Ah...! ¡Ah...! Pero estás loco.
—Pues bien, dime ¿dónde está?
—En la ciudad, te he dicho... Sí, a esta hora debe haber llegado e irá a desenterrar al fingido muerto... y nosotros reiremos; si, reiremos de haber jugado a aquel estúpido de Brooke... ¡Ah...! ¡Ah!
El rajá y lord Guillonk se miraron al rostro con estupor.
—El fingido muerto —exclamaron a una voz—. ¿Quién es este fingido muerto...?
—¿Quién...? ¿No lo sabe? Es Tremal-Naik, el thug indio.
—¡Ah...! ¡Miserable! —exclamó el rajá—. Ahora comprendo. Continúa, Yanez, amigo mío. ¿Cuándo desenterrarán al fingido muerto?
—Esta misma noche... y mañana reiremos. Oh sí, reiremos. ¡Ah...! ¡Ah...! ¡Qué bella jugada...! ¡Ah...! ¡Ah...!
—¿Y será Sandokan quien lo desentierre...?
—Sí, Sandokan, y esta misma noche... ¡Ah! ¡Ah! Nos reiremos mañana... y Tremal-Naik estará contento... ¡Oh! ¡Sí, contento, muy contento...!
—Basta así —dijo el rajá—. Ahora sabemos lo que debemos hacer. Venga, milord.
Dejaron la estancia y se retiraron al gabinete, donde lo esperaba el capitán de los guardias, un bello indio de alta estatura, de un probado coraje, y de una sagacidad rara y única, antiguo compañero de armas del rajá.
—Kàllooth —dijo el príncipe—. ¿De cuántos hombres de confianza puedes disponer?
—De sesenta, todos indios —respondió el capitán.
—Dentro de diez minutos estén listos para partir.
—Está bien, rajá. ¿Y luego?
—Pondrás a cuatro centinelas en la estancia de Yanez y les dirás de matarlo como a un perro, al primer intento de fuga. ¡Ve!
El indio saludó y salió rápidamente.
—¿Vendrá también usted, milord? —preguntó el rajá.
—No necesitaba preguntármelo, Alteza —respondió lord Guillonk—. Yo execro al Tigre de la Malasia.
—Sin embargo es su sobrino, milord —observó el rajá, riendo.
—No lo reconozco.
—Está bien. Mañana, si la suerte nos sonríe, la piratería malaya habrá perdido para siempre a sus dos jefes. ¡A nosotros dos, oh Tigre de la Malasia! James Brooke te desafía.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

La primera referencia de Yanez sobre el “muerto” Tremal-Naik, no aclara que es “fingido”. Lo agregué por cómo seguía el relato. Sino no tenía mucho sentido.

Cólera: Enfermedad epidémica aguda de origen bacteriano, caracterizada por vómitos repetidos y diarrea severa.

Soma: “Youma” en el original, es el narcótico divino de la antigua India cuya naturaleza se mantuvo como un misterio a lo largo de varios miles de años. Se cree que se produce a partir de la hoja de cannabis indica, entre otros.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario