jueves, 5 de marzo de 2015

XVII. Yanez atrapado


Cuando Yanez hacia las diez de la noche volvió a entrar en Sarawak, se quedó sorprendido por el extraordinario movimiento que reinaba en todos los barrios. Por las calles y callejones pasaban y volvían a pasar corriendo, de a dos, de a cuatro, de a ocho, en pelotones, chinos en hábito de fiesta, dayak, malayos, macasares, bugineses, javaneses y tagalos, gritando, riendo, chocándose los unos contra los otros y dirigiéndose todos hacia la plaza donde surgían las habitaciones del rajá. Sin duda habían tenido indicios de la fiesta que daba su príncipe y acudían en masa, segurísimos de divertirse no poco y de haber buenas bebidas aún permaneciendo en la plaza.
—Bueno —murmuró el portugués, restregándose alegremente las manos—. Sandokan podrá pasar cerca de la ciudad sin ser visto por ningún habitante. Mi querido príncipe nos ayuda mucho. Te será agradecido.
Haciéndose camino con los codos y no pocas veces con los puños, después de cinco buenos minutos llegaba a la plaza. Innumerables antorchas resinosas ardían aquí y allá iluminando fantásticamente las casas, los altos y bellísimos árboles y al palacete del rajá que estaba circundado por una doble fila de guardias bien armados.
Una muchedumbre considerable, en parte alegre y en parte borracha, se apiñaba en aquel espacio, emitiendo aullidos enfurecidos, mezclándose y remezclándose. Los buenos ciudadanos de Sarawak oyendo la orquesta que sonaba en las estancias del palacete, danzaban furiosamente aplastándose contra las casas y contra los árboles y chocando y rompiendo las filas de los guardias que estaban a veces obligados a poner las armas en ristre.
—Llegamos un poco tarde —dijo Yanez, riendo—. El príncipe estará inquieto por mi prolongada ausencia.
Se hizo reconocer por los guardias, subió las escaleras, y entró en su estancia para asearse un poco y dejar las armas.
—¿Se divierten? —preguntó al indio que el rajá había puesto a su disposición.
—Mucho, milord —respondió el interpelado.
—¿Quiénes son los invitados?
—Europeos, malayos, dayak y chinos.
—Una mezcolanza, entonces. No habrá necesidad de ponerse el traje negro, que el resto no tiene.
Se cepilló las ropas, dejó las armas metiéndose no obstante una pistola corta en un bolsillo y se dirigió hacia la sala del baile, en cuyo umbral se detuvo con la más viva sorpresa dibujada en el rostro.
La sala no era vasta, pero el rajá la había hecho adornar con cierto gusto.
Numerosas lámparas de bronce, de procedencia europea, pendían del sofito extendiendo una viva luz; grandes espejos de Venecia adornaban las paredes, esteras dayak pintadas en vivos colores cubrían el suelo y sobre las mesitas había una bella muestra de grandes jarrones de porcelana de China que contenían peonías de un rojo vivísimo y grandes magnolias que perfumaban, quizá incluso demasiado, el aire.
Los invitados no eran más de cincuenta: ¡Pero cuántas vestimentas y cuántos diversos tipos! Había cuatro europeos todos vestidos de tela blanca, una quincena de chinos vestidos de seda y con los cráneos tan pelados y relucientes que parecían calabazas, diez o doce malayos de color verde oscuro, ensacados en largas zamarras indias; cinco o seis jefes dayak con sus mujeres, más desnudos que vestidos, pero adornados con centenares de brazaletes, de collares de dientes de tigre. Los otros eran macasares, bugineses, tagalos, javaneses que se agitaban como poseídos y que vociferaban como si estuviesen furibundos, cada vez que la orquesta china compuesta por cuatro ejecutantes de bianqing (instrumento formado por dieciséis piedras sonoras) y por una veintena de flautistas, entonaba una marcha imposible de danzar.
—¿Qué fiesta es esta? —se preguntó Yanez, riendo—. Si una de nuestras damas de Europa la viese, apostaría cien libras esterlinas contra un penny que plantaría sus dos pies sobre Su Alteza Brooke y sobre su diabólica orquesta.
Entró en la sala y se dirigió hacia el rajá, el único que vestía traje negro, y que estaba chismeando con un gran chino, sin duda uno de los principales negociantes de la ciudad.
—Se divierten aquí —dijo.
—¡Ah! —exclamó el rajá volviéndose hacia él—. ¿Está aquí, milord? Lo esperé un par de horas.
—He hecho un paseo hasta el fortín y al regresar he perdido el camino.
—¿Ha asistido al funeral del prisionero?
—No, Alteza. Las ceremonias lúgubres no me gustan.
—¿Le place esta fiesta?
—Hay un poco de confusión, me parece.
—Mi querido, estamos en Sarawak. Los chinos, malayos y dayak no saben hacer mejor. Tome a alguna dayak y dé unos giros.
—Con esta música es imposible, Alteza.
—Estoy de acuerdo —dijo el rajá, riendo.
En aquel instante hacia la puerta resonó un grito que tapó el alboroto que reinaba en la sala.
El rajá se volvió bruscamente y, como él se volvió también Yanez. Tuvo apenas tiempo de ver a un individuo vestido de blanco, con una larga barba grisácea que prontamente retrocedió.
—¿Qué sucede? —preguntó el rajá.
Algunas personas se dirigieron hacia la puerta, pero regresaron casi enseguida.
—Espéreme aquí, milord —dijo el rajá.
Yanez no respondió, ni se movió. Aquel grito, que quizá no era la primera vez que lo oía, le había descendido hasta el fondo del alma. Una ligera palidez cubrió enseguida su rostro, y sus facciones, normalmente tan calmas, por algunos instantes se alteraron.
—¡Aquel grito! —murmuró finalmente—. ¡Dónde lo he oído...! ¿Estallará una catástrofe ahora que hemos amarrado la nave al puerto?
Metió una mano en el bolsillo de los pantalones, y silenciosamente armó la pistola, resuelto a servirse de ella si fuese necesario.
En aquel momento reingresó el rajá. Yanez vio enseguida que una arruga surcaba su frente. Se estremeció y se puso inquieto.
—¿Pues bien, Alteza? —preguntó, haciendo un esfuerzo extraordinario para parecer calmo—. ¿Qué ha sucedido?
—Nada, milord —respondió el rajá con calma.
—¿Pero aquel grito...? —insistió Yanez.
—Lo emitió un amigo mío.
—¿Por qué motivo?
—Porque fue golpeado por un malestar imprevisto.
—¿Sin embargo...?
—¿Qué quiere decir?
—Aquel grito no era de dolor.
—Se ha engañado, milord. Vamos, tome a alguna dayak y, si es posible, dance una polca.
El rajá pasó a la otra parte poniéndose a conversar con uno de sus invitados. Yanez en cambio permaneció ahí, siguiéndolo con mirada inquieta.
—Hay algo —murmuró—. Está en guardia, Yanez.
Fingió alejarse y fue en cambio a sentarse detrás de un grupo de malayos. De ahí vio al rajá volverse atrás y mirar alrededor como si buscase a alguien.
Yanez volvió a estremecerse.
—Me busca a mí —dijo—. Pues bien, mi querido Brooke, te jugaré una bella chanza antes de que puedas jugármela.
Se alzó afectando la máxima calma, giró dos o tres veces alrededor de la sala, luego se detuvo a dos pasos de la puerta. Ahí había un servidor del rajá. Le hizo señas de acercarse.
—¿Quién era aquel hombre que arrojó, hace poco, aquel grito? —le preguntó.
—Un amigo del rajá —respondió el indio.
—¿Su nombre?
—Lo ignoro, milord.
—¿Dónde se encuentra ahora?
—En el gabinete del rajá.
—¿Está enfermo?
—No lo sé.
—¿Puedo ir a visitarlo?
—No, milord. Dos centinelas vigilan delante de la puerta del gabinete con la orden de no dejar pasar a ninguna persona.
—¿Y no conoces a aquel hombre?
—De nombre, no.
—¿Es un inglés?
—Sí
—¿Cuánto tiempo hace que está en Sarawak?
—Arribó justo después del combate ocurrido en la desembocadura del río —dijo luego.
—¿Contra el Tigre de la Malasia?
—Sí.
—¿Es un enemigo del Tigre?
—Sí, porque lo buscó por los bosques.
—Gracias, amigo —dijo Yanez poniéndole en la mano una rupia.
Salió de la sala y se dirigió hacia su estancia. Estaba pálido y pensativo.
Apenas entrado, cerró bien la puerta, arrancó de la pared un par de pistolas y un kris de punta envenenada, por tanto abrió la ventana, inclinándose sobre el alféizar.
Una doble fila de indios, armados de fusiles, circundaba la habitación.
Más allá, doscientas o trescientas personas danzaban desordenadamente emitiendo gritos salvajes.
—La fuga por aquí es imposible —dijo Yanez—. Sin embargo es necesario que deje este palacio lo más rápido posible. Siento que un gran peligro está cerca y que... —Se detuvo imprevistamente, golpeado por una sospecha que le relampagueó en la mente.
—Aquel grito... —murmuró, volviendo a palidecer—. Sí, debe haberlo emitido él... Sí, Lord Guillonk, nuestro enemigo... Sí, recuerdo que Sambigliong dijo haberlo visto a la cabeza de una manada de dayak, allá en la floresta donde se oculta Sandokan... ¡Es él, es él...!
Se precipitó hacia la mesa y empuñó las pistolas, diciendo:
—Yanez no matará al tío de Marianna Guillonk, pero defenderá su propia vida.
Se acercó a la puerta y tiró del cerrojo, pero no fue capaz de abrirla. Se apoyó con un hombro e hizo fuerza pero sin mejor éxito. Una sorda exclamación le prorrumpió de los labios.
—Me han encerrado dentro —dijo—. Ya estoy perdido.
Buscó otra salida, pero no había mas que las dos ventanas y bajo ellas estaban los guardias del rajá y más allá la muchedumbre.
—¡Maldita sea esta fiesta! —exclamó con rabia.
En aquel instante oyó golpear a la puerta. Alzó las pistolas, gritando:
—¿Quién es?
—James Brooke —respondió el rajá desde afuera.
—¿Sólo o acompañado?
—Sólo, milord, sin armas.
—Entre, Alteza —dijo Yanez con acento irónico.
Se puso las pistolas en el cinturón, cruzó los brazos sobre el pecho y la cabeza en alto, con la mirada calma, esperó la aparición del formidable adversario.

ACLARACIONES DE LA TRADUCCIÓN

Sofito: Plano inferior del saliente de una cornisa o de otro cuerpo voladizo.

Zamarras: Prenda de vestir, rústica, hecha de piel con su lana o pelo.

Bianqing: “Piene-kia” en el original, es un antiguo instrumento musical chino compuesto por piedras planas con forma de L, que cuelgan de una estructura de madera, puestos en un par de filas.

Polca: Danza de origen polaco de movimiento rápido y en compás de dos por cuatro.

Rupia: Moneda utilizada en India, Pakistán, Sri Lanka, Nepal, Mauricio y Seychelles.

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